Read El honorable colegial Online
Authors: John Le Carré
Y esto le parecía inadmisible. En otros tiempos, podría haber aceptado dejar ese problema a los sabihondos, tal como había dejado muchos otros problemas. Pero ya no eran otros tiempos. Ahora era una cuestión de los primos, en realidad, y aunque Jerry no tenía ningún pleito personal con los primos, su presencia convertía el juego en algo mucho más duro. En consecuencia, no podían aplicarse las vagas ideas que él tuviese sobre el humanitarismo de George.
Además, le preocupaba Lizzie. Urgentemente. No había nada impreciso en sus sentimientos. La deseaba profundamente, con aceituna y todo. Lizzie era su tipo de fracasada, y la amaba. Había estado dándole vueltas y, tras varios días de cavilaciones, aquélla era su conclusión clara e inalterable. Le había sobrecogido un poco, pero estaba muy satisfecho de ella.
Gerald Westerby, se decía. Estuviste presente en tu nacimiento. Estuviste presente en tus diversos matrimonios y en algunos de tus divorcios, y sin duda estarás presente en tu entierro. Ya iba siendo hora, según tu meditado punto de vista, de que estuvieses presente en otros determinados momentos cruciales de tu historia.
Cogió un autobús que le llevó río arriba unos cuantos kilómetros, caminó de nuevo, utilizó ciclomotores, se sentó en bares, hizo el amor a las chicas pensando sólo en Lizzie. La posada en que paraba estaba llena de niños y una mañana despertó y se encontró a dos sentados en su cama maravillados de la enorme longitud de las piernas del
farang y
de cómo colgaban sus pies desnudos al final de la cama. Tal vez lo mejor fuera quedarme aquí, pensó. Pero era una broma sólo, porque sabía que tenía que volver y preguntárselo; aunque la respuesta de ella resultara un fiasco. Desde la galería lanzó aviones de papel para los niños, que bailaban y aplaudían viéndoles planear.
Encontró a un barquero y, al anochecer, cruzó el río hasta Vientiane, evitando las formalidades burocráticas de inmigración. A la mañana siguiente, también sin formalidad alguna, logró subir a bordo de un Royal Air Lao DC8 no programado, y por la tarde estaba volando y en posesión de un delicioso y cálido whisky y charlando alegremente con un par de cordiales traficantes de opio. Cuando aterrizaron, caía una lluvia negra y las ventanillas del autobús del aeropuerto estaban llenas de polvo. A Jerry no le importó lo más mínimo. Por primera vez en su vida, en realidad el volver a Hong Kong era exactamente como volver a casa.
Pero en la zona de recepción del aeropuerto, Jerry jugó sus cartas con toda cautela. Nada de trompetas, se dijo: evidentemente, unos días de descanso habían hecho maravillas en lo relativo a su presencia de ánimo. Tras echar un vistazo al panorama, se dirigió al servicio de caballeros en vez de dirigirse a las ventanillas de inmigración y allí se quedó hasta que llegó un grupo de turistas japoneses y entonces se lanzó sobre ellos y empezó a preguntar quién hablaba inglés. Logró segregar a cuatro, les enseñó el carnet de Prensa de Hong Kong y mientras hacían cola esperando que les sellaran el pasaporte les asedió a preguntas de por qué estaban allí y qué se proponían hacer y con quién, anotando diligentemente en su cuaderno; eligió luego a otros cuatro y repitió la operación. Esperaba a que los policías de servicio terminasen el turno. Lo hicieron a las cuatro e inmediatamente Jerry se dirigió a una puerta con un letrero de «Prohibida la entrada» en la que se había fijado antes. Llamó hasta que le abrieron y se lanzó por ella hacia la salida.
—¿Adónde demonios va usted? —preguntó un ofendido inspector de policía escocés.
—Al periódico, hombre. Tengo que entregarles esta mierda sobre nuestros queridos visitantes japoneses.
Enseñó el carnet de Prensa.
—Pues vaya usted por la puerta como todo el mundo.
—¿Estás loco? No he traído el pasaporte. Por eso tu distinguido colega me dejó entrar por aquí cuando vine.
Su envergadura, la voz ronca, la apariencia claramente británica, su conmovedora sonrisa, le proporcionaron espacio en un autobús que iba a la ciudad cinco minutos después. Enfrente de su edificio de apartamentos dio unas cuantas vueltas sin ver nada sospechoso; pero como aquello era China, ¿quién podría asegurarlo? El ascensor estaba vacío para él, como siempre. Subiendo tarareó el único disco de Ansiademuerte el Huno anticipando un baño caliente y un cambio de ropa. En la puerta de entrada, tuvo un momento de angustia al advertir que las pequeñas cuñas que había dejado colocadas estaban en el suelo, hasta que al fin recordó a Luke, y sonrió ante la perspectiva de verle. Abrió la puerta antirrobo y al hacerlo oyó un rumor dentro, un ruido monótono, que podía ser de un acondicionador de aire, pero no del de Ansiademuerte, que era demasiado inútil e ineficaz. El imbécil de Luke se había dejado puesto el gramófono, pensó. Y debe estar a punto de estallar. Luego pensó: soy injusto con él, es la nevera. Luego abrió la puerta y vio el cadáver de Luke tendido en el suelo, con la mitad de la cabeza destrozada y la mitad de las moscas de Hong Kong amontonadas en ella y a su alrededor; y lo único que se le ocurrió hacer, mientras cerraba a toda prisa la puerta y se llevaba el pañuelo a la boca, fue correr a la cocina, por si aún había alguien allí. Volvió al salón, empujó a un lado los pies de Luke y alzó el trozo de parquet donde tenía escondida la pistola prohibida y el equipo de emergencia y se lo guardó todo en el bolsillo antes de vomitar.
