Subo a acostarme, a reunirme con Bonnie, a dormir.
He tenido un sueño. Es un sueño extraño, distinto de los otros. Se basa en un recuerdo auténtico.
«Tu alma es como un diamante.»
Fue algo que me dijo Matt en cierta ocasión, en un arrebato de ira. Yo había estado involucrada en un caso que me había robado todo mi tiempo durante un período de entre tres y cuatro meses. Apenas veía a Matt y a Alexa. Él había soportado esa situación durante los tres primeros meses, mostrándose comprensivo, sin rechistar. Pero una noche, al llegar a casa, lo había encontrado sentado en la oscuridad.
—No podemos seguir así —dijo.
Yo percibí el veneno en su voz.
Me quedé estupefacta. Suponía que toda iba perfectamente entre nosotros. Pero era una característica típica de Matt. Encajaba algo que le molestaba con estoicismo hasta que ya no podía más y estallaba. Eso provocaba siempre una escena desagradable, como en esos instantes: pasaba de no rechistar a estallar con la violencia de una tempestad.
—¿A qué te refieres? —pregunté a Matt con voz tensa, temblando de ira.
—¿A qué me refiero? ¡Joder, Smoky! Me refiero a que nunca estás en casa. Un mes, pase. Dos, me molesta pero lo acepto. Pero tres es demasiado. ¡Estoy harto! Nunca estás aquí, y cuando apareces apenas nos haces caso a Alexa o a mí, te muestras arisca e irritada. ¡A eso me refiero!
Nunca he sabido encajar bien un ataque directo. En momentos perezosos lo achaco a mi ascendencia irlandesa, pero la verdad es que mi madre era la viva imagen de la paciencia. No, este rasgo de mi personalidad no lo he heredado de nadie. Cuando me siento acorralada, pierdo la noción del bien y del mal. Lo único que me importa es salir del aprieto, y lucho utilizando todo tipo de artimañas, por sucias que sean, con tal de lograrlo. Matt tenía el defecto de dejar que la ira se acumulara en su interior hasta que estallaba. Lo cual chocaba frontalmente con mi defecto de atacar sin miramientos y sin pensar en las consecuencias cuando me sentía acorralada. Nunca habíamos conseguido resolver ese conflicto, una de las imperfecciones de nuestra relación. Aún la echo de menos.
Matt me había acorralado en un callejón sin salida y yo había reaccionado como de costumbre, asestando un golpe bajo.
—De modo que según tú debo decir a los padres de esas niñas que no tengo tiempo para atrapar al tipo que mató a sus hijas, ¿no es así? Si quieres, buscaré un trabajo con un horario de nueve a cinco. Pero la próxima vez que asesinen a una niña te obligaré a contemplar las fotos y a hablar con los padres, a ver cómo compaginas eso con una apacible vida familiar.
Fueron palabras frías, crueles y terriblemente injustas. Pero ésa es la crueldad de mi trabajo, pensé entonces enfurecida, y en esos momentos odié a Matt por no comprenderlo. Si me quedo en casa con mi familia, permito que un asesino siga libre para cometer sus crímenes. Si me dedico a perseguir al asesino, mi familia se siente abandonada y frustrada. Hay que esforzarse continuamente en compaginar ambas cosas, lo cual resulta agotador.
Matt se puso rojo de ira y murmuró:
—Vete al cuerno, Smoky. —Tras lo cual añadió meneando la cabeza—: Tu alma es como un diamante.
—¿Qué diablos significa eso? —pregunté, exasperada.
Él me miró irritado.
—Significa que tienes un alma muy bella, Smoky. Tan bella como un diamante. Pero también puede ser tan fría como un diamante.
Sus palabras eran tan crueles e hirientes que mi furia se disipó al instante. Matt no solía recurrir a la crueldad. Ésa era mi especialidad, por lo que me quedé anonadada. Al mismo tiempo sentí algo muy profundo en mi fuero interno: el temor de que tuviera razón. Recuerdo que lo miré estupefacta. Matt me miró dejando traslucir un atisbo de vergüenza en su rostro.
—¡Joder! —exclamó. Y se largó escaleras arriba dejándome plantada en la penumbra de nuestro cuarto de estar, profundamente dolida.
Como es natural, Matt y yo hicimos las paces. Superamos el incidente. En eso consiste el amor, tal como yo lo entendía en los entresijos más profundos de mi ser. El amor no se basa en lo romántico o la pasión. El amor es un estado de gracia. Uno lo experimenta cuando acepta la verdad absoluta de la otra persona, tanto lo cruel como lo divino, y el otro acepta esas cosas en ti, y compruebas que sigues deseando compartir tu vida con él. Conociendo los aspectos negativos del otro, pero amándolo con todas tus fuerzas. Sabiendo que el otro siente lo mismo que tú.
Es una sensación de seguridad y poder. Y cuando llegas a ese punto, la riqueza de lo romántico y pasional no te deslumbra, sino que es algo invulnerable y eterno.
Es decir, eterno hasta que la otra persona muere.
