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Authors: Greg Egan

El Instante Aleph (50 page)

BOOK: El Instante Aleph
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Empecé a gatear gritando sin palabras, casi paralizado por la imagen del océano que se abalanzaba sobre los arrecifes hundidos, arrastraba cuerpos, los lanzaba tierra adentro y los estampaba contra el suelo que se abría. Miré atrás y sólo vi el plácido poblado de tiendas que seguía intacto en vano, mientras toda la isla rugía en mi cráneo; seguro que sólo faltaban unos minutos para el aluvión.

Me puse en pie de nuevo, corrí durante unos segundos a pesar de las estrellas que se balanceaban, aterricé bruscamente y se me abrieron los puntos. La sangre tibia empapó los vendajes. Descansé mientras me tapaba los oídos y me atrevía a preguntarme por vez primera si no sería mejor detenerme y morir. No sabía a qué distancia estaba del
guyot
. Y aunque llegara a tierra firme, tampoco sabía hasta dónde llegaría el océano. Busqué la agenda en el bolsillo, como si pudiera averiguar mi posición por el GPS, consultar unos mapas y tomar alguna decisión. Me dejé caer de espaldas y empecé a reírme. Las estrellas se convertían en estelas a intervalos.

Me levanté, volví la cabeza y vi que alguien corría por la roca detrás de mí. Me dejé caer a gatas, en parte de forma voluntaria, pero seguí mirando la figura. Tenía la piel oscura y era esbelta, pero no se trataba de Akili; llevaba el pelo demasiado largo. Forcé la vista; era una adolescente. La luz de la luna le iluminaba la cara, tenía los ojos como platos por el pánico, pero la boca cerrada con determinación. La tierra se arqueó y los dos nos caímos. La oí gritar de dolor.

Empecé a arrastrarme hacia ella. Si estaba herida lo único que podría hacer era sentarme a su lado hasta que el océano nos atrapara, pero no podía irme y dejarla atrás.

Cuando la alcancé estaba tumbada de lado, se frotaba una pantorrilla y murmuraba enfadada.

—¿Crees que podrás ponerte de pie? —grité agachado a su lado.

—¡Es mejor que nos quedemos aquí! —dijo negando con un gesto—. ¡Estaremos a salvo!

—¿No sabes qué pasa? —dije mirándola—. ¡Han matado los litófilos!

—¡No! Los han reprogramado y están absorbiendo gas de manera activa. Matarlos habría sido demasiado lento y los habría puesto sobre aviso.

Aquello era surrealista. No podía concentrarme en lo que me decía; la tierra temblaba con demasiada violencia.

—¡No podemos quedarnos aquí! ¿Es que no lo entiendes? ¡Nos vamos a hundir!

Volvió a hacer un gesto de negación. Durante un instante, dos oleadas de movimiento opuestas se cancelaron. Me sonreía como si yo fuera un niño asustado por una tormenta.

—¡No te preocupes! ¡No nos pasará nada!

¿Qué creía que ocurriría cuando el océano entrara bramando? ¿Que nos sujetaríamos el uno al otro? ¿Que un millón de refugiados unirían sus manos y lucharían juntos contra el agua?

Anarkia había hecho enloquecer a sus hijos.

Nos cubrió una lluvia de rocío. Me agaché y me cubrí la cabeza mientras me imaginaba el avance del agua de las profundidades a través de la roca despresurizada mientras hacía estallar fisuras en ella al salir a la superficie. Y cuando levanté la mirada estaba allí: en la distancia había un géiser que subía hasta el cielo, un terrible hilo de plata a la luz de la luna. Estaba unos cientos de metros al sur y significaba que se había socavado el camino hasta el
guyot
y que no teníamos posibilidades de escapar.

Me desplomé junto a la chica.

—¿Por qué corrías en sentido contrario? —me gritó—. ¿Te habías perdido? —Me incorporé y la cogí por un hombro para enfocar mejor su cara. Nos miramos con mutua incomprensión—. Estaba de vigilancia —insistió—. Debería haberte detenido al final del campamento, pero pensé que sólo te alejarías un poco para obtener una vista mejor para la cámara.

Todavía llevaba la cámara del hombro. Ni siquiera había pensado en usarla para grabar el campamento mientras se inundaba y emitir el genocidio al mundo.

La llovizna se convirtió en lluvia durante un par de segundos y después se detuvo. Miré hacia el sur y vi que el géiser se hundía.

Por primera vez, noté que me temblaban las manos.

La tierra estaba quieta.

¿Qué significaba? ¿Que la zona sobre la que estábamos se había soltado de sus alrededores, como un iceberg que nacía gritando de un glaciar, y flotaba en relativa calma antes de que el agua lo inundara desde los bordes?

Me zumbaban los oídos y me temblaba el cuerpo, pero miré el cielo y las estrellas estaban firmes como rocas. O viceversa.

