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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (19 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—Así que la elección libre de «gobierno» no está prohibida. Pero, en conjunto, ¿sois anarquistas o no? ¿No tenéis leyes generales que todas las personas tengan que acatar?

—Hay unos cuantos principios refrendados por una gran mayoría de residentes. Ideas básicas sobre no admitir la violencia ni la coacción. Son muy conocidas, y si hay alguien a quien no le parezcan bien, no debería venir aquí. Sin embargo, no hilaré tan fino: también podrían considerarse leyes.

»Entonces ¿somos anarquistas o no? —Munroe hizo un gesto de indiferencia—. "Anarquía" significa ni gobernante ni leyes, pero nadie de Anarkia pierde el sueño por analizar la semántica del griego clásico, o las obras de Bakunin, de Proudhon y Godwin. Perdona, retiro eso, casi el mismo porcentaje de población que encontrarías en Pekín o París se apasiona por esos temas. Pero tendrías que entrevistar a uno de ellos si quieres conocer su opinión.

»Mi opinión es que el mundo carga con demasiado bagaje cultural para que lo salven. No es ningún drama. Casi todos los movimientos anarquistas de los siglos diecinueve y veinte, al igual que los marxistas, se quedaron empantanados en la cuestión de arrebatar el poder a las clases dirigentes. En Anarkia eso se solucionó con sencillez. En el dos mil veinticinco, seis empleados de una empresa de biotecnología de California llamada InGenIo se fugaron con toda la información que necesitaban para hacer la siembra. Casi toda era fruto de su trabajo, aunque no de su propiedad. También se llevaron algunas células manipuladas de varios cultivos, pero muy pocas para que no se notara. Cuando el mundo se enteró de que Anarkia crecía, ya había varios cientos de personas que vivían aquí por turnos y habría dado muy mala imagen esterilizar el lugar por las buenas.

»Ésa fue nuestra "revolución". Mucho mejor que medir la vida en términos de cócteles molotov.

—Salvo que el robo implica que tenéis que soportar el bloqueo.

—El bloqueo es muy molesto —dijo Munroe encogiendo los hombros—. Pero Anarkia con bloqueo sigue siendo mejor que la alternativa: una isla propiedad de una empresa y hasta el último palmo de ella en manos privadas. Ya es bastante malo que haya que pagar una licencia por cada cultivo decente del planeta, imagínate si ocurriera lo mismo con el suelo que pisas.

—De acuerdo —dije—, la tecnología os proporcionó un atajo hacia una nueva sociedad e hizo que los viejos modelos fueran irrelevantes. Sin invasión, sin genocidio, sin un nacimiento sangriento ni reformas democráticas traumáticas. Pero llegar hasta ahí es fácil; lo que no entiendo es qué evita que se derrumbe este lugar.

—Pequeños organismos invertebrados.

—Me refiero a la política.

—Derrumbarse, ¿por qué? —Munroe parecía desconcertado—. ¿El funcionamiento de la anarquía?

—La violencia, el saqueo, las mafias.

—¿Para qué molestarse en venir al medio del Pacífico en busca de algo que se puede encontrar en cualquier ciudad del mundo? ¿O crees que nos hemos tomado todas esas molestias para representar
El señor de las moscas
?

—Intencionadamente no, pero cuando pasa algo así en Sydney mandan a la brigada antidisturbios, y en Los Ángeles a la guardia nacional.

—Disponemos de una milicia adiestrada que cuenta con el consentimiento casi general para utilizar la fuerza de manera razonable a fin de proteger los recursos vitales en caso de emergencia. —Sonrió—. Recursos vitales, fuerzas de emergencia... Suena como si estuvieras en casa, ¿verdad? Con la diferencia de que nunca se ha dado el caso.

—De acuerdo, ¿por qué?

—¿Buenas intenciones? —Munroe se frotó la frente y me miró como a un niño pesado—. ¿Inteligencia? ¿Alguna extraña fuerza alienígena?

—En serio.

—Algunas cosas son obvias. Las personas vienen aquí con un nivel de idealismo algo superior al de la media. Quieren que Anarkia funcione, o no habrían venido, al margen de algún que otro provocador a ultranza. Están dispuestos a cooperar. No me refiero a vivir en casas comunales fingiendo que todos forman parte de una familia ni a ir a trabajar en grupos entonando himnos para elevar la moral..., aunque hay algo de eso. Pero desean ser más flexibles y tolerantes que el término medio de las personas que eligen vivir en otros lugares, porque de eso se trata.

»Hay menos concentración de riqueza y poder. Quizá sólo sea una cuestión de tiempo, pero con tanto poder descentralizado por completo, es muy difícil comprarlo. Y sí, hay propiedad privada, pero la isla, los arrecifes y el agua son públicos. Las agrupaciones que recogen y procesan los alimentos venden sus productos, pero no tienen el monopolio: hay muchos que los sacan directamente del mar.

