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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (39 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Comprendido. ¿De cuántas armas disponen?

—Sólo tuvimos tiempo de coger un fusil y una pistola reglamentaria.

—¿Dónde se encuentran ahora?

—En el subsótano, tal vez a unos cincuenta metros de la puerta de la escalera.

—Escuche con atención, Vincent. He hablado con el profesor Frock. El monstruo al que nos enfrentamos es muy inteligente, tal vez incluso tanto como usted o yo.

—Hable por usted.

—Si lo ve otra vez, no apunte a la cabeza, pues las balas rebotarán en el cráneo, sino al cuerpo.

Tras unos minutos de silencio, la voz de D'Agosta regresó.

—Escuche, Pendergast, ha de contar a Coffey todo esto. Ha decidido enviar algunos hombres, y no creo que tenga ni idea de lo que le espera.

—Haré lo que pueda, pero antes debemos intentar sacarlos de ahí. Es posible que esa bestia los persiga.

—No me joda.

—Pueden salir del museo a través del subsótano, aunque no resultará fácil. Estos planos son muy antiguos y quizá no demasiado fiables. Es posible que haya agua.

—En este momento, alcanza una altura de unos quince centímetros. Escuche, Pendergast, ¿está seguro de lo que dice? Hay una tormenta del copón fuera.

—Pueden elegir entre el diluvio o la bestia. Ustedes son cuarenta. Constituyen el blanco más evidente. Han de moverse, y deprisa. Es la única escapatoria.

—¿Pueden reunirse con nosotros?

—No. Hemos decidido quedarnos aquí para atraer al monstruo. No hay tiempo para más explicaciones. Si nuestro plan funciona, nos reuniremos con ustedes más tarde. Gracias a estos planos, he descubierto que existe más de una manera de acceder al subsótano desde el módulo dos.

—Joder, Pendergast, vaya con cuidado.

—Ésa es mi intención. Ahora, escuche con atención. ¿Están en un pasadizo largo y recto?

—Sí.

—Estupendo. Cuando el pasillo se bifurque, avancen por la derecha. Encontrarán otra bifurcación a unos cien metros. Entonces contacte conmigo. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—Buena suerte. Corto. —Pendergast cambió de frecuencia al instante—. Coffey, soy Pendergast. ¿Me recibe?

—Aquí Coffey. Pendergast, he intentado localizarle desde…

—Ahora no hay tiempo. ¿Ha enviado un equipo de rescate?

—Sí. Están a punto de salir.

—Pues ocúpese de que vayan equipados con armas automáticas pesadas, cascos y chalecos antibalas. Ahí dentro hay un monstruo asesino y poderoso, Coffey. Yo lo he visto. Se desplaza por el módulo dos.

—¡Por los clavos de Cristo! Antes D'Agosta y ahora usted. Pendergast, si intenta…

—Sólo le avisaré una vez más. Se enfrenta a una criatura monstruosa. Si la subestima, allá usted. Voy a cortar.

—¡No, Pendergast, espere! Le ordeno que…

Pendergast apagó la radio.

52

Avanzaban por el túnel con los pies hundidos en el
agua, mientras los tenues haces de las linternas exploraban el techo y la corriente de aire acariciaba sus caras. D'Agosta estaba alarmado. La bestia podía aparecer por detrás de improviso, porque no captarían su hedor.

Se detuvo un momento para que Bailey los alcanzara.

—Teniente —dijo el alcalde, casi sin aliento—, ¿está seguro de que hay una salida por aquí?

—Sólo puedo guiarme por las indicaciones del agente Pendergast, señor. Él tiene los planos. Lo que sí le aseguro es que no quiero volver atrás.

El teniente y el grupo reanudaron la marcha. Gotas oscuras y aceitosas se desprendían del techo abovedado construido de ladrillos. Las paredes estaban incrustadas de limo. Todo el mundo guardaba silencio, excepto una mujer que lloraba.

