El inventor de historias (34 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
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—Querría ver a Pedro Almeiras.

—¿Es usted el señor que viene de Ribanova? Pase, haga el favor. Están arriba, esperándole. Ha llegado usted antes de lo que creían. Por aquí.

Juan Sebastián Arroyo subió la escalera amparado por la llama vacilante de un quinqué. Había una puerta entreabierta por la que se filtraba una luz tenue de hogar encendido. Llamó con los nudillos.

—Soy Juan Sebastián Arroyo.

Pedro Almeiras abrió la puerta. Allí, junto al fuego, estaba Linus Daff, el inventor de historias, que saludó su entrada con una sonrisa.

—Querido amigo. Querido Arroyo…

Los dos hombres se dieron un abrazo enérgico.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez. Le envié una carta a Londres hace un par de meses…

—No sabe usted cuántas cosas han pasado. Dejé la casa de Londres… pero vamos a empezar por el principio. Pedro, cierre bien la puerta. A propósito, él es Pedro Almeiras. Y ahora siéntese y prepárese a escuchar la historia más extraordinaria que haya oído en toda su vida.

—Tratándose de usted, a mí ya no puede sorprenderme nada. Soy todo oídos.

Linus Daff le habló entonces de Fernando Castro de Lema, de su legado millonario, de su muerte repentina. Le habló de la obligada suplantación de su personalidad y su apellido, del viaje casi odiseico desde La Habana, de la llegada a Vilabranca, de los proyectos del indiano y de cómo, en efecto, la inmensa cantidad de dinero acumulada por él podría variar sustancialmente la vida en el pueblo. Juan Sebastián Arroyo escuchó con atención, llevándose a la boca de vez en cuando una taza llena de caldo de gallina, y al final fijó sus ojos cándidos en los del inventor de historias.

—¿Y qué puedo hacer yo? —lo dijo desde el corazón—. Aquí lo único que hace falta son cuartos, y eso ya lo tienen ustedes gracias a su amigo…

Linus Daff sonrió.

—No se trata sólo de dinero. Hay que organizar la puesta en marcha del colegio. Contratar profesores. Comprar material de estudio… Necesitamos su ayuda. Este pueblo está lleno de buena gente con la mejor voluntad… pero no están lo que se dice muy bien preparados. Pedro y yo no conocemos a nadie más que a usted en muchas millas a la redonda. Queremos que nos ayude, que nos oriente. Yo no sabría ni dónde comprar una docena de lapiceros, no digamos encontrar profesorado para el centro o asesores en materia de adquisiciones para los laboratorios. Es necesario contratar un arquitecto, un experto en el diseño de jardines… Estamos en sus manos, Arroyo.

Juan Sebastián Arroyo apuró el caldo de gallina.

—Bueno —se encogió de hombros—, si de verdad creen que mi ayuda es tan importante, cuenten conmigo. Después de todo, ya saben que tampoco tengo mucho pito que tocar por ahí adelante, y el médico me había recomendado una temporadita cerca del mar. Lo dicho, señores, que me quedo con ustedes. Y además, siempre tuve ganas de participar en una conspiración como ésta. Hala, díganle a su patrona que me prepare una habitación. Mañana será otro día.

Linus Daff y Juan Sebastián Arroyo se levantaron pronto a la mañana siguiente. El inventor de historias había decidido viajar a La Coruña con el propósito de cambiar en pesetas los dólares americanos de los que disponían.

—Me parece que estos billetes ya no nos van a valer de mucho.

—¿Cuánto nos queda?

—Algo menos de cinco mil dólares —Linus Daff contó los billetes de cien que guardaba en su cartera,

—Oigan —era Juan Sebastián Arroyo quien hablaba—, no quiero ser indiscreto, pero es para hacerme a la idea… ¿cuánto dinero dejó al morir ese amigo suyo?

—Cuatro millones de dólares.

—¿Y eso cuánto viene siendo en la moneda de los cristianos?

—Unos veintidós millones de pesetas.

—¡Virgen Santa! Juan Sebastián Arroyo se dejó caer en una silla—. Pero… pero es que no creo que haya en toda Galicia tanto dinero junto… si eso es una salvajada… Miren, el otro día compramos entre cincuenta compañeros un reloj de leontina para regalarle a un médico que se jubilaba… un reloj muy aparente, ¿eh?, en oro de dieciocho quilates. Pagamos trescientas veinticinco pesetas y nos pareció una fortuna. El alquiler de mi casa de Ribanova me cuesta doce duros al mes. —Tuvo que secarse el sudor en la frente—. Yo no sabía que en el mundo hubiese gente tan rica.

—Yo tampoco, se lo aseguro —Linus Daff se abotonó la chaqueta—, pero me alegro infinitamente de equivocarme, sobre todo cuando alguien decide dar a su dinero un destino tan generoso. Me voy a La Coruña. Volveré después de comer.

A su regreso, Linus Daff encontró a Serafín Cortés aguardándole en la puerta de la pensión. Llevaba la boina en la mano y en la cara el aire lúgubre del que trae malas noticias.

