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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (33 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Ahora —dijo D'Agosta—. Ocupen sus puestos.

Mientras los aplausos y los vítores retumbaban, el teniente corrió a lo largo de la pared y entró en la exposición vacía. Tras efectuar una rápida inspección, habló por radio.

—Despejado.

Ippolito, que le pisaba los talones, lo miró con el entrecejo fruncido. Codo con codo, el director y el alcalde posaron para los fotógrafos ante la puerta y después, sonrientes, la cruzaron.

A medida que D'Agosta se adentraba en el recinto de la exposición, muy por delante del grupo, los vítores y aplausos se apagaban. En el interior, que olía a alfombras nuevas y polvo, con un tenue aroma a descomposición, hacía frío.

Wright y el director guiaban al alcalde. Detrás de ellos se apiñaba un inmenso océano de gente que estiraba el cuello, gesticulaba y hablaba. D'Agosta observó a la muchedumbre. «Una sola salida. Mierda.»

Habló por radio.

—Walden, ordene a los guardias del museo que organicen mejor la entrada. Hay demasiada gente apelotonada.

—Diez-cuatro, teniente.

—Esto es un ara de sacrificios muy extraña de América Central —explicó Wright, sin soltar el brazo del alcalde—. Aquí está el Dios Sol, representado en la parte delantera, custodiado por jaguares. Los sacerdotes sacrificaban a las víctimas sobre el ara, les arrancaban el corazón aún palpitante y lo elevaban hacia el sol. La sangre se derramaba por estos canalones y se acumulaba en el fondo.

—Impresionante —dijo el alcalde—. No me iría mal una de éstas en Albany.

Wright y Cuthbert rieron, y sus carcajadas despertaron ecos en los objetos y las vitrinas.

Coffey se hallaba en el puesto de seguridad avanzado, de pie, con las piernas separadas, los brazos en jarras y el rostro inexpresivo. Casi todos los invitados se habían presentado, y quienes no lo habían hecho probablemente no se habían aventurado a salir de casa. La lluvia había arreciado, y cortinas de agua caían sobre la acera. Desde su posición, el agente veía con toda claridad a través de la puerta este la fiesta que se celebraba en el Planetario, una sala muy bonita, con estrellas que destellaban en la cúpula negra aterciopelada, suspendida a treinta metros de altura; galaxias y nebulosas brillantes formaban remolinos a lo largo de las paredes. Wright hablaba desde el estrado, y la ceremonia de inauguración no tardaría en concluir.

—¿Cómo va? —preguntó Coffey a uno de sus agentes.

—Nada anormal —contestó el hombre, examinando el tablero de seguridad—. Ni infracciones, ni alarmas. El perímetro está tranquilo como una tumba.

—Como a mí me gusta —comentó su superior.

Desvió la vista hacia el Planetario a tiempo de ver cómo los dos guardias abrían las enormes puertas que permitían el acceso a la exposición. Se había perdido el momento en que cortaban la cinta. La multitud avanzaba; los cinco mil a un tiempo, al parecer.

—¿Qué cojones tramará Pendergast? —preguntó Coffey a otro de sus agentes. Se alegraba de que el sureño no hubiera aparecido, pero le inquietaba pensar que andaba a su aire, sin control alguno.

—No lo he visto —respondió su subordinado—. ¿Quiere que llame al mando de seguridad?

—No —contestó Coffey—. Todo va mejor sin él, y sin problemas.

La radio de D'Agosta siseó.

—Aquí Walden. Escuche, necesitamos ayuda. A los guardias les cuesta mucho controlar a la muchedumbre. Hay demasiada gente.

—¿Dónde está Spencer? Tendría que estar por ahí. Ordénele que prohíba la entrada; que permita salir, pero no entrar. Mientras tanto, usted y los guardias del museo organicen una fila ordenada. Hay que dominar a ese gentío.

—Sí, señor.

La exposición se llenaba por momentos. Habían transcurrido veinte minutos, y Wright y el alcalde ya se encontraban cerca de la entrada posterior cerrada con llave. Al principio habían avanzado a buen paso, sin desviarse de los pasillos centrales hacia los secundarios. En aquellos momentos se habían detenido ante una vitrina, y el director explicaba algo al alcalde, mientras los invitados pasaban de largo, dirigiéndose a los rincones más retirados del recinto.

—No se alejen de la vanguardia —indicó D'Agosta a Bailey y McNitt, los dos agentes más avanzados.

El teniente continuó caminando y echó un rápido vistazo a dos hornacinas laterales. «Una exposición acojonante», pensó. Una casa encantada muy sofisticada, con todos los complementos pertinentes; la luz mortecina, por ejemplo, no tan tenue como para que los detalles escalofriantes pasaran desapercibidos. Como la imagen maléfica del Congo, con sus ojos saltones y el torso erizado de uñas afiladas. O la momia contigua, erguida en un expositor vertical, manchada de sangre. «Esto es increíble», pensó D'Agosta.

La multitud entró en el siguiente conjunto de nichos. Todo despejado.

—¿Cómo va, Walden? —preguntó por radio.

