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Authors: Douglas y Child Preston

El ídolo perdido (The Relic) (43 page)

BOOK: El ídolo perdido (The Relic)
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—Gracias —dijo Smithback, que cada vez apreciaba más al teniente.

—Espero que no se le suba a la cabeza —advirtió D'Agosta sobre el fragor del agua—. ¿Se encuentran todos bien? —preguntó al alcalde.

—Más o menos. Algunos están todavía emocionados, otros exhaustos. ¿Qué camino tomaremos?

El alcalde, con el rostro demacrado, miró fijamente al escritor y D'Agosta, quien, tras vacilar, contestó:

—No puedo decirle nada definitivo. Smithback y yo probaremos la bifurcación de la derecha.

El alcalde observó un segundo al grupo y se acercó más al teniente.

—Escuche —susurró con tono suplicante—, sé que se han perdido, y ustedes también lo saben. Si esa gente se entera, se negará a avanzar. Hace mucho frío, y el agua no deja de subir. ¿Por qué no lo intentamos juntos? Es nuestra única oportunidad. Aunque quisiéramos volver sobre nuestros pasos, la fuerza de la corriente arrastraría a la mitad de esas personas.

—Muy bien —accedió D'Agosta. Se volvió hacia el grupo—. Escúchenme todos. Tomaremos el túnel de la derecha. Cójanse de la mano para formar una cadena y sujétense con fuerza. Caminen pegados a la pared, pues la corriente es muy fuerte en el centro. Si alguien resbala, que dé un grito. No se suelten bajo ninguna circunstancia. ¿Comprendido? Vámonos.

La forma oscura atravesó lentamente la puerta rota y caminó como un felino sobre la madera astillada. Cuthbert sintió un hormigueo en las piernas. Quiso disparar, pero sus manos se negaron a obedecer.

—Vete, por favor —dijo, con tanta calma que hasta él mismo se sorprendió.

La cosa se detuvo con brusquedad y miró en su dirección. Bajo la tenue iluminación, Cuthbert sólo distinguió la silueta, enorme y poderosa, y los ojillos rojos, que, en cierto modo, reflejaban inteligencia.

—No me hagas daño —suplicó el subdirector.

El ser permaneció inmóvil.

—Tengo una pistola —advirtió el hombre, apuntando con cautela—. Si te marchas, no dispararé —prometió en un susurro.

La cosa se movió de costado, con la cabeza vuelta hacia Cuthbert y, tras un súbito movimiento, desapareció.

Cuthbert retrocedió, presa del pánico, y su linterna rodó por el suelo. Dio media vuelta frenéticamente en medio del silencio y el hedor que inundaba el laboratorio. Con paso inseguro entró en la Sala de los Dinosaurios y cerró dando un portazo.

—¡La llave! —exclamó—. ¡Lavinia, por el amor de Dios!

Paseó la vista por la habitación en tinieblas. Un gran esqueleto de tiranosauro se erguía en el centro, tras la forma oscura de un triceratopo, cuyos grandes cuernos brillaban a la leve luz.

El hombre oyó un sollozo y después notó que apretaban una llave contra su palma. La introdujo en la cerradura y cerró.

—Vámonos —apremió, apartando a Rickman de la puerta.

Dejaron atrás el pie en forma de garra del tiranosauro y se adentraron en la oscuridad. De repente Cuthbert empujó a la directora de relaciones públicas hacia un lado y le indicó que se agachara. Escudriñó la negrura, con todos los sentidos en estado de alerta. Un silencio sepulcral reinaba en la Sala de los Dinosaurios Cretácicos. Ni siquiera el ruido de la lluvia penetraba en aquel santuario. La única luz procedía de las hileras de ventanas del triforio.

Les rodeaba un rebaño de pequeños esqueletos de
struthiomimus,
dispuestos en formación defensiva ante la monstruosa estructura de un driptosauro carnívoro (cabeza gacha, fauces abiertas, garras extendidas). El efectismo de aquella sala, que siempre había gustado a Cuthbert, le asustaba. De pronto sabía qué significaba ser la presa.

