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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (49 page)

BOOK: El Instante Aleph
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—¿Ni siquiera para hacerte a imagen de tu amada Piedra Angular?

—Todavía no lo entiendes, ¿verdad? —Se rió cansada—. La Piedra Angular no es un punto final teológico ni un ideal cósmico. Dentro de mil años su cuerpo será el mismo chiste obsoleto que los nuestros.

—No me importa —dije. Se me había acabado la ira—. El sexo puede ser mucho más que la simple emisión de opiáceos endógenos.

—Por supuesto que sí. Puede ser una forma de comunicación, pero también lo contrario, con la misma biología en juego. Sólo he renunciado a lo que tienen en común el mejor y el peor sexo. ¿No te das cuenta? Lo único que he hecho es eliminar el ruido.

No encontraba sentido a aquellas palabras. Aparté la mirada derrotado. Sabía que el dolor, que creía fruto del deseo, se debía sólo a los golpes que había recibido de la multitud cuando huía del robot, la punzada de la herida del estómago y el peso del fracaso.

—Pero ¿no necesitas nunca algún tipo de contacto físico? —dije sin esperanza—. ¿No deseas que te acaricien, que te toquen?

—Sí —dijo con suavidad mientras se acercaba a mí—. Eso es lo que intentaba decirte. —Me quedé sin habla. Me puso una mano en el hombro y la otra en la mejilla, y me alzó la cara para encontrar mi mirada—. Si eso es lo que tú quieres y no te resulta frustrante. Si entiendes que no puede transformarse en nada parecido al sexo. Yo no...

—Comprendo —dije.

Me desvestí deprisa antes de que pudiera arrepentirme. Temblaba como un adolescente nervioso y quería que me bajara la erección; no lo conseguí. Akili subió la calefacción y nos tumbamos de lado en el saco de dormir; los ojos atrapados, prácticamente sin tocarnos. Estiré una mano y le acaricié tímidamente el hombro, el cuello y la espalda.

—¿Te gusta?

—Sí.

—¿Puedo besarte? —pregunté después de vacilar.

—Creo que no sería buena idea. Relájate. —Me rozó la mejilla con dedos fríos y bajó con el dorso de la mano por el pecho hacia la venda de mi abdomen.

—¿Todavía te duele la pierna? —le pregunté tembloroso.

—A veces. Relájate. —Me hizo un masaje en los hombros.

—¿Has estado así con... alguien que no fuera ásex?

—Sí.

—¿Masc o fem?

Se rió con suavidad.

—Fem. Deberías ver la cara que pones. Mira, el mundo no se va a acabar si te corres. Ella se corrió. No voy a vomitar de asco. —Deslizó una mano hasta mi cadera—. Sería mejor que lo hicieras; te relajarías un poco.

Me estremecí con su tacto, pero la erección iba reduciéndose poco a poco. Toqué la piel sin marcas donde debería haber un pezón, busqué la cicatriz con las yemas de los dedos y no encontré nada. Akili se estiró perezosamente. Empecé a masajearle el cuello.

—Estoy perdido —dije—. No sé qué hacemos ni adónde nos conduce esto.

—A ninguna parte. Podemos parar si quieres y sólo hablar. O podemos hablar sin detenernos. Se llama «libertad» y puede que te acostumbres a ella.

—Es muy extraño. —Nuestros ojos seguían atrapados y Akili parecía bastante satisfecha, pero yo todavía sentía que debía hacer que todo fuera mil veces más intenso—. Sé por qué me parece que esto está mal —añadí—. El placer físico sin sexo...

—Sigue.

—El placer físico sin sexo normalmente se considera...

—¿Qué?

—No te va a gustar.

—Escúpelo. —Me dio un golpe en las costillas.

—Infantil.

—De acuerdo. —Suspiró—. Es la hora del exorcismo. Repite conmigo: «Tío Sigmund, renuncio a ti por embaucador, bravucón y tergiversador. Por corruptor del lenguaje y destructor de vidas ajenas».

Accedí y le estreché entre mis brazos mientras yacíamos con las piernas entrelazadas; teníamos las cabezas apoyadas en los hombros y nos acariciábamos en la espalda. Toda la carga sexual fútil que había sentido desde el barco de pesca se disipó finalmente. El placer venía de la calidez de su cuerpo, los contornos desconocidos de su carne, la textura de su piel y la sensación de su presencia.

Y le encontraba tan bella como siempre. Le quería tanto como siempre.

¿Era lo que había buscado toda mi vida? ¿Amor asexual?

Una idea inquietante, pero la analicé con calma.

Quizá durante todo aquel tiempo me había tragado inconscientemente la mentira edenita de que todo en una relación moderna, perfecta y armoniosa manaba por arte de magia de la madre naturaleza. Que la monogamia, la igualdad, la sinceridad, el respeto, la ternura y el altruismo eran instintivos, biología sexual pura, y seguían su curso sin restricciones, a pesar del hecho de que los criterios de perfección habían cambiado radicalmente a través de los siglos y las culturas. Los edenitas afirmaban que cualquiera que no alcanzase el ideal resplandeciente y se opusiera a la madre Gea de forma perversa estaba corrompido por una niñez traumática, la manipulación de los medios de comunicación o las estructuras de poder profundas y antinaturales de la sociedad moderna.

