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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (18 page)

BOOK: El Instante Aleph
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Me senté dos asientos (vacíos) a la izquierda de Violet Mosala, pero casi no me atrevía a mirarla. Cuando lo hice, mantuvo la mirada fija en Buzzo, pero su expresión se endureció. Me preguntaba cuáles eran sus sospechas sobre mis métodos para conseguir el contrato del documental. (¿Soborno?, ¿extorsión?, ¿sexo?; ojalá SeeNet fuera de tal amenidad bizantina.) En realidad, no importaba cómo lo hubiera logrado; la injusticia del resultado final le parecía evidente.

—¡Así que esta integral de línea se mantiene invariante! —dijo Buzzo.

De repente, el último diagrama nítido de tubos anudados se desdibujó en una neblina amorfa, gris y verde, que simbolizaba el cambio de un espaciotiempo particular a su generalización en el preespacio, pero los tres vectores que había enviado a circunnavegar el universo simulado permanecían fijos. Las «invariantes» en un modelo de todas las topologías eran cantidades físicas y se podía demostrar que eran independientes de cosas como la curvatura del espaciotiempo en la zona de interés e incluso de su número de dimensiones. Encontrar invariantes era el único modo de obtener algún tipo de física coherente a partir de la sobrecogedora indeterminación del preespacio. Me fijé en los vectores estables de Buzzo; después de todo, no me había perdido completamente.

—Pero eso es obvio. Ahora llega la parte peliaguda: imaginen que extendemos el mismo operador a espacios que no tienen curvatura de Ricci definida en ningún lugar.

Entonces sí me perdí.

Consideré seriamente volver a llamar a Sarah y preguntarle si le gustaría recuperar
Violet Mosala
. Podría darle lo que había grabado hasta el momento, resolver los problemas técnicos con Lydia y arrastrarme hasta algún lugar para recuperarme de la marcha de Gina y de
ADN basura
, sin tener que fingir que hacía otra cosa aparte de convalecer. Me dije que no podía permitirme dejar de trabajar, ni un mes, pero eso era algo a lo que estaba acostumbrado; no iba a morirme de hambre y, de todas formas, sin nadie que me ayudara a pagar el alquiler tendría que mudarme.
Angustia
me habría mantenido en el frondoso y tranquilo Eastwood durante un año o más, pero en aquel momento daba igual lo que hiciera: me devolverían a las destartaladas afueras.

No sabía qué me impedía salir de aquella ponencia incomprensible y alejarme de la antipatía justificada de Mosala. ¿Orgullo? ¿Obstinación? ¿Inercia? Quizá todo se redujera a la presencia de las sectas. Seguro que las tácticas de Walsh se volverían más desagradables, y por eso, abandonar el proyecto sería aún más una traición. Había accedido a la petición de SeeNet de incluir frankenciencia en
ADN basura
y ésta era la oportunidad de expiarlo, mostrando al mundo a alguien que estaba en contra de las sectas. No era que la retórica fuera a dar paso a la violencia, daba igual lo que dijera Kuwale. Se trataba de física arcana, no de biotecnología, e incluso en el congreso de bioética de Zambia, donde había visto a Walsh por última vez, los que acribillaron a los oradores con embriones de mono y rociaron a los periodistas no simpatizantes con sangre humana eran de Imagen de Dios, como siempre, y no de ¡Ciencia Humilde! Ningún fundamentalista religioso se preocupó por el Congreso del Centenario de Einstein: las TOE estaban más allá de su comprensión o de su desprecio.

—Eso es una tontería —dijo Mosala en voz baja. La miré con cautela. Sonreía—. Está equivocado —me susurró, mientras se volvía hacia mí, olvidando momentáneamente todas las hostilidades—. Cree que ha encontrado un modo de desechar las topologías discretas; se ha inventado un isomorfismo que las asocia todas a un conjunto de medida cero. Pero usa una medida equivocada. En este contexto debería utilizar la de Perrini, ¡no la de Saupe! ¿Cómo puede haberlo pasado por alto?

Sólo tenía una idea muy vaga de lo que estaba diciendo. Las topologías discretas eran «espacios» donde nada tocaba nada. Una «medida» era un tipo generalizado de longitud, como un área o volumen de más dimensiones, sólo que incluía abstracciones mucho más descontroladas. Cuando se hacía el sumatorio de algo sobre todas las topologías, cada contribución a la suma infinita se multiplicaba por una «medida» del «peso» de la topología. Un poco como calcular el promedio mundial de alguna estadística teniendo en cuenta el peso relativo de la población de cada país, su territorio, su producto interior bruto o alguna otra medida de su importancia.

Buzzo creía que había encontrado una forma de abordar el cálculo de cualquier cantidad física real que hacía que la contribución efectiva de todas las topologías discretas fuera igual a cero.

Mosala creía que estaba equivocado.

—Entonces, ¿se enfrentará a él cuando acabe?

—Esperemos y veamos. —Se volvió hacia el escenario sonriendo—. No quiero hacerle pasar un mal trago y seguro que alguien más se dará cuenta del error.