—Perdone, teniente —dijo el joven larguirucho, Smithback.

—¿Sí?

—¿Le importaría decirme algo?

—Pregunte.

—¿Qué siente al tener en sus manos las vidas de cuarenta personas, incluido el alcalde de Nueva York?

—¿Qué? —D'Agosta se detuvo y miró hacia atrás—. ¡No me diga que hay un jodido periodista con nosotros!

—Bueno, yo…

—Telefonee a jefatura y concierte una cita conmigo.

D'Agosta dirigió el haz de la linterna hacia adelante y descubrió la bifurcación del túnel. Se desvió hacia la derecha, tal como Pendergast había indicado. Aquel pasillo formaba cierta pendiente, y el agua fluía con mayor rapidez. El teniente tiró de las perneras de su pantalón mientras se internaba en la negrura que los aguardaba. La herida de la mano le dolía. Cuando el grupo dobló la esquina, D'Agosta reparó con alivio en que la brisa ya no venía de cara.

Una rata muerta, como una bola de billar de tamaño exagerado, se acercó flotando y chocó contra las piernas de la gente. Alguien gruñó y trató de alejarla a patadas. Nadie más se quejó.

—¡Bailey! —llamó D'Agosta.

—¿Sí?

—¿Ha visto algo?

—Usted será el primero en saberlo.

—Comprendido. Llamaré arriba para preguntar si han conseguido restablecer la corriente eléctrica. —Cogió la radio—. ¿Coffey?

—Recibido. Pendergast acaba de cortar. ¿Dónde se hallan?

—En el subsótano. Pendergast tiene un plano. Nos guía por radio. ¿Cuándo volverá la luz?

—No sea idiota, D'Agosta. Conseguirá que los maten a todos. No parece que la luz vaya a volver pronto. Regresen al Planetario y esperen allí. Dentro de un par de minutos enviaremos un comando del SWAT para que entre por el tejado.

—En ese caso, debería saber que Wright, Cuthbert y la directora de relaciones públicas continúan arriba, probablemente en la cuarta planta; es la única otra salida por esa escalera.

—¿Qué significa eso? ¿No se los llevó con usted?

—Se negaron a acompañarnos. Wright se plantó, y los demás le imitaron.

—Por lo visto tuvieron más sentido común que usted. ¿El alcalde está bien? Déjeme hablar con él.

D'Agosta pasó la radio.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Coffey con ansiedad.

—Estamos en buenas manos con el teniente.

—Estoy convencido de que deberían regresar al Planetario y esperar ayuda, señor. Un comando del SWAT intervendrá para rescatarlos.

—He depositado toda mi confianza en el teniente D'Agosta. Usted debería hacer lo mismo.

—Sí, señor, por supuesto. Tenga la seguridad de que lograré que salga de ahí sano y salvo, señor.

—¿Coffey?

—¿Señor?

—Aparte de mí, hay tres docenas de personas aquí; no lo olvide.

—Sólo quiero informarle, señor, de que hemos…

—¡Coffey! Me temo que no me ha entendido. Todas las vidas son merecedoras de los esfuerzos de usted y sus hombres.

—Sí, señor.

El alcalde devolvió la radio a D'Agosta.

—¿Me equivoco, o ese tal Coffey es gilipollas? —murmuró.

El teniente guardó la radio en la funda y siguió avanzando por el pasadizo. Luego se detuvo y enfocó algo que se alzaba ante ellos. Se trataba de una puerta de acero, cerrada. El agua oleaginosa corría a través de una rejilla situada en la base. D'Agosta se acercó y observó que era muy parecida a la puerta que había en la base de la escalera; maciza, de chapa doble, claveteada con remaches oxidados. Un viejo cerrojo de cobre, cubierto de cardenillo, estaba asegurado mediante una gruesa anilla metálica, clavada junto al marco. D'Agosta agarró el cerrojo y tiró sin conseguir soltarlo.

