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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (47 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Oh, Dios mío… Oh, Dios mío —repitió sin cesar Smithback—. Pobre George.

—¿Conocía a ese tipo? —preguntó D'Agosta—. ¡Mierda, cada vez hace más calor!

El encendedor se apagó y el periodista se detuvo al instante.

—¿Qué clase de lugar es éste? —exclamó alguien desde atrás.

—No tengo ni puta idea —murmuró el teniente.

—Yo sí—replicó Smithback con voz inexpresiva—. Es una despensa.

La llama se encendió otra vez, y Smithback echó a caminar con paso presuroso. A su espalda, con voz cansina y mecánica, el alcalde animaba a la gente a avanzar.

De pronto, la luz desapareció y el escritor se quedó petrificado.

—Estamos en la pared del fondo —oyó que explicaba D'Agosta en la oscuridad—. Uno de los pasadizos desciende y el otro sube. Tomaremos el camino más ancho.

El policía encendió una vez más el mechero y reanudó la marcha, seguido de Smithback. Al cabo de unos minutos, el olor comenzó a disiparse. Sentían el suelo más húmedo y blando bajo los pies. Smithback notó, o creyó notar, la suave caricia de una brisa fría en la mejilla.

D'Agosta rió.

—Joder, qué bien sienta.

El túnel desembocó en otra escalerilla. El teniente avanzó y la iluminó con la llama. Smithback se precipitó hacia adelante al percibir la brisa vivificadora. Oyeron el ruido de algo que pasaba a gran velocidad y dos sonidos metálicos consecutivos. Arriba, una luz brillante se deslizó por encima de sus cabezas, seguida de un chapoteo de agua viscosa.

—¡Una tapadera de cloaca! —exclamó D'Agosta—. ¡Lo hemos conseguido! ¡No puedo creerlo, lo hemos conseguido! —Subió por la escalerilla y empujó la placa redonda—. Está sujeta —gruñó—. Ni veinte hombres podrían levantarla. ¡Socorro! —vociferó, con la boca cerca de uno de los agujeros de la tapadera—. ¡Que alguien nos ayude, por el amor de Dios!

Después se echó a reír, apoyándose contra la escalerilla metálica, y dejó caer el encendedor. Smithback se deslizó hasta el suelo del pasadizo, entre risas y sollozos, incapaz de controlarse.

—Lo conseguimos —repetía el teniente entre carcajadas—. ¡Smithback! ¡Lo conseguimos! Béseme, Smithback…, jodido periodista, le quiero y espero que saque un millón de esto.

Se oyó una voz procedente de la calle.

—¿Has oído gritar a alguien? —preguntó el periodista.

—¡Eh, los de arriba! —voceó D'Agosta—. ¿Quieren ganarse una recompensa?

—¿Has oído eso? Hay alguien ahí abajo. ¡Eh!

—¿Me oyen? Sáquennos de aquí.

—¿Cuánto? —preguntó otra voz.

—¡Veinte pavos! ¡Avise a los bomberos para que nos saquen de aquí!

—Cincuenta pavos, tío, o no abrimos.

D'Agosta no podía dejar de reír.

—¡Que sean cincuenta! Ahora, sáquenos de aquí. —Se dio la vuelta y extendió los brazos—. Smithback, que todo el mundo avance. ¡Alcalde Harper, bienvenido a la ciudad de Nueva York!

La puerta crujió una vez más. García apretó la culata contra su mejilla y lloró en silencio. La bestia trataba de entrar otra vez. Respiró hondo e intentó que el cañón dejara de moverse.

Entonces, se percató de que el crujido había sido sustituido por un golpe. Sonó por segunda vez, más fuerte, y García oyó una voz apagada.

—¿Hay alguien ahí?

—¿Quién es? —se apresuró a contestar.

—Agente especial Pendergast, FBI.

García no daba crédito a sus oídos. Cuando abrió la puerta, vio a un hombre alto y delgado, de cabello claro y ojos fantasmales que lo miraban con placidez a la tenue luz del pasillo. Empuñaba una linterna con una mano y un revólver con la otra. Por un lado de su rostro rodaban ríos de sangre, y tenía la camisa moteada de manchas oscuras. Junto a él se hallaba una joven menuda de cabello castaño bajo un casco de minero amarillo que empequeñecía su cabeza; tenía la cara, el cabello y el jersey cubiertos de manchas oscuras.

Pendergast sonrió por fin.

—Lo conseguimos —se limitó a decir.

La sonrisa del agente hizo comprender a García que la sangre de que iba cubierto no era suya.

—¿Cómo…? —tartamudeó.

La pareja entró, y los demás, alineados bajo el esquema apagado del museo, la miraron fijamente, petrificados de miedo e incredulidad.

Pendergast iluminó una silla con la linterna.

—Siéntese, señorita Green —indicó.

—Gracias —contestó Margo, y la luz del casco osciló de un lado a otro—. Siempre tan caballeroso.

Pendergast se sentó.

—¿Alguien tiene un pañuelo? —preguntó.

Allen se adelantó sacando uno del bolsillo.