Claro, pensó. Por eso Ricardo estaba tan seguro de que el escritor de caballos había muerto.
Ya estás en el club, pensó, mientras salía de nuevo a la calle, con la rabia y la aflicción palpitando en sus ojos y en sus oídos. Nelson Ko está muerto, pero está dirigiendo China. Ricardo está muerto, pero Drake Ko dice que puede seguir vivo siempre que no salga del lado oscuro de la calle. Jerry Westerby el escritor de caballos también está completamente muerto, salvo que ese cabrón pagano imbécil que está al servicio de Ko, el maldito señor Tiu, fue tan torpe que liquidó al ojirredondo que no era.
El interior del Consulado norteamericano de Hong Kong parecía copiado del interior del Anexo, desde el omnipresente palo de rosa falso a la insípida cortesía y a los sillones de aeropuerto y al confortante retrato del presidente, aunque esta vez fuese Ford. Bienvenidos a vuestra casa de fantasmas de Howard Johnson, pensó Guillam. La sección en la que ellos trabajaban se denominaba pabellón de aislamiento, y tenía entrada propia por la calle, vigilada por dos infantes de marina. Tenían pases con nombres falsos (el de Guillam era Cordón) y durante su estancia allí, salvo por teléfono, no hablaban con nadie del interior del edificio, salvo entre sí. «No sólo somos negables, caballeros —les había dicho muy satisfecho Martello en la reunión informativa—. También somos invisibles.» Así se iban a jugar las cartas, dijo. El Consulado general norteamericano podía poner la mano en la Biblia y jurar ante el gobernador que ellos no estaban allí y que su personal nada tenía que ver con aquello, dijo Martello. «No lo sabe nadie.» Después de esto, entregó el mando a George porque: «Este asunto es tuyo, George, de cabo a rabo.»
Tenían que dar un paseo cuesta abajo de cinco minutos para llegar al Hilton, donde Martello les había reservado habitaciones. Cuesta arriba, aunque les habría resultado duro subir, había diez minutos andando hasta el bloque de apartamentos de Lizzie Worth. Llevaban allí cinco días y, en aquel momento, atardecía, pero ellos no tenían medio de saberlo porque en la sala de operaciones no había ventanas. En su lugar había mapas y cartas marinas. Y un par de teléfonos controlados por los hombres silenciosos de Martello, Murphy y su amigo. Martello y Smiley tenían una mesa—escritorio grande cada uno. Guillam, Murphy y su amigo compartían la mesa de los teléfonos y Fawn se sentaba ceñudo en el centro de una hilera de butacas de cine vacías, de la pared del fondo, como un crítico aburrido en el avance de una película, hurgándose los dientes unas veces y bostezando otras, pero negándose a salir de allí, como repetidamente le aconsejaba Guillam. Habían hablado con Craw y le habían dado orden de ocultarse por completo. Una zambullida total. Smiley temía por él desde la muerte de Frost, y hubiese preferido evacuarle, pero el amigo Craw no lo habría aceptado.
Era también, por una vez, el momento de los hombres silenciosos: «Nuestra última sesión informativa detallada —había dicho Martello—. Bueno, si
tú
estás de acuerdo, George.» El pálido Murphy, con camisa blanca y pantalones azules, estaba de pie sobre una tarima y ante una carta marina colocada en la pared, entregado a un soliloquio con sus notas. Los demás, incluidos Smiley y Martello, estaban sentados frente a él y escuchando casi siempre en silencio. Era como si Murphy estuviese describiendo una aspiradora, y para Guillam este hecho hacía que su monólogo resultase aún más hipnótico. En la carta se veía sobre todo mar, pero en la parte de arriba y a la izquierda, colgaba un perfil como de encaje de la costa sur de China. Detrás de Hong Kong, los salpicados bordes de Cantón se veían apenas por debajo del listón que sujetaba la carta, y al sur de Hong Kong, en el punto medio mismo de la carta, se extendía el verde perfil de lo que parecía una nube, dividida en cuatro partes denominadas A, B, C y D respectivamente. Murphy dijo reverente que eran los bancos pesqueros y la cruz del centro Centre Point,
señor.
Murphy hablaba sólo para Martello, aunque fuese un asunto de George de cabo a rabo.
