Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
—Lizzie Worthington, caramba, todo Hong Kong está a sus pies, Madame, disculpe mi atrevimiento. Mi periódico está haciendo un reportaje en exclusiva sobre este acontecimiento. Miss Worth, o Worthington, y esperamos poder incluirla a usted, incluir su vestido, su fascinante estilo de vida. Y a sus amigos, aún más fascinantes. Tengo a los fotógrafos cubriendo la retaguardia —hizo una reverencia a los Arpego—. Buenas noches, señora. Caballero. Es un orgullo tenerles con nosotros, no me cabe duda. ¿Es ésta su primera visita a Hong Kong?
Estaba haciendo su número de gran pisaverde, el alma juvenil de la fiesta. Un camarero trajo champán y Jerry insistió en pasarles las copas en vez de dejar que las cogieran ellos mismos. A los Arpego parecía divertirles aquello. Craw había dicho que eran estafadores. Lizzie le miraba fijamente y en sus ojos había algo que Jerry no podía descifrar, algo real y sobrecogedor, como si ella, no Jerry, acabase de abrir la puerta y ver a Luke.
—El señor Westerby ha hecho ya un reportaje sobre mí, según tengo entendido —dijo ella—. Creo que no se ha publicado, ¿verdad, señor Westerby?
—¿Para quién escribe usted? —preguntó de pronto el señor Arpego. Ya no sonreía. Parecía peligroso y desagradable, y era evidente que Lizzie le había hecho recordar algo que había oído al respecto y que no le gustaba. Algo de lo que Tiu le había advertido, por ejemplo.
Jerry se lo dijo.
—Entonces vaya a escribir para ellos. Deje en paz a esta señora. No concede entrevistas. Tiene usted trabajo que hacer, vaya a hacerlo a otra parte. Usted no ha venido aquí a jugar. Gánese su dinero.
—Un par de preguntas para usted,
entonces,
señor Arpego, antes de irme. ¿Cómo quiere que le describa, señor? ¿Cómo un tosco millonario filipino? ¿O sólo como un medio millonario?
—Dios santo —murmuró Lizzie, y por suerte, las luces volvieron a apagarse, volvió el tamborileo, todos regresaron a sus puestos y una voz de mujer con acento francés dirigió un suave comentario por el altavoz. Al fondo de la pasarela, las dos muchachas negras ejecutaban largas e insinuantes danzas de sombras. Cuando apareció la primera modelo, Jerry vio que Lizzie se levantaba en la oscuridad, se echaba la capa por los hombros y enfilaba por el pasillo, pasaba ante él y se dirigía hacia las puertas, con la cabeza baja. Jerry la siguió. En el vestíbulo, ella medio se volvió, como para ver si él venía y cruzó el pensamiento de Jerry la idea de que le esperaba. La expresión de Lizzie era la misma que reflejaba el estado de ánimo del propio Jerry. Parecía acosada y cansada y absolutamente desconcertada.
—¡Lizzie! —gritó Jerry, como si acabase de ver a una vieja amiga, y corrió a su lado antes de que ella llegara a la puerta del tocador—. ¡Lizzie! ¡Dios mío! ¡Cuántos años! ¡Toda una vida! ¡Super!
Un par de agentes de seguridad miraron mansamente como Jerry abrazaba a la chica para el beso de viejos amigos. Jerry deslizó al mismo tiempo la mano izquierda por debajo de la capa y al inclinar su rostro sonriente hacia el de ella, apoyó el pequeño revólver en la piel desnuda de su espalda, el cañón justo debajo de la nuca, y de este modo, ligado a ella por lazos de viejo afecto, la condujo a la calle, charlando alegremente todo el rato; llamó a un taxi. Habría preferido no tener que sacar el revólver, pero no podía arriesgarse a tener que maltratarla. Así son las cosas, pensó. Vienes para decirle que la amas, y acabas llevándotela a punta de pistola. Lizzie temblaba de cólera, pero Jerry no creyó que estuviera asustada, y no se le ocurrió siquiera pensar que pudiese afligirle tener que abandonar aquella espantosa fiesta.
—Esto es precisamente lo que yo necesito —dijo Lizzie, mientras subían otra vez entre la niebla—. Perfecto. Absolutamente perfecto.
Llevaba un perfume que a Jerry le resultaba extraño, pero de todos modos, le pareció que olía muchísimo mejor que el Zumo de la vid.
Guillam no estaba exactamente aburrido, pero su capacidad de concentración no era tampoco infinita, como parecía ser la de George. Cuando no se preguntaba qué demonios andaría haciendo Jerry Westerby, se sorprendía recreándose en la privación erótica de Molly Meakin o bien recordando a aquel muchacho chino con los brazos descoyuntados gritando y gimiendo como una liebre herida al coche que se alejaba. El tema de Murphy era ahora la isla de Po Toi y estaba extendiéndose en él despiadadamente.
Volcánica, señor, decía.
La roca más dura de todo el grupo de islas de Hong Kong, señor, decía.
Y la isla situada más al sur, decía, y justo allí en el límite de las aguas chinas.
