El imperio eres tú (37 page)

Read El imperio eres tú Online

Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
4.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No sé si podremos ganar una guerra con semejantes tripulaciones… —dijo el lord.

—A los que ve podemos añadir esclavos liberados —terció Pedro.

Cochrane le miró con cara de no saber si tomarse las palabras del joven emperador en serio o en broma. ¡Esclavos liberados! En ningún caso podían ser buenos marineros o soldados, estarían siempre pensando en escapar… En los astilleros hizo una mueca de disgusto mientras inspeccionaba los cordajes y las velas:

—¿Cuánto tiempo hace que este material no está en uso?

—Lleva diecisiete años guardado aquí, milord —terció el Ministro de la Guerra.

El lord alzó los ojos al cielo.

La gira terminó de nuevo en casa de Bonifacio, donde estuvieron charlando hasta bien entrada la noche. Por deferencia al emperador, el lord no habló de dinero en su presencia. Habló de su cargo y su título. Fue tajante cuando dijo que se negaba a servir bajo la autoridad de un almirante brasileño.

—Necesito el control total sobre las expediciones que realicemos, y consecuentemente os pido que me otorguéis la más alta graduación de la armada brasileña.

—Milord, haremos lo posible —terció Bonifacio en tono conciliador—. Os ruego que entendáis que en un país tan joven, colocar de máxima autoridad naval a un extranjero puede ser mal visto por los patriotas.

Cochrane se limitó a alzar los hombros, como si eso no fuera de su incumbencia. En ese momento intervino Pedro. Su olfato le decía que no podían prescindir de ese hombre, que en ese escocés revirado estaba la solución a los acuciantes problemas del país. Era osado y exigente, cierto, pero ¿no era precisamente gracias a su arrojo que había conseguido derrotar a la armada realista española en la costa del Pacífico?

—Lord Cochrane, yo, el emperador constitucional de Brasil, os nombro a partir de este momento primer almirante de la armada brasileña. Sólo estaré yo por encima en la jerarquía…

El escocés retorció la boca, lo que se interpretó como una sonrisa.

—Creo que podremos entendernos —farfulló.

El día siguiente, esta vez sin la presencia de Pedro, Bonifacio y los demás ministros, entre los que se encontraba su hermano Martín Francisco, que asumía la cartera de Hacienda, se enfrentaron a la sagacidad del escocés y tuvieron que soportar su insolencia a la hora de exigir dinero.

—El salario que me ofrecéis —protestaba el lord— es equivalente al de un almirante portugués… Ni siquiera alcanza el que tenía en Chile, que era de ocho mil dólares al año más el botín de las presas. Señores, no he venido hasta aquí para eso.

A los hermanos les costaba entenderse con ese hombre de modales y apariencia abyectos y que hablaba escupiendo monosílabos.

—Recuerde que publicamos el decreto que le permite quedarse con lo que capture —replicó Martín Francisco—. No es fácil para nosotros pasar por alto actos de…, ¿cómo decirlo?, de piratería, no hay otra palabra. Pero hemos hecho un esfuerzo.

—Faltaría más… —musitó el escocés mirando de reojo a sus interlocutores.

Se produjo entonces un silencio incómodo. Cochrane siguió mascullando entre dientes, en una voz tan baja que forzaba a todos a aguzar el oído y a concentrarse para entenderle:

—Vuelvo sobre el salario: mi paga y la de mis hombres tiene que hacerse en dólares de plata.

Martín Francisco carraspeó, pero nadie dijo nada. El escocés imponía. Estaba claro que le daban igual las formas. Continuó:

—¿Cómo queréis que exija a mis hombres un alto grado de preparación y de disciplina si no les pago bien?

Mientras el lord seguía pidiendo y reclamando, para él, para sus oficiales y para su tripulación, todos los que le rodeaban le miraban estupefactos. Al final, su última reivindicación les remató, les dejó exhaustos. Para empezar, es decir para enrolarse en la armada brasileña e iniciar la campaña contra los portugueses, exigía veinte
contos de reis
, una cantidad exorbitante, que además debía ser abonada en oro o plata. Martín Francisco se preguntaba si de verdad valía la pena destinar a ese hombre tantos recursos.

—Señor, sólo hay cuatro
contos
en el tesoro imperial —le dijo.

El lord se levantó pausadamente y abandonó la habitación.

—Entonces no tenemos nada más que hablar.

Fue la determinación de Pedro lo que salvó la negociación. El emperador se enfrentó a sus ministros para forzarles a aceptar las condiciones de Cochrane.

—Consolidar la independencia de Brasil no tiene precio… Haced lo que sea, pero conseguid ese dinero —ordenó a su ministro de Hacienda.

La única solución que tenían para conseguir esa cantidad de manera rápida no gustaba nada a los hermanos Bonifacio, porque pasaba por pedir un préstamo a un rico terrateniente que era uno de los mayores esclavistas de la región. Sin embargo, no tuvieron más solución que hacer de tripas corazón, y avalar con su fortuna personal los dieciséis
contos
restantes.