—Señor, basándonos en la última vez que Drake salió de la China roja y poniendo al día nuestra valoración de la situación tal como está ahora, nosotros y los servicios secretos de la Marina, ambos, señor…
—Murphy, Murphy —cortó Martello con mucha amabilidad—. Abrevia un poco, ¿quieres? No estamos ya en la escuela de adiestramiento, ¿entendido? Afloja un poco el cinturón, hijo.
—Señor. Uno. Tiempo —dijo Murphy, a quien no había afectado en lo más mínimo la interrupción—. Abril y mayo son los meses de transición, señor, entre los monzones del nordeste y el inicio de los monzones del sudoeste. Las condiciones climatológicas son impredecibles en un día concreto, señor, pero no se prevén condiciones extremas para el viaje en general.
Utilizaba el puntero para indicar la línea desde la parte sur de Swatow hasta los bancos pesqueros, luego desde los bancos pesqueros hacia el noroeste, pasando Hong Kong y subiendo por el Ría de las Perlas hasta Cantón.
—¿Niebla? —dijo Martello.
—La niebla es tradicional en la estación y se prevén nubes entre seis y siete oktas, señor.
—¿Qué demonios es una
okta,
Murphy?
—Una okta es un octavo de área de cielo cubierta, señor; las oktas han sustituido a los antiguos décimos. Hace cincuenta años que no se produce un tifón en abril, y los servicios secretos de la Marina comunican que es muy improbable que haya tifones. El viento es de dirección este, de nueve a diez nudos, pero cualquier nota que lo siga debe contar con períodos de calma y también de vientos contrarios, señor. La humedad es de un ochenta por ciento aproximadamente, y la temperatura de quince a veinticuatro grados centígrados. La condición del mar tranquilo, con escaso oleaje. Las corrientes suelen seguir en Swatow la dirección nordeste cruzando el estrecho de Taiwan, unas tres millas marinas por día, aproximadamente. Pero más al oeste… por
este
lado, señor…
—Eso ya lo sé, Murphy —interrumpió Martello con viveza—. Sé donde está el oeste, demonios.
Luego miró a Smiley con una sonrisa, como diciendo «estos jovenzuelos mequetrefes».
Tampoco esta vez la interrupción afectó a Murphy lo más mínimo.
—Tenemos que estar en condiciones de calcular el factor velocidad, y, en consecuencia, el avance de la flota en cualquier punto de su ruta, señor.
—Claro, claro.
—La luna, señor —continuó Murphy—. Suponiendo que la flota haya salido de Swatow la noche del veinticinco de abril, viernes, habrán pasado tres noches desde la luna llena…
—¿Por qué supones eso, Murphy?
—Porque fue entonces cuando salió de Swatow la flota, señor. Hace una hora que el servicio secreto de la Marina nos confirmó ese dato. Se localizaron columnas de juncos en el extremo este del banco pesquero C, que se dirigieron hacia el este, siguiendo el viento, señor. Hay identificación positiva del junco que dirige la flota.
Hubo una espinosa pausa. Martello se ruborizó.
—Eres un chico listo, Murphy —dijo, en tono de advertencia—. Pero debías haberme dado esa información un poco antes.
—Sí, señor. Suponiendo también que la intención del junco de Nelson Ko es entrar en aguas de Hong Kong la noche del cuatro de mayo, la luna estará en cuarto menguante, señor. Si tenemos en cuenta los precedentes…
—Los tenemos —dijo con firmeza Smiley—. La fuga debe ser una repetición exacta del viaje del propio Drake en el cincuenta y uno.
Guillam percibió que, una vez más, nadie dudaba de él. ¿Por qué no? Resultaba absolutamente desconcertante.
—…entonces, nuestro junco llegaría a la isla situada más al sur, la isla de Po Toi a las veinte horas mañana, y se reincorporaría a la flota por el Río de las Perlas arriba, a tiempo para llegar al puerto de Cantón entre diez treinta y doce horas del día siguiente, cinco de mayo, señor.
Mientras Murphy continuaba, Guillam mantenía la mirada furtivamente fija en Smiley, pensando, como pensaba muchas veces, que no le conocía mejor ahora que cuando se vieron por vez primera allá por los oscuros días de la guerra fría en Europa. ¿Dónde andaba durante todas aquellas horas intempestivas? ¿Pensando en Ann? ¿En Karla? ¿En compañía de quién estaba que volvía a traerle al hotel a las cuatro de la madrugada? No me digas que George anda con la segunda primavera, pensó. La noche anterior a las once había llegado una noticia importante de Londres, así que Guillam había subido hasta allí para descifrarla. Westerby ha desaparecido, decían. Estaban aterrados pensando que quizás Ko le hubiese asesinado o, peor aún, raptado y torturado y que la operación quedase abortada por ello. Guillam pensó que lo más probable era que Jerry estuviera entretenido con un par de azafatas en algún lugar de su ruta a Londres, pero dado que el mensaje tenía carácter prioritario no tenía más remedio que despertar a Smiley para decírselo. Llamó por teléfono a su habitación y no contestaba nadie, así que se vistió y estuvo aporreando la puerta hasta que al fin se vio obligado a utilizar la ganzúa, pues el asustado ahora era él: pensaba que Smiley podría estar enfermo.