Entonces la chica me obsequió con una sonrisa vacilante, mareada, borracha de adrenalina, los ojos brillantes con lágrimas de alivio. Ella creía que se había terminado la dura prueba y a mí me habían advertido que no creyera que sabía más que ellos. La miré sorprendido; tenía el corazón desbocado por el terror y el pecho atenazado por la esperanza y la incredulidad. Me di cuenta de que sollozaba de forma profunda y entrecortada.

—¿Por qué no hemos muerto? —pregunté cuando recuperé la voz—. El saliente no puede flotar sin los litófilos. ¿Por qué no nos hemos hundido?

Se incorporó y se sentó con las piernas cruzadas para masajearse la pantorrilla herida, distraída durante un momento. Luego me miró, entendió el alcance de mi ignorancia y agitó la cabeza.

—Nadie ha tocado los litófilos del saliente —me explicó con paciencia—. La milicia ha mandado los buceadores al borde del
guyot
para bombear una imprimación que hace que los litófilos eliminen el gas de la roca de arrecife que hay justo encima del basalto. El agua ha entrado... y la roca de la superficie del centro es más pesada que el agua.

»Yo lo veo de esta manera —añadió con una amplia sonrisa—: hemos perdido una ciudad, pero hemos ganado una laguna.

CUARTA PARTE
29

En el campamento reinaba el júbilo. Bajo la luz de la luna, miles de personas comprobaban si había alguien herido, alzaban las tiendas caídas, celebraban la victoria, se lamentaban por la pérdida de la ciudad o recordaban con seriedad a cualquiera que los escuchara que quizá la guerra no había terminado. Nadie sabía con certeza si los mercenarios habían ocultado efectivos y armamento fuera de la ciudad, a salvo de la devastación del hundimiento del centro, ni qué podía salir a rastras de la laguna.

Encontré a Akili ilesa. Estaba ayudando a levantar los toldos caídos de las bombas de agua. Nos abrazamos. Yo estaba lleno de heridas, tenía la cara cubierta de sangre y los puntos, que se me habían abierto por tercera vez, me enviaban descargas de dolor como si fueran arcos voltaicos, pero nunca me había sentido vivo con tanta intensidad.

—A las seis de la madrugada —dijo Akili mientras se separaba con delicadeza—, la TOE de Mosala se enviará a la red. ¿Te sentarás conmigo a esperar? —Me miró a los ojos sin ocultar que le asustaba la plaga y la perspectiva de enfrentarse a ella sola.

—Por supuesto —dije mientras le daba un apretón en el brazo.

Me fui a las letrinas a limpiarme. Afortunadamente, los conductos de aguas residuales seguían abiertos, y lo que se había vertido con anterioridad no había salido a la superficie empujado por las ondas sísmicas del terremoto. Me lavé la sangre de la cara y me quité el vendaje del estómago con cuidado.

La herida todavía sangraba un poco. El corte del láser del insecto era más profundo de lo que pensaba. Cuando me incliné sobre la pila noté que los segmentos de carne a ambos lados del tajo, que tenía unos siete u ocho centímetros de longitud, se rozaban entre sí y sólo estaban unidos por los extremos. La quemadura había cauterizado el tejido a lo largo de toda la pared abdominal y las costuras se habían abierto.

«No es una buena idea», pensé mirando alrededor; no había nadie a la vista. Pero dado que me habían atiborrado de antibióticos para prevenir una infección...

Cerré los ojos y metí tres dedos en la herida. Toqué el intestino delgado; estaba tibio como la sangre y no frío como una serpiente. Parecía un músculo elástico y no resultaba resbaladizo al tacto. Aquella parte del cuerpo era la que casi me había matado cuando estuvo socavada por enzimas extraños que me exprimían implacablemente hasta dejarme seco.

«Pero el cuerpo no es un traidor: sólo obedece las reglas necesarias para poder existir.»

El dolor casi me paralizó y pensé que tendría que pasarme el resto de la vida como Napoleón o un inquisitivo santo Tomás, pero saqué la mano, me apoyé en el lavabo de plástico y le di un puñetazo en un lado.

Quería mirarme al espejo y proclamar: «Esto es todo. Sé quién soy y acepto sin condiciones mi vida de máquina impulsada por sangre, de criatura de células y moléculas, de prisionero de la TOE».

Pero no había espejos. No en las letrinas de un campo de refugiados, ni siquiera en Anarkia.

Y si esperaba unas horas más, aquellas palabras tendrían más peso, porque al amanecer sabría por fin toda la verdad sobre la TOE que me permitiría pronunciarlas.

Mientras volvía al encuentro de Akili saqué la agenda y consulté las noticias de los medios de comunicación internacionales. En todas partes se hablaba sin cesar del contraataque de los anarkistas a los mercenarios.

Sin embargo, la mejor cobertura era la de SeeNet.

Empezaba con una imagen de la laguna. A la luz de la luna parecía enorme y en calma, de una manera extraña e inquietante. Era casi un círculo perfecto, como un antiguo cráter volcánico inundado, un eco del
guyot
que ocultaba debajo. A pesar de todo, sentí una punzada de pena por la muerte de los mercenarios cuyos rostros no había visto, a quienes la roca firme había traicionado y que se habían ahogado en el terror sólo por dinero y los derechos de los accionistas de InGenIo.

