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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (37 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—¿Quién? No sabía que…

—Un policía. ¿Cómo se llama? ¿Waters? Estaba de servicio en la sala de ordenadores, creyó ver algo, disparó un par de veces el fusil y se cargó el tablero de distribución principal.

—Escuche, Allen, quiero enviar un equipo para evacuar a las personas atrapadas en el Planetario. El alcalde está allí dentro, por los clavos de Cristo. ¿Cómo podemos entrar? ¿Podríamos cortar la puerta este para entrar en la sala?

—Esas puertas fueron diseñadas para retrasar el corte. Podría realizarse, pero tardaría siglos.

—¿Y por el subsótano? Me han comentado que es como un laberinto de catacumbas.

—Es posible que se pueda acceder desde ahí, pero no existen planos completos de la zona.

—Pues las paredes. ¿Podríamos abrir un agujero en las paredes?

—Los muros inferiores que soportan el peso son muy gruesos, hasta noventa centímetros en algunas partes, y todas las paredes de albañilería más antiguas han sido reforzadas. El módulo dos sólo tiene ventanas en las plantas tercera y cuarta, y están protegidas con barras de hierro. De todos modos, la mayoría son demasiado pequeñas para pasar por ellas.

—Mierda. ¿Y el tejado?

—Todos los módulos están cerrados, y costaría mucho…

—Maldita sea, Allen, le pregunto cuál es la mejor forma de meter dentro a algunos hombres.

Se hizo el silencio.

—La mejor forma de entrar sería por el tejado —dijo por fin la voz—. Las puertas de seguridad de los pisos superiores no son tan gruesas. El módulo tres se extiende sobre el Planetario, por la quinta planta. Sin embargo, no es posible penetrar por allí, pues el tejado está blindado a causa de los laboratorios de radiografía. En cambio sí se podría entrar por el tejado del módulo cuatro. Podría colocarse una carga explosiva en una de las puertas de seguridad situadas en los pasillos más estrechos, y acceder así al módulo tres. Una vez ahí, podría pasarse por el techo del Planetario, donde hay una portilla para poder limpiar y cuidar la araña. Sin embargo, hay dieciocho metros hasta el suelo.

—Volveré a llamarle. —Coffey pulsó un botón de la radio y vociferó—: ¡Ippolito! Ippolito, ¿me recibe? ¿Qué coño está pasando en esa sala? —Cambió a la frecuencia de D'Agosta—. ¡D'Agosta! Soy Coffey. ¿Me recibe? —Recorrió frenéticamente las frecuencias—. ¡Waters!

—Aquí Waters, señor.

—¿Qué ha ocurrido, Waters?

—Oí un ruido en el cuarto de la instalación eléctrica y disparé como disponen las ordenanzas…

—¿Ordenanzas? ¡Idiota de mierda! ¡No hay ninguna ordenanza que disponga disparar contra un ruido!

—Lo siento, señor. Oí un ruido fuerte y gritos y carreras en la exposición. Creí que…

—Está acabado, Waters. Pediré que asen su culo y me lo sirvan en una bandeja. No lo olvide.

—Sí, señor.

Se oyeron, procedentes del exterior, una tos, un chisporroteo y un rugido cuando un generador portátil fue conectado. La puerta trasera de la unidad de mando móvil se abrió y entraron varios agentes con los trajes empapados.

—Los demás ya vienen, señor —anunció uno.

—Muy bien. Dígales que nos reuniremos aquí dentro de cinco minutos para intentar solucionar el problema.

Salió a la lluvia. Trabajadores de los servicios de emergencia transportaban pesadas maquinarias y tanques de acetileno amarillos por la escalinata del museo.

Coffey corrió bajo la lluvia y subió por la escalera de la Rotonda. Los médicos se apiñaban ante la puerta metálica de emergencia que bloqueaba la entrada este al Planetario. Coffey oyó el zumbido de una sierra que cortaba huesos.

—Dígame qué hay —pidió Coffey al jefe del equipo médico.

Sobre la mascarilla manchada de sangre, los ojos del doctor reflejaban cansancio.

—Aún no sabemos el número total de heridos: hay varios en estado crítico. Estamos efectuando algunas amputaciones. Creo que algunos más se salvarían si se pudiera levantar esa puerta antes de media hora.

Coffey negó con la cabeza.

—Dudo de que sea posible. Tendremos que cortarla.

Se acercó un trabajador de emergencias.

—Disponemos de algunas mantas térmicas con que podríamos cubrir a esa gente mientras trabajamos.

El agente retrocedió y levantó la radio!

—¡D'Agosta! ¡Ippolito! ¡Contesten!

Silencio. Tras un tenue siseo, se oyó una voz tensa:

—Aquí D'Agosta. Escuche, Coffey…

—¿Dónde estaba? Le dije…

—Cierre el pico y escuche, Coffey. Estaba usted haciendo demasiado ruido; tuve que silenciarle. Nos hallamos en el subsótano, no sé muy bien dónde. Una bestia merodea por el módulo dos. No bromeo, Coffey; es un jodido monstruo. Mató a Ippolito y se metió en la sala. Tuvimos que salir.

