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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (27 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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La curiosidad de Margo dio paso a la estupefacción.

—¡Dios mío! ¿Es el diario?

El escritor asintió con orgullo.

—¿Cómo lo has conseguido? ¿Dónde lo has encontrado?

—En el despacho de Rickman. Tuve que hacer un terrible sacrificio a cambio. Firmé una hoja que me prohíbe hasta hablar contigo.

—Bromeas.

—Sólo en parte. En cualquier caso, en un momento de la sesión de tortura abrió el cajón del escritorio y vi este librito. Parecía un diario. Me extrañó que Rickman guardara algo semejante en su mesa. Entonces recordé que, según tú, el diario había sido prestado. —Sonrió con aire de suficiencia—. Como siempre había sospechado. Así pues, se lo mangué en cuanto salió del despacho. —Abrió el diario—. Ahora, a callar, Lotus Blossom. Papá te leerá un cuento.

El periodista comenzó a leer, despacio al principio, hasta que se acostumbró a la caligrafía y las frecuentes abreviaturas. Las primeras anotaciones consistían en frases breves que proporcionaban algunos detalles sobre el tiempo del día y el lugar donde se hallaba la expedición.

Ag. 31. Lluvia toda la noche. Tocino enlatado para desayunar. Avería en helicóptero esta mañana, tuve que perder tiempo por nada. Maxwell insufrible. Carlos tiene más problemas con Hosta Gilbao. Pide paga suplementaria por…

—Esto es muy aburrido —dijo Smithback—. ¿A quién le importa que tomaran tocino enlatado para desayunar?

—Continúa —urgió Margo.

—Aquí no hay gran cosa —observó él mientras pasaba páginas—. Supongo que Whittlesey era un hombre parco en palabras. Oh, Dios. Espero no haber arriesgado la vida por nada.

El diario describía el progresivo adentramiento de la expedición en la selva tropical. Habían realizado la primera parte del viaje en jeep, para después recorrer en helicóptero trescientos kilómetros, hasta la parte alta del Xingú. Desde allí, guías contratados condujeron río arriba al grupo hacia el
tepui
de Cerro Gordo. Smithback continuó leyendo.

Sep. 6. Dejamos piraguas. A pie a partir de ahora. Primer vislumbre de Cerro Gordo esta tarde. Selva tropical se alza hasta las nubes. Gritos de pájaros tutitl; capturados varios especímenes. Guardias murmuran entre sí.

Sep. 12. Última ración de cecina para desayunar. Menos humedad que ayer. Continuamos hacia
tepui.
Nubes despejan a mediodía. Posible altitud de la meseta dos mil setecientos metros. Temperatura típica de selva tropical. Vimos cinco candelaria íbice raros. Recogidos cerbatanas y dardos en excelente estado. Mosquitos pesados. Pecarí de Xingú seco para cenar. No está mal, sabe a cerdo ahumado. Maxwell llena las cajas de basura inútil.

—¿Por qué robaría Rickman esto? —se extrañó Smithback—. Aquí no hay sustancia. ¿Dónde está su importancia?

Sep. 15. Viento del SO. Gachas para desayunar. Tres transportes por tierra hoy, debido a atascamientos en el río. Agua hasta el pecho. Sanguijuelas encantadoras. A la hora de la cena, Maxwell encontró especímenes vegetales que le han entusiasmado. Plantas indígenas únicas en su género. Simbiosis extrañas; la morfología parece muy antigua. Pero los descubrimientos más importantes aún nos esperan, estoy seguro.

Sep. 16. Me retrasé en el campamento esta mañana, embalando pertrechos. Maxwell insiste ahora en regresar con su «descubrimiento». Idiota. Lo malo es que casi todo el mundo quiere volver también. Todos dieron media vuelta después de comer, excepto dos de nuestros guías. Crocker, Carlos y yo seguimos adelante. Casi enseguida, nos detuvimos. El tarro con el espécimen se había roto. Mientras volvíamos a embalar, Crocker se alejó del sendero, se topó con cabaña en ruinas…

—Ahora vamos al grano —comentó Smithback.