Doscientos cuarenta metros de altura, señor, los pescadores la utilizan como punto de referencia cuando navegan en altar mar, señor, decía.
Desde el punto de vista técnico, no es una isla sino un grupo de seis islas, aunque las otras son estériles, sin árboles, y están deshabitadas.
Un templo magnífico, señor. De mucha antigüedad. Unas tallas en madera excelentes, pero poca agua natural.
—Por Dios, Murphy, que no vamos a comprarlas —exclamó Martello.
En opinión de Guillam, con la acción próxima y Londres lejos, Martello había perdido gran parte de su lustre y todo su aire inglés. Los trajes tropicales que utilizaba eran norteamericanos hasta los tuétanos, y necesitaba hablar con gente, a ser posible de la suya. Guillam sospechaba que hasta Londres era una aventura para él y Hong Kong era ya territorio enemigo. Smiley, por su parte, reaccionaba de forma totalmente opuesta ante la tensión: se volvía reservado y de una cortesía rígida.
Po Toi tenía una población decreciente de ciento ocho campesinos y pescadores, la mayoría comunistas, tres aldeas habitadas y tres muertas, señor, decía Murphy. Seguía con su cantinela. Smiley seguía escuchando atentamente, pero Martello garrapateaba impaciente en su cuaderno.
—Y mañana, señor —decía Murphy—,
mañana
por la noche se celebra el festival anual de Po Toi, en el que se rinde homenaje a Tin Hau, la diosa del mar, señor.
Martello dejó de escribir.
—¿Esa gente cree realmente tales tonterías?
—Todo el mundo tiene derecho a su religión, señor.
—¿Te enseñaron eso en la academia de instrucción, Murphy? —dijo Martello, volviendo a su cuaderno.
Hubo un incómodo silencio hasta que Murphy asió valerosamente el puntero y posó su extremo en el borde sur de la costa de la isla.
—Este festival de Tin Hau, señor, se concentra en el puerto principal, señor, justo aquí, en la punta sudoeste que es donde está situado el antiguo templo. Según la informada predicción del señor Smiley, la operación de desembarco de Ko se producirá
aquí,
lejos de la bahía principal, en una pequeña cala de la parte este de la isla. Desembarcando en esta zona de la isla, que no está habitada, y que no tiene un acceso directo fácil por el mar, en un momento en que la distracción del festival de la isla en la bahía
principal…
Guillam no llegó a oír el teléfono. Sólo ovó la voz del otro hombre silencioso de Martello contestar la llamada:
—Sí. Mac.
Luego, el chirrido de su sillón al incorporarse mirando a Smiley.
—Bien,
Mac.
Claro, Mac. Ahora mismo. Sí. Espera. A mi lado. Un momento.
Smiley estaba ya junto a él, con la mano extendida para coger el teléfono. Martello observaba a Smiley. Murphy, en el podium, había vuelto la espalda y señalaba otras interesantes características de Po Toi, sin advertir del todo la interrupción.
—Los marinos también llaman a esta isla Roca Fantasma, señor —explicó, con la misma voz monótona—. Pero parece que nadie sabe por qué.
Smiley escuchó un momento y colgó.
—Gracias, Murphy —dijo cortés—. Ha sido muy interesante.
Se quedó quieto un momento, los dedos en el labio de arriba, en un gesto pickwickiano de reflexión.
—Sí —repitió—. Sí, mucho.
Caminó luego hasta la puerta, pero se detuvo otra vez.
—Perdóname, Marty, tengo que dejaros un rato. No más de una o dos horas, espero. En cualquier caso, ya telefonearé.
Estiró la mano hacia el pomo de la puerta. Se volvió luego y se dirigió a Guillam.
—Peter, creo que será mejor que vengas tú también, si no te importa. Quizá necesitemos un coche y a ti parece que no te afecta gran cosa el tráfico de Hong Kong. Vi hace un momento a Fawn por algún sitio… ah, estás ahí.
En Headland Road, las flores tenían un brillo velludo, como helechos pintados para Navidad. La acera era estrecha y se utilizaba raras veces, sólo la usaban las
amahs
para pasear a los niños, cosa que hacían sin hablarles, como si paseasen perros. La furgoneta de vigilancia de los primos era una furgoneta Mercedes deliberadamente gris e insignificante, bastante destartalada, con manchas de polvo y barro en los lados y las letras H. K. ESTUDIOS DE PROM. Y CONSTR. a un lado. Una vieja antena de la que colgaban banderolas chinas se inclinaba sobre la cabina, y cuando pasaba lúgubremente ante la residencia de Ko por segunda vez, (¿o era por cuarta?) aquella mañana, nadie se fijó en ella. En Headland Road, como en todo Hong Kong, siempre hay alguien construyendo.
Estirados dentro de la furgoneta sobre bancos de cuero de imitación dispuestos para tal fin, dos hombres observaban atentamente entre un bosque de lentes, cámaras y radioteléfonos. También para ellos se estaba convirtiendo en una especie de rutina pasar por delante de Seven Gates.
—¿Ningún cambio? —dijo el primero.
—Ninguno —confirmó el segundo.