—¿Un qué? Está perdiendo la chaveta, D'Agosta. Cálmese, ¿me oye? Enviaremos hombres para que entren por el techo…

—¿Sí? Bien, será mejor que vayan bien preparados, si piensan hacer frente a esa cosa.

—D'Agosta, yo me ocuparé de ello. ¿Qué me decía de Ippolito?

—Está muerto; destripado, como los demás fiambres.

—Y lo hizo un monstruo. Oh, sí, claro. ¿Hay otro agente de policía con usted, D'Agosta?

—Sí, Bailey.

—Le relevo de su cargo. Páseme a Bailey.

—Que le folle un pez. Aquí está Bailey.

—Sargento —ladró Coffey—, usted está al mando ahora. ¿Cuál es la situación?

—Señor Coffey, el teniente tiene razón. Tuvimos que abandonar el Planetario. Bajamos por la escalera trasera situada cerca de la zona de servicio. Somos unos treinta, incluido el alcalde. Hay algo ahí dentro.

—No me toque las pelotas, Bailey. ¿Lo ha visto?

—No estoy seguro de lo que vi, señor. D'Agosta sí lo vio. No imagina lo que hizo con Ippolito…

—Escuche, Bailey. Tranquilícese y tome el mando, ¿de acuerdo?

—No, señor. En lo que a mí concierne, el teniente continúa al mando.

—¡Acabo de dárselo a usted! —Coffey resopló y levantó la vista, enfurecido—. El hijoputa ha cortado.

Greg Kawakita se erguía bajo la lluvia, inmóvil, entre una tormenta de chillidos, sollozos y blasfemias. Permanecía ajeno al agua que le empapaba el cabello, los vehículos de emergencias que circulaban, las sirenas que aullaban o los invitados aterrados que lo empujaban cuando pasaban a su lado. Una y otra vez repetía en su mente lo que Margo y Frock le habían explicado. Avanzó en dirección al museo, luego dio media vuelta lentamente, se ciñó el calado esmoquin y caminó con aire reflexivo en la oscuridad.

50

Margo se sobresaltó cuando un segundo disparo resonó en el pasillo.

—¿Qué ocurre? —exclamó. Notó que Frock le apretaba la mano con más fuerza.

Oyeron que alguien corría fuera. A continuación el resplandor amarillento de una linterna se coló por debajo de la puerta.

—El olor empieza a desvanecerse —susurró—. ¿Cree que se ha ido?

—Margo —murmuró Frock—, me ha salvado usted. Arriesgó su vida para salvar la mía.

Alguien llamó con suavidad a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó el doctor con firmeza.

—Pendergast —respondió una voz.

Margo se apresuró a abrir la puerta. El agente del FBI apareció ante ella, con un revólver en una mano y planos arrugados en la otra. El traje negro bien cortado contrastaba con su cara sucia. Cerró la puerta tras de sí.

—Me alegro de encontrarles sanos y salvos —dijo. Enfocó a Margo, después a Frock.

—No tanto como nosotros —exclamó el profesor—. Bajamos para buscarlo. ¿Fue usted quien disparó?

—Sí. Supongo que fue usted quien me llamó a voces,

—¡Me oyó! —dijo Frock—. Por eso supo dónde localizarnos.

Pendergast negó con la cabeza.

—No. —Tendió la linterna a Margo, para desdoblar los planos, que la joven observó estaban cubiertos de anotaciones escritas a mano—. La Sociedad Histórica de Nueva York se disgustará cuando vea las libertades que me he tomado con su propiedad —comentó con sequedad el agente.

—Pendergast —susurró Frock—, Margo y yo hemos descubierto qué es ese asesino. Ha de escucharnos. No se trata de un ser humano o un animal conocido. Deje que se lo expliquemos.

El sureño levantó la vista.

—No necesito que me convenza, doctor Frock.

Éste parpadeó.

—¿No? Entonces ¿nos ayudará a suspender la inauguración, a evacuar a los asistentes?

—Demasiado tarde —admitió Pendergast—. He hablado por la radio de la policía con el teniente D'Agosta y otros. El fallo eléctrico no sólo afecta al sótano, sino a todo el museo. El sistema de seguridad no ha funcionado, y todas las puertas de emergencia han bajado.

—Significa eso…—empezó Margo.

—Significa que el edificio ha quedado dividido en cinco secciones aisladas. Nos hallamos en el módulo dos, al igual que la gente atrapada en el Planetario. Y el monstruo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Frock.

—Cundió el pánico aun antes de que se produjera el corte eléctrico y las puertas descendieran. Descubrieron en el interior de la exposición el cadáver de un agente de policía. La mayoría de los invitados lograron salir, pero treinta o cuarenta permanecen encerrados en el Planetario. —Sonrió con ironía—. Visité la exposición hace unas horas. Quería echar un vistazo a esa estatuilla de Mbwun de que me habló. Si hubiera entrado por la parte posterior en lugar de por la puerta delantera, tal vez habría encontrado el cadáver e impedido todo esto. En cualquier caso, tuve la oportunidad de ver la estatuilla, doctor Frock. Se trata de una excelente representación. Se lo dice alguien que entiende.