… regresó, abrió la caja de nuevo, sacó la bolsa de herramientas. Antes de que pudiéramos registrar la cabaña, nativa anciana sale de entre los matorrales, tambaleándose. Enferma o borracha, no lo sabemos. Señala la caja, empieza a gritar. Pechos hasta la cintura; desdentada, casi calva. Enorme llaga en la espalda, como un furúnculo. Carlos se resiste a traducir, pero yo insisto:

Carlos: Ella dice «demonio, demonio».

Yo: Pregúntale, ¿qué demonio?

Carlos traduce. Mujer, histérica, chilla y se golpea el pecho.

Yo: Carlos, pregúntale sobre los kothoga.

Carlos: Dice que habéis venido para llevaros el demonio.

Yo: ¿Y los kothoga?

Carlos: «Los kothoga subir a la montaña», dice.

Yo: ¿A la montaña? ¿Dónde?

Más alaridos de la mujer. Señala nuestra caja abierta.

Carlos: «Vosotros llevaros demonio», dice.

Yo: ¿Qué demonio?

Carlos: Mbwun. Dice que vosotros llevaros Mbwun en caja.

Yo: Pregúntale más sobre Mbwun. ¿Qué es?

Carlos habla con la mujer, que se calma un poco y charla durante bastante rato.

Carlos: Dice que Mbwun es hijo de demonio. El loco hechicero kothoga pidió a demonio Zilashkee la ayuda de su hijo para derrotar enemigos. Demonio les obligó a matar y devorar a todos sus hijos. Después envió a Mbwun como regalo. Mbwun ayuda a derrotar enemigos kothoga, luego se vuelve contra kothoga y empieza a matar a todo el mundo. Kothoga huyen al
tepui.
Mbwun les sigue. Mbwun inmortal. Hay que librar a kothoga de Mbwun. Ahora hombres blancos vienen a llevarse Mbwun. ¡Cuidado, maldición de Mbwun os destruirá! ¡Llevaréis muerte a vuestro pueblo!

Estoy estupefacto y entusiasmado. Esta historia encaja con ciclos míticos que sólo conocíamos de segunda mano. Pido a Carlos que pregunte más detalles sobre Mbwun. Mujer se aleja; gran agilidad para alguien tan viejo. Se pierde en el follaje. Carlos la sigue, vuelve con las manos vacías. Parece asustado, no insisto. Examino cabaña. Cuando regresamos a senda, los guías han huido.

—¡Sabía que se llevarían la estatuilla! —exclamó Smithback—. ¡Ésa debe de ser la maldición de que la mujer hablaba!

Sep. 17. Crocker desaparecido desde anoche. Temo lo peor. Carlos muy asustado. Le enviaré de vuelta en pos de Maxwell, que ya estará a mitad del río a estas alturas. No puedo perder esta reliquia, que creo de valor inestimable. Continuaré en busca de Crocker. Hay sendas en estos bosques que deben de haber sido trazadas por kothoga. Me pregunto por qué la civilización pretende destrozar este paisaje. Tal vez los kothoga se salvarán, a fin de cuentas.

Allí terminaba el diario.

Smithback cerró el libro y maldijo.

—¡No puedo creerlo! Nada que no supiéramos ya. Y he vendido mi alma a Rickman… ¡por esto!

36

Pendergast, sentado detrás del escritorio en el puesto de mando, jugaba, absorto, con un antiguo rompecabezas mandarín fabricado con latón y cuerda de seda anudada. Detrás de él, los acordes de un cuarteto de cuerda surgían de los altavoces de un pequeño magnetófono. El agente no levantó la vista cuando D'Agosta entró.

