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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (12 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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C-G * G-T
No identificado

G-G * G-T *

G-G
Homo sapiens
T-T *

C-G * T-T *

A-T
A-I allele
T-T *

T-G
marcador
G *

G-G * C *

T-T
A
I
C-C *

A-A
Comienzo
C-T *

A-A
Polimorfismo
G-T *

A-A * T-A *

G-T * G-G *

T-T * T *

G-T * T *

T-A * T *

A-T *

T-T *

G-T *

C-C *

C-G *
A I Fin Poli.

Turow repasó los datos y trasladó el papel a su escritorio. Pulsando algunas teclas del SPARCestación 10, podía acceder a información de miles de bases de datos. Si el Omega-9 no poseía la información que buscaba, se conectaría automáticamente con Internet y encontraría un ordenador que la contuviera.

Examinó la hoja impresa con más atención y frunció el entrecejo. «Debe de tratarse de una muestra deficiente —pensó—. Demasiado ADN sin identificar.»

A-A No identificado A-T
Hemidactylus

A-T No identificado T
turcicus

A-T No identificado C
cont'd

A-T No identificado T-C *

A-T No identificado C-C *

A-T No identificado T-G *

T-T No identificado G-G *

G-G No identificado G-G *

G-G No identificado G-G *

A-A
* Hemidactylus turcicus G-G
Hemidactylus

T-T
*
G-G
turcicus

T-G * G-G *

G-C *

G-T *

T-G *

C-A *

A-C *

Dejó de pasar las páginas. Había algo muy extraño. El programa había identificado una cadena de ADN como perteneciente a un animal llamado
«Hemidactylus turcicus».

«¿Qué coño es eso?», pensó Turow.

La base de datos de nomenclatura biológica se lo aclaró:

NOMBRE COMÚN:
GECO TURCO.

«¿Qué?, pensó Turow. Tecleó «expandir».

HEMIDACTYLUS TURCICUS: GECO TURCO.

ZONA DE DISTRIBUCIÓN ORIGINAL: NORTE DE ÁFRICA.

ACTUAL ZONA DE DISTRIBUCIÓN BIOLÓGICA: FLORIDA, BRASIL, ASIA MENOR, NORTE DE ÁFRICA.

LAGARTO DE TAMAÑO MEDIO DE LA FAMILIA GECO; GEKKONIDAE, ARBÓREO, NOCTURNO, CARECE DE PÁRPADOS MÓVILES.

Turow abandonó la base de datos mientras la información todavía desfilaba. Era absurdo, sin duda. ¿ADN de lagarto y ADN humano en la misma muestra? No era la primera vez que ocurría algo semejante. No podía echar la culpa al ordenador. Era un procedimiento inexacto, y de cualquier organismo sólo se conocían pequeñísimas fracciones de las secuencias de ADN.

Revisó la lista impresa. Menos del 50 por ciento de las coincidencias eran humanas; una proporción muy baja, suponiendo que el sujeto fuera humano, aunque no imposible en una muestra deficiente. Y siempre existía la posibilidad de la contaminación. Un par de células extraviadas podían arruinar todo un muestreo. Esta última posibilidad se le antoja cada vez más plausible. «Bien, ¿qué se puede esperar del Departamento de Policía de Nueva York?», se dijo. Ni siquiera eran capaces de pillar al tipo que vendía
crack
en la esquina de su edificio.

Prosiguió el examen. «Espera —pensó—, aquí hay otra secuencia larga:
Tarentola mauritanica.
» Se introdujo en la base de datos y tecleó el nombre. La pantalla le informó
«Tarentola mauritanica:
lagartija.»

«Un respiro, por favor —pensó—. Esto es una tomadura de pelo.» Echó un vistazo al calendario: el 1 de abril era el sábado.
3

Echó a reír. Una broma muy buena, cojonuda. Nunca hubiera pensado que al viejo Buchholtz se le ocurriría tomarle el pelo de aquella manera. Bien, él también tenía sentido del humor. Empezó el informe:

Muestra LA-33

Resumen: Muestra identificada de forma concluyente como
Homo Gekkopiens,
nombre vulgar, hombre-geco…

En cuanto hubo terminado el informe, lo envió arriba. Después fue a buscar un café, sin dejar de reír. Se sentía orgulloso de cómo lo había manejado. Se preguntó de dónde demonios había sacado Buchholtz las muestras de geco. «Debió de comprarlas en una tienda de animales domésticos.» Imaginó a Buchholtz mezclando muestras de células de dos o tres gecos con unas pocas gotas de sangre. «Vamos a ver qué hace el novato de Turow con esto.»

Cuando regresó al laboratorio con el café, Turow lanzó una carcajada estentórea. Descubrió que Buchholtz estaba esperándole, muy serio.

18

Miércoles

Frock, sentado en la silla de ruedas, se enjugó la frente con un pañuelo Gucci.

—Siéntese, por favor —invitó a Margo—. Gracias por venir tan deprisa. Es espantoso, sencillamente espantoso.

