El imperio eres tú (38 page)

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Authors: Javier Moro

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: El imperio eres tú
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Aprovechando una cacería en la hacienda Santa Cruz, Pedro fue a visitar a los recién llegados. Se encontró con Maria Benedicta sola, porque el marido estaba haciendo gestiones en la ciudad. Aunque era seis años mayor que él, sus gestos indolentes, su tenue fragancia a aceite de almendras, su risa cristalina y su cuerpo cimbreado…, todo en ella le recordaba tanto a Domitila que se sintió turbado. Tuvo el deseo inmediato de poseerla y, envalentonado por el hecho de que no había familiares en ese momento, le soltó unos piropos que rozaban la procacidad, pero que ella tomó como lo que eran, un burdo intento de seducción al que respondió haciéndose la ultrajada sin convicción alguna. Aún parecía excitarle más el hecho de que fuera una mujer casada; en la política o en la cama, el peligro le estimulaba. Maria Benedicta se le rindió sin mayores aspavientos. Le sorprendió encontrar tan poca resistencia en ese tipo de mujer que se le entregó como si estuviera viviendo la gran aventura de su vida, con el placer añadido de quitarle a su hermana el privilegio exclusivo de acostarse con un emperador. Generalmente, la moral era tan escasa en la aristocracia como en las clases más bajas, pero no entre la clase media, a la que pertenecía esta hija de coronel. Por su parte, Pedro pensó que sus escarceos con Maria Benedicta eran un inmejorable consuelo a la espera de la llegada de su verdadera amante, la dueña de su corazón. No se detuvo a considerar cómo reaccionaría Domitila ante lo sucedido con su hermana. Estaba seguro de que entendería cuán insoportable era el vacío de su ausencia y que hacer el amor con su hermana era como hacerlo con ella. Según su peculiar visión de las cosas, esta aventura era, en realidad, un homenaje a la amante ausente.

Unas semanas más tarde, nada más enterarse de que Domitila había llegado a la ciudad, Pedro partió al galope hasta la casa de Mataporcos. Bajó del caballo jadeante, entregó las riendas a un palafrenero y vio a Domitila que salía al porche a recibirle. Tenía los pechos más hinchados de lo que recordaba, y las caderas más redondeadas. Y la misma sonrisa irresistible de siempre. Entonces, ella le señaló su vientre con el dedo índice.

—Es tuyo… —le dijo.

Pedro se quedó boquiabierto ante aquella tripa, fruto de las primeras noches de amor en São Paulo. Esbozó una mueca de ligera decepción… ¿Se trataba de un chasco por tener un hijo que no había deseado? ¿O porque el avanzado estado de gestación de Domitila le privaría de esos momentos de lujuria con los que llevaba soñando tanto tiempo? La quería para el gozo y el descanso, no para el embarazo y la crianza. Para eso, ya tenía a su mujer.

—Tengo la sensación de llevar un melón aquí dentro —añadió Domitila.

Pedro se rió, y en su expresión se disiparon los vestigios de la sorpresa. Un niño, pensó. Otro niño. Había perdido la cuenta de los hijos naturales que había tenido por ahí. Prefería no saberlo. De lo contrario, el sentimiento que le inspiraban los niños le empujaba a ocuparse de ellos, a asumir la paternidad. Y no podía hacerlo con tantos, por muy emperador que fuese. Hubiera preferido no tener que compartir a Domitila con nadie, ni siquiera con un hijo, pero lo hecho, hecho estaba.

—Será buen mozo y arrogante, como tú —le dijo ella.

—No le faltará de nada en el mundo… —contestó él, asumiendo su parte de responsabilidad.

—¿Ni siquiera un apellido?… —preguntó ella con un tono pícaro.

Pedro no le contestó. La miró con ojos golosos, la cogió en brazos, ahuyentó al servicio y entraron en la casa, decorada con sencillez y gusto. Atravesaron el patio interior lleno de grandes plantas tropicales y se encerraron en el dormitorio principal. Era un buen nido de amor, desde donde se podía ver la parte alta del palacio de San Cristóbal. Todo estaba a mano.