A sus espaldas, la entrada estaba bloqueada por una pesada puerta metálica de emergencia.

—¿Dónde está Winston? —susurró el subdirector, mirando entre los huesos del driptosauro.

—No lo sé —gimió Rickman al tiempo que le agarraba el brazo—. ¿Lo mataste?

—Fallé —murmuró—. Suéltame, por favor. He de poder disparar sin estorbos.

La mujer obedeció y retrocedió a gatas entre dos de los esqueletos de
struthiomimus.
Se ovilló reprimiendo un sollozo.

—¡Calla! —masculló Cuthbert.

En el profundo silencio que los envolvía, el hombre escudriñó las sombras. Rogó que Wright hubiera encontrado refugio en alguno de los muchos rincones oscuros.

—Ian —susurró una voz—. ¿Lavinia?

Cuthbert se volvió y descubrió con horror que el director estaba apoyado contra la cola de un estegosauro. Wright se tambaleó y consiguió recuperar el equilibrio.

—Winston, ¡ponte a cubierto!

Wright echó a caminar con paso vacilante hacia ellos.

—¿Eres tú, Ian? —Su voz denotaba perplejidad. Se detuvo para recostarse contra la esquina de una vitrina—. Tengo ganas de vomitar —musitó.

De pronto un estallido retumbó en la sala y despertó ecos demenciales. A continuación, se produjo otro estruendo horripilante. Cuthbert observó que la puerta de la oficina del director se había convertido en un agujero mellado. Una forma oscura apareció.

Rickman chilló, cubriéndose la cabeza.

Cuthbert vio a través del esqueleto del driptosauro que el bulto oscuro avanzaba con celeridad. «Directo hacia mí», pensó. De repente la figura se desvió hacia la borrosa silueta de Wright, y ambas sombras se fundieron.

Se oyó un chasquido, un grito… Silencio.

Cuthbert alzó la pistola e intentó vislumbrar algo entre las costillas del esqueleto. La forma se irguió con algo en la boca, sacudió la cabeza y emitió un ruido, como si succionara. El hombre cerró los ojos y apretó el gatillo. La Ruger vibró en su mano. Oyó una detonación y un sonido metálico. Cuthbert observó que el driptosauro había perdido parte de una costilla. Rickman jadeaba y gemía.

La figura oscura había desaparecido.

Al cabo de unos segundos, Cuthbert advirtió que los goznes de su cordura comenzaban a soltarse. Entonces, a la luz de un rayo que se filtró por una ventana, vio con toda claridad que el monstruo de ojos rojos avanzaba con rapidez pegado a la pared, en dirección hacia él, con la vista clavada en su cara.

Frenético, empezó a disparar; tres rápidos tiros, y cada resplandor iluminaba calaveras, dientes y garras oscuras. La bestia se había perdido de súbito entre aquella colección de animales salvajes extinguidos. Luego el percutor golpeó sin más consecuencias las recámaras vacías.

Como en un sueño, Cuthbert oyó voces humanas lejanas, procedentes del antiguo laboratorio de Wright. Echó a correr como un loco, indiferente a los obstáculos, cruzó la puerta destrozada, atravesó el laboratorio y se internó en el oscuro corredor. Se oyó chillar, y por último un foco le deslumbró. Alguien le sujetó y empujó contra la pared.

—¡Cálmese! ¡Se encuentra bien! ¡Mirad, está manchado de sangre!

—Quítale la pistola —ordenó otra voz.

—¿Es el tío al que perseguimos?

—No, dijeron que era un animal.

—¡Deje de forcejear!

Otro alarido surgió de la garganta de Cuthbert.

—¡Está allí! —exclamó—. ¡Los matará a todos! ¡Lo sabe, se nota en sus ojos que lo sabe!

—¿Qué sabe?

—No te molestes en hablar con él; está delirando.

De pronto Cuthbert se desplomó. El comandante se acercó a él.

—¿Hay alguien más allí? —preguntó, mientras le sacudía.

—Sí—contestó por fin el subdirector—. Wright. Rickman.