—El
Cuarteto de cuerda en fa mayor, opus 135,
de Beethoven —dijo—. Estoy seguro de que usted ya lo sabía, teniente. Es el cuarto movimiento
allegro,
conocido como
Der schwer gefasse Entschuluss;
la «resolución difícil». Un título que podría aplicarse a este caso, al igual que al movimiento. Resulta asombroso cómo el arte imita a la vida, ¿no le parece?

—Son las once —dijo D'Agosta.

—Ah, por supuesto. —Echando la silla hacia atrás, Pendergast se levantó—. El jefe de seguridad nos debe una visita guiada. ¿Vamos?

El propio Ippolito abrió la puerta del mando de seguridad. A D'Agosta el lugar le recordó la sala de control de una central nuclear. Una inmensa ciudad en miniatura de rejillas iluminadas, dispuestas en complicadas formas geométricas, ocupaba toda una pared. Dos guardias vigilaban una serie de pantallas de circuito cerrado. El teniente reconoció en el centro la caja de relés de las estaciones repetidoras utilizadas para fortalecer las señales de las radios que portaban los policías y los guardias del museo.

—Éste —dijo Ippolito, al tiempo que tendía las manos y sonreía— es uno de los más sofisticados sistemas de seguridad. Fue diseñado especialmente para el museo. Nos costó una pasta, se lo aseguro.

Pendergast miró alrededor.

—Impresionante —comentó.

—Es de diseño —insistió Ippolito.

—Sin duda —repuso el agente—, pero lo que me preocupa en este momento, señor Ippolito, es la seguridad de los cinco mil invitados que se congregarán aquí esta noche. Explíqueme cómo funciona el sistema.

—Fue ideado para impedir los robos —explicó el jefe de seguridad—. Muchas de las piezas más valiosas del museo llevan un chip fijo en un lugar discreto. Cada chip transmite una tenue señal a una serie de receptores diseminados por el edificio. Si el objeto se mueve, aunque sea un centímetro, se dispara una alarma que señala la localización de la pieza.

—¿Qué ocurre a continuación? —preguntó el teniente D'Agosta.

Ippolito sonrió. Se acercó a una consola y pulsó varios botones. Una enorme pantalla iluminó planos de los pisos del museo.

—El interior del edificio está dividido en cinco módulos, cada uno de los cuales abarca cierto número de salas de exposición y zonas de almacenamiento. En su gran mayoría, van desde el sótano hasta la planta superior, pero, dada la estructura arquitectónica del museo, los perímetros de los módulos dos y tres son más complicados. Cuando se acciona un interruptor de este panel, gruesas puertas de acero caen desde el techo para cerrar los pasajes interiores que separan los distintos módulos. Todas las ventanas del museo están enrejadas. Al aislar un determinado módulo, el ladrón queda atrapado. Puede deambular por el interior de una sección, pero no salir. La red fue diseñada de tal manera que las salidas son externas a ella, lo cual facilita el control. —Se acercó a los planos—. Supongamos que alguien intenta robar un objeto y, cuando los guardias llegan, ya se ha marchado de la sala. Bien, no importa, pues al cabo de pocos segundos, el chip enviará una señal al ordenador, con la directriz de que selle todo el módulo. El proceso es automático. El ladrón está atrapado en el interior.

—¿Qué ocurriría si retirara el chip antes de huir? —preguntó D'Agosta.

—Los chips son sensibles al movimiento —respondió Ippolito—. La alarma también se dispararía, y las puertas de seguridad descenderían al instante. El ladrón no conseguiría salir, por muy rápido que fuera.

Pendergast asintió.

—¿Cómo se abren de nuevo las puertas una vez el ladrón ha sido atrapado?

—Desde esta sala de control se abre cualquier juego de puertas, cada una de las cuales dispone de un anulador manual. De hecho, se trata de un teclado. Si se teclea el código correcto, la puerta se alza.