—Señor alcalde…

—Don Fernando, tenemos que hablar. Ya empiezan los problemas. Es Esteban, que dice que no vende.

¿Quién?

—Esteban Segade. El dueño del terreno del que le hablamos ayer. Estuve con él esta mañana, y dice que no piensa vender las tierras de su padre a un indiano rico por muchos millones que tenga. Ni siquiera me ha dejado explicarle lo del colegio. Se ha puesto cazurro y casi me echa de su casa. Ya ve, a mí, a su alcalde. Lo malo es que no hay respeto, don Fernando. Y es una lástima, porque era un buen sitio para poner la escuela.

El falso Castro de Lema se acarició la barba.

—Voy a hablar yo con él.

—Ni se le ocurra. Es terco como una mula y tiene muy mal genio.

—Y un terreno que nos hace falta. Déjemelo a mí, alcalde. Por favor, acompáñeme a la casa de ese Segade y permita que sea yo quien le explique las cosas.

Esteban Segade tenía la piel llena de arrugas y dos ojos diminutos y azules que brillaban bajo unas cejas muy pobladas y casi blancas. Chupaba una cachimba de arcilla con la paciencia del fumador empedernido, llevaba siempre un jersey grueso y un gorro de lana, y casi cincuenta años de vida en la mar a sus espaldas. Había sido grumete de un carguero, estibador en los muelles de Vigo, pescador en flotas de anchura y de bajura, arponero en un buque dedicado a la caza del tiburón, y sólo en los últimos años una asma crónica le había obligado a conformarse con travesías menores, pequeñas faenas eventuales en barcos de poca monta y la ocasión de colaborar en la carga y descarga de las barquitas que llegaban al puerto de Vilabranca con la captura diaria de rodaballos y sardinas. Eso sí, seguía acudiendo casi a diario a la cofradía de pescadores donde, a cambio de un plato de arroz con mariscos y una taza de vino blanco, contaba cuentos durante horas mientras a su alrededor se iba haciendo un silencio que sólo interrumpía el susurro de las olas en la playa y el borboriteo de la sopa de pescado en las brasas del hogar. Era una delicia escucharle narrar aquellos cuentos con la voz gastada por el tabaco de pipa y la raspadura de la sal en las cuerdas vocales. A pesar de que conocía argumentos de toda condición, Esteban Segade prefería sobremanera los relacionados con la vida en el mar, con los buques encallados, con tesoros de filibusteros y sirenas varadas que atraían con su canto melodioso a los viajeros incautos. En las noches de galerna, cuando el mar rugía con una fuerza descomunal y las olas amenazaban con tragarse el pueblo entero, Esteban recordaba viejas historias de marinos errantes cuyos espíritus se paseaban por la playa mientras duraban las tormentas y acallaban con sus gemidos de penitentes los aullidos del viento. Había cuentos de piratas y ahogados, de corsarios llegados a Vilabranca por un error al calcular las rutas que creyeron que iban a llevarles a otras tierras más prósperas, de doncellas robadas por bucaneros locos de amor, de batallas navales y asaltos a navíos cargados de oro, de naufragios tremendos y tesoros escondidos en el fondo del mar.

Aunque nadie ponía en duda la veracidad de aquellas historias, lo cierto es que gran parte de ellas provenían de la imaginación desbordante de Esteban Segade, avivada por los muchos años de vida en la mar y las noches solitarias pasadas en la cubierta de un barco con la única compañía del brillo de la estrella polar y el canto de las sirenas. Esteban Segade no sabía leer ni escribir, pero poseía una memoria envidiable capaz de cobijar sin problemas las historias que había escuchado a lo largo de sus cincuenta años de navegación, las historias que inventaba por su cuenta y también, por qué no, las historias que soñaba. Porque Esteban soñaba todas las noches, y rara era la vez que de aquellos sueños no sacaba un cuento para relatar a cambio de un plato de arroz. Él no podía sospecharlo siquiera, pero la mayoría de sus sueños eran en realidad premoniciones y reminiscencias de sucesos dramáticos del historial de la navegación: catástrofes marítimas, amotinamientos, pérdida de cargamentos de metales preciosos que los barcos traían desde las minas de Potosí, y lo único que Esteban podía hacer al despertar después de aquellas noches de zozobra era reírse de su propio dormir desbocado y de su imaginación marinera que seguía galopando incluso en sueños.

