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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (16 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—¿De mi exposición? —preguntó él, sorprendido—. ¿Qué hacías allí? ¿Quién te permitió entrar?

—Estaba buscándote. Quería entregarte la copia de Camerún. ¿Estabas allí?

El pánico se apoderó de ella otra vez.

—No. En teoría nadie puede entrar en la exposición porque estamos preparando la inauguración del viernes. ¿Por qué?

Margo respiró hondo y trató de controlarse. Le temblaban las manos, y el auricular repiqueteaba contra su oído.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Moriarty, curioso.

Ella dejó escapar una risita histérica.

—Aterradora.

—Pedimos a algunos especialistas que se ocuparan de la iluminación. El doctor Cuthbert contrató al hombre que diseñó el Mausoleo Encantado de Fantasilandia. Se le considera el mejor del mundo, como sabrás.

Margo recuperó por fin la confianza para hablar de nuevo.

—George, había algo en la exposición.

Un guardia de seguridad la vio desde el fondo de la sala y se encaminó hacia ella.

—¿Qué significa «algo»?

—¡Exactamente eso!

De pronto tuvo la impresión de que se hallaba otra vez en la exposición, a oscuras, al lado de la horrible estatuilla. Recordó el sabor amargo del terror en su boca.

—¡Oye, deja de chillar! —exclamó Moriarty—. Escucha, nos reuniremos en Los Huesos para hablar de esto. Además, en principio no deberíamos estar en el museo. Sí…, oigo lo que dices, pero no lo entiendo.

Los Huesos, como la llamaban todos los empleados del museo, era conocida por los residentes de las cercanías como la Blarney Stone Tavern.
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Su discreto fachada, encajada entre dos enormes edificios muy ornamentados, se alzaba frente a la entrada sur del museo, en la calle Setenta y dos. A diferencia de los típicos bares del Upper West Side, el Blarney Stone no servía paté de liebre ni cinco clases de agua mineral, pero se podía tomar carne mechada al estilo casero y una jarra de Harp por diez dólares.

Boylan, el propietario, había clavado y sujeto un número sorprendente de huesos en todos los espacios disponibles del local. Las paredes estaban repletas de incontables fémures y tibias, colocados en pulcras hileras marfileñas como cañas de bambú. Metatarsos, omóplatos y rótulas trazaban extravagantes mosaicos en el techo. Cráneos de mamíferos extraños se alojaban en todos los huecos concebibles. De dónde sacaba los huesos era un misterio, aunque algunos afirmaban que saqueaba el museo por las noches.

«Los trae la gente», se limitaba a explicar Boylan, encogiéndose de hombros. Por supuesto, era el lugar favorito de los empleados del museo.

Los Huesos estaba lleno a rebosar, y Margo y Moriarty se abrieron paso entre la multitud hasta encontrar un reservado vacío. Margo paseó la mirada por la estancia y vio a varios compañeros, incluido Bill Smithback. El escritor, sentado a la barra, hablaba animadamente con una rubia esbelta.

—Bien —dijo Moriarty en voz alta para hacerse oír—. ¿Qué me contabas por teléfono? No estoy seguro de haberlo entendido bien.

Margo respiró hondo.

—Bajé a la exposición para entregarte la copia. Estaba oscuro. Había algo. Me siguió. Me persiguió.

—Otra vez esa palabra, «algo». ¿Por qué lo dices?

Margo meneó la cabeza, impaciente.

—No me pidas que te lo explique. Oí ruidos, como pasos amortiguados. Eran tan sigilosos, tan decididos que yo… —Se estremeció—. Y aquel espantoso olor. Fue horrible.

—Escucha, Margo… —Se interrumpió cuando la camarera se acercó para tomar nota—. La exposición ha sido diseñada para poner los pelos de punta. Tú misma dijiste que Frock y otros la consideraban demasiado efectista. Supongo que al estar encerrada allí, sola en la oscuridad…

—En otras palabras, han sido imaginaciones mías. —Margo lanzó una carcajada carente de humor—. No sabes cuánto me gustaría creerlo.

Les sirvieron las bebidas; una cerveza sin alcohol para Margo y para Moriarty una pinta de Guinness coronada por los dos centímetros obligatorios de espuma. El hombre tomó un trago con aire crítico.

—Esos asesinatos, todos los rumores que se han suscitado… —dijo—. Creo que yo habría reaccionado igual.

Margo, más calmada, habló con tono vacilante:

—George, esa estatuilla kothoga de la exposición…

—¿Mbwun? ¿Qué le pasa?

—Sus patas delanteras tienen tres garras.

Moriarty saboreó la Guinness.

—Lo sé. Es una obra escultórica maravillosa, una de las atracciones principales del espectáculo. Aunque detesto admitirlo, supongo que su mayor atractivo reside en la maldición.

Margo tomó un sorbo de cerveza.

—George, quiero que me cuentes, con el mayor detalle posible, todo lo que sepas acerca de la maldición de Mbwun.

Un grito se impuso al rumor de las conversaciones.

