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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (37 page)

BOOK: El inventor de historias
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—Se lo agradezco. He tenido algunos gastos inesperados. También debo decirle que este montante cubre sólo los trabajos de diseño del trazado del parque. En caso de que estén interesados en que sea yo quien ejecute las obras, tendríamos que barajar otras cantidades.

—¿Estaría usted dispuesto a trabajar en Vilabranca?

—Por supuesto… siempre que usted acepte hacer frente a mis tarifas sin regatear.

—La costumbre del regateo no está entre mis muchos defectos, señor Martín. —El supuesto Castro de Lema enarcó una ceja.

—En ese caso, señores, sepan que normalmente cobro mil reales por semana de trabajo. Si ustedes lo desean puedo encargarme también de la localización y compra de las especies vegetales, que tendrían que abonar aparte.

—Muy bien. En ese caso, deje una dirección donde podamos localizarle en cuanto estemos en condiciones de empezar las obras del parque. Y ahora, si no le importa, tenemos que seguir trabajando.

—Le acompaño a la puerta —era Pedro Almeiras quien hablaba—. Por favor, Arroyo, vaya sirviéndome una taza de chocolate. No tardo nada.

Los pasos de los dos hombres se perdieron por la escalera. Pedro Almeiras volvió en cuestión de segundos.

—¿De dónde han sacado a ese imbécil?

—Aguilar dice que es el mejor de España en materia de diseño de parques —contestó Juan Sebastián Arroyo—, pero empiezo a creer que tendría que superar a los jardineros de Versalles para hacer olvidar su estupidez. En fin, supongo que en el mundo tiene que haber de todo. Hala, vamos a tomar el chocolate. Me parece que aún está caliente.

Los días se sucedieron. Benito Menán avanzó en el retrato de Pedro Almeiras, Linus Daff aprendió a jugar al dominó para no desairar las continuas invitaciones de sus supuestos contemporáneos (que venciendo la timidez inicial estaban dispuestos a rescatar su antigua amistad con Fernando Castro de Lema) y Juan Sebastián Arroyo perfilaba los detalles de la organización académica del Colegio. En realidad, las últimas dos semanas habían sido especialmente fructíferas. Un total de quince jóvenes licenciados habían manifestado su disposición de trasladarse a Vilabranca para integrar el cuerpo docente de la Escuela (atraídos unos por el interés del proyecto y otros por los sueldos generosos que ofrecía Fernando Castro), el terreno de Esteban Segade estaba preparado para iniciar las obras, y se había avanzado considerablemente en la creación del Departamento de Ciencias y los laboratorios de física y química.

La organización del gabinete de historia natural corrió a cargo del profesor Hernán Salinas, un sabio sexagenario considerado primera autoridad en la materia en un tiempo en que en España seguían vivas las diferencias irreconciliables entre darwinianos y cuvieristas. La colección proyectada constaba de cerca de cuatro mil ejemplares entre los que se incluían esqueletos de distintos bichos, dos mil conchas marinas y fluviales, quinientos minerales, cuatrocientos fósiles y mil especies vegetales ordenadas en nueve herbarios. Aunque la colección de animales estaba integrada casi exclusivamente por ejemplares europeos, había también esqueletos de algunas especies exóticas, como el armazón de un canguro y el cráneo completo de un orangután. El catedrático Jerónimo Macho Velado, autor del primer tratado de mariposas publicado en Galicia, había aceptado hacerse cargo de la colección de insectos, y consiguió para el centro casi dos mil ejemplares distintos. El laboratorio de física contó con el asesoramiento de Jean Serrault, un francés eternamente triste a quien Arroyo había hecho reír durante casi treinta minutos seguidos cuando un conocido común los presentó en Madrid. Después de la inolvidable sesión de carcajadas, primera y última en la vida del francés, Jean Serrault juró amistad eterna al simpático español, y todas las Navidades le enviaba desde París un surtido de quesos y dos botellas del mejor Borgoña. Serrault, que dirigía en la capital del Sena un Instituto Avanzado de Investigaciones Científicas, elaboró a petición de Arroyo un completo listado de artilugios de física que conformarían el mejor y más completo laboratorio privado en la materia que hubo nunca en la España de la época. Serrault tenía excelentes relaciones con la casa G. Fontaine, primer fabricante europeo de instrumental de física, y manifestó que estaba dispuesto a encargarse personalmente de la compra de los aparejos recomendados, unos doscientos en total, entre los que había piezas como el hombre del doctor Anzou, totalmente desmontable, que tenía señaladas en el cuerpo dos mil partes diferentes, el fenaquisticopio de Plateau, el fonógrafo de Edison, el vibroscopio de Duhamel y el estereoscopio con vistas inventado por Wheatstone. Había además distintos tipos de máquinas a vapor, una prensa hidráulica, un telescopio y hasta un esqueleto humano con todos sus huesos que, según se dijo después, era en realidad la osamenta de una cupletista parisina que había cometido suicidio por causa de una pasión no correspondida. El montante de las compras era tan elevado que asustó al propio Juan Sebastián Arroyo, y mostró a Linus Daff la relación enviada por Jean Serrault y el presupuesto adjunto preparado por la casa Fontaine.