Cuando se quedó sola en su nueva casa que olía a mar y a jazmín, Domitila pensó que estaba viviendo un sueño. ¿No era en los sueños donde una podía encontrarse con un príncipe azul que le solucionaba la vida y pasar de la oscuridad provincial a la brillante vida de la capital? ¿Cuánto duraría el encanto? Sus distintos orígenes y circunstancias, ¿no acabarían por hacer trizas la relación? ¿Cuánto tiempo duraría el enamoramiento de Pedro, su capricho de emperador? Cuando se cansara de ella, ¿la dejaría tirada tal y como se la encontró en el momento en que la conoció? Envuelta en esos pensamientos y dudas, se tumbó de lado en su cama para mitigar la desazón de su cuerpo hinchado, caliente y sudoroso. Se mantuvo en un duermevela agradable mientras la brisa marina inflaba las cortinas de hilo, sin saber si al cabo de unas horas volvería su hombre a tocarle los pechos duros, los pezones ardientes, y a penetrarla de lado, por detrás, mientras ella cerraría los ojos y se mordería los labios.

Y Pedro volvió esa noche, como lo haría siempre que sus ocupaciones se lo permitían. Como casi todas las noches.
«Voy a hacerme la barba para que vuestra merced no sea arañada de noche por este su desvelado, fiel, agradecido y verdadero amante, el emperador»,
le escribía en una de sus notas. En brazos de Domitila olvidaba las tensiones de la vida política. El hecho de que estuviese engañando a su mujer con su amante y a su amante con su hermana no parecía quitarle el sueño. Al contrario, la idea de que las tres podían estar embarazadas de él al mismo tiempo le llenaba de un perverso regocijo.

60

Quizá el poder estaba haciendo mella en la idea que tenía de sí mismo. Quizá estaba dejándose embriagar por las adulaciones constantes, el fervor casi fanático del pueblo, su influencia creciente, su imagen y su aura que le permitían conseguir todo lo que un hombre podía desear, incluidas todas las hembras del imperio. Si a lo largo de toda su vida nunca sintió que las limitaciones normales de los hombres tuvieran que ver con él, ahora dichas limitaciones desaparecían por completo. Sentía que estaba por encima del bien y del mal… ¿Y qué había más allá del poder absoluto? ¿No estaría empezando a sentirse un poco dios? Era sin embargo el mismo hombre sin modales y sin cultura de siempre, alimentado de los frutos y animales de la tierra, como todos; el mismo que perdía la cabeza cuando llevaba demasiado tiempo sin sentir el perfume de una mujer o su cálida presencia. Pero saber que sus deseos se podían hacer realidad al momento le proporcionaba una sensación de placer infinito que le distanciaba del común de los mortales. Eso era la libertad absoluta, aquello a lo que más aspiraba un hombre que había tenido la vida trazada desde siempre.

Era un pequeño dios sobre la faz de la tierra, vestido de uniforme verde y una capa de plumas de ave amarillas, quien llegó en un carruaje imperial, tirado por ocho mulas negras y acompañado de Leopoldina y de su hija, a inaugurar la Asamblea Constituyente el 3 de mayo de 1823 en el edificio de la vieja cárcel adyacente al antiguo palacio. Había dado orden de que ningún otro carruaje de la nobleza o de cualquier persona admitida fuese tirado por más de dos caballos, para que los más pobres no se sintiesen humillados por la ostentosidad de los más pudientes.

El emperador entregó el cetro y la corona a un funcionario que los colocó sobre una mesita. Pedro se dirigió, con la cabeza descubierta, a los miembros de la Asamblea que se suponía representaban a Brasil, aunque en realidad representaban al Brasil de los hombres libres y pudientes, no al otro, el de los siervos, los pobres, los indígenas y los esclavos. Habían sido elegidos siguiendo un criterio según el cual tenían que ser propietarios de tierra, vivir en su municipio durante por lo menos un año y saber leer y escribir, lo que reducía drásticamente los posibles candidatos. En realidad representaban menos del uno por ciento de la población total brasileña.
[1]
Para no alienar a esa elite de terratenientes, magistrados, miembros del clero, militares, profesores y altos funcionarios (muchos de los cuales habían representado a Brasil en las Cortes de Lisboa), Bonifacio convenció a Pedro de que debía evitar mencionar el asunto de la esclavitud. Ya se encargaría él de hacerlo más adelante, pues llevaba mucho tiempo trabajando en un tratado. Pedro accedió.