—Pobre guardia —dijo ella. Nadie en el museo hablaba de otra cosa.

—¿Guardia? —Frock levantó la vista—. Ah, sí, una tragedia. No, me refería a eso. —Alzó una circular—. Contiene toda clase de normas nuevas. Muy molesto. A partir de hoy, el personal sólo puede permanecer en el edificio entre las diez y las cinco. Queda prohibido trabajar hasta tarde o acudir los domingos. Se apostarán guardias en cada departamento. Habrá que firmar cada vez que se entre y salga del Departamento de Antropología. Se pide que llevemos encima en todo momento alguna identificación; de lo contrario, resultará imposible acceder al museo. —Siguió leyendo—. Veamos… ¿qué más…? Ah, sí. «Procure permanecer en la medida de lo posible en su sección asignada.» Y he de advertirle que debe evitar entrar sola en las zonas aisladas del museo. Si necesita ir a alguna parte, intente que alguien la acompañe. La policía interrogará a quienes trabajan en el sótano antiguo. Usted ha de presentarse a principios de la semana que viene. Se prohíbe el acceso a varias secciones del museo.

Dejó la circular sobre la mesa. Margo vio que incluía un plano del piso con las zonas prohibidas sombreadas en rojo.

—No se preocupe —añadió Frock—. Su despacho se halla fuera de la zona.

«Fantástico —pensó ella—. Precisamente fuera, donde el asesino estará acechando.»

—Parece una solución bastante complicada, profesor Frock. ¿Por qué no se han limitado a cerrar todo el museo?

—No me cabe duda de que lo propusieron, querida. Estoy seguro de que Winston les disuadió de ello. Si «Supersticiones» no se inaugura en la fecha prevista, el museo tendrá graves problemas. —Señaló la circular—. ¿Damos por zanjado el asunto? Hay otras cosas de las que quiero hablar con usted.

Margo asintió. «El museo tendrá graves problemas.» Su compañera de despacho, al igual que la mitad del personal, había telefoneado aquella mañana para avisar que estaba enferma. Quienes se presentaban formaban corrillos en torno a las máquinas de café o las fotocopiadoras para intercambiar rumores y comentarios. Además, las salas de exposición del museo estaban casi vacías. Los visitantes habituales (familias en vacaciones, grupos escolares y niños alborotadores) comenzaban a escasear. En aquellos momentos el museo atraía sobre todo a los morbosos.

—Tenía curiosidad por saber si había obtenido alguna planta para el capítulo sobre los kiribitu —continuó Frock—. He pensado que sería un ejercicio útil para los dos someterlas al Extrapolador.

El teléfono sonó.

—Maldita sea —masculló el científico y descolgó el auricular—. ¿Sí? —Siguió un largo silencio—. ¿Es preciso? —preguntó. Hizo una pausa—. Si insiste —concluyó. Colgó y exhaló un suspiro—. Las autoridades me piden que baje al sótano. Dios sabrá para qué. Se trata de un tal Pendergast. ¿Le importaría empujar la silla? Charlaremos por el camino.

Ya en el ascensor, Margo explicó:

—Conseguí algunos especímenes en el herbario, aunque no tantos como quería. ¿Sugiere que los sometamos al ESG?

—Exacto —contestó Frock—. Dependerá del estado de las plantas, por supuesto. ¿Hay material imprimible?

ESG significaba «Extrapolador Secuencial Genético», el programa que Kawakita y Frock habían elaborado para analizar impresiones genéticas.

—La mayoría de las plantas está en buen estado —admitió Margo—. Pero, doctor Frock, no sé de qué pueden servir al Extrapolador.

«¿Estoy celosa de Kawakita? —se preguntó—. ¿Por eso me resisto?»

—Mi querida Margo, su situación es ideal —exclamó Frock, y su entusiasmo le impulsó a llamarla por el nombre—. Usted no puede reproducir la evolución, pero sí simularla con ordenadores. Tal vez esas plantas estén relacionadas genéticamente, de acuerdo con la clasificación que los chamanes kiribitu desarrollaron. ¿No sería interesante para su tesina?

—No me lo había planteado —reconoció Margo.

—Ahora estamos probando el programa, y nos convendría realizar un estudio como ése —prosiguió Frock, muy animado—. ¿Por qué no propone a Kawakita que trabajen juntos?

Margo asintió. En realidad, estaba convencida de que Kawakita no desearía compartir su notoriedad (ni siquiera su investigación) con nadie.

La puerta del ascensor se abrió a un puesto de control custodiado por dos policías armados con fusiles.

—¿Es usted el doctor Frock? —preguntó uno.

—Sí —contestó, irritado.

—Acompáñenos, por favor.

Margo empujó la silla a través de varias encrucijadas hasta llegar al segundo puesto de control, donde se hallaban otros dos policías y un hombre alto y delgado que vestía un fúnebre traje negro y llevaba el cabello, de un rubio blanquecino, peinado hacia atrás. Cuando los policías apartaron la barrera, se adelantó.

