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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (20 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Al mirar una vez más río arriba, pudieron ver, oscura contra los reflejos del atardecer, la figura de James Bullen saltando de piedra en piedra de manera torpe y precipitada, llegando en una ocasión a resbalar sobre una piedra y haciendo saltar un ligero chapoteo. Cuando se reunió con el grupo en la orilla, su rostro oliváceo estaba anormalmente pálido.

Los otros cuatro hombres, quienes ya se habían agrupado en el mismo sitio, le fueron llamando casi simultáneamente.

—¿Qué dice ahora?

—Nada. No dice… nada.

Fisher miró fijamente al joven durante un momento. Luego, dejando a un lado toda su pereza, y tras hacerle a March una señal apremiándole a que le siguiera, descendió a grandes zancadas hasta el río y lo cruzó. Unos instantes más tarde ambos se hallaron en el pequeño camino que, partiendo de allí, rodeaba la isla boscosa hasta llegar al extremo opuesto, donde se hallaba sentado el pescador. Al llegar allí se pararon y se quedaron mirándolo sin pronunciar una sola palabra.

Sir Isaac Hook aún permanecía sentado y recostado contra el tocón del árbol. Y así continuaba debido a la más poderosa de todas las razones. Un retal de su propio e irrompible sedal se hallaba apretado y enroscado, con una doble vuelta, alrededor de su garganta, y con otras dos vueltas más, alrededor del tocón de madera que le servía de apoyo a su espalda. El investigador se abalanzó hacia adelante y tocó la mano del pescador. Estaba tan fría como el cuerpo de un pez.

—Definitivamente, el sol se ha puesto —dijo Horne Fisher empleando el mismo tono terrible—. Y él nunca lo volverá a ver aparecer.

Diez minutos más tarde los cinco hombres, conmocionados por semejante tragedia, se encontraron de nuevo reunidos en el jardín. Durante un rato, permanecieron mirándose los unos a los otros con rostros pálidos pero vigilantes. Finalmente el abogado, que parecía ser el más alerta de todo el grupo, se decidió a hablar, si bien sus palabras sonaron algo bruscas.

—Debemos dejar el cuerpo tal y como está y telefonear a la policía —dijo—. Creo que mi propia autoridad será suficiente para registrar a los criados y revisar los papeles de nuestro desafortunado amigo para ver si encontramos algo que los implique. Ni que decir tiene que ninguno de ustedes, caballeros, debe abandonar este lugar.

Quizá hubiese algo en aquella manera suya tan rápida y rigurosamente legal de afrontar la situación que sugiriese la inminencia de alguna red o trampa. Sea como fuere, el joven Bullen se derrumbó de repente o, mejor dicho, reventó después de estar tanto tiempo reprimiendo su emoción. Su voz sonó como una explosión por todo el silencioso jardín.

—¡Yo ni siquiera le he tocado! —gritó—. ¡Les juro que no he tenido nada que ver en lo sucedido!

—¿Quién ha dicho que tuviera usted algo que ver? —preguntó Harker con una severa mirada—. ¿Por qué se justifica usted antes de ser acusado de nada?

—Porque todos ustedes me miran como si lo hiciesen —gritó el joven, furioso—. ¿Se creen acaso que no sé que no hacen más que chismorrear acerca de mis malditas deudas y mis esperanzas de heredar?

Para sorpresa de March, Fisher se había apartado de este primer enfrentamiento llevándose consigo al duque a otra parte del jardín. Cuando se encontró fuera del alcance del oído de los demás, le dijo a éste con una curiosa sencillez:

—Westmoreland, voy a ir directo al grano.

—¿Y bien? —dijo el otro mirándolo con aire imperturbable.

—Usted tenía un motivo para matarlo —dijo Fisher.

El duque continuó mirándolo fijamente, si bien parecía incapaz de articular palabra.

—Espero que tuviese un motivo para matarlo —prosiguió Fisher más suavemente—. Como usted comprenderá, se trata de una situación bastante curiosa. Si hubiese tenido usted un motivo para matarlo, probablemente no lo hubiera hecho. Pero en el caso de no haber tenido motivo alguno, bueno, entonces usted quizá lo hubiera matado.

—¿De qué demonios está usted hablando? —preguntó el duque con violencia.

—Es muy sencillo —dijo Fisher—. Cuando usted se le acercó, él se hallaba o vivo o muerto. Si se encontraba vivo, hubiese sido usted quien lo hubiese matado. Si no, ¿por qué habría usted de mantener la boca cerrada y no decir que estaba muerto? Y en caso de estar él muerto, al tener usted un motivo para desear matarlo, no dijo usted ni una sola palabra por temor a ser acusado.

Luego, tras un silencio, añadió distraídamente:

—Chipre es un hermoso lugar, según tengo entendido. Paisajes románticos y gente romántica. Debe de ser un país sumamente embriagador para un joven.

De repente, el duque apretó los puños y dijo con un hilo de voz:

—Muy bien. Yo tenía un motivo.