«Éste es el día más grande que Brasil ha visto jamás —empezó diciendo Pedro mientras miraba a la audiencia, entre la que reconoció a Domitila, radiante, sentada junto a su padre el coronel y su hermano el capitán Castro Canto y Melo, amigo de Pedro—. Éste es un día en el que el país se muestra como un imperio, y un imperio libre.» Informó de la cruel guerra que se vivía en Bahía, donde lord Cochrane acababa de sufrir el peor revés de su carrera, y anunció el envío de refuerzos del ejército de tierra para ayudarle a sitiar la ciudad. Luego mencionó que su gobierno había saneado las cuentas de la hacienda pública confiscando bienes de los «ausentes en razón de su opinión política», o sea de los ricos colonos portugueses que habían preferido la lealtad a las Cortes de Lisboa a la independencia; agradeció las donaciones voluntarias de los simpatizantes a la causa y explicó que su aportación personal había consistido en reducir sus propios gastos, «que suponen la cuarta parte de la suma que empleaba el rey, mi augusto padre». Luego repasó todo lo que su gobierno había realizado, desde la reparación de las fortificaciones hasta la creación de una flota propia. No dejó nada en el tintero, contó en detalle su visita al asilo de la Misericordia y cómo había ordenado trasladarlo a un local más grande, donde cada niño dispusiera de su propia cama y de una cuidadora, etc. El punto controvertido de su discurso fue cuando recordó su compromiso de conseguir una Constitución «digna de Brasil y de mí». Pidió a los miembros de la Asamblea que redactasen una Constitución sabia, justa, adecuada, práctica, dictada por la razón y no por el capricho, una Constitución en la que los tres poderes estuvieran claramente delimitados «para imponer insuperables barreras al despotismo, ya sea real o democrático». La bancada más liberal volvió a protestar. Según ellos, la Constitución debía ser digna de Brasil, no del emperador que debía someterse a ella, como todos.

En la recepción que siguió al discurso, el capitán Castro Canto y Melo se acercó a la emperatriz para presentarle a su hermana. En medio del salón abarrotado con lo más granado de la sociedad carioca y al son de la orquesta, se encontraron las dos frente a frente, impecablemente vestidas. La arrolladora belleza de la una rivalizaba con la dulzura de la otra. La sensualidad versus el intelecto. Las demás señoras miraban la escena por el rabillo del ojo. ¿Cómo iba a reaccionar la emperatriz? ¿Lo sabrá, o no lo sabrá? Leopoldina fue tan gentil y educada con Domitila como lo hubiera sido con cualquiera. Obviamente, no sabía nada, a pesar de que Río era como un pueblo grande, donde no había secreto o novedad que no circulase a gran velocidad. Domitila hizo la reverencia y respondió a las preguntas de rigor: venía de São Paulo, era hija del coronel amigo de Pedro, estaba embarazada de siete meses a pesar de su problema… ¡Ejem! Tosió un poco y siguió diciendo vaguedades.

—¿Su problema? —inquirió la emperatriz.

Entonces Domitila, para alejar definitivamente cualquier sospecha de que el emperador pudiera tener relaciones con ella, tuvo una ocurrencia genial: dejó entender a Leopoldina que padecía el mal de Lázaro, o sea, una variante benigna de lepra, muy contagiosa. «¡Oh!», exclamó la emperatriz, conmovida por la inesperada confesión. «Qué pena… una chica tan joven, y encima preñada», pensó.