El comandante alzó la vista.

—¿Se refiere a Winston Wright, el director del museo? Usted debe de ser el doctor Cuthbert. ¿Dónde está Wright?

—Se lo estaba comiendo. Le comía el cerebro. Sólo comía y comía. Está en la Sala de los Dinosaurios.

—Llevadle a la otra sala y que los médicos le atiendan —ordenó el comandante a dos miembros de su grupo—. Vosotros tres, vamos. —Levantó la radio—. Uno Rojo a Piragua. Hemos localizado a Cuthbert y le sacamos.

—Se encuentran en este laboratorio —dijo el observador, señalando los planos.

Una vez el comando hubo penetrado en las entrañas del museo, el observador y Coffey se habían trasladado a la unidad de mando móvil para resguardarse de la lluvia insistente.

—El laboratorio está despejado —informó la voz monótona del comandante por la radio—. Entramos en la Sala de los Dinosaurios. Esta puerta también está rota.

—¡Entren y eliminen a esa cosa! —exclamó Coffey—. Busquen al doctor Wright y mantengan una frecuencia libre. ¡Quiero estar en contacto en todo momento!

El agente del FBI esperó, tenso, mientras oía tenues siseos y chisporroteos por la frecuencia abierta. Oyó el clic de un arma y algunos susurros.

—¿Oléis eso?

Coffey se inclinó más. Casi habían llegado. Aferró el borde de la mesa.

—Sí —contestó una voz.

Un ruido metálico.

—Apaga la luz y ocúltate en las sombras. Siete Rojo, cubre el lado izquierdo de este esqueleto. Tres Rojo, ve a la derecha. Cuatro Rojo, pega la espalda a la pared y cubre el sector del fondo.

Siguió un largo silencio. Coffey oyó respiraciones pesadas y pasos amortiguados.

Escuchó un susurro repentino.

—Cinco Rojo, mira, aquí hay un cuerpo.

Coffey sintió un nudo en el estómago.

—Sin cabeza —oyó—. Bonito.

—Aquí hay otro —murmuró una voz—. ¿Lo ves? Tendido entre ese grupo de dinosaurios.

Más ruidos de armas, más respiraciones.

—Siete Rojo, cubre nuestra retirada. No hay otra salida.

—Quizá siga aquí —musitó alguien.

—No pases de ahí, Cinco Rojo.

Los nudillos de Coffey palidecieron. ¿Por qué no acababan de una vez? Aquellos tíos eran unos inútiles.

Más ruidos metálicos.

—¡Algo se mueve! ¡Allí!

La voz sonó con tal fuerza que Coffey dio un brinco. De inmediato se produjo un estallido de armas automáticas que se disolvió cuando la frecuencia se sobrecargó.

—Mierda, mierda, mierda —repitió como un loco Coffey.

A continuación oyó chillidos, seguidos de la cadencia rítmica de una ametralladora. Por fin, silencio. El tintineo de… ¿qué? ¿Huesos de dinosaurio destrozados que caían y rodaban por el suelo?

Coffey experimentó una oleada de alivio. Fuera lo que fuera, había muerto. Nada podría haber sobrevivido a semejante descarga. La pesadilla había terminado. Se dejó caer en una silla.

—¡Cinco Rojo! ¡Hoskins! ¡Oh, mierda! —exclamó el comandante por la frecuencia. Una ráfaga de detonaciones ahogó la voz, y después turbulencias. ¿O era un chillido?

—¡Uno Rojo! —llamó Coffey por el micrófono—. ¡Uno Rojo! ¿Me recibe? —Sólo oyó parásitos—. ¡Responda, comandante! ¿Alguien me recibe?

Cambió a la frecuencia del equipo destacado en el Planetario.

—Señor, estamos sacando los últimos cadáveres —informó la voz de un médico—. El destacamento de la retaguardia acaba de evacuar el doctor Cuthbert por el tejado. Hemos oído disparos arriba. ¿Necesitaremos más…?