No me despierto de ese sueño gritando. Me despierto normalmente. Siento unas lágrimas que ruedan por mis mejillas. Dejo que se sequen de manera espontánea mientras escucho mi respiración hasta que me vence el sueño.
T
ODOS presentan el mismo aspecto que yo. Leo es quien tiene peor cara.
—¿No se fue a dormir a casa? —le pregunto.
Él me mira con ojos legañosos y masculla algo entre dientes.
—Bueno, es cosa suya. Escuchad —digo dirigiéndome a todos—: Callie y Alan, quiero que os reunáis conmigo en el aparcamiento. Leo y James, seguid con lo que estáis haciendo.
Todos asienten con la cabeza.
—Andando, pues.
El técnico en explosivos me muestra su placa.
—Reggie Gantz. —Aparenta veintitantos años, casi treinta. Muestra una expresión aburrida y una mirada alerta.
—Soy la agente especial Barrett. Enséñeme lo que tiene.
Gantz me conduce hasta la parte posterior de la furgoneta de la brigada de explosivos y la abre. Toma un ordenador portátil y un aparato que parece una voluminosa cámara de cine.
—Lo primero es esto. Un aparato de rayos X digital portátil. Muestra el contenido del paquete en la pantalla del ordenador portátil. Como usted ha dicho que el paquete será entregado por una tercera persona, no debemos preocuparnos de que se active mediante el movimiento. El asesino no querrá que estalle de camino aquí.
—Es lógico.
—Con este aparato sacaré una imagen de rayos X. Luego usaré el detector de explosivos. Frotaré el paquete con unos trapos de algodón y los introduciré en el detector para comprobar si hay residuos. Con ambos procedimientos, podremos averiguar con bastante certeza si se trata de una bomba o no.
Asiento con la cabeza.
—No sabemos cuándo llegará el paquete, de modo que más vale tomárselo con paciencia.
Reggie saluda tocándose la frente con las yemas de los dedos y regresa junto a su furgoneta sin decir otra palabra. Don Lacónico.
Aprovecho para repasarlo todo mentalmente. El conductor llegará para entregar el paquete y le tomaremos las huellas dactilares. Reggie examinará el paquete, y cuando nos confirme que no se trata de una bomba, Alan, Callie y yo lo llevaremos apresuradamente al laboratorio de la policía para que lo analicen. Examinarán todo el contenido en busca de huellas y utilizarán un aspirador para recoger cualquier residuo. Tomarán fotografías. Luego nos devolverán el contenido del paquete.
Esta insistencia en analizarlo todo minuciosamente representa una de nuestras ventajas y una de nuestras desventajas. La fechoría que un criminal comete en unos minutos o unas horas, nosotros tardamos a veces varios días en analizarla. Siempre somos más lentos que él. Pero siempre encontramos todo lo que el criminal deja tras de sí, hasta niveles microscópicos. Nuestra capacidad para interpretar hoy en día hasta la prueba más minúscula es impresionante. Los criminales tendrían que utilizar un traje espacial para asegurarse de no dejar nada que pueda delatarles. Aun así, probablemente deduciríamos que habían utilizado un traje espacial.
Incluso la ausencia de pruebas es reveladora. Nos indica que el criminal posee ciertos conocimientos sobre la policía y los procedimientos forenses. Nos permite deducir la metodología y psicología del asesino. ¿Es una persona inteligente, tranquila y paciente, o atolondrada, apasionada y desequilibrada? Tanto las pruebas como la ausencia de las mismas nos cuentan una historia.
—Mira —dice Alan señalando—, ahí viene.
Al volverme veo una furgoneta de mensajería avanzando hacia nosotros. El vehículo se detiene frente al edificio. Veo al conductor, un joven de pelo rubio con una incipiente barba, observándonos con aire preocupado. No se lo reprocho. Probablemente no está acostumbrado a ver a un contingente de personas con cara seria y expresión un tanto inquietante esperándole. Me acerco a la puerta del conductor y le indico que baje la ventanilla.
—FBI —digo mostrándole mi carné de agente del FBI—. ¿Trae un paquete a estas señas?
—Sí. Está en la parte posterior. ¿A qué viene todo esto?
—Ese paquete contiene unas pruebas, señor…
—¿Qué? Ah, Jed. Jedediah Patterson.
—Haga el favor de apearse de la furgoneta, señor Patterson. Ese paquete lo envía un criminal al que perseguimos.
El joven me mira boquiabierto.
—¿En serio?
—Sí. Tenemos que tomarle las huellas dactilares, señor Patterson. Haga el favor de descender de la furgoneta.
—¿Por qué tienen que tomarme las huellas dactilares?
Trato de tomármelo con paciencia.
—Vamos analizar el paquete en busca de huellas. Tenemos que saber cuáles son suyas y cuáles del asesino.
—Ah —responde el joven captando lo que está en juego—. Vale, ya lo entiendo.
—¿Quiere hacer el favor de bajar de la furgoneta? —Mi paciencia se está agotando. Rápidamente. El joven debe intuirlo, porque abre la puerta y se apea.