De hecho, las fuerzas de la civilización coartaban los impulsos reproductores, las restricciones culturales los inhibían, y ambas los habían puesto al servicio de la creación de la cohesión social de maneras incontables, pero no habían cambiado en realidad en decenas de miles de años. Contradecían y silenciaban las convenciones actuales con la misma frecuencia con que las apoyaban. La infidelidad de Gina no había sido un crimen contra la biología y cualquier cosa que yo hubiera hecho para alejarla de mí había sido una falta de esfuerzo consciente, una falta de cortesía que a cualquier antepasado de la Edad de Piedra le habría parecido secundaria. Prácticamente todo lo que los humanos modernos valorábamos en las relaciones, por encima del acto sexual y cierto grado de protección hacia la pareja y la descendencia, surgía de una voluntad independiente. Había una cubierta maciza hecha de convenciones morales y sociales que envolvía el diminuto núcleo de comportamiento instintivo, y la semilla de arena se parecía muy poco a la perla.

Yo no había tenido intención de abandonar, pero si había fallado de forma tan estrepitosa una y otra vez a la hora de conciliar ambas cosas...

Si la elección se reducía a la biología o la civilización...

Ahora sabía cuál valoraba más.

Al cabo de un rato, nos metimos en el saco de dormir para no enfriarnos. Todavía estaba aturdido por la desesperación ante la tragedia de Anarkia, el medio asesinato sin sentido de Mosala y mi carrera arruinada. Pero Akili me besó en la frente y se esforzó por desentumecerme la espalda y los hombros doloridos. Hice lo mismo por éil, con la esperanza de que pudiera sobrellevar mejor su temor a la gran plaga de la información en la que yo todavía no creía.

Me desperté confuso con el sonido de la respiración de Akili a mi lado. Una luz gris azulada sin sombras, como la del mediodía, bañaba la tienda. Vi el disco de la luna en lo alto, un foco de luz blanca orlado con un arco iris debido a la difracción que atravesaba el tejido del techo.

Pensé que Akili había ido a recibirme al aeropuerto. Podría haberme infectado con el cólera transgénico porque sabía que lo llevaría hasta Mosala.

Y cuando el arma falló me proporcionó el antídoto para ganarse mi confianza con la esperanza de utilizarme por segunda vez, pero los moderados no lo sabían, nos raptaron a los dos y no hubo necesidad de volver a atacar a Mosala.

Era pura paranoia. Cerré los ojos. ¿Para qué iba a fingir un extremista que creía en la plaga de la información? Y si la creencia era sincera, ¿por qué matar a Buzzo cuando el Instante Aleph era inevitable? En cualquier caso, ahora que Mosala estaba en Ciudad del Cabo y su trabajo seguiría en marcha con o sin ella, ¿qué utilidad podía tener yo para los extremistas?

Me separé y salí del saco. Akili se despertó mientras me vestía.

—La tienda de las letrinas está iluminada en rojo —murmuró medio dormida—, no tiene pérdida.

—No tardaré.

Anduve sin rumbo mientras intentaba aclarar las ideas. Era más temprano de lo que creía, apenas pasadas las nueve, pero hacía un frío sorprendente. Algunas tiendas todavía tenían la luz encendida, pero las calles estaban desiertas.

Pensar en Akili como asesino extremista no tenía sentido. ¿Por qué habría luchado por sacarnos del pesquero? Pero la duda que había sentido arrojaba una sombra sobre todo, como si mi desconfianza fuera igual de desastrosa que cualquier posibilidad de tener razón. ¿Cómo era posible que, después de que hubiéramos pasado juntos por tanto, al despertarme a su lado me preguntara si todo era mentira?

Llegué al extremo sur del campamento. Aquellas personas debían de haber sido las últimas en encaminarse al norte, porque a partir de allí no se veía nada excepto roca de arrecife desnuda hasta el horizonte.

Dudé y estuve a punto de regresar. Pero pasear por los callejones me había hecho sentir como un espía y no estaba preparado para volver a la tienda de Akili, a la calidez de su cuerpo ni a la esperanza que parecía ofrecerme. Media hora antes había considerado seriamente la posibilidad de emigrar a ásex total y extirparme los genitales y varios fragmentos vitales de materia gris como panacea para todas mis aflicciones. Necesitaba dar un largo paseo a solas.

Me dirigí hacia el desierto iluminado por la luna.

Volutas de trazos minerales brillaban por todas partes, y después de haber visto varios de aquellos jeroglíficos descifrados, el terreno había cambiado y estaba lleno de significado, aunque dados mis conocimientos, la mayor parte de los dibujos podía ser sólo una decoración aleatoria.