La noche que soñó con el capitán Van der Pol, el marino holandés que se hundió con su barco en una noche de Navidad y cuyo cadáver no fue encontrado nunca, Esteban no pudo imaginar que estaba anticipando casi un siglo un suceso que, muchos años después, iba a ocupar la primera página de todos los periódicos del país. Le había ocurrido más veces, aunque él no lo sabía: soñaba con desastres marinos ya ocurridos o con acontecimientos luctuosos que luego se encargaba de ratificar la historia, y lo que él tomaba por historias inventadas eran en realidad recreaciones oníricas de sucesos reales. Había visto en sueños el naufragio del
Andrea Doria
, el incendio del vapor
General Shawn
, y quince días antes de la voladura del
Maine
, Esteban Benítez se había despertado con el estrépito de una bomba que había estallado en su cabeza antes de hacerlo en un puerto antillano para provocar una guerra y el fin de un imperio. Había soñado con los motines de la
Bounty
y del
Caine
, con la pérdida luctuosa de la Armada Invencible, con todas las travesías fallidas de los vikingos y hasta con el fracaso marino del rey don Sebastiao. Pero de todos los sueños del contador de cuentos nunca ninguno había sido tan real como el del hundimiento de un trasatlántico que cubría la ruta de Southampton a Nueva York y que había sido tragado por las aguas heladas del Atlántico después de chocar contra un gigantesco pedazo de hielo. Aquella noche soñó algo particularmente extraño: después del naufragio, uno de los supervivientes llegaba a Vilabranca y le hacía un regalo: un lápiz y un cuaderno de pastas blancas donde escribir sus historias. Claro que aquél era un regalo inútil, porque Esteban Segade no sabía escribir.

Aquella mañana, Esteban había recibido la visita del alcalde del pueblo. Al parecer, el cubano recién llegado al pueblo tenía interés en comprar las tierras de su propiedad a los pies del monte Armada, justo en los límites de la aldea, y Serafín Cortés se creyó en la obligación de llevarle la encomienda. En realidad, el contador de cuentos nunca había sentido un especial aprecio por aquel terreno extenso que su padre heredara de un tío lejano. Esteban era casi un niño, pero no entendió el interés del autor de sus días por unos cuantos ferrados qué jamás llegó a cultivar, porque su padre, al igual que su abuelo, al igual que él mismo, era hombre de mar y no de tierra adentro. Sin embargo, haciendo gala de una obstinación mineral, el padre había conservado aquel terreno a través de los años, rechazando con la frase «esa tierra no se vende» multitud de propuestas de adquisición y hasta de canje, como aquella vez que un marinero a punto de jubilarse le había propuesto cambiar la finca por una barca de pesca. Por eso Esteban ni siquiera quiso escuchar al alcalde cuando éste llegó con sus ofertas de compra, si ese cubano rico quiere quedarse con suelo gallego, que lo busque en otra parte, que yo no me vendo por unos duros, y con las mismas pidió a Serafín Cortés que saliera de su casa. El contador de cuentos pensó que el asunto estaba definitivamente zanjado cuando sonaron dos golpes en el portón de entrada.

—¿Quién va?

—Soy Fernando Castro de Lema.

—¿Quién?

—El indiano. Me gustaría hablar con usted.

Esteban Segade dudó unos momentos y luego abrió la puerta. Cuando vio a Castro de Lema la sorpresa fue mayúscula, porque frente a él, sombrero en mano, estaba el hombre que había aparecido en el sueño del último naufragio.

—¿Puedo pasar?

Esteban trataba de sacudirse la impresión recibida.

—Sí, señor —se hizo a un lado—. Entre y siéntese. Está usted en su casa.

Esteban Segade preparó café, un café fuerte y amargo capaz de mantener a raya la modorra en las noches de guardia, y luego se sentó en silencio frente al hombre que había soñado. Sin duda era él, aunque algo más viejo y ligeramente metamorfoseado por una barba blanca que no llevaba en el sueño. Pero los ojos eran los mismos, y también las manos y la expresión de la boca, y Esteban estaba esperando que le tendiese el lápiz inútil y el cuaderno que no necesitaba.

—¿Sabe a qué he venido?

—Más o menos.

—Esta mañana estuvo aquí el alcalde. Ya le dijo que quiero comprar sus tierras.

Esteban asintió con la cabeza.

—Pero usted no quiere venderlas.

—Las heredé de mi padre. Él nunca las vendió. Por algo sería, porque compradores no le faltaron. Esa tierra no se vende. Eso contestaba él cuando le llegaban con monsergas.

—¿Sabe usted por qué quiero ese terreno? —Linus Daff bebió un sorbo del café, y el recuerdo de Cuba pasó frente a él y se retiró de inmediato, igual que una ola.

—Es una buena tierra. Los ricos creen que pueden comprarlo todo. Usted se fue de Vilabranca antes de que yo naciera. Ahora regresa y quiere un trozo de pueblo.

El falso Castro de Lema clavó sus ojos en los del marino.

—Se equivoca. Necesito ese terreno para construir una escuela. Para eso he vuelto a Vilabranca. Voy a hacer un colegio. Un colegio para que estudien los niños de la aldea.

Esteban Segade frunció el ceño. Aquella revelación cambiaba las cosas. Se puso en pie y llenó otra cafetera.

—Yo nunca fui al colegio. Mis padres tampoco. Me hubiera gustado aprender a leer. ¿Van a enseñar a leer en ese colegio?

—Claro, señor. Y a escribir.

—¿Podrían enseñarme a mí?

Linus Daff no estaba preparado para aquella pregunta, pero no dejó que se le notara la sorpresa.

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