—Teniente, no encuentro a Spencer. No lo veo por ninguna parte y, con la gente que hay, no puedo abandonar la entrada para localizarlo.

—Mierda. De acuerdo, contactaré con Drogan y Frazier para que le echen una mano.

D'Agosta llamó por radio a una de las dos unidades de paisano que patrullaban en la fiesta.

—¿Me recibe, Drogan?

Una pausa.

—Sí, teniente.

—Quiero que Frazier y usted presten apoyo a Walden, en la entrada de la exposición.

—Diez-cuatro.

Miró alrededor. Más momias, ninguna cubierta de sangre. De pronto se detuvo, petrificado. «Las momias no sangran», pensó.

Dio media vuelta lentamente y se abrió paso entre la ansiosa muchedumbre de curiosos. Tal vez se tratase tan sólo de una idea enfermiza de un conservador, de un truco efectista. En cualquier caso, debía asegurarse.

La vitrina estaba rodeada de gente, al igual que las demás. D'Agosta avanzó y leyó la etiqueta: «Sepultura Anasazi de la Cueva de la Momia, Cañón del Muerto, Arizona».

Daba la impresión de que las franjas de sangre seca que manchaban la cabeza y el pecho de la momia procedían de arriba. El teniente se acercó cuanto pudo al expositor y alzó la vista. La parte superior de la vitrina, abierta, dejaba al descubierto un techo repleto de tuberías de vapor y conductos. Una mano, un reloj y el puño de una camisa azul sobresalían sobre el borde de la vitrina. Un pequeño coágulo de sangre seca colgaba del dedo corazón.

D'Agosta retrocedió hasta un rincón, miró alrededor y habló por la radio.

— D'Agosta llamando a mando de seguridad.

—Soy García, teniente.

—García, he descubierto un cadáver. Hay que desalojar el edificio. Si la gente lo ve y cunde el pánico, la hemos cagado.

—Cielos —exclamó García.

—Póngase en contacto con los guardias y Walden. Nadie más debe entrar en la exposición. ¿Comprendido? Quiero que evacuen el Planetario, por si hay una estampida. Saque a todo el mundo, procurando no alarmar a nadie. Ahora, póngame con Coffey.

—Recibido.

D'Agosta paseó la vista por el recinto tratando de localizar a Ippolito. La radio chirrió.

—Aquí Coffey. ¿Qué coño ocurre, D'Agosta?

—He descubierto un cadáver tendido en la parte superior de una vitrina. De momento soy el único que lo ha visto. Hemos de desocupar el edificio.

D'Agosta se interrumpió al oír una voz que, por encima del rumor de la muchedumbre, exclamaba:

—Esa sangre parece muy real.

—Allí arriba hay una mano —apuntó alguien.

Dos mujeres se apartaron de la vitrina y alzaron la vista.

—¡Es un cadáver! —afirmó una.

—No es real —replicó la otra—. Seguro que es un truco para la inauguración.

El teniente levantó las manos y se aproximó a la vitrina.

—¡Calma, por favor!

Tras un breve y aterrador instante de silencio, alguien vociferó:

—¡Un cadáver!

La multitud se removió un momento para luego adoptar una inmovilidad escalofriante. Después se oyó otro grito.

—¡Lo han asesinado!

La muchedumbre comenzó a dispersarse. Varias personas tropezaron y cayeron. Una mujer gruesa, ataviada con un vestido de noche, se derrumbó sobre D'Agosta y lo empujó contra la vitrina. El teniente se vio privado de aire cuando más cuerpos se precipitaron sobre él. De pronto notó que la vitrina empezaba a ceder.

—¡Esperen! —exclamó con voz quebrada.

Desde la oscuridad del techo, algo grande se desplomó sobre la apiñada multitud y arrojó al suelo a varios de los invitados. Debido a su precaria posición, D'Agosta sólo vio que la figura estaba cubierta de sangre y que era humana; tuvo la impresión de que carecía de cabeza.

El caos se desató. Gritos y chillidos resonaron en el abarrotado espacio, y la gente echó a correr. D'Agosta advirtió que la vitrina se ladeaba. Súbitamente la momia cayó sobre él, y un cristal se hundió en su palma. Intentó ponerse de pie, pero la muchedumbre enloquecida le arrolló.

Oyó el siseo de su radio, observó que aún la sujetaba con la mano derecha y la levantó hacia su cara.

—Soy Coffey. ¿Qué coño ocurre, D'Agosta?

—El pánico se ha desencadenado, Coffey. Tiene que evacuar de inmediato la sala, o… ¡Mierda! —exclamó cuando el histérico gentío le arrebató la radio.

45

Margo miró desalentada a Frock, que vociferaba al auricular de un teléfono interior sujeto a una pared de granito de la Gran Rotonda. El discurso amplificado de Wright impedía a la joven oír las palabras de su tutor. Por fin éste colgó y dio media vuelta en la silla de ruedas.

—Esto es absurdo. Por lo visto, Pendergast está en el sótano; o al menos lo estaba. Llamó por radio hace una hora. Se niegan a contactar con él sin autorización.