—Gracias, señor Patterson. Haga el favor de acompañar al agente Washington, que le tomará las huellas dactilares.
Señalo a Alan y observo que Jed Patterson le mira con cierto recelo.
—No se preocupe —digo sonriendo—. Reconozco que impone un poco, pero sólo es peligroso para los criminales.
El joven se humedece los labios sin apartar la vista del hombre-montaña.
—Si usted lo dice…
Jed se acerca a Alan, que le conduce al interior de la comisaría para tomarle las huellas dactilares.
Luego me centro en el paquete. Reggie Gantz se ha acercado a la furgoneta de mensajería con su equipo. Sigue mostrando una expresión de aburrimiento.
—¿Preparada? —me pregunta.
—Adelante —contesto.
Reggie se dirige a la parte posterior del vehículo y abre la puerta. Estamos de suerte; sólo hay tres paquetes. Reggie localiza de inmediato el que esperamos. Está dirigido a mí.
Yo le observo mientras pone en marcha su ordenador portátil y el aparato de rayos X también portátil. Al cabo de unos momentos contemplamos el contenido del paquete en la pantalla del ordenador.
—Parece que hay una botella que contiene un líquido… Y quizás una carta… También hay otro objeto, plano y circular. Podría ser un cedé. Eso es todo. Tengo que encender el detector y asegurarme de que ese líquido no es peligroso.
—¿Cree que es probable?
—No. Prácticamente todos los explosivos líquidos son inestables. El paquete seguramente habría estallado de camino aquí. —Reggie se encoge de hombros—. Pero los técnicos en explosivos nunca damos nada por sentado.
Me alegro de que Reggie esté presente, pero creo que está loco por realizar ese trabajo.
—Vamos allá —digo.
Reggie saca unos trapos de algodón y frota el paquete con ellos. Yo le observo introducirlos en el detector. Acto seguido el aparato de espectrometría comienza a analizarlos. Al cabo de unos minutos, me mira y dice:
—Creo que todo está en orden, que podemos abrir el paquete.
—Gracias, Reggie.
—De nada —responde bostezando.
Le observo perpleja dirigirse de nuevo a su vehículo con su equipo. De todo hay en la viña del Señor.
Me quedo sola con el paquete. Lo miro. No es muy grande. Lo suficiente para que contenga algo del tamaño de un frasco de mermelada, una carta y un cedé. Probablemente sea un cedé. Estoy impaciente por abrirlo.
Me dirijo de nuevo hacia la parte delantera de la furgoneta. Alan regresa con Jed Patterson, que tiene las yemas de los dedos manchadas de tinta negra. Indico a Alan que se acerque.
—El paquete no contiene ninguna sustancia peligrosa —digo—. Llevémoslo al laboratorio.
—Menos mal —comenta Callie.
Todos están impacientes por ver por fin el contenido del paquete.
Gene Sykes dirige el laboratorio de pruebas, y al vernos aparecer adopta una expresión de resignación.
—Hola, Smoky. ¿Cuánto tiempo me das para analizar eso?
—Vamos, Gene —contesto sonriendo—. No hace tanto que no nos vemos.
—O sea que era para ayer.
—Exacto.
Gene suspira.
—Dame los detalles.
—Es un paquete enviado a través de un servicio de mensajería por nuestro asesino. Hemos hecho que un técnico en explosivos lo examinara, lo que significa que ha limpiado la parte externa del paquete. También hemos tomado las huellas dactilares del conductor de la furgoneta para eliminarlas.
—¿Sabes qué contiene el paquete?
—El técnico tomó una imagen de rayos X. Al parecer dentro hay un frasco de algo, una carta y quizás un cedé. Como no hemos abierto el paquete, no estamos completamente seguros.
—¿Cómo sabes que es del asesino?
—Porque nos dijo que iba a enviarlo.
—Todo un detalle por su parte. —Gene reflexiona durante unos momentos sobre la información que le he dado—. ¿Habéis analizado ya el escenario del crimen relacionado con ese tipo?
—Sí.
—¿Habéis averiguado algo?
Informo a Gene de las huellas dactilares que hallamos en la cama de Annie.
Él se rasca la cabeza, pensando. Empieza a perderse en el problema.
—Necesito que analices esto a fondo. Pero necesito que lo hagas cuanto antes.
—De acuerdo. Lo examinaré pieza por pieza. Sacaré la caja, el contenido, y los analizaré por separado. Dices que es un tipo cauteloso, de modo que dudo que obtengamos huellas plásticas o visibles. Pero a veces nos llevamos una sorpresa.
En el escenario de un crimen podemos hallar tres tipos de huellas: plásticas, visibles y latentes. Las huellas plásticas y visibles son nuestras favoritas. Las huellas plásticas se producen cuando el criminal deja una huella en una superficie blanda, como cera, masilla o jabón. Las huellas visibles se producen cuando el criminal toca algo —por ejemplo, sangre— y luego toca otras superficies, dejando unas huellas claramente visibles. Las más frecuentes son las huellas latentes, o invisibles, que debemos esforzarnos en hallar, y la tecnología empleada en ello constituye todo un arte.