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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (24 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Caramba, qué enternecedora escena. Doctor Wright, gracias por recibirme de huevo. Doctor Cuthbert, es siempre un placer. Y usted debe de ser Lavinia Rickman, ¿no es cierto, señora?

—Sí —contestó ella con una sonrisa remilgada.

—Señor Pendergast, siéntese donde guste —invitó Wright con una leve sonrisa.

—Gracias, doctor, pero prefiero estar de pie.

Pendergast se acercó a la enorme chimenea y, cruzando los brazos, se apoyó contra la repisa.

—¿Ha venido para informarnos? Sin duda ha solicitado esta reunión para informarnos de una detención.

—No —contradijo Pendergast—. Lo siento, pero no hay detenciones. Lo cierto es, doctor Wright, que no hemos progresado mucho, a pesar de lo que la señora Rickman ha contado a los periódicos.

Les enseñó los titulares del diario: «Detención inminente por los crímenes de la Bestia del Museo.»

Se produjo un breve silencio. Pendergast dobló el periódico y lo dejó con cuidado sobre la repisa de la chimenea.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Wright—. No entiendo por qué tardan tanto.

—Hay muchos problemas, como sin duda sabrá —dijo Pendergast—, pero no he venido para informarles de las investigaciones. Bastará con recordarles que hay un asesino suelto por el museo. No tenemos motivos para creer que haya dejado de matar. Por lo que sabemos, siempre actúa de noche; en otras palabras, después de las cinco de la tarde. Como agente especial al mando de este caso, lamento comunicarles que el toque de queda que hemos impuesto seguirá en vigor hasta que el asesino sea encontrado. No habrá excepciones.

—La inauguración… —empezó Rickman.

—Habrá que aplazarla, quizá una semana, tal vez un mes. No puedo prometerles nada. Lo lamento muchísimo.

El director se levantó, lívido.

—Usted aseguró que se celebraría la inauguración siempre que no se cometieran más asesinatos. Ése fue el acuerdo.

—Yo no llegué a ningún acuerdo con usted, doctor —contradijo con toda tranquilidad Pendergast—. Me temo que estamos tan cerca de atrapar al asesino como al principio de la semana. —Señaló el periódico que había dejado sobre la repisa—. Titulares como ésos contribuyen a que la gente se relaje y baje la guardia. Es probable que acuda mucho público a la inauguración. Miles de personas en el museo después de oscurecer… —Meneó la cabeza—. No me queda otra alternativa.

Wright miró al agente con incredulidad.

—¿Espera que aplacemos la inauguración y causemos perjuicios irreparables al museo por culpa de su incompetencia? La respuesta es «no».

Pendergast, impertérrito, caminó hacia el centro del despacho.

—Perdone, doctor Wright, si no me he expresado con suficiente claridad. No he venido para solicitar su permiso, sino para notificarle mi decisión.

—Muy bien —repuso el director con voz trémula—. Entiendo. Es usted incapaz de desempeñar bien su trabajo, y aun así se empeña en indicarme cómo debo realizar el mío. ¿Tiene idea de los perjuicios que el aplazamiento ocasionará a la exposición? ¿Sabe qué clase de mensaje recibirá el público? Bien, Pendergast, no lo permitiré.

El agente lo miró sin pestañear.

—Todo personal no autorizado que sea encontrado en las dependencias después de las cinco de la tarde será detenido y acusado de violar la escena de un crimen. Se trata de una falta leve. Posteriores violaciones se considerarán obstrucción a la justicia. Es un delito mayor, doctor Wright. Confío en haberme expresado con la suficiente claridad.

—Lo único que está claro ahora es el camino hacia la puerta —dijo Wright en voz más alta—. Carece de obstáculos. Haga el favor de tomarlo.

Pendergast asintió.

—Caballeros, señora.

Dio media vuelta y salió en silencio de la habitación. Cerró la puerta sin hacer ruido y se detuvo un momento ante el despacho del director. Mirando hacia la puerta, recitó:

—«De modo que regreso para mi satisfacción censurado, y obtengo a cambio tres veces más de lo que he gastado.»

La secretaria ejecutiva de Wright dejó de mascar chicle en el acto.

—¿Howzat? —preguntó.

—No, Shakespeare —contestó él, encaminándose hacia el ascensor.

Con mano trémula, Wright descolgó el auricular del teléfono.

—¿Qué coño ocurrirá ahora? —exclamó Cuthbert—. Que me aspen si un maldito policía va a echarnos de nuestro propio museo.

—Tranquilo, Cuthbert —dijo Wright. Hablo al auricular—: Póngame con Albany ahora mismo.

Se hizo el silencio. El director miró a Cuthbert y Rickman mientras esperaba y trataba de apaciguar su agitada respiración.

—Ha llegado el momento de pedir algunos favores —dijo—. Ya veremos quién dice la última palabra: un sietemesino albino, o el director del museo de historia natural más grande del mundo.