—¿Pendergast? —llamó D'Agosta.

—Le recibo.

—Hemos pasado la primera bifurcación y nos hemos topado con una puerta de acero cerrada con llave.

—¿Una puerta cerrada? ¿Entre la primera y la segunda bifurcación?

—Sí.

—¿Y tomó el pasillo de la derecha en la primera bifurcación?

—Sí.

—Un momento.

El teniente oyó que pasaba unas páginas.

—Vincent, regrese a la bifurcación y tome el túnel de la izquierda. ¡Deprisa!

D'Agosta giró en redondo.

—¡Bailey! Volvemos a la última bifurcación. Vamos, deprisa.

El grupo dio media vuelta, entre murmullos cansados.

—¡Esperen! —exclamó Bailey desde la cabeza del grupo—. Hostia, teniente, ¿lo huele?

—No —respondió D'Agosta—. ¡Mierda! —exclamó cuando el fétido hedor los envolvió—. ¡Bailey, tendremos que detenernos y resistir! Voy con usted. ¡Dispare a ese hijo de puta!

Cuthbert, sentado sobre la mesa, golpeaba distraídamente la superficie arañada con la goma de borrar de un lápiz. Al otro extremo de la mesa se hallaba Wright, con la cabeza apoyada en las manos. Rickman, de puntillas junto a una ventana pequeña, movía la linterna entre los barrotes, apagándola y encendiéndola. Un breve destello de luz recortó su delgada silueta, y de inmediato el estrépito de un trueno retumbó en el laboratorio.

—Está diluviando —dijo—. No veo nada.

—Y nadie puede verte a ti —replicó Cuthbert con voz cansada—. Lo único que consigues con eso es agotar las pilas. Tal vez las necesitemos más tarde.

La mujer apagó la luz con un suspiro audible, y la estancia se sumió de nuevo en las tinieblas.

—Me pregunto qué hizo con el cadáver de Montague —susurró Wright—. ¿Lo devoró? —Lanzó una carcajada—. ¿Dónde está el whisky? Ian, maldito escocés, ¿dónde has escondido el whisky? —Cuthbert continuó dando golpecitos con el lápiz—. ¡Lo devoró! Quizá con un poco de curry y especias. ¡
Pilaf
Montague! —Wright rió.

Cuthbert se levantó, tendió la mano hacia el director y le arrebató la 38 del cinturón. Tras comprobar que estaba cargada, la introdujo en el suyo.

—¡Devuélveme eso enseguida! —bramó Wright.

Cuthbert guardó silencio.

—Eres un fanfarrón, Ian. Siempre has sido un fanfarrón celoso y mezquino. Lo primero que haré el lunes por la mañana será despedirte. De hecho, acabo de despedirte. —Wright se puso en pie con un esfuerzo—. Despedido, ¿me oyes?

Cuthbert se hallaba ante la puerta delantera del laboratorio, escuchando.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rickman, inquieta.

El subdirector levantó una mano con brusquedad.

Silencio.

Por fin, Cuthbert se apartó de la puerta.

—Me pareció oír un ruido. —Miró a Rickman—. Lavinia, ¿puedes acercarte un momento?

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer, sin aliento.

—Dame la linterna. Ahora, escucha. No quiero alarmarte, pero si algo sucediera…

—¿A qué te refieres? —interrumpió ella con voz temblorosa.

—El asesino continúa suelto. No estoy seguro de que estemos a salvo aquí.

—¡Pero la puerta! Winston afirmó que tenía cinco centímetros de espesor…

—Lo sé. Quizá todo acabe bien. En cualquier caso, las puertas de la exposición eran aún más gruesas que ésta, y preferiría tomar algunas precauciones. Ayúdame a trasladar la mesa hasta la puerta.

Se volvió hacia el director, que lo miró con ojos turbios y exclamó:

—¡Despedido! Quiero tu escritorio despejado a las cinco de la tarde del lunes.