Margo levantó la vista y observó que, entre la neblina provocada por el humo, Smithback se acercaba a ellos cargado de libretas y con el cabello revuelto. La mujer con quien había estado hablando en la barra había desaparecido.

—Reunión de expulsados —dijo—. Ese toque de queda es un auténtico coñazo. Dios me libre de policías y jefes de seguridad. —Sin ser invitado, se sentó junto a Margo y arrojó los cuadernos sobre la mesa—. Me han comentado que la policía interrogará a cuantos trabajan cerca de donde se cometieron los asesinatos. Supongo que eso te incluye a ti, Margo.

—Me han citado para la semana que viene.

—Yo no sé nada al respecto —intervino Moriarty, que no parecía muy complacido por la aparición del periodista.

—Bien, tú no tienes por qué preocuparte allí arriba, en tu desván —dijo Smithback—. Es probable que la Bestia del Museo no pueda subir escaleras.

—Estás un poco desagradable esta noche —observó Margo—. ¿Acaso Rickman ha vuelto a censurar tu manuscrito?

Smithback continuó hablando a Moriarty:

—De hecho, deseaba verte. Me gustaría formularte una pregunta. —La camarera pasó por su lado, y el escritor le indicó que se acercara con una seña—. Un Macallan sin hielo ni agua. Muy bien —prosiguió—, quiero que me cuentes la historia de la estatuilla de Mbwun.

Se hizo el silencio. Smithback miró primero a Moriarty, luego a Margo.

—¿He dicho algo inconveniente?

—Precisamente estábamos hablando de Mbwun —explicó Margo, titubeante.

—Ah, ¿sí? Qué casualidad. El caso es que ese viejo austriaco de la Sala de los Insectos, Von Oster, me comentó que Rickman había montado un cirio por la inclusión de Mbwun en la exposición, de modo que hice algunas pesquisas. —Cuando le sirvieron el whisky; Smithback alzó el vaso en un brindis silencioso. Tras beber un trago, añadió—: Y he conseguido algunos datos. Al parecer, a orillas del Alto Xingú vivía una tribu, los kothoga, que por lo visto tenían muy mala leche. Eran aficionados a lo sobrenatural y practicaban sacrificios humanos. Como apenas se habían encontrado rastros de ese pueblo, los antropólogos supusieron que se habían extinguido siglos atrás. De ellos sólo se conservaban algunos mitos que circulaban entre las tribus locales.

—Conozco el tema —empezó Moriarty—. Margo y yo estábamos hablando de ello. Sólo que nadie pensaba…

—Lo sé, lo sé. Ahórrate el aliento.

Moriarty guardó silencio irritado. Estaba más acostumbrado a pronunciar conferencias que a escucharlas.

—En cualquier caso, hace varios años, ese tipo llamado Whittlesey organizó una expedición al Alto Xingú con el fin de buscar vestigios de los kothoga; objetos, aldeas antiguas, todo eso. —Se inclinó y, con tono conspiratorio, añadió—: Sin embargo, Whittlesey no mencionó que no sólo iba en pos del rastro de la vieja tribu, sino que se proponía encontrar a la tribu. Estaba convencido de que los kothoga aún existían y que podía localizarlos. Había desarrollado un sistema que denominaba «triangulación mítica».

Moriarty no pudo contenerse.

—Se trata de un procedimiento que consiste en señalar en un plano todos los puntos donde se han oído leyendas sobre ciertos pueblos o lugares, identificar las zonas donde las leyendas son más detalladas y coherentes y precisar el centro exacto de esa región mítica. En ese lugar resulta más probable descubrir el origen de los ciclos míticos.

El escritor miró un momento a Moriarty.

—No jodas —dijo—. Lo cierto es que el tal Whittlesey se largó en 1987 y desapareció en la selva tropical para siempre jamás.

—¿Von Oster te contó todo esto? —Moriarty puso los ojos en blanco—. Qué rollo de tío.

—Tal vez sea un rollo, pero sabe mucho sobre este museo. —Smithback observó su vaso vacío con expresión melancólica—. Al parecer, se produjo una gran disputa entre los miembros de la expedición, y la mayoría regresó antes de lo previsto. Habían descubierto algo importante que querían entregar lo antes posible. Whittlesey se opuso y se quedó en la selva, junto con un tío llamado Crocker. Al parecer, ambos murieron. Cuando pedí a Von Oster más detalles sobre la estatuilla de Mbwun, calló como un muerto. —Smithback se estiró con languidez y buscó a la camarera con la vista—. Supongo que tendré que localizar a algún miembro de la expedición.

—Mala suerte —dijo Margo—. Todos fallecieron en un accidente de avión cuando regresaban a Nueva York.

Smithback la miró fijamente.

—No jodas. ¿Y tú cómo lo sabes?

Margo titubeó al recordar que Pendergast le había pedido discreción. Entonces pensó en Frock y la fuerza con que había apretado su mano aquella mañana. «No podemos desperdiciar esta oportunidad. Debemos aprovecharla.»

—Os diré lo que sé, pero debéis guardar el secreto y ayudarme en la medida de lo posible.

—Ve con cuidado, Margo —previno Moriarty.