—Muy bonito —murmuró Pendergast—, pero todo el sistema está orientado a impedir que alguien salga. Nos enfrentamos a un asesino que quiere quedarse dentro. ¿Cómo logrará todo esto garantizar la seguridad de los invitados de esta noche?

Ippolito se encogió de hombros

—Muy sencillo. Sólo utilizaremos el sistema para crear un perímetro de seguridad alrededor de la sala de recepción y la exposición. Todos los festejos tendrán lugar en el módulo dos. —Señaló el esquema—. La recepción se celebrará en el Planetario, aquí, junto a la entrada de la exposición «Supersticiones», que se encuentra dentro del módulo dos. Todas las puertas de acero de esta sección estarán cerradas. Sólo se dejarán cuatro abiertas; la puerta este de la Gran Rotonda, que permite el acceso al Planetario, y tres salidas de emergencia. En todas se montará un fuerte dispositivo de vigilancia.

—¿Qué partes del museo abarca exactamente el módulo dos? —preguntó Pendergast.

Ippolito pulsó algunos botones de la consola. Una gran sección central del museo destelló en verde sobre los paneles.

—Ésta es la zona que comprende el módulo dos —explicó—. Como puede observar, va desde el sótano hasta la planta superior, como todos los demás. El Planetario se halla aquí. La sala de ordenadores y la habitación donde estamos ahora, mando de seguridad, se encuentra dentro de este módulo, así como la zona de seguridad, los archivos centrales y otras áreas de alta seguridad. La única forma de salir del museo será a través de las cuatro puertas de acero, que mantendremos abiertas mediante el anulador. Cerraremos el perímetro una hora antes de la fiesta, bajaremos todas las demás puertas y apostaremos guardias en los puntos de acceso. Habrá más seguridad que en la cámara acorazada de un banco; se lo garantizo.

—¿Y el resto del museo?

—Nos planteamos la idea de cerrar los cinco módulos, pero luego la desechamos.

—Bien —dijo Pendergast, desviando la vista hacia otro panel—. En caso de que surja algún problema, el personal de emergencia no debe toparse con obstáculos. —Señaló el panel iluminado—. ¿Qué hay del subsótano? Las zonas del sótano de este módulo tal vez estén conectadas con él. Y ese subsótano podría conducir a cualquier sitio.

—Nadie se atrevería a utilizarlo —resopló Ippolito—. Es un laberinto.

—No estamos hablando de un ladrón vulgar, sino de un asesino que ha eludido cualquier búsqueda organizada por usted, por mí o por D'Agosta. Un asesino que parece moverse por el subsótano como pez en el agua.

—Sólo hay una escalera que comunica el Planetario con los demás pisos —explicó con paciencia Ippolito—, y estará vigilada por mis hombres, al igual que las salidas de emergencia. Está todo bajo control, se lo aseguro. Todo el perímetro gozará de máxima seguridad.

Pendergast examinó en silencio el plano iluminado durante un rato.

—¿Cómo sabe que este esquema es correcto? —preguntó por fin.

Ippolito compuso una expresión de perplejidad.

—Pues claro que es correcto.

—Le he preguntado cómo lo sabe.

—El sistema fue diseñado a partir de los planos arquitectónicos de la reconstrucción de 1912.

—¿No ha habido cambios desde entonces? ¿Puertas abiertas, otras clausuradas?

—Todos los cambios se tuvieron en cuenta.

—Esos planos arquitectónicos ¿incluían las zonas del sótano antiguo y el subsótano?

—No. Esas zonas son más antiguas. Pero, como ya le he dicho, estarán selladas o vigiladas.

Se produjo un largo silencio, durante el cual el agente continuó observando los paneles. Por fin, suspiró y se volvió hacia el jefe de seguridad.

—No me gusta, señor Ippolito.

Alguien carraspeó detrás de ellos.

—¿Qué no le gusta?

D'Agosta necesitó darse la vuelta. El áspero acento de Long Island sólo podía pertenecer al agente especial Coffey.

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