Llegó el momento de las preguntas. Exprimí mis limitados conocimientos sobre el tema mientras intentaba determinar si alguna de las cuestiones que se planteaban era la de Mosala disfrazada, pero me pareció que no.

—¿Por qué no se lo ha dicho? —le pregunté directamente al ver que no había intervenido cuando terminó la sesión.

—Podría estar equivocada —dijo molesta—. Tengo que analizarlo mejor. No es una cuestión trivial y quizá tenga un buen motivo para hacer esa elección.

—Esto era un preludio a su ponencia del domingo, ¿verdad? ¿No preparaba el terreno para su obra maestra? —Estaba programado que Buzzo, Mosala y Yasuko Nishide, por estricto orden alfabético, presentaran sus TOE rivales el último día del congreso.

—Así es.

—Entonces, si ha elegido una medida errónea, ¿podría fracasar estrepitosamente?

Mosala me lanzó una larga y dura mirada. Me preguntaba si por fin me las había apañado para dejar la decisión en otras manos. Si dejaba de colaborar conmigo por completo me quedaría sin sujeto que grabar, sin motivo para quedarme.

—Ya tengo bastantes problemas en determinar si mis técnicas son válidas; no dispongo de tiempo para ser también una experta en el trabajo de los demás. —Miró su agenda—. Creo que ya se ha terminado el rodaje que acordamos para hoy. Si me disculpa, he quedado para comer.

Vi a Mosala dirigirse a uno de los restaurantes del hotel, así que me fui en la dirección opuesta y salí del hotel. El cielo del mediodía era deslumbrante y los edificios conservaban sus tonos sutiles a la sombra de los toldos, pero bajo la luz solar resplandeciente adquirían un aspecto que recordaba las viejas viviendas de algunas ciudades del norte de África, todas de piedra blanca contra el azul del cielo. Soplaba una brisa del este con olor a mar, calurosa pero agradable.

Paseé por callejuelas al azar, hasta que llegué a una plaza abierta. En el centro había un parque circular pequeño, de unos veinte metros de ancho, cubierto de hierba silvestre exuberante, sin cortar y punteada con pequeñas palmeras. Era la primera muestra de vegetación que veía en Anarkia, a excepción de los maceteros del hotel. La tierra era un lujo allí; había trazas de todos los minerales necesarios en el océano, pero intentar dotar a la isla de bastante terreno para la agricultura habría significado procesar miles de veces la cantidad de agua que la industria alimentaria, basada en las algas y el plancton, requería para satisfacer las mismas necesidades.

Miré la modesta parcela de vegetación y, cuanto más la miraba, más me inquietaba su visión. Me costó un buen rato entender el motivo.

Toda la isla era un artefacto, igual que cualquier edificio de metal y cristal. Su mantenimiento dependía de formas de vida manipuladas, pero sus antepasados naturales eran tan remotos para ellas como los antiguos metales enterrados para una brillante aleación de titanio. Aquel parque diminuto, que no era más que una maceta exagerada, debería haber logrado que lo viera con claridad y que se desvaneciera la ilusión de que estaba en algo más que en la cubierta de una gran máquina.

No fue así.

Había visto Anarkia desde el aire: extendía sus zarcillos en el Pacífico y tenía tanta belleza orgánica como cualquier otra criatura viva del planeta. Sabía que cada ladrillo y cada azulejo de esta ciudad había surgido del océano, no de un horno de cocción. Toda la isla parecía tan natural, a su manera, que eran la hierba y los árboles los que parecían artificiales. Esta parcela de auténtica naturaleza silvestre parecía extraña y fuera de lugar.

Me senté en un banco de roca de arrecife, aunque más blando que el pavimento (¿más polímero, menos mineral?). Estaba parcialmente resguardado por la sombra de una de las (¿irónicas?) esculturas con forma de palmera que rodeaban el borde de la plaza. Nadie de allí pisaba la hierba, así que no me acerqué. Como no había recuperado el apetito me senté y dejé que me envolvieran la brisa cálida y la visión de los transeúntes.

Sin querer, me acordé de mi fantasía absurda de las interminables tardes de domingo con Gina. ¿Por qué pensé que querría sentarse conmigo junto a una fuente de Epping durante el resto de su vida? ¿Cómo pude creer durante tanto tiempo que era feliz si al final lo único que conseguí fue que se sintiera incomprendida e invisible, ahogada y atrapada?

Sonó mi agenda y la saqué del bolsillo.

—Acaban de salir las estadísticas epidemiológicas de la OMS para marzo —anunció
Sísifo
—. Los casos oficiales de Angustia ya ascienden a quinientos veintitrés. Eso supone un incremento del treinta por ciento en un mes. —Apareció un gráfico en la pantalla—. Se han producido más casos en marzo que a lo largo de los seis meses previos.

—No recuerdo haberte pedido que me informaras sobre esto —dije desconcertado.

—El siete de agosto del año pasado, a las nueve cuarenta y tres de la tarde, en la habitación del hotel de Manchester, dijiste: «Avísame si las cifras despegan realmente».

—De acuerdo. Sigue.

—También se han publicado veintisiete artículos nuevos en los periódicos sobre el tema desde la última vez que lo consultaste. —Apareció una lista de títulos—. ¿Quieres oír los extractos?