—¿Ayudarte? Claro, ningún problema —afirme Smithback—. ¿En qué, por cierto?

Margo, vacilante, les habló de su entrevista con Pendergast en la sala de seguridad, de los moldes de la garra y la herida, de las cajas y de la historia que había referido Cuthbert. A continuación describió la escultura de Mbwun que había visto en la exposición, omitiendo el pánico que la había dominado y su precipitada huida. Intuía que Smithback no la creería más que Moriarty.

—De modo que, cuando llegaste, estaba preguntando a George por esa maldición de los kothoga.

Moriarty se encogió de hombros.

—Sé poca cosa al respecto. Según las leyendas locales, la tribu kothoga era un grupo misterioso, dedicado a la brujería. Se suponía que eran capaces de controlar a los demonios. Existía una criatura a quien invocaban para que llevara a cabo sus venganzas. Se trataba de Mbwun, El Que Camina A Cuatro Patas.

»Whittlesey descubrió la estatuilla y otras piezas, las embaló y envió al museo. Profanar objetos sagrados es una práctica bastante habitual. Sin embargo, en este caso, como Whittlesey desapareció en la selva y el resto de la expedición pereció en el viaje de regreso… —se encogió de hombros—, surgió la historia de la maldición.

—Y ahora, están muriendo personas en el museo —dijo Margo.

—¿Insinúas que existe una relación entre la maldición de Mbwun, la Bestia del Museo y los asesinatos? —preguntó Moriarty—. Vamos, Margo, desvarías.

Ella lo miró fijamente.

—¿No me comentaste que Cuthbert proscribió la estatuilla de la exposición hasta el último momento?

—Exacto —contestó Moriarty—. Se ocupó personalmente de todo lo relacionado con esa reliquia. Y no me sorprende, teniendo en cuenta su valor. La idea de retrasar su emplazamiento en la exposición partió de Rickman, según tengo entendido. Debió de pensar que suscitaría mayor expectación.

—Lo dudo —replicó Smithback—. Su mente no funciona así. En todo caso, intentaba evitar la expectación. Si la amenazas con un escándalo, se arruga como una polilla en una llama. —Lanzó una risita.

—Por cierto, ¿por qué te interesa tanto este asunto? —preguntó el conservador.

—¿No crees que un viejo objeto polvoriento pueda interesarme?

Smithback captó por fin la atención de la camarera y pidió otra ronda.

—Bien, es evidente que Rickman te ha prohibido escribir sobre la figura —señaló Margo.

El periodista hizo una mueca.

—Muy cierto. Podría ofender a todos los kothoga de Nueva York. En realidad, lo que despertó mi curiosidad fue el comentario de Von Oster sobre la actitud de Rickman en este tema. Pensé que tal vez obtendría cierta información que pudiera utilizar para negociar en nuestro próximo
téte-a-téte.
Ya sabéis: «si me obliga a eliminar este capítulo, contaré la historia de Whittlesey a la revista del Smithsonian», o algo por el estilo.

—Espera un momento —dijo Margo—. No te he revelado estas confidencias para que te aprovecharas de ellas. ¿No lo entiendes? Hemos de averiguar más cosas sobre esas cajas. El asesino busca algo que se guarda en ellas. Hemos de descubrir de qué se trata.

—Lo que necesitamos es encontrar ese diario —replicó el escritor.

—Cuthbert asegura que se ha perdido —repuso Margo.

—¿Has consultado la base de datos de acceso? —preguntó Smithback—. Tal vez contenga alguna información. Lo haría yo mismo, pero el grado de confianza en mí ha tocado fondo.

—Y el mío —dijo Margo—. Y hoy no ha sido mi mejor día en lo tocante a ordenadores. —Les refirió su charla con Kawakita.

—¿Y nuestro amigo Moriarty? —dije Smithback—. Eres un mago de los ordenadores, ¿verdad? Además, como ayudante de conservador, tienes acceso a los archivos de alta seguridad.

—Creo que deberíais dejar el caso en manos de las autoridades —replicó Moriarty, muy digno—. No es asunto nuestro.

—¿No lo entiendes? —rogó Margo—. Nadie sabe qué está ocurriendo. Hay vidas en juego, y tal vez el futuro del museo.

—Me consta que tus intenciones son buenas, Margo —afirmó Moriarty—, pero dudo de las de Bill.

—Mis intenciones son tan puras como una fuente pieria
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—contraatacó Smithback—. Rickman se dedica a asediar la ciudadela de la verdad periodística. Sólo pretendo defender las murallas.

—¿No resultaría más fácil seguir la corriente a Rickman?—preguntó Moriarty—. Creo que tu venganza es un poco infantil. ¿Sabes una cosa? No ganarás.

Les sirvieron las copas. Smithback apuró la suya de un trago y exhaló un suspiro de placer.

—Algún día, esa puta me las pagará —dijo.

22

Beauregard finalizó la anotación y guardó la libreta en el bolsillo. Sabía que debería informar del incidente. «A la mierda», decidió. Era evidente que la chica no tramaba nada, a juzgar por su expresión asustada. Redactaría el informe cuando tuviera tiempo.

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