El agente se lo tendió a Margo, quien tras limpiarse la sangre de la cara se lo devolvió. Pendergast se secó el rostro y las manos con gran esmero.

—Muy agradecido, señor…

—Allen; Tom Allen.

—Señor Allen.

Pendergast le entregó el pañuelo manchado de sangre. Allen hizo ademán de guardarlo en el bolsillo y de inmediato lo arrojó al suelo. Miró a Pendergast.

—¿Está muerto?

—Sí, señor Allen. Está muy muerto.

—¿Usted lo mató?

—Nosotros lo matamos. Mejor dicho, la señorita Green lo mató.

—Llámame Margo. Y fue el señor Pendergast quien disparó.

—Ah, pero tú me indicaste dónde debía disparar. Yo nunca lo habría supuesto. Los animales de caza mayor (leones, búfalos, elefantes) tienen los ojos a ambos lados de la cabeza. Si se lanzan contra ti, nunca piensas en apuntar al ojo; no es un tiro práctico.

—El monstruo, en cambio —explicó Margo a Allen—, tenía cara de primate, con la dirección de los ojos orientada al frente para obtener visión estereoscópica. Un sendero directo al cerebro. Debido al increíble grosor del cráneo, si se aloja una bala en el interior del cerebro, ésta rebota de un sitio a otro hasta que se para.

—¿Mató a la bestia de un tiro en el ojo? —preguntó con incredulidad García.

—La alcancé varias veces —respondió Pendergast—, pero era demasiado fuerte y estaba demasiado irritada. Todavía no he observado detenidamente a ese ser, y creo que lo dejaré para más tarde, pero estoy seguro de que ningún otro disparo lo habría detenido a tiempo.

El agente se ajustó el nudo de la corbata con dos delgados dedos. Escrupuloso hasta la exageración, pensó Margo, teniendo en cuenta la sangre y los fragmentos de materia gris que cubrían su camisa blanca. Nunca olvidaría la imagen del cerebro de la bestia al salir disparado por el ojo perforado; una visión espeluznante y hermosa a la vez. De hecho, los ojos de aquella criatura, horribles, encolerizados, le habían dado la idea en aquel momento de desesperación, cuando retrocedía para huir del hedor y el aliento a matadero.

De repente comenzó a temblar y se rodeó la cintura.

Pendergast indicó a García con un gesto que se quitara la chaqueta del uniforme. La colocó sobre los hombros de la joven.

—Cálmate, Margo —dijo, arrodillándose a su lado—. Todo ha terminado.

—Hemos de ir a buscar al doctor Frock —tartamudeó Margo con los labios amoratados.

—Dentro de un momento, dentro de un momento —la tranquilizó él.

—¿Enviamos un informe? —preguntó García—. A esta radio aún le quedan bastantes baterías para una transmisión más.

—Sí, y pediremos que manden un grupo de rescate para el teniente D'Agosta. —A continuación Pendergast, con el entrecejo fruncido, añadió—: Supongo que esto significa hablar con Coffey.

—No creo —dijo García—. Al parecer, se ha producido un cambio en el mando.

Pendergast enarcó las cejas.

—¿De veras?

—De veras. —García le tendió la radio—. Un agente llamado Slade afirma estar al mando. ¿Por qué no hace los honores?

—Como guste —dijo Pendergast—. Me alegro de no tener que hablar con el agente especial Coffey. De lo contrario, me temo que me habría visto obligado a llamarle a capítulo. Reacciono con brusquedad ante los insultos. —Meneó la cabeza—. Es una muy mala costumbre que me cuesta mucho reprimir.

62

Cuatro semanas después

Cuando Margo llegó, Pendergast y D'Agosta ya se hallaban en el despacho de Frock. Pendergast examinaba algo depositado sobre una mesa baja, en tanto el científico hablaba animadamente a su lado. Con aspecto aburrido, D'Agosta caminaba de arriba abajo, cogía cosas y volvía a dejarlas. El molde en látex de la garra descansaba en el escritorio del doctor, como un pisapapeles de pesadilla. En medio de la habitación, iluminada por el sol, había un gran pastel que Frock había comprado para celebrar la inminente partida de Pendergast.

—La última vez que estuve allí, tomé una sopa de cangrejo riquísima —explicaba Frock, cogiendo el codo del agente—. Ah, Margo —dijo, girando en redondo—. Entre y eche un vistazo.

La joven cruzó la habitación. La primavera había llegado por fin a la ciudad, y por las grandes ventanas se veía la extensión azul del río Hudson, que discurría hacia el sur y centelleaba a la luz del sol. Filas de corredores practicaban su deporte favorito en el paseo.

Una recreación aumentada de los pies del monstruo reposaba sobre la mesa baja, junto a la placa de pisadas fósiles del cretácico. Frock recorrió las huellas con el dedo.

—Si no pertenecen a la misma familia, sí al mismo orden —aseguró—. Y el ser tenía cinco dedos en las patas traseras; otro vínculo con la estatuilla de Mbwun.