—¡Salgan cagando leches! —aulló Coffey—. ¡Muevan el culo! ¡Suban por la escalera ahora mismo!

—Pero ¿y el resto del comando, señor? No podemos abandonar a esos hombres…

—¡Están muertos! ¿Lo entiende? ¡Es una orden!

Dejó caer la radio y se reclinó en la silla, con la vista fija en la ventana. Una camioneta de la funeraria avanzaba lentamente hacia el enorme edificio del museo.

Alguien le dio una palmada en el hombro.

—Señor, el agente Pendergast solicita hablar con usted.

Coffey negó con la cabeza.

—No; no quiero hablar con ese cabrón, ¿entendido?

—Señor, ha…

—No vuelva a mencionar su nombre.

Otro agente abrió la puerta trasera y entró, con el traje empapado.

—Señor, están sacando los cadáveres.

—¿Los cadáveres?

—De las personas que había en el Planetario. No había diecisiete supervivientes; todos estaban muertos.

—¿Cuthbert? ¿Dónde está el tío que encontraron en el laboratorio?

—Acaban de bajarle a la calle.

—Quiero hablar con él.

Aturdido, Coffey salió y corrió hasta dejar atrás el círculo de ambulancias. ¿Cómo podía haberse cargado a un comando del SWAT?

Dos médicos con una camilla se acercaron.

—¿Es usted Cuthbert? —preguntó Coffey a la forma inmóvil.

El hombre miró alrededor con ojos desorbitados.

El médico empujó a un lado al agente, desabrochó la camisa del subdirector y le examinó la cara y los ojos.

—Aquí hay sangre. ¿Está herido?

—No lo sé —contestó Cuthbert.

—Respiración treinta, pulso ciento veinte —informó un enfermero.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el doctor—. ¿Esta sangre es suya?

—No lo sé.

El doctor le palpó las piernas y le examinó el cuello. Por último se volvió hacia el enfermero.

—Llévelo a observación.

—¡Cuthbert! —Coffey corrió tras la camilla—. ¿Lo ha visto?

—¿Lo he visto?

—¡Si ha visto al jodido monstruo!

—Lo sabe —afirmó Cuthbert.

—¿Qué sabe?

—Sabe qué está ocurriendo, sabe exactamente qué está ocurriendo.

—¿Qué coño intenta decir?

—Nos odia.

—¿Qué aspecto tenía?—exclamó Coffey cuando los médicos abrieron las puertas de la ambulancia.

—Había tristeza en sus ojos —respondió el subdirector—. Una tristeza infinita.

—Es un lunático —dijo Coffey.

—Usted no lo matará —añadió Cuthbert con serena convicción.

Las puertas se cerraron.

—¡Y una mierda que no! —vociferó Coffey a la que se alejaba—. ¡Que le den por el culo, Cuthbert! ¡Y una mierda que no!

57

Pendergast bajó la radio y miró a Margo.

—El monstruo acaba de matar a casi todo el comando, al doctor Wright también, por lo visto. Coffey ha conseguido evacuar a todos los demás. Se niega a responder a mis llamadas. Al parecer, me culpa de lo sucedido.

—¡Ese hombre debe escucharnos! —exclamó Frock—. Sabemos cómo hemos de actuar. ¡Basta con que traigan lámparas
klieg
!

—Comprendo cómo se siente Coffey —afirmó Pendergast—. Está abrumado, busca chivos expiatorios. No podemos esperar su ayuda.

—Dios mío —intervino Margo—. El doctor Wright… —Se llevó una mano a la boca—. Si mi plan hubiera funcionado…, si hubiera considerado todas las posibilidades…, tal vez esa gente aún estaría viva.

—Y quizá el teniente D'Agosta, el alcalde y quienes están con ellos ahí abajo habrían muerto —replicó el agente. Miró hacia el fondo del pasillo—. Supongo que es mi deber sacarles a ustedes dos de aquí sanos y salvos. Quizá deberíamos seguir la ruta que indiqué a D'Agosta, suponiendo que esos planos sean correctos, claro está. —Observó a Frock—. No, creo que no es buena idea.

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