La ciudad abandonada estaba a oscuras o escondida tras una pendiente del terreno; no veía ninguna luz en el horizonte sur. Me imaginé un enjambre de insectos invisibles que salían correteando de sus nidos del centro, pero sabía que el campamento no era más seguro y que aquellas cosas sólo mataban por el espectáculo, por el pánico que inspiraban. A solas corría menos peligro.

Me pareció que notaba un temblor de tierra, tan ligero que lo puse en duda de inmediato. ¿Todavía seguía el bombardeo? Creía que todos habían dejado la ciudad a merced de los soldados, aunque quizá unos cuantos disidentes no hubieran hecho caso del plan de evacuación, o era posible que la milicia se hubiera quedado oculta y por fin empezara la confrontación. Era una idea deprimente; no tenían ninguna oportunidad.

Volvió a suceder. No podía distinguir la dirección de la explosión ni oía ningún sonido; sólo notaba la vibración. Di una vuelta entera buscando humo en el horizonte. Quizá bombardeaban los campamentos. Por la mañana, las columnas de humo blanco de la ciudad se habían visto desde kilómetros, pero los proyectiles para las tiendas de la roca desnuda llevarían cargas distintas con efectos distintos.

Seguí andando hacia el sur con la esperanza de ver la ciudad junto con alguna señal de que la acción pirotécnica se restringía a ella. Intenté imaginarme que superaba la guerra sano y salvo pero acostumbrado a la miríada de tecnologías de la muerte, y que ofrecía a las cadenas a las que no importaba lo que hubiera falsificado una grabación completa con mi comentario experto sobre el sonido característico de un misil de seguimiento chino al dar en el blanco, o la traza inconfundible que dejaba un proyectil de Tecpacífica de cuarenta milímetros al estallar en campo abierto.

Noté que me barría una oleada de resignación. Me había tragado demasiados sueños en los últimos tres días: la
technolibération
, el final de las leyes de patentes, la felicidad personal y la dicha asexual. Era hora de despertar. La locura habitual del mundo había acabado por alcanzar Anarkia, así que, ¿por qué no mantenerme al margen, recuperar la perspectiva e intentar sacar algo de todo aquello para ganarme la vida? La invasión no era una tragedia mayor que diez mil conquistas sangrientas anteriores y siempre había sido inevitable. La guerra había llegado de una manera u otra a todas las culturas humanas conocidas.

—A la mierda todas las culturas humanas conocidas —susurré sin mucha convicción.

La tierra rugió y me derribó.

La roca de arrecife era blanda, pero me di de bruces y me hice sangre en la nariz; quizá me la había roto. Sin aliento y sorprendido, me incorporé sobre las manos y las rodillas, pero el suelo no había dejado de temblar y no me atrevía a ponerme en pie. Miré a mi alrededor en busca de la constancia de un impacto cercano, pero no había resplandor, humo, cráter ni nada.

¿Qué era aquel nuevo terror? ¿Después de robots invisibles, bombas invisibles?

Me arrodillé, esperé y me incorporé con inseguridad. La roca de arrecife todavía reverberaba. Caminaba en círculos, como un borracho, mientras miraba el horizonte y me resistía a creer que no hubiera ninguna señal de la explosión.

Sin embargo el aire estaba en silencio. Era la roca la que había transmitido el sonido. ¿Una detonación subterránea?

¿O submarina, bajo la isla?

¿Ninguna detonación?

La tierra volvió a convulsionarse. Aterricé de mala manera y me torcí un brazo, pero el pánico lo arrastraba todo y convertía el dolor en una insignificancia. Clavé las uñas en el suelo e hice un esfuerzo para no hacer caso de mi instinto, que me gritaba que permaneciera quieto y no me arriesgara a moverme; sabía que si no me levantaba y corría sobre el coral muerto más deprisa de lo que había corrido en la vida, estaría perdido.

Los mercenarios habían matado los litófilos que dotaban de flotabilidad a la roca de arrecife. Nos habían sacado de la ciudad porque sólo se mantendría a flote el centro de la isla. Sin el sustento del
guyot
, el saliente se hundiría.

Me volví para examinar el estado del campamento. Los cuadrados verdes y naranja me devolvieron una mirada de incomprensión; casi todas las tiendas seguían en pie. No pude distinguir a nadie que corriera por el desierto: era demasiado temprano, pero no tenía ningún sentido regresar a avisarlos, ni siquiera a Akili. Seguro que los buceadores de tierra habían entendido lo que sucedía mucho antes que yo. Lo único que podía hacer era intentar ponerme a salvo.

Me puse de pie y empecé a correr. Recorrí unos diez metros antes de que la tierra se moviera y me derribara. Me levanté, di tres pasos, me torcí un tobillo y me volví a caer. Se oía un crujido constante y tortuoso que me inundaba la cabeza y me atravesaba el cuerpo. Iba desde la roca de arrecife hasta mis huesos mientras resonaba de un mineral vivo a otro. El mundo inferior llegaba hasta mí y compartía su desintegración.

BOOK: El Instante Aleph
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