—De acuerdo —dije frustrado mientras miraba la plaza—. No os dedicáis a robaros los unos a los otros ni a causar disturbios en las calles, porque nadie pasa hambre ni es demasiado rico... todavía. Pero ¿de verdad crees que puede durar? La generación próxima no estará aquí por decisión propia. ¿Qué pensáis hacer? ¿Adoctrinarlos en la tolerancia y esperar que salga bien? Nunca ha funcionado. Cualquier otro experimento similar ha acabado en violencia, con una conquista, una absorción... o han desistido y se han convertido en una nación con gobierno.

—Por supuesto que intentamos transmitir nuestros valores a nuestros hijos —dijo Munroe—, como en el resto del planeta. Y más o menos con el mismo éxito. Pero, al menos, casi todos los niños de aquí aprenden sociobiología desde pequeños.

—¿Sociobiología?

—Créeme —dijo sonriente—, es más útil que Bakunin. Las personas nunca llegarán a un acuerdo detallado sobre cómo debe organizarse la sociedad. ¿Por qué deberían hacerlo? Pero a menos que seas un edenita que cree que hay una condición natural utópica dictada por Gea a la que todos hemos de regresar, cualquier forma de civilización que adoptes implica elegir algún tipo de respuesta cultural, que no sea una aceptación pasiva, al hecho de que somos animales con ciertas tendencias de comportamiento innatas. Y aunque esa respuesta suscite el compromiso más sutil o la oposición más vehemente, contribuye a que comprendas exactamente a qué intentas adaptarte u oponerte.

»Si las personas conocen las fuerzas biológicas que influyen sobre ellas y quienes las rodean, por lo menos tendrán la oportunidad de adoptar estrategias inteligentes para conseguir lo que quieren con un conflicto mínimo, en lugar de dar tumbos por ahí cargadas de mitos románticos y buenas intenciones cortesía de algún filósofo político muerto.

Reflexioné sobre ello. Me había tropezado con un sinfín de recetas detalladas de absurdas utopías «científicas» y programas de sociedades organizadas que alegaban motivos racionales; pero era la primera vez que oía a alguien abogar por la diversidad a la vez que reconocía las fuerzas biológicas. En lugar de explotar la sociobiología para intentar justificar una doctrina política rígida, impuesta por el poder, desde el marxismo hasta la familia nuclear, desde la pureza racial hasta el separatismo de identidad sexual, en lugar de «debemos vivir así porque la naturaleza humana lo exige», Munroe insinuaba que las personas podían utilizar el conocimiento sobre su especie para tomar las decisiones que más les convinieran.

Anarquía bien informada. Era una idea atractiva, pero no podía evitar algo de escepticismo.

—No todos querrán que sus hijos estudien sociobiología. Incluso aquí habrá unos cuantos fundamentalistas religiosos y culturales a los que les parecerá amenazador. ¿Y los emigrantes adultos? Si alguien tiene veinte años al llegar a Anarkia, vivirá unos sesenta años más, tiempo de sobra para perder su idealismo. ¿De verdad crees que todo el asunto puede aguantar mientras la primera generación envejece y se desilusiona?

—¿Acaso importa lo que yo crea? —Munroe estaba desconcertado—. Si de verdad te interesa, en un sentido o en otro, explora la isla, habla con la gente y saca tus propias conclusiones.

—Tienes razón. —Aunque no estaba aquí para explorar la isla ni para formarme una opinión de su futuro político. Miré el reloj: era más de la una. Me levanté.

—Dentro de un momento va a pasar algo que quizá te gustaría ver o incluso probar. ¿Tienes prisa?

—Depende —dudé.

—Supongo que podrías decir que es lo más parecido que tenemos a... una ceremonia para nuevos residentes. —Munroe se rió al ver mi falta de entusiasmo—. Te prometo que nada de himnos, juramentos ni discursos largos. Y no, no es obligatoria, pero parece que se ha puesto de moda entre los recién llegados, aunque los turistas también son bien recibidos.

—¿Vas a contármelo o he de adivinarlo?

—Puedo decirte que se llama «buceo de tierra». Pero tienes que verlo para saber qué significa en realidad.

Munroe recogió su caballete y me acompañó. Sospechaba que en el fondo disfrutaba haciendo de guía turístico radical y veterano. Mientras el tranvía se dirigía hacia el brazo norte de la isla nos quedamos al lado de la entrada para que nos diera la brisa. Apenas se veían las vías: dos surcos paralelos tallados en la roca, con la cinta gris del superconductor por el centro, todo oculto bajo una capa de polvo calcáreo.

Cuando llevábamos recorridos unos quince kilómetros, éramos los únicos pasajeros que quedaban.

—¿Quién paga el mantenimiento de estas cosas? —pregunté.

—En parte se paga con los billetes, pero las agrupaciones pagan el resto.

—¿Qué pasa si una agrupación decide no pagar? ¿Montar por la cara?

—Todos se enterarían.

—Vale, pero ¿y si de verdad no pueden permitirse la contribución? ¿Y si son pobres?