—Entonces ya sé que no tengo de qué preocuparme con respecto a usted —dijo Fisher extendiendo la mano con una enorme expresión de alivio—. Estaba casi seguro de que en realidad usted no lo había hecho. Se llevó usted un buen susto cuando se lo encontró muerto, como es natural. Como si fuese un mal sueño hecho realidad, ¿no es cierto?

Mientras esta curiosa conversación tenía lugar, Harker había entrado en la casa sin hacer el menor caso de las manifestaciones del malhumorado sobrino, regresando al poco tiempo con expresión más animada y con un fajo de papeles en una mano.

—He telefoneado a la policía —dijo deteniéndose para hablarle a Fisher—, aunque creo que ya he hecho por ellos la mayor parte del trabajo. Creo que ya he descubierto la verdad. Hay aquí un papel que…

Se detuvo al darse cuenta de que Fisher lo miraba con una singular expresión. Fue entonces Fisher quien habló:

—Y hay también algunos papeles que no están ahí, me imagino. Quiero decir, que ya no están ahí.

Y tras hacer una pausa añadió:

—Pongamos las cartas sobre la mesa. Al registrar usted los papeles del muerto con tanta prisa, Harker, ¿no buscaba usted algo… para asegurarse de que más tarde no pudiera ser encontrado por nadie?

Harker no movió un solo cabello rojo de su recia cabeza, pero miró a los demás por el rabillo del ojo.

—Y supongo —añadió Fisher con tranquilidad— que ésa es la razón por la cual nos mintió usted sobre el hecho de haber encontrado a Hook vivo. Usted sabía que había algo que demostraba que usted podía haber sido su asesino. Por eso no se atrevió a decirnos que le habían matado. Pero créame: resultará mucho mejor para usted ahora que se muestre sincero conmigo.

El macilento rostro de Harker se encendió súbitamente como alumbrado por un fuego infernal.

—¡Sincero! —gritó—. ¡Ser sincero es algo que no casa mucho con ninguno de ustedes! Todos ustedes, que han nacido en cunas de oro, se dedican a ir por ahí pavoneándose, como dotados de una virtud imperecedera, de que nunca han tenido en su mano nada que perteneciese a los demás. Pero yo, que nací en una humilde casa de huéspedes de Pimlico, tuve que buscarme la vida por mí mismo, y sería falso decir que alguna vez perjudiqué en lo más mínimo a una sola persona honrada. Y a pesar de todo, cuando un luchador se tambalea ligeramente sobre la cuerda mientras aún es joven y se encuentra inmerso en los escalafones más bajos de la ley, los cuales son, por cierto, de lo más sórdido, siempre aparece algún viejo vampiro que se engancha a uno a causa de ello y se dedica a chuparle la sangre durante el resto de su vida.

—Se refiere usted a aquel asunto de las Golcondas de Guatemala, ¿no es así? —dijo Fisher con un gesto comprensivo.

Harker se estremeció repentinamente. Luego dijo:

—Creo que lo sabe usted todo. Como si fuese Dios Todopoderoso.

—Yo sé demasiado —dijo Horne Fisher—. Incluidos los grandes errores.

Los otros tres hombres se iban aproximando a ellos, pero antes de que se hallasen demasiado cerca Harker dijo con una voz que había recobrado ya toda su firmeza:

—Sí. Destruí, en efecto, un papel. Pero encontré también otro que creo que probará la inocencia de todos nosotros.

—Muy bien —dijo Fisher en un tono más alto y alegre—. Entonces saquémosle provecho todos.

—Sobre los papeles de Sir Isaac —explicó Harker— había una carta llena de amenazas firmada por alguien llamado Hugo. En ella se amenaza con matar a nuestro desafortunado amigo de manera muy similar a la que finalmente le ha dado muerte. Es una carta despiadada, llena de insultos, como pueden comprobar ustedes mismos, pero haciendo hincapié en la costumbre del pobre Hook de pescar en la isla. Llama la atención el hecho de que el hombre declara que está escribiendo en un bote de remos. Y puesto que nosotros fuimos los únicos que nos acercamos a él por tierra firme —añadió sonriendo de manera bastante inquietante—, el crimen debe de haber sido cometido por un hombre que pasaba por allí en bote.

—¡Dios mío! —exclamó el duque con algo parecido a una gran excitación—. Recuerdo muy bien a ese tal Hugo. Era una especie de guardaespaldas o criado de confianza de Sir Isaac. ¿No lo entienden? Sir Isaac tenía miedo de ser atacado. No era, por así decirlo, muy popular en ciertos círculos. Hugo fue despedido tras algún oscuro escándalo, pero aún puedo recordarlo bien. Era húngaro, muy alto, con unos grandes bigotes que le sobresalían a ambos lados de la cara…

Una puerta se abrió en medio de la oscuridad que reinaba en la memoria de Harold March (o, para hablar con mayor propiedad, en su olvido) para mostrar un luminoso paisaje semejante al de un sueño perdido. Se trataba más bien de un paisaje acuático que de uno terrestre: un cuadro compuesto por prados inundados, árboles bajos y la arcada oscura de un puente. Y por un instante pudo ver nuevamente a aquel hombre de bigotes tan largos que parecían dos oscuros cuernos saltar hasta el puente para luego desaparecer.