Frock lo miró boquiabierto.

—¿Lo ha visto? —susurró.

—Sí. Disparé contra él. Me hallaba en una esquina cercana a este cuarto cuando oí que me llamaba. En ese instante percibí un olor repugnante. Me escondí en un cubículo y lo vi pasar a través de una ventanilla. Salí y disparé, pero la bala rebotó en la cabeza del monstruo. De pronto las luces se apagaron. Lo seguí y observé que forcejeaba con esta puerta, resollando. —El agente abrió el cilindro del revólver y sustituyó los dos cartuchos empleados—. Por eso supe que se habían refugiado aquí.

—Dios mío —musitó Margo.

Pendergast enfundó el arma.

—Le disparé por segunda vez, pero apunté mal y erré el tiro. Vine hacia aquí en su búsqueda, pero la cosa había desaparecido. Sin duda huyó por la escalera situada al final del pasillo. No existe otra salida.

—Señor Pendergast, dígame una cosa; ¿qué aspecto tenía? —preguntó Frock.

—Sólo lo vi un momento. Era bajo, de constitución fuerte. Caminaba a cuatro patas, pero podía enderezarse. Estaba cubierto en parte de pelo. —Se humedeció los labios y asintió—. A pesar de que la oscuridad me impidió observarlo, diría que el escultor de la estatuilla sabía lo que hacía.

A la luz de la linterna, Margo apreció una extraña mezcla de miedo, júbilo y triunfo en el rostro de su tutor. Súbitamente, una serie de explosiones apagadas resonó sobre sus cabezas. Tras un breve silencio, otra ráfaga de disparos, más cercanos y ruidosos, atronó. Pendergast miró hacia arriba y aguzó el oído.

—¡D'Agosta! —dijo. Desenfundó el revólver, dejó caer los planos y salió al pasillo.

Margo corrió tras él e iluminó el corredor. Pendergast forcejeaba con la puerta de la escalera. Se arrodilló para examinar la cerradura, se levantó y propinó varias patadas a la puerta.

—Está cerrada —anunció cuando regresó—. Creo que esos disparos procedían de la escalera. Algunas balas han doblado el marco de la puerta y estropeado la cerradura. —Enfundó el arma y sacó la radio—. ¡Teniente D'Agosta! Vincent, ¿me oye?

Esperó un momento. Después sacudió la cabeza y guardó la radio en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Estamos atrapados aquí? —preguntó Margo.

Pendergast negó con la cabeza.

—Creo que no. He pasado la tarde en estas bóvedas y túneles, intentando averiguar cómo había eludido la bestia nuestros rastreos. Estos planos, trazados en el siglo pasado, son complicados y contradictorios, pero parece que indican una ruta de salida del edificio a través del subsótano. Con todo sellado, no nos queda otro camino. Hay varias formas de acceder al subsótano desde esta parte del museo.

—¡Eso significa que podemos reunirnos con la gente que permanece arriba y escapar juntos! —dijo Margo.

—Y también significa que la bestia puede volver al subsótano —replicó el agente con semblante sombrío—. Me temo que, si bien esas puertas de emergencia pueden impedir nuestro rescate, no estorbarán demasiado los movimientos del monstruo. Creo que lleva aquí el tiempo suficiente para haber descubierto los caminos secretos y que puede desplazarse por todo el museo, al menos por los niveles inferiores, sin la menor dificultad.

Margo asintió.

—Suponemos que vive en el museo desde hace años. Y creemos haber averiguado cómo y porqué vino aquí.

Pendergast escrutó el rostro de Margo.

—Necesito que usted y el doctor Frock me cuenten cuanto hayan descubierto acerca de esta criatura, y lo antes posible.

Cuando se volvían para entrar en el cuarto, la joven oyó un tamborileo lejano, como un trueno sordo. Quedó petrificada y escuchó con atención. Quizá se tratase de una voz, aunque no estaba segura de si lloraba o gritaba.

—¿Qué ha sido eso? —susurró.

—Eso —respondió Pendergast en voz baja— es el ruido de la gente de la escalera, que corre para salvar la vida.

51

A la débil luz que se filtraba por la ventana enrejada del laboratorio, Wright apenas podía vislumbrar el antiguo archivador. Por fortuna el laboratorio se encontraba dentro del perímetro del módulo dos, pensó. No por primera vez, se alegró de haber conservado su antiguo laboratorio cuando fue ascendido a director. Les proporcionaría un refugio temporal, un pequeño respiro. El módulo dos había quedado completamente aislado del resto del museo, y ellos se habían convertido en sus prisioneros. Todas las barreras de emergencia, las contraventanas y las puertas de seguridad habían descendido durante la avería eléctrica; al menos eso había afirmado aquel incompetente agente de policía, D'Agosta.

—Alguien pagará muy caro por esto —murmuró Wright.

Todos guardaron silencio. En aquellos momentos, cuando ya habían dejado de huir, comenzaban a comprender la magnitud del desastre.

El director avanzó con cautela, abrió varios cajones del archivador y hurgó entre las carpetas hasta encontrar lo que buscaba.

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