—Usted debe de ser el doctor Frock —dijo, y tendió la mano—. Gracias por bajar. Como ya le dije, espero otra visita; por eso no pude ir a su despacho. De haber sabido que estaba… —señaló la silla de ruedas con un movimiento de la cabeza—, no se lo habría pedido. Agente especial Pendergast.

«Un acento curioso —pensó Margo—. ¿Alarma? Este tipo no parece un agente del FBI.»

—No importa —dijo Frock, apaciguado por la cortesía de Pendergast—. Ésta es mi ayudante, la señorita Green.

Margo estrechó la fría mano de Pendergast.

—Es un honor conocer a un científico tan distinguido como usted —continuó el agente—. Espero disponer de tiempo libre para leer su nuevo libro.

—Gracias.

—En él, usted aplica la denominada «Ruina del Jugador» a su teoría de la evolución, ¿no es cierto? Siempre he considerado que apoyaba su hipótesis bastante bien, sobre todo si da por sentado que la mayoría de los géneros surgen cerca de la frontera absorbente.

Frock se irguió en la silla.

—Bien, ah, pensaba incluir ciertas referencias a eso en mi próximo libro. —Daba la impresión de que no encontraba las palabras.

Pendergast indicó con un cabeceo a los dos agentes que volvieran a colocar la barrera.

—Necesito su ayuda, doctor Frock —murmuró.

—Cuente con ella.

A Margo le asombró la rapidez con que Pendergast se había granjeado la simpatía de su tutor.

—Debo pedirle que, de momento, guarde en secreto esta conversación —dijo Pendergast—. ¿Me da su palabra? ¿Y usted, señorita Green?

—Por supuesto —contestó Frock.

Margo asintió.

El agente hizo una seña a uno de los policías, que de inmediato le entregó una bolsa de plástico grande con una etiqueta en que se leía la palabra «prueba». Extrajo de ella un objeto pequeño y oscuro que tendió a Frock.

—Lo que tiene en sus manos es el molde en látex de la garra encontrada en uno de los niños asesinados la semana pasada.

Margo se inclinó para examinarla. Curvada y mellada, debía de medir alrededor de dos centímetros y medio.

—Una garra —musitó Frock, observándola detenidamente—. Muy extraña; yo diría que se trata de una falsificación.

Pendergast sonrió.

—No hemos logrado identificar su origen, doctor, pero dudo de que sea una falsificación. En el canal de la raíz se ha detectado un poco de materia que están secuenciando para analizar el ADN. Los resultados son aún ambiguos, y los análisis continúan.

Frock enarcó las cejas.

—Interesante.

—Y ahora mire esto —dijo Pendergast al tiempo que introducía la mano en la bolsa y sacaba un objeto mucho mayor—. Es una reconstrucción de lo que desgarró al niño.

Se lo entregó a Frock.

Margo miró el molde con desagrado. En un extremo, el látex aparecía moteado y deformado, mientras que en el otro los detalles se presentaban claros y bien definidos; terminaba en tres garras engarriadas: una central, grande, flanqueada por dos más cortas.

—¡Santo cielo! —exclamó Frock—. Parece de un saurio.

—¿Saurio? —preguntó Pendergast, escéptico.

—De un dinosaurio —dijo Frock—. Un típico miembro delantero de ornitisquio, diría yo, con una diferencia. Fíjese aquí. El dígito central es muy grueso, en tanto que las garras son demasiado pequeñas.

Pendergast arqueó las cejas en señal de sorpresa.

—Bien, señor —dijo lentamente—, nos inclinamos hacia los felinos de gran tamaño, o hacia algún otro mamífero carnívoro.

—Usted sabrá, señor Pendergast, que todos los depredadores mamíferos tienen cinco dedos.

—Por supuesto, doctor. Si me lo permite, me gustaría explicarle nuestra hipótesis.

—Desde luego.

—Una teoría se basa en que el asesino está utilizando esto —alzó el miembro— como arma para despedazar a sus víctimas. Sospechamos que lo que sostengo en la mano es la imitación de algún objeto fabricado por una tribu primitiva a partir de, por ejemplo, un miembro delantero de jaguar o león. Al parecer el ADN está deteriorado. Tal vez se trate de una pieza antigua, propiedad del museo, que fue robada con posterioridad.

Frock había bajado la cabeza hasta apoyarla sobre el pecho. Se produjo un silencio sólo roto por los pasos de los policías que vigilaban las barreras. Frock habló por fin:

—¿Se detectó alguna garra rota en las heridas del guardia asesinado?

—Una buena pregunta. Compruébelo usted mismo.

Introdujo la mano en la bolsa de plástico y extrajo una pesada placa de látex; un rectángulo largo con tres salientes mellados en el centro.

—Éste es un molde de las heridas abdominales del guardia —explicó Pendergast.

Margo se estremeció. Su aspecto era escalofriante.

El doctor examinó los salientes con suma atención.

—La penetración debió ser extraordinaria; la herida no muestra indicios de una garra rota. Por tanto, sugiere que el asesino utiliza dos objetos distintos.

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