—Puede que tardemos décadas en saber exactamente quién financió la invasión de Anarkia y por qué —se oyó decir a la reportera, una profesional con implantes en el nervio óptico—. En este momento, ni siquiera está claro si el sacrificio que han hecho los residentes de la isla los salvará de los agresores.

»Pero hay algo que se sabe con certeza: Violet Mosala, la ganadora del premio Nobel que tuvo que ser evacuada a causa del estado crítico de su salud hace menos de veinticuatro horas, tenía la intención de hacer de esta isla su hogar. Esperaba dar a los renegados la suficiente respetabilidad para que el grupo de naciones que se oponen al bloqueo de la ONU pueda por fin hablar con libertad. Si la invasión ha sido un intento de silenciar esas voces disidentes, parece condenada al fracaso. Violet Mosala está en coma, debatiéndose entre la vida y la muerte después de un ataque por parte de una secta violenta, y la población de Anarkia tendrá que luchar más que nunca para sobrevivir durante los años venideros aunque la paz le haya llegado esta noche, pero el asombroso coraje que han demostrado una y otros no caerá en el olvido.

Había más: parte de mi grabación de Mosala durante el congreso e imágenes de aquella periodista con el bombardeo, el éxodo digno de la ciudad, el establecimiento de los campamentos y un ataque de uno de los robots de los mercenarios.

Estaba filmado y montado de manera impecable. Tenía fuerza, pero no caía en el sensacionalismo. Y de principio a fin era abiertamente, pero de forma totalmente honrada, propaganda a favor de los renegados.

Yo no podría haberlo hecho ni la mitad de bien.

Sin embargo, lo mejor estaba por llegar.

La periodista se despidió con una imagen de las oscuras aguas de la laguna.

—Sarah Knight desde Anarkia para los servicios informativos de SeeNet.

Según la red de comunicaciones personales, Sarah Knight seguía incomunicada en Kyoto. Lydia no contestó a mis llamadas, pero encontré un ayudante de producción de SeeNet que accedió a pasarle un mensaje a Sarah. Me llamó media hora después, y Akili y yo le sacamos toda la historia.

—Cuando Nishide se puso enfermo en Kyoto, les dije a las autoridades japonesas lo que creía que estaba sucediendo exactamente, pero el ADN del neumococo era de una variedad natural y no quisieron creer que lo había inoculado un troyano. —Los troyanos eran microorganismos que podían reproducirse a sí mismos y a su carga patógena oculta sin provocar síntomas ni una respuesta inmunológica durante varias generaciones, y cuando una infección masiva pero aparentemente natural sobrecargaba las defensas corporales se destruían sin dejar rastro—. Después de montar tanto follón y que nadie me creyera, ni siquiera la familia de Nishide, pensé que sería sensato no llamar la atención.

No pudimos hablar mucho tiempo, ya que Sarah tenía que entrevistar a un buceador de la milicia.

—El documental de Mosala —dije con voz entrecortada cuando estaba a punto de cortar la conexión—. Te merecías el trabajo; deberían habértelo dado.

Hizo un amago de restarle importancia al tema entre risas como si fuera agua pasada.

—Es cierto —dijo luego, dejando de reírse—. Me pasé seis meses asegurándome de que estaba mejor preparada que nadie y aun así apareciste y me lo robaste en un día porque eras el niño bonito de Lydia y quería tenerte contento.

No podía creer lo difícil que me resultaba pronunciar aquello. La injusticia era descaradamente obvia y a solas lo había admitido mil veces, pero una esquirla de orgullo y falso sentimiento de superioridad moral se me resistían en cada paso del camino.

—Abusé de mi posición —dije—. Lo siento.

—De acuerdo —asintió Sarah con los labios apretados—. Acepto tus disculpas, Andrew, pero con una condición: que Akili y tú dejéis que os entreviste. La invasión es sólo la mitad de la historia y no quiero que los mamones que dejaron en coma a Mosala queden impunes. Quiero saber exactamente qué pasó en el barco.

—Claro —dijo Akili cuando le miré.

Intercambiamos coordenadas. Sarah estaba al otro lado de la isla, pero iba recorriendo los campamentos en los vehículos de la milicia.

—¿A las cinco de la madrugada? —propuso Sarah.

—¿Por qué no? —dijo Akili con una carcajada mientras me lanzaba una mirada cómplice—. Nadie va a dormir esta noche en Anarkia.

Los sonidos de la celebración llenaban el campamento. No paraban de pasar personas por delante de la tienda entre risas y gritos, siluetas recortadas contra la luz de la luna. La música de los satélites, de Tonga, de Berlín o de Kinshasa, salía a todo volumen de la plaza principal, y alguien se las había apañado para encontrar o fabricar petardos. Todavía estaba eufórico por la adrenalina pero destrozado por la fatiga, y no sabía si quería unirme a la fiesta o acurrucarme e hibernar un par de semanas. Sin embargo, había prometido no hacer ninguna de las dos cosas.

BOOK: El Instante Aleph
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