—¡Santo Cielo! —gritó—. ¡Pero si resulta que yo mismo me crucé con el asesino esta mañana!

A pesar de todo lo ocurrido, Horne Fisher y Harold March aún pudieron disfrutar de un merecido día de descanso en el río. Como integrantes de aquel pequeño grupo, que, por cierto, se había disuelto nada más llegar la policía, lograron que el oportuno testimonio de March los dejase fuera de toda sospecha, con lo que se cerró el caso en contra del hombre llamado Hugo. El que aquel húngaro fugitivo llegase o no a ser capturado por la policía era algo que a Horne Fisher se le antojaba altamente dudoso, si bien tampoco se podía decir de él que hubiese volcado todas sus endemoniadas dotes detectivescas en el asunto, ya que se limitó a recostarse contra los almohadones del fondo del bote mientras fumaba y observaba el balanceo de los juncos conforme éstos iban pasando y quedando atrás.

—Fue una gran idea lo de saltar al puente —dijo—. Un bote vacío quiere decir poca cosa. Y en cuanto al hombre, nadie lo ha visto desembarcar en ninguna de las dos riberas del río y, además, ha logrado esfumarse por el puente sin haber llegado hasta él por tierra, por así decirlo. Si a todo esto añadimos que lleva veinticuatro horas de ventaja, que sus bigotes desaparecerán y que luego él también desaparecerá, creo que podemos tener todas nuestras esperanzas puestas en que acabará escapando.

—¿Esperanzas? —repitió March dejando de remar durante un instante.

—Sí, esperanzas —repitió el otro—. Para empezar, ningún deseo de venganza al estilo siciliano va a consumirme por dentro por el simple hecho de que alguien haya matado a Hook. Quizá a estas alturas ya se haya dado usted cuenta de qué clase de tipo era Hook. Ese sencillo y enérgico magnate industrial hecho a sí mismo no era más que un maldito chantajista y un chupador de sangre ajena. Se hallaba en poder de secretos que atentaban contra casi todo el mundo. Uno contra el pobre y viejo Westmoreland referente a un matrimonio contraído por el duque en Chipre, siendo éste aún muy joven, que podría haber puesto a la duquesa en una situación de lo más embarazosa. Y también uno contra Harker acerca de alguna apuesta realizada con el dinero de algún cliente suyo cuando no era más que un abogado novato. Ésa, desde luego, es la razón por la cual perdieron los nervios cuando encontraron a Hook asesinado. Tuvieron la sensación de haberlo hecho ellos mismos en sueños. Pero, no obstante, debo admitir que tengo otra razón para no desear que cuelguen a nuestro amigo húngaro por asesinato.

—¿Y cuál es esa razón? —preguntó su amigo.

—Pues, simplemente, que él no cometió el asesinato —contestó Fisher.

Harold March puso a un lado los remos y dejó que el bote marchase a la deriva durante un momento.

—¿Quiere que le confiese una cosa? Una parte de mí estaba esperando oír algo así —dijo—. Resultaba bastante incongruente, pero se notaba presente en la atmósfera como se presiente un trueno en el aire.

—Todo lo contrario. Es el hecho de encontrar a Hugo culpable lo que resulta incongruente —contestó Fisher—. ¿No se da usted cuenta de que le condenan por la única razón por la que absuelven a todos los demás? Harker y Westmoreland guardaron silencio porque habían encontrado a Hook muerto y sabían que había documentos que los harían aparecer como los asesinos. Muy bien, pues también Hugo lo encontró muerto y también Hugo sabía que había un documento que lo haría aparecer como el asesino. El mismo lo había escrito el día anterior.

—Pero en ese caso —dijo March frunciendo el ceño—, ¿a qué intempestiva hora de la mañana se cometió realmente el asesinato? Apenas empezaba a clarear cuando me encontré a aquel hombre en el puente, y éste queda a una considerable distancia de la isla río arriba.

—La respuesta es muy sencilla —contestó Fisher—. El crimen no se cometió por la mañana. En realidad, ni siquiera fue cometido en la isla.

March miró a las relucientes aguas sin contestar, pero Fisher continuó como si le hubiesen formulado una pregunta.

—El que un asesino sea considerado inteligente lleva aparejada la capacidad de saber aprovecharse de cualquier detalle poco común para convertirlo en una situación de lo más corriente. En este caso el detalle era la manía del viejo Hook de ser el primero en levantarse cada mañana, su imperturbable rutina como pescador y su insistencia en no ser molestado. El asesino lo estranguló en su propia casa después de la cena de la noche anterior, transportó su cadáver, junto con todos sus aparejos de pesca, a través del arroyo a altas horas de la noche, lo ató a aquel tocón de árbol y lo dejó allí bajo las estrellas. Fue un hombre muerto quien estuvo pescando allí durante todo el día. Luego el asesino regresó a la casa, o mejor dicho al garaje, y se marchó de allí en su automóvil. Pues resulta un hecho cierto que al asesino le gusta conducir su propio automóvil.

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