—Mucha gente padece lo mismo, ¿sabéis? —le dijo a modo de consuelo—. Tengo entendido que es una enfermedad con infinidad de variantes, y la mayoría no son graves, y no tiene por qué transmitirse a vuestro hijito…

Domitila asentía, con la expresión grave de quien está condenada al ostracismo y a la compasión, y agradecida por la consideración que le mostraba la emperatriz. La llegada de Maria Graham, la escritora inglesa que había venido en el barco de lord Cochrane, las interrumpió. Domitila hizo de nuevo la reverencia y se retiró con un suspiro de alivio.

Leopoldina se había hecho amiga de aquella inglesa de unos cuarenta años, de quien admiraba su formación y su fuerte personalidad. ¡Por fin alguien con quien hablar de pintura, de ciencias naturales, de historia, de literatura…, y no de cotilleos cortesanos! Para ella era como un balón de oxígeno en el ambiente enrarecido de la corte. Desde su llegada, Maria Graham se había sentido muy intrigada por la pareja imperial, cuya juventud, mentalidad, popularidad y singular situación —un Braganza y una heredera de la casa de Austria liderando la independencia de un gran imperio— le parecían algo sumamente original e interesante. No era habitual que unos príncipes herederos se aventurasen a luchar por la causa de la independencia de los pueblos. Tampoco lo era ver a un coronel de raza negra posar sus gruesos labios sobre la mano de porcelana de la emperatriz en la ceremonia del besamanos. Para una liberal como Maria Graham, todo aquello era una novedad extraordinaria que se proponía relatar en un libro de viajes. Era la razón por la que se había instalado en Río.

Días antes se había presentado una mañana en el palacio de San Cristóbal, que le pareció más la mansión de un rico terrateniente que un palacio imperial. Desde el rellano de la escalera, Pedro la vio firmar en el libro de visitas y se acercó a saludarla a su manera campechana. A ella le chocó el contraste entre la llaneza del príncipe y la veneración servil que los criados y el personal de palacio le profesaban arrodillándose a su paso para besarle la mano con fervor. Todo en aquel mundo exótico de contrastes la fascinaba. Por eso, cuando Leopoldina le ofreció ser tutora de la princesita Maria da Gloria para enseñarle inglés, la escritora aceptó entusiasmada. Se tomó como un gran honor y un privilegio tener la oportunidad de educar a esa preciosa niña, (destinada en aquel entonces a heredar el trono brasileño) como «una dama europea». Quedaron en empezar el próximo mes de septiembre porque Maria debía volver a Inglaterra a solucionar asuntos personales. El invento de los barcos de vapor había reducido considerablemente el tiempo de travesía y permitía realizar unos viajes que antes eran impensables. «Aprovecharé para prepararme para tan alto encargo y traeré material didáctico», le dijo a la emperatriz.

Después de su inauguración, la Asamblea Constituyente empezó a reunirse diariamente de diez de la mañana a dos de la tarde. En este nuevo imperio donde estaba todo por hacer, los políticos, en lugar de atender las miles de reclamaciones que llegaban de todo el territorio, pasaban horas cuestionando los límites del poder del nuevo soberano. Las discusiones adoptaban un cariz a veces absurdo: ¿Debía el emperador entrar en la Asamblea con la cabeza cubierta o descubierta? ¿El asiento debía ser más alto o de igual tamaño que el del presidente de la Asamblea? ¿Quién tendría más poder, Pedro o los diputados? ¿Podría el emperador vetar leyes? ¿Mandaría sobre el ejército? Se enzarzaban en unas discusiones tan eternas como estériles, donde los liberales radicales y los moderados no conseguían ponerse de acuerdo. Las batallas de la Asamblea luego eran retomadas por la prensa, que atacaba las propuestas constitucionales de Bonifacio y Pedro en artículos llenos de saña en los que se les acusaba de aferrarse al poder, aunque más que esto lo que querían era mantener una autoridad superior que pudiese ejercer de árbitro para evitar que la asamblea deviniese un caos. La memoria de la vorágine que siguió a la Revolución francesa, y sobre todo la haitiana, pesaba en el recuerdo de José Bonifacio.

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