SEXTA PARTE

El clamor de un pueblo feliz es la única elocuencia que sabe hablar de los reyes.

G
RESSET
,
Oda al rey

58

El primer almirante de la flota nacional e imperial, lord Cochrane, izó su pabellón en el
Pedro I
y procedió a pertrechar sus barcos y a entrenar a sus tripulaciones con la inestimable colaboración del fogoso Pedro, que se pasaba días enteros inspeccionando los trabajos. Aparecía en los astilleros cuando sonaban las salvas de cañón que anunciaban la apertura del puerto, a las seis de la mañana, y supervisaba minuciosamente los detalles de las reparaciones. Llegó hasta escoger los cojines de tela marroquí para el camarote principal. La emperatriz se reunía con él a lo largo del día. Acababa de dar a luz a su tercera hija, bautizada con el nombre de Paula Mariana, en homenaje a São Paulo y a la ciudad de Mariana, en Minas Gerais, que se habían unido con entusiasmo a la llamada de Pedro por la independencia. El interés de Leopoldina por la expedición de Cochrane era, sobre todo, estratégico. Estaba enojada con el representante austriaco, Mareschal, porque éste no había acudido a las ceremonias de aclamación y de coronación de Pedro, pero, en cambio, sí se había presentado en el bautizo de la pequeña. Esto le hacía pensar que la Santa Alianza podría no estar de acuerdo con que Pedro fuese emperador y quisiese restablecer a don Juan VI en su derecho, en nombre del principio de legitimidad. Tanto Pedro como Leopoldina eran conscientes de que mientras Bahía estuviese en manos del general Madeira, existía el peligro de que los portugueses siguiesen pensando que el resto del país también les pertenecía.

Había que zarpar cuanto antes. El escocés decidió abandonar dos de los siete navíos que tenía previsto utilizar debido al estado tan vetusto en el que se encontraban. El 3 de abril, Pedro y Leopoldina fueron a despedirse. Al embarcar en el
Pedro I
, se encontraron en medio de una trifulca entre oficiales brasileños y un grupo de marineros ingleses e irlandeses que, la víspera, se habían emborrachado hasta perder la compostura.

—No les castiguéis —intervino la emperatriz. Beber así es costumbre de los pueblos del norte… Para ellos, es lo normal.

—Pero, alteza, han agredido a los guardias del puerto, han vomitado por todas par…

Leopoldina le interrumpió:

—Son buenos hombres, oficial, Brasil los necesita… y están bajo mi protección.

El hombre hizo un gesto de aprobación con la barbilla. No estaba convencido, pero por deferencia hacia la emperatriz, dejó que los ingleses se fueran de rositas. Resacosos, tomaron sus puestos en la flota junto a un batiburrillo de esclavos liberados, de brasileños y hasta de portugueses alistados a la fuerza. Cuando el buque llegó a la altura del Pan de Azúcar, el matrimonio imperial deseó buena suerte al almirante y bajó a una barca que había venido a recogerles. Pedro estaba muy orgulloso de su flota. Mientras ambos la veían alejarse, se disipó la bruma matinal y salió un sol espléndido que Pedro consideró un buen presagio.

Para luchar contra la ansiedad que provocaba en el joven emperador la volatilidad de la situación, se dedicaba a supervisarlo todo con gran frenesí. Visitaba asiduamente a las tropas extranjeras, en concreto a los dos batallones de granaderos alemanes que eran el orgullo del ejército. «Todas las razas aportan al ejército sus virtudes y sus armas peculiares —decía—. Quiero que se sientan en su casa, que se sientan vinculados a la tierra que tienen que defender.» Pedro, muy hábil a la hora de manejar la escopeta, hacía ejercicios con ellos y los ejecutaba con brío. Sin embargo, los soldados pasaban de la admiración al espanto cuando veían que el emperador, que nunca tuvo sentido de las conveniencias, saltaba sobre el muro de la fortaleza para hacer sus necesidades y ordenaba que el batallón desfilase delante de él mientras estaba en esa postura totalmente indecente.

Su celo se dirigía sobre todo contra los administradores y los funcionarios de las instituciones. En los ministerios, corría de mesa en mesa con un cuaderno en la mano, apuntando el nombre de cada funcionario ausente y dejando una nota para que se justificase nada más regresar a su mesa. Entró así un día en el asilo de la Misericordia, comprobó el registro, pidió las cuentas, quiso saberlo todo sobre el número de huérfanos recogidos, de nodrizas disponibles, etc. Se lamentó del mal estado de las instalaciones, del terrible aspecto de los niños abandonados, y pensó denunciarlo en el discurso que tendría que pronunciar ante la Asamblea Constituyente. Pedro tenía grandes ambiciones. Quería cambiar el mundo, algo se le había quedado de las andanzas del caballero de la triste figura que decoraba la habitación donde jugaba de pequeño. Quería ver el mar surcado por soberbios barcos y los caminos llenos de un trasiego de carruajes rebosantes de las más variadas mercancías. Soñaba con embellecer las ciudades, inaugurar escuelas para llenarlas de niños. No quería ver pequeños con los cuerpos deteriorados por las marcas de la miseria, ni tampoco esos esclavos moribundos que poblaban el infame mercado de Valongo. En los meses de abril y mayo de 1823 dedicó gran parte de su tiempo a escribir un texto contra la esclavitud: «Un cáncer que carcome el tejido de Brasil, que nos impide crecer como país y ser industriosos y que es la causa de que no inventemos nada.» En la redacción del texto se notaba la mano de José Bonifacio, aunque al preguntarle, dijo que «cada sentimiento, cada palabra» eran del emperador, y sólo de él.