32

La vegetación de esta zona es muy extraña. Predominan las cicadales y los helechos. Lástima que no disponga de tiempo para dedicarlo a su estudio. Hemos utilizado una variedad particularmente resistente como material de embalaje para las cajas. Deja que Jörgensen eche un vistazo, si le interesa.

Espero estar contigo dentro de un mes en el Club de los Exploradores, celebrando nuestro éxito con unas rondas de dry martinis y un buen Macanudo. Hasta entonces, sé que puedo confiarte este material y mi reputación.

Tu colega,

WHITTLESEY.

Smithback levantó la vista de la carta.

—No podemos permanecer aquí. Vamos a mi despacho.

Su cubículo se hallaba en la planta baja del museo, en lo más recóndito de un laberinto de despachos atiborrados. Los pasadizos entrelazados, llenos de bullicio y actividad, representaron un cambio refrescante para Margo después de los húmedos pasillos poblados de ecos que se extendían fuera de la zona de seguridad. Pasaron junto a una enorme papelera verde que rebosaba de ejemplares atrasados de la revista del museo. Frente al despacho de Smithback, cartas de suscriptores sembraban un gran tablón de anuncios, para diversión del personal.

En una ocasión, siguiendo la pista de un ejemplar de
Science
desaparecido de la hemeroteca, Margo había penetrado en la caótica guarida del periodista. Estaba como la recordaba; el escritorio aparecía cubierto de artículos fotocopiados, cartas a medio terminar, menús de cocina china y numerosos libros y revistas que los bibliotecarios del museo sin duda ardían en deseos de localizar.

—Siéntate —invitó Smithback, retirando con brusquedad de una silla una pila de periódicos. Cerró la puerta y se acomodó en una vieja mecedora, detrás del escritorio. Crujieron papeles bajo sus pies—. Muy bien —murmuró—. ¿Estás segura de que el diario no estaba allí?

—Ya te he dicho que la única caja que pude mirar era la que Whittlesey había embalado. No creo que estuviera en las otras.

Smithback releyó la carta.

—¿Quién es este tal Montague a quien va dirigida la carta? —preguntó.

—No lo sé.

—¿Y Jörgensen?

—Nunca he oído hablar de él.

Smithback sacó el listín telefónico del museo de un estante.

—No consta ningún Montague —susurró mientras pasaba páginas—. Podría ser un nombre de pila. ¡Ajá! Aquí está Jörgensen. Botánico; está jubilado. ¿Cómo es que aún tiene un despacho?

—Es normal en este lugar —explicó Margo—. Gente económicamente independiente que no tiene nada mejor que hacer. ¿Dónde se encuentra su despacho?

—Sección 41, cuarta planta. —El hombre cerró el listín y lo dejó sobre el escritorio— Cerca del herbario. —Se levantó—. Vámonos.

—Espera un momento, Smithback. Son casi las cuatro. Debería telefonear a Frock para explicarle que…

—Después. —Se encaminó hacia la puerta—. Vamos, Lotus Blossom. Mi olfato de periodista no ha captado ningún olor decente en toda la tarde.

El despacho de Jörgensen, una pequeña sala de techo alto y sin ventanas, no contenía ninguna de las plantas o especímenes vegetales que Margo esperaba ver en el laboratorio de un botánico. De hecho, en la habitación sólo había una silla, un perchero y un gran banco de trabajo. Un cajón de éste estaba abierto y revelaba diversas herramientas muy usadas. El anciano, inclinado sobre el banco de trabajo, manipulaba un pequeño motor.

—¿Doctor Jörgensen? —preguntó Smithback.

El anciano se volvió para mirarlo. Se trataba de un hombre huesudo y encorvado, casi calvo, con cejas pobladas blancas sobre unos penetrantes ojos de un azul muy claro. Margo calculó que debía de medir un metro noventa.

—Sí —dijo con voz pausada.

Antes de que Margo pudiera impedirlo, Smithback tendió a Jörgensen la carta.

El hombre empezó a leer y se sobresaltó visiblemente. Sin apartar la vista del papel, acercó la silla y se sentó lentamente.

—¿De dónde han sacado esto? —preguntó cuando hubo terminado.

Margo y Smithback intercambiaron una mirada.

—Es auténtica —dijo el periodista.

Jörgensen los observó. A continuación, devolvió la carta a Smithback.

—No sé nada sobre esto —afirmó.

Se hizo el silencio.

—Procedía de la caja que Julian Whittlesey envió desde el Amazonas hace siete años —explicó Smithback, esperanzado.

El anciano continuó mirándolos fijamente y al cabo de unos minutos centró su atención en el motor.

La pareja contempló cómo manipulaba la pieza.

—Lamento interrumpir su trabajo —dijo Margo por fin—. Tal vez no sea el momento más oportuno.

—¿Qué trabajo? —preguntó Jörgensen sin mirarlos.

—Lo que está haciendo —contestó Margo.

El viejo soltó una carcajada.