Cuthbert obligó a Wright a ponerse en pie y lo sentó en una silla cercana. Con la ayuda de Rickman, colocó la mesa ante la puerta de roble del laboratorio.

—Al menos esto le retendrá un poco —dijo, sacudiéndose el polvo de la chaqueta— lo suficiente para permitirme disparar varias veces, con suerte. A la primera señal de problemas, escóndete en la Sala de los Dinosaurios. Con las puertas de seguridad bajadas, no hay otra forma de entrar en la sala. —Cuthbert paseó la vista por la habitación—. Entretanto, intentemos romper esa ventana. Tal vez alguien oiga nuestros gritos.

Wright rió.

—No podéis romper la ventana; no podéis, no podéis. Es un cristal muy fuerte.

El subdirector deambuló por el laboratorio hasta que por fin localizó una pieza de hierro angular. Cuando la arrojó entre los barrotes, rebotó en el cristal.

—Me cago en la leche —masculló, frotándose las palmas de las manos—. Podríamos pegarle un tiro. ¿Tienes más balas escondidas?

—Me niego a hablar contigo —replicó Wright.

Cuthbert abrió el archivador y rebuscó en la oscuridad.

—Nada —dijo por fin—. No podemos desperdiciar las balas con esa ventana. Sólo contamos con cinco.

—Nada, nada, nada. ¿No dijo eso el rey Lear?

Cuthbert exhaló un profundo suspiro y se sentó. En la habitación volvió a reinar el silencio, sólo roto por el viento, la lluvia y los truenos lejanos.

Pendergast bajó la radio y se volvió hacia Margo.

—D'Agosta tiene dificultades. Hemos de actuar con rapidez.

—Déjeme aquí —pidió Frock en voz baja—. No soy más que un estorbo.

—Un gesto galante —comentó Pendergast—, pero necesitamos su cerebro.

Se encaminó lentamente hacia el pasillo, iluminó con la linterna ambos lados e indicó con una seña que no había peligro. Margo empujó la silla de ruedas y salió a toda prisa.

Mientras avanzaban, Frock murmuraba de vez en cuando algunas indicaciones. Con la pistola desenfundada, Pendergast se detenía en cada intersección para escuchar y husmear el aire. Al cabo de unos minutos, relevó a Margo y empujó la silla sin que ella protestara. Doblaron una esquina y la puerta de la zona de seguridad apareció ante ellos.

Por enésima vez, Margo rezó en silencio para que su plan funcionara, para no condenarles, incluida la gente atrapada en el subsótano, a una muerte horrible.

—¡Tercera a la derecha! —dijo Frock cuando entraron en la zona de seguridad—. ¿Se acuerda de la combinación, Margo?

Ella hizo girar el disco, tiró de la palanca, y la puerta se abrió. Pendergast se adelantó y se arrodilló junto a la caja más pequeña.

—Espere —dijo Margo.

Pendergast se detuvo y enarcó las cejas en expresión inquisitiva.

—No permita que el olor le impregne —advirtió la joven—. Recoja las fibras en la chaqueta.

El agente vaciló.

—Tome —ofreció Frock—. Utilice mi pañuelo para sacarlas.

Pendergast lo examinó.

—Bien, si el profesor puede donar un pañuelo de cien dólares —dijo con ironía—, supongo que yo puedo donar mi chaqueta.

Cogió la radio y la libreta, las guardó dentro de los pantalones y se quitó la chaqueta.

—¿Desde cuándo los agentes del FBI visten trajes de Armani? —bromeó Margo.

—¿Desde cuándo las graduadas en etnofarmacología saben reconocerlos? —replicó Pendergast mientras extendía con cuidado la chaqueta sobre el suelo. A continuación recogió varios puñados de fibras y los depositó con suma cautela sobre la tela. Por fin, embutió el pañuelo en una manga y la anudó a la otra tras doblar la prenda.

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