—La verdad es que no.

Aparté la vista de la pantalla y vi a un masc que pintaba en un caballete al otro lado de la plaza. Era blanco, bajo y fornido, probablemente de unos cincuenta años, con la cara arrugada y bronceada. Ya que no iba a comer, debería haber aprovechado bien el tiempo y haber vuelto a ver la ponencia de Henry Buzzo, o haber leído con detenimiento material de apoyo relevante. Después de plantearme esta idea durante unos minutos, me levanté y fui a ver qué estaba pintando.

El cuadro era una imagen impresionista de la plaza. O impresionista en parte: las palmeras y la hierba parecían manchas de luz verde reflejadas en el cristal irregular de una ventana a través de la cual se veía el resto de la escena, pero los edificios y el pavimento estaban retratados con tanta sobriedad como si los hubiera hecho el ordenador de un arquitecto. Lo hacía todo sobre Transición, un material que cambiaba de color al pasarle un lápiz electrónico. Los distintos voltajes y frecuencias hacían que cada tipo de ion metálico subyacente saliera a la superficie de polímero blanco en un porcentaje distinto; casi parecía pintura al óleo que surgía de la nada. Me habían dicho que crear un color determinado requería tanta destreza como mezclar óleos. Sin embargo, borrar era fácil; si se invertía el voltaje, desaparecían todos los pigmentos.

—Quinientos dólares —dijo el artista sin detenerse a mirarme; tenía el acento de las zonas rurales de Australia.

—Si me tienen que desplumar —dije—, preferiría que lo hiciera alguien de aquí.

—¿Diez años no me dan esa categoría? ¿Qué quieres? ¿Un certificado de ciudadanía?

—¿Diez años? Perdona. —Diez años significaban que era prácticamente un pionero. Anarkia se sembró en el 2032, pero tardó casi una década en ser habitable y autónoma. Me sorprendió; los fundadores y casi todos los primeros pobladores eran americanos—. Me llamo Andrew Worth —añadí—. He venido para el congreso Einstein.

—Bill Munroe. He venido por la luz. —No me ofreció la mano.

—No puedo permitirme comprar el cuadro, pero si quieres, te invito a comer.

—Eres periodista —dijo con acritud.

—Cubro el congreso. Nada más. Pero siento curiosidad por la isla.

—Entonces lee sobre el tema. Está todo en la red.

—Sí, y es todo contradictorio. No sé diferenciar lo que es propaganda de lo que no.

—Y ¿por qué piensas que puedes fiarte más de lo que yo te diga?

—Cara a cara, lo sabré.

—¿Por qué yo? —Suspiró y dejó el lápiz—. De acuerdo, comida y anarquía. Por aquí. —Empezó a cruzar la plaza.

—¿No irás a dejar esto...? —dije sin moverme, aunque como él seguía andando me puse a su altura—. Quinientos dólares más el caballete y el lápiz. ¿Estás seguro de que nadie lo tocará?

Me miró irritado, se volvió y agitó su agenda hacia el caballete, que emitió un chirrido breve y ensordecedor. Algunas personas se volvieron para mirar.

—¿No existen los dispositivos de alarma en tu pueblo?

Noté que me ruborizaba.

Munroe eligió una cafetería al aire libre de aspecto barato y pidió un mejunje hirviente de color blanco en la pantalla de servicio instantáneo del mostrador. Olía a pescado nauseabundo, aunque eso no implicaba necesariamente que hubiera sido carne de un vertebrado alguna vez. Aun así, perdí cualquier leve sensación de apetito que tuviera.

—No me digas, estás perplejo por el uso de crédito internacional como forma de pago —dijo mientras yo ponía el pulgar para pagar la comida—, la existencia de restaurantes de empresas independientes, mi apego desvergonzado por la propiedad privada y todos los otros símbolos de capitalismo que ves a tu alrededor.

—Ya has hecho esto antes, así que ¿cuál es la respuesta típica a la pregunta típica?

—Anarkia es una democracia capitalista —dijo mientras se llevaba el plato a una mesa que le proporcionaba una buena vista del caballete—. Y una socialdemocracia liberal. Y un sindicato de colectivos. Y muchos cientos de cosas más para las que no tengo nombre.

—¿Te refieres a que aquí las personas actúan libremente como si estuvieran en esos tipos de sociedad?

—Sí, pero es algo más profundo. Casi todas las personas se inscriben en agrupaciones que, en la práctica, son esos tipos de sociedad. La gente quiere libertad de elección, pero también cierto grado de estabilidad, así que acepta acuerdos que le proporcionen un marco en el que organizar su vida. Por supuesto tiene libertad para abandonar estos acuerdos, al igual que muchas democracias permiten la emigración. Puede que no haya un parlamento ni un jefe de estado, pero me parece propio de la socialdemocracia que sesenta mil personas de una agrupación convengan en destinar un porcentaje de sus ingresos, sujeto a auditoría, a un fondo que se utilice para la salud, la educación y el bienestar y que se invierta según las directrices establecidas por los comités de delegados electos.

BOOK: El Instante Aleph
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