—¿Esto? —exclamó, volviéndose hacia ellos—. Esto no es un trabajo. Es una aspiradora averiada. Desde que murió mi esposa, he de ocuparme de las tareas domésticas. El maldito trasto se estropeó el otro día. Lo he traído porque aquí guardo todas las herramientas. Ya no tengo mucho trabajo.

—En cuanto a esa carta, señor… —empezó Margo.

Jörgensen se removió en la silla y, reclinándose, clavó la vista en el techo.

—Ignoraba su existencia. El motivo de la flecha doble servía como blasón de la familia Whittlesey, y no me cabe duda de que se trata de su letra. Me trae recuerdos.

—¿De qué clase? —se apresuró a inquirir Smithback.

Jörgensen lo miró y sus cejas se juntaron en señal de irritación.

—Nada que a usted le importe —replicó—. O al menos, aún no sé por qué debería importarle.

Margo dirigió a su compañero una mirada de reprobación.

—Doctor Jörgensen, soy una graduada que trabaja con el doctor Frock. Mi colega es periodista. El doctor Frock sospecha que la expedición Whittlesey y las cajas que fueron enviadas están relacionadas con los crímenes del museo.

—¿Una maldición? —preguntó el anciano, arqueando las cejas en un gesto teatral.

—No, una maldición no —contestó Margo.

—Me alegro de que piense así. No existe la maldición, a menos que la defina como una mezcla de codicia, locura humana y celos científicos. No hay que recurrir a Mbwun para explicar… —Se interrumpió de repente—. ¿A qué viene tanto interés? —preguntó con suspicacia.

—¿Para explicar qué? —intervino Smithback.

Jörgensen lo observó con desagrado.

—Joven, si vuelve a abrir la boca, le pediré que se marche.

Smithback entornó los ojos y optó por guardar silencio.

Margo se preguntó si debería hablar de las teorías de Frock, las marcas de garras en los cadáveres y la caja rota, pero no lo juzgó prudente.

—Estamos interesados porque creemos que existe una relación a la que nadie ha prestado atención; ni la policía, ni el museo. Su nombre se menciona en esta carta. Pensamos que tal vez nos podría contar más cosas sobre esa expedición.

Jörgensen tendió una mano nudosa.

—¿Puedo leerla otra vez?

Smithback se la tendió a regañadientes.

Jörgensen recorrió la carta con la vista, ansioso como si absorbiera recuerdos.

—Hubo un tiempo —murmuró— en que me habría mostrado renuente a hablar de esto; tal vez aterrado sería una palabra más precisa. Algunas personas habrían aprovechado la oportunidad para despedirme. —Se encogió de hombros—. Pero cuando se llega a mi edad, hay poco que temer, excepto quizá la soledad. —Asintió lentamente mirando a Margo, con la carta estrujada en la mano—. Yo habría participado en esa expedición, de no haber sido por Maxwell.

—También se le menciona en la carta. ¿Quién es? —preguntó Smithback.

Jörgensen le traspasó con la mirada.

—He derribado a periodistas más grandes que usted. —Resopló—. Calle la boca de una vez. Estoy hablando con la señorita. —Se volvió hacia Margo—. Maxwell fue uno de los jefes de la expedición, junto con Whittlesey. Ése fue el primer error; permitir que Maxwell se inmiscuyera y compartiera el mando. Discreparon desde el principio. Ninguno de los dos tenía el control absoluto. Maxwell ganó, y yo salí perdiendo; decidió que no había sitio para un botánico en la expedición. A Whittlesey aún le hizo menos gracia que a mí. La presencia de Maxwell ponía en peligro su propósito oculto.

—¿Cuál era? —preguntó Margo.

—Encontrar la tribu kothoga. Corrían rumores sobre una tribu ignota que vivía en un
tepui,
una inmensa meseta alzada sobre la selva tropical. Aunque la zona no había sido explorada por científicos, todo el mundo estaba de acuerdo en que la tribu se había extinguido y sólo quedaban reliquias. El problema residía en que el gobierno local le había denegado el permiso para estudiar el
tepui
argumentando que estaba reservado para sus propios científicos.
Yankee go home.
—Jörgensen bufó y meneó la cabeza—. Bien, en realidad estaba reservado para la depredación, el saqueo de la tierra. El gobierno local había oído los mismos rumores que Whittlesey, por supuesto. El gobierno no quería que, si había indios allí arriba, se opusieran a la deforestación y la apertura de minas. En cualquier caso, la expedición debía abordar la zona desde el norte, una ruta mucho menos conveniente, pero alejada del área restringida. Les estaba prohibido ascender al
tepui.

—¿Los kothoga aún existían? —preguntó Margo.

El anciano sacudió lentamente la cabeza.

—Nunca lo sabremos. El gobierno descubrió algo en la cima de ese
tepui,
tal vez oro, platino, yacimientos auríferos. En estos tiempos, los satélites detectan cantidad de cosas. Sea como sea, el
tepui
fue incendiado desde el aire en la primavera de 1988.

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