—Casi todas las cuentas de las agrupaciones se hacen públicas por iniciativa propia, aunque resultaría muy raro que las mantuvieran en secreto. Cualquiera en Anarkia puede coger su agenda y averiguar si la riqueza de la isla se concentra en una agrupación, se manda fuera o lo que sea, y obrar en consecuencia como mejor le parezca.

Ya habíamos salido del centro urbanizado. Había edificios que parecían fábricas y almacenes dispersos alrededor de las líneas del tranvía, pero cada vez más, la vista consistía en roca de arrecife desnuda, plana aunque ligeramente irregular. La piedra caliza tenía todas las tonalidades que había visto en la ciudad, marcando el paisaje como las rayas de una cebra, con diseños claramente antigeológicos determinados por la propagación de las distintas subespecies de bacterias litofílicas. Sin embargo, este terreno no era adecuado para el cultivo en roca, ya que el núcleo de la isla era demasiado seco y duro, desvascularizado. Más adelante, la roca era mucho más porosa, se anegaba con agua rica en calcio y tenía los organismos manipulados necesarios para abastecerla. Las líneas del tranvía no llegaban a la costa porque el terreno era demasiado blando para soportar el peso de los vehículos.

Invoqué a
Testigo
y empecé a grabar; si seguía así tendría más grabación privada del viaje que material para el documental, pero no pude resistirme.

—¿De verdad viniste por la luz? —dije.

—En realidad no. Necesitaba alejarme —dijo Munroe con un gesto de negación.

—¿De qué?

—De todo el ruido. De toda la hipocresía. De todos los «Australianos Profesionales».

—Ah.

Había oído por primera vez aquel término cuando estudiaba historia del cine; se acuñó para describir la corriente dominante de directores de las décadas de 1970 y 1980. Tal y como lo expuso un historiador: «No poseen rasgos distintivos, salvo su nacionalidad; no tienen nada que decir ni que hacer excepto endilgar a su público un vocabulario claustrofóbico de mitos e iconos nacionalistas gastados, a la vez que proclaman ser los que "definen el carácter nacional" y los representantes de una nación que encuentra su voz». Pensaba que era una forma muy dura de juzgarlos hasta que vi algunas de sus películas. Casi todas eran historias alienantes de vaqueros, melodramas rurales coloniales o historias de guerra sentimentales. Sin embargo, es probable que el nadir de la época fuera un intento de comedia en la que Albert Einstein hacía de hijo de un cultivador de manzanas australiano, «desintegraba átomos de cerveza» y se enamoraba de Madame Curie.

—Creía que los medios audiovisuales habían superado eso hace mucho —añadí—, y más en tu ámbito artístico.

—No hablo de arte. —Munroe frunció el ceño—. Me refiero a toda la cultura dominante.

—¡Vamos! Ya no existe una cultura dominante. El filtro es más poderoso que el emisor. —Por lo menos ése era el argumento más arraigado en la red, aunque todavía no tenía claro si me lo tragaba.

Munroe, desde luego, no.

—Muy zen —dijo—. Intenta exportar biotecnología médica australiana a Anarkia y sabrás exactamente quién tiene el control. —No tenía respuesta para eso—. ¿No estás harto de vivir en una sociedad que se pasa la vida hablando de sí misma y que además miente? —siguió—. Que define todo lo que merece la pena: tolerancia, sinceridad, lealtad y justicia, como si fuera sólo australiano. Que intenta fomentar la diversidad pero no cesa de parlotear sobre su identidad nacional. ¿No te cansas nunca del desfile continuo de bufones que reivindican la autoridad de hablar en tu nombre: políticos, intelectuales, celebridades, comentaristas, que te definen y caracterizan hasta en el mínimo detalle, desde tu distintivo sentido del humor australiano hasta tu «iconografía del subconsciente colectivo» de mierda y que, en realidad, no son más que unos mentirosos y unos ladrones?

Me desconcertó durante un momento, pero, después de reflexionar, me pareció una descripción en la que reconocía la corriente dominante de la cultura política y académica. O si no la dominante, por lo menos la que más se oía.

Me encogí de hombros.

—Todos los países tienen un grado de gilipollez provinciana como ésa en algún lugar. La de Estados Unidos es casi igual de mala. Pero ya apenas la noto y menos en casa. Supongo que he aprendido a desconectar casi todo el tiempo.

—Entonces te envidio. Yo nunca lo conseguí.

El tranvía seguía deslizándose, mientras desplazaba polvo con un suave silbido. Munroe tenía algo de razón: los nacionalistas políticos y culturales que afirmaban ser la voz de la nación podían privar del derecho al voto a aquellos a quienes «representaban» con la misma eficacia que los sexistas que afirmaban ser la voz de su sexo. Un puñado de personas que dicen hablar en nombre de cuarenta millones o de cinco mil millones siempre ejercería un poder desproporcionado, simplemente por adjudicarse ese derecho.

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