Margo observó atentamente la placa y la reproducción y pensó que no eran tan parecidas.

—¿Evolución fractal? —sugirió.

Frock la miró.

—Es posible, pero se precisarían análisis comparados completos para tener la certeza. —Hizo una mueca—. No será posible, claro, ahora que el gobierno se ha llevado los restos con sabe Dios qué propósito.

En el mes transcurrido desde la trágica inauguración, el sentimiento del público había derivado de la conmoción y la incredulidad hacia la aceptación definitiva, pasando por la fascinación. Durante las dos primeras semanas, la prensa lo había bombardeado con artículos sobre la bestia, y las declaraciones contradictorias de los supervivientes habían creado confusión e incertidumbre. El único elemento que podía solucionar la controversia (el cadáver de la criatura) había sido trasladado inmediatamente del lugar de los hechos a no se sabía dónde en una furgoneta blanca con matrícula del gobierno. Incluso Pendergast afirmaba desconocer su paradero. Los periódicos no tardaron en centrarse en el costo humano del desastre y las querellas criminales que amenazaban a los fabricantes del sistema de seguridad y, en menor grado, el Departamento de Policía y al propio museo. La revista
Time
había publicado un editorial titulado: «¿Hasta qué punto son seguras nuestras instituciones nacionales?»

En aquellos momentos, transcurridas cuatro semanas, la gente consideraba a la bestia un fenómeno único en su especie, un atavismo monstruoso, como los peces dinosaurio que a veces aparecían en las redes de los pescadores de alta mar. El interés y el sobresalto se habían desvanecido. Ya no se entrevistaba a los supervivientes en los programas de televisión, la serie de dibujos animados proyectada se había suspendido y las figuras de la Bestia del Museo acumulaban polvo en las jugueterías.

Frock paseó la vista por el despacho.

—Disculpen mi falta de hospitalidad. ¿Alguien quiere un jerez?

Los presentes declinaron la invitación.

—No, a menos que tenga un 7-Up para mezclarlo —respondió D'Agosta.

El policía cogió el molde de látex y lo levantó.

—Desagradable —dijo.

—Muy desagradable —puntualizó Frock—. Era en parte reptil, en parte primate. No entraré en detalles técnicos, que dejaré a Gregory Kawakita, quien está analizando los datos con que contamos. Al parecer, los genes reptilianos dotaban al ser de fuerza y velocidad, en tanto que los de primate lo convertían en un ser inteligente y tal vez homeotérmico, es decir, de sangre caliente; una combinación formidable.

—Sí, claro —repuso D'Agosta, dejando el molde—. Pero, ¿qué coño era?

Frock lanzó una risita.

—Mi querido amigo, aún carecemos de los datos suficientes para precisar de qué se trataba. Y como por lo visto era el último de su especie, tal vez no lo averigüemos nunca. Acabamos de recibir un informe oficial sobre el
tepui
de que procedía la criatura. La devastación fue completa. Al parecer, la planta de que se alimentaba, a la que por cierto hemos bautizado a título póstumo
Liliceae mbwunensis,
se extinguió definitivamente. La explotación minera que se llevó a cabo envenenó el pantano que rodeaba el
tepui,
por no mencionar el hecho de que toda la zona fue arrasada con napalm con el fin de facilitar las obras de minería. No se encontraron rastros de otros seres semejantes en la selva. Si bien me horrorizan esos atentados criminales contra el medio ambiente, en este caso considero que se liberó a la tierra de una amenaza terrible. —Suspiró—. Como medida de precaución, y en contra de mi opinión, debería añadir, el FBI ha destruido todas las fibras de embalar y especímenes de plantas del museo. Por lo tanto, la planta también se ha extinguido.

—¿Cómo sabemos que era el último de su especie? —preguntó Margo—. ¿No podría existir otro en algún lugar?

—No es probable —contestó Frock—. Ese
tepui
constituía una isla ecológica en todos los sentidos; un paraje único donde animales y vegetales habían desarrollado una interdependencia singular a lo largo de millones de años.

—Y, desde luego, no hay más bestias en el museo —intervino Pendergast—. Gracias a esos viejos planos que encontré en la Sociedad Histórica, pudimos dividir en secciones el subsótano y rastrear cada centímetro cuadrado. Hallamos muchas cosas de interés para los arqueólogos urbanos, pero ninguna huella de más seres.

—Parecía muy triste —dijo Margo—, muy solo. Casi sentí pena de él.

—Estaba solo —repuso Frock—, solo y perdido después de haber viajado seis mil kilómetros desde la selva que era su hogar para seguir la pista de los últimos especímenes de las preciosas plantas que lo mantenían con vida y le libraban del dolor. No obstante, era una criatura malvada y feroz. Vi al menos doce agujeros de bala en el cuerpo antes de que se lo llevaran.

La puerta se abrió, y Smithback entró agitando con gestos teatrales un sobre de papel manila mientras en la otra mano sostenía una botella de champán. Extrajo un fajo de papeles del sobre y los alzó hacia el techo.

—¡Un contrato para un libro! —anunció sonriente.

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