—¿En el sótano? ¿Dónde?

—Sección 29, han dicho. No me han explicado por qué ha bajado. Supongo que lo ignoran. La sección 29 abarca una gran extensión. —Se volvió hacia Margo—. ¿Vamos?

—¿Adónde?

—Al sótano, por supuesto —contestó Frock.

—No estoy segura —dijo Margo, vacilante—. Quizá deberíamos solicitar la autorización que necesitan para ponerse en contacto con él.

El científico se removió impaciente en la silla de ruedas.

—Ni siquiera sabemos a quien debemos pedirla. —La miró y, al advertir recelo, añadió—: No creo que deba preocuparse por ese monstruo, querida. Si no me equivoco, se sentirá atraído por la concentración humana de la exposición. Nuestra obligación es hacer lo posible por evitar una catástrofe; la asumimos cuando descubrimos la naturaleza de esa criatura.

Margo todavía dudaba. Frock podía hablar así, pues él no había entrado en la exposición, no había oído los pasos resueltos y apagados, no había corrido a ciegas en la oscuridad…

Respiró hondo.

—Tiene razón, por supuesto —dijo—. Vamos.

Como la sección 29 se encontraba dentro del perímetro de seguridad del módulo dos, Margo y Frock tuvieron que enseñar dos veces sus tarjetas de identificación hasta llegar al ascensor. Al parecer el toque de queda había sido suspendido aquella noche, y los guardias y agentes de policía se mostraban más preocupados por detener sospechosos o personas no autorizadas que por restringir los movimientos de los empleados del museo.

—¡Pendergast! —llamó Frock a voz en grito, mientras Margo empujaba la silla de ruedas por el corredor del sótano apenas iluminado—. Soy el doctor Frock. ¿Me oye?

Su voz resonó y murió.

Margo conocía un poco la historia de la sección 29. Cuando la instalación eléctrica del museo había estado ubicada en las cercanías, la zona albergaba tuberías de vapor, túneles de abastecimiento y cubículos subterráneos utilizados por los trabajadores. Cuando en la década de los veinte el museo adoptó un sistema eléctrico más moderno, se retiraron las maquinarias antiguas, dejando una serie de madrigueras fantasmales, empleadas para almacenaje.

Margo empujaba la silla por los pasillos de techo bajo. De vez en cuando, Frock golpeaba una puerta o llamaba a Pendergast; el silencio respondía en cada ocasión.

—Es inútil —concluyó el doctor cuando la joven se detuvo para recuperar el aliento. El profesor tenía el cabello alborotado y la chaqueta del esmoquin arrugada.

Margo paseó la vista por el pasillo, nerviosa. Sabía más o menos dónde se encontraban. En algún lugar, al final del laberinto de pasajes, se extendía el inmenso y silencioso espacio de la antigua central eléctrica, un panteón oscuro y subterráneo utilizado en la actualidad para guardar la colección de huesos de ballena. Las palabras de Frock sobre el supuesto comportamiento de la bestia no habían logrado aplacar su inquietud.

—Podríamos tardar horas —se quejó el científico—. Tal vez ya se ha marchado. Quizá ni siquiera bajó. —Suspiró—. Pendergast representaba nuestra última esperanza.

—Es posible que el tumulto asuste al monstruo y le incite a alejarse de la fiesta —dijo Margo.

Frock hundió la cabeza en las manos.

—No es probable. Sin duda la bestia se guía por el olor. Quizá sea inteligente, astuta, pero, al igual que un asesino en serie humano, cuando el ansia de sangre la impulsa, no puede controlarse. —Frock se incorporó, con renovado vigor—. ¡Pendergast! —llamó de nuevo—. ¿Dónde está?

Waters aguzó el oído, con el cuerpo en tensión. Sentía los acelerados latidos de su corazón y tenía la impresión de que le faltaba el aire.

Se había enfrentado a muchas situaciones peligrosas con anterioridad; le habían disparado, apuñalado, e incluso una vez le habían arrojado ácido a la cara. Siempre había conservado la calma, casi se había mostrado indiferente. «Ahora, un golpecito de nada me aterroriza. —Se llevó la mano al cuello—. El aire está enrarecido en esta maldita habitación. —Se obligó a respirar lenta y profundamente—. Llamaré a García. Investigaremos juntos. Y no encontraremos nada.»

Entonces reparó en que el arrastrar de pies procedente del piso superior había cambiado de ritmo para convertirse en un repiqueteo constante, como el sonido de pasos al correr. Creyó oír un chillido apagado. El pánico se apoderó de él.

Otro golpe sordo sonó en el cuarto de la instalación eléctrica.

«Santo Dios, algo grave está ocurriendo», pensó.

Agarró la radio.

—García, ¿me recibes? Solicito apoyo para investigar ruidos sospechosos en el cuarto de la instalación eléctrica.

Waters tragó saliva. García no contestaba por la frecuencia normal. Mientras guardaba la radio en la funda, observó que el chiflado se había levantado y se dirigía al cuarto.

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