Con el mismo ardor supervisaba las fortalezas, las caballerizas de San Cristóbal y hasta el teatro para ver los preparativos de las funciones. Era incansable y la curiosidad le podía.

Un día, una mujerona inmensa, con una triple papada y la piel brillante, le interrumpió cuando pasaba a caballo por el centro. Se quejaba de que los vendedores de la rua do Ouvidor utilizaban pesas y medidas trucadas.

—Disculpad, señora, ahora no tengo tiempo… —le dijo Pedro.

—¡Si no tiene tiempo de escucharme, es que tampoco lo tiene para reinar! —le espetó la mujerona.

Pedro prosiguió su camino, pero aquellas palabras le llegaron al alma. ¿Cómo hacer entender al pueblo, a esa señora por ejemplo, que le faltaba tiempo? ¿Que las veinticuatro horas del día no bastaban para levantar un imperio?

Sin embargo, en su fuero interno, pensó que aquella mujer le había dicho algo pertinente. De modo que cambió de planes, se dirigió a la aduana a por el patrón oficial de las medidas y luego volvió al centro, a la rua do Ouvidor. Entró en las tiendas de ropa y tejidos que anunciaban calidades
London superfine
y fue comparando los instrumentos de medida. Aquella señora estaba en lo cierto: en la mayoría de las tiendas las medidas no cuadraban con la norma. La sisa se había generalizado. Pedro montó en cólera, hizo amonestar a los comerciantes y hasta se llevó varios instrumentos bajo el brazo.

Leopoldina le acompañaba en muchas de esas visitas. Aparecían sin avisar en la aduana, en los hospitales, en las obras en construcción o en los cuarteles y lo hacían en las horas en las que los funcionarios menos esperaban una visita imperial. Plenamente identificada con su nueva patria, la austriaca fomentaba la inmigración de una colonia de agricultores alemanes. Era su peculiar manera de luchar contra la esclavitud, porque su idea consistía en crear una clase media blanca de pequeños propietarios capaces de cultivar con sus propias manos, sin ayuda de esclavos africanos. Pensaba que una clase así sustentaría la monarquía y el Estado, y que en definitiva aportaría estabilidad al país. Tenía mentalidad de estadista. Era consciente de que a Pedro le faltaban la cultura y la preparación necesarias para priorizar bien las actividades, por eso decía de él: «A Pedro le gusta gobernarlo todo, hasta las cosas pequeñas.» Lo cierto es que ambos se complementaban, tenían el don de la ubicuidad y el pueblo, que los veía en todas partes, era tan devoto de su emperador como de Leopoldina. No en vano la gente se refería a ellos con el posesivo «nuestro»: «nuestro emperador», «nuestra emperatriz».

59

Sin embargo, la llegada de la familia de Domitila a Río trastocaría la armonía imperial. Pedro, con su gusto por la logística, había organizado el desembarco de la familia Castro Canto y Melo en la región de Río con todo lujo de detalles. No le había costado trabajo convencer al viejo coronel Castro, padre de Domitila, de que la vida en Río les sería más provechosa; siempre se había llevado bien con los viejos soldados. De modo que primero llegó el padre con la hermana, que se llamaba Maria Benedicta, una mujer del mismo estilo que Domitila, trigueña, con gruesos labios sensuales, una piel canela y un cuerpo tan liso que parecía carecer de huesos. Pedro hizo que se instalasen en la enorme finca de labor Santa Cruz, a sesenta kilómetros de la ciudad, con cabezas de ganado y campos cultivados por una ingente mano de obra esclava. Maria Benedicta estaba muy agradecida a Pedro porque éste había ofrecido a su marido el puesto de superintendente general de las Haciendas Imperiales. Hilando más fino todavía, Pedro había hecho contratar también a Felicio, el marido de quien Domitila estaba separándose, como jefe de la oficina comercial de la finca. A cambio, le exigió que no se opusiese al procedimiento judicial de divorcio. Ya sólo faltaba la llegada de Domitila, a quien pensaba acomodar en una casa en el barrio de Mataporcos, a medio camino entre el centro de Río y San Cristóbal. A ella la quería bien cerquita.

Other books

Long Ride Home by Elizabeth Hunter
Taming the Demon by Doranna Durgin
Taste It by Sommer Marsden
The Satanic Verses by Salman Rushdie
Tomorrow and Tomorrow by Thomas Sweterlitsch
Loving Daughters by Olga Masters