—Ningún cambio —repitió el primero, por el radioteléfono, y ovó la voz tranquilizadora de Murphy al otro extremo, certificando la llegada del mensaje.
—Quizá sean figuras de cera —dijo el primero, aún observando—. Quizá debiésemos darles un tiento y ver si gritan.
—Quizá debiéramos hacerlo —dijo el segundo.
Los dos estaban de acuerdo en que en toda su carrera profesional nunca habían controlado algo que estuviese tan quieto. Ko estaba donde siempre, al fondo de la enramada de rosas, dándoles la espalda, y mirando hacia el mar. Su pequeña esposa, que vestía como siempre de negro, estaba sentada separada de él, en una butaca blanca de jardín; parecía mirar fijamente a su marido. Sólo Tiu hacía algún movimiento. También estaba sentado, pero al otro lado de Ko, y masticaba lo que parecía un buñuelo.
Tras llegar a la carretera principal, la furgoneta enfiló hacia Stanley, prosiguiendo por razones de cobertura su ficticio reconocimiento de la zona.
Su piso resultaba grande e incongruente: una mezcla de sala de espera de aeropuerto,
suite
de ejecutivo y
boudoir
de buscona. El techo del salón estaba inclinado hasta el punto de la asimetría, como la nave de una iglesia que se estuviese hundiendo. El suelo cambiaba de niveles incesantemente, la alfombra tenía el espesor de la hierba y al pasar por ella fueron dejando pequeñas huellas. Las enormes ventanas proporcionaban vistas ilimitadas pero solitarias, y cuando cerró los postigos y corrió las cortinas, los dos se vieron de pronto en un chalet suburbano sin jardín. La
amah
se había ido a su habitación detrás de la cocina y cuando apareció, Lizzie le mandó que volviera allí. Salió refunfuñando ceñuda. Espera que se lo cuente al amo, iba diciendo.
Jerry echó los cierres de la puerta de entrada y tras ello la llevó consigo, conduciéndola de habitación en habitación, haciéndola caminar unos pasos por delante y a su izquierda, y abrirle las puertas e incluso los armarios. El dormitorio era un montaje televisero de
femme fatale
con una cama redonda cubierta de edredones y un baño hundido y redondo tras un enrejado español. Jerry revisó los armarios que había junto a la cama buscando un arma corta, porque aunque en Hong Kong no suelen abundar las armas, la gente que ha vivido en Indochina suele tener armas. El vestidor daba la impresión de que Lizzie había vaciado en Central una de las elegantes tiendas de decoración estilo escandinavo por teléfono. El comedor era de cristal ahumado, cromo pulido y cuero, con falsos antepasados gainsboroughnianos que miraban pastosamente los vacíos sillones: todas las momias que no sabían cocer un huevo, pensó Jerry. Negros escalones de piel de tigre conducían al cubil de Ko y allí Jerry se demoró, examinándolo todo, fascinado a su pesar, viendo en todo a su rival, y comprobando su parentesco con el viejo Sambo. El escritorio tamaño regio con las patas
bombé
y los extremos de bola y garra, la cuchillería presidencial. Los tinteros, el abrelibros envainado y las tijeras, las obras jurídicas de referencia intactas, las mismas que el viejo Sambo llevaba de un lado a otro: el Simons de impuestos, el Charles Worth de derecho mercantil. Los testimonios enmarcados en la pared. La citación para su Orden del Imperio Británico que empezaba «Isabel Segunda por la gracia de Dios…» La medalla misma, embalsamada en satén, como los brazos de un caballero muerto. Fotografías de grupos de chinos ancianos en las escaleras de un templo de los espíritus. Caballos de carreras victoriosos. Lizzie riendo para él. Lizzie en traje de baño, sensacional. Lizzie en París. Suavemente, abrió los cajones de la mesa y descubrió el papel con membrete en relieve de una docena de empresas distintas. En los armarios, carpetas vacías, una máquina de escribir eléctrica IBM sin enchufe, una agenda de direcciones sin ninguna dirección escrita. Lizzie desnuda de la cintura para arriba, vuelta mirándole sobre su larga espalda. Lizzie, Dios nos asista, con un traje de novia, y un ramo de gardenias en la mano. Ko debió mandarla a un estudio de fotos de boda para aquello.
No había ninguna foto de sacos de arpillera con opio.
El santuario del ejecutivo, pensó Jerry, allí quieto, de pie. El viejo Sambo tenía varios: chicas que tenían pisos de él, una tenía incluso una casa, y sin embargo sólo le veían unas cuantas veces al año. Pero siempre esta habitación especial y secreta, con el escritorio y los teléfonos sin utilizar y los recuerdos de un instante, un rincón material tallado en la vida de otro, un refugio de los otros refugios.
—¿Dónde está él? —preguntó Jerry, acordándose otra vez de Luke.
—¿Drake?
—No, Papá Noel.
—Dímelo tú.
La siguió hasta el dormitorio.
—¿Es frecuente que no sepas dónde está? —preguntó.
Ella se estaba quitando los pendientes, metiéndolos en un joyero. Luego el broche, el collar y las pulseras.