—Mire, Daff, yo no sé si esto será demasiado… Todos estos chismes son carísimos.

—Querido amigo, contamos con más de veinte millones de pesetas… le aseguro que nada es demasiado. Así que adelante. Dígale a su amigo que encargue el instrumental, y le enviaremos enseguida el dinero necesario para las compras y los costes de cada envío.

Así se hizo, y Serrault recibió una carta dando vía libre a las adquisiciones y un giro de quince mil reales para los primeros gastos. Entre unas cosas y otras, las casi treinta mil pesetas que quedaban de la cantidad en metálico entregada por el verdadero Castro de Lema antes de morir había ido mermando sensiblemente, y un buen día Linus Daff se dio cuenta de que apenas tenían dinero. Faltaba menos de una semana para la llegada de José María Aguilar, de modo que en cosa de quince días podrían comenzar las obras del colegio. Se hacía necesario, pues, disponer de dinero líquido para hacer frente a los muchos gastos que se avecinaban.

—Mañana iré a La Coruña a sacar dinero de la cuenta de Castro de Lema —dijo a Juan Sebastián Arroyo mientras comían—. ¿Quiere acompañarme?

—No le digo que no. Me apetece dar otro paseíto en ese coche suyo.

—Muy bien. Salimos mañana a las ocho en punto. ¿Y usted, Pedro?

—Me quedaré vigilando el fuerte. Además, voy a empezar a hacer la lista de los instrumentos necesarios para el gabinete de música, y Benito Menán quiere aprovechar la mañana para terminar mi retrato. Vayan ustedes dos.

Salieron del pueblo muy temprano, justo cuando volvían las barcas y el sol empezaba a brillar en el cielo rosáceo. El trayecto a La Coruña se prolongó más de dos horas, porque aunque salieron de Vilabranca con buen tiempo, a medida que el camino avanzaba el cielo iba volviéndose de un gris profundo y empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. Llegaron a la ciudad a las diez de la mañana, y el coche maniobró en medio de la curiosidad de los paseantes hasta encontrar la sucursal del Banco Hispano Americano, donde Fernando Castro de Lema había transferido todos sus fondos semanas antes de fallecer. Linus Daff y Juan Sebastián Arroyo entraron juntos en la oficina bancaria. No había otros clientes en aquel momento, y un empleado solícito les sonrió cuando se acercaron a la ventanilla.

—¿En qué puedo ayudarles?

—Quiero retirar dinero de una cuenta a mi nombre, abierta hace dos meses desde mi banco de Nueva York.

—Por supuesto, señor. ¿Qué cantidad?

—Cuarenta mil pesetas.

El contable dio un respingo que hizo sonreír a Juan Sebastián Arroyo.

—Aquí tiene mi pasaporte y los datos de mi cuenta bancaria. —Linus Daff tendió los documentos al recién sorprendido.

—Muy bien. Por favor, aguarde un momento, señor…

—Castro. Fernando Castro de Lema.

El empleado se retiró y tardó unos minutos en volver. Cuando regresó, y para sorpresa de los dos hombres, no llevaba en las manos un fajo de billetes, sino una expresión hierática clavada en la cara.

—Señor…, lamento comunicarle que no puede disponer de la cantidad que solicita.

—¿Por qué razón? —el falso Castro de Lema ni siquiera alteró el gesto.

—Simplemente, porque en su cuenta no hay fondos suficientes. —El empleado del banco miraba desde el parapeto de cristal a Linus Daff y a Juan Sebastián Arroyo.

—¿Cómo? —Linus Daff sonrió—. Debe tratarse de un error. Hace poco más de un mes di indicaciones a mi banco de Nueva York para pasar a esta cuenta el montante íntegro de mis ahorros.

—Perdone, pero eso es todo lo que puedo decirle.

—Está bien —Linus Daff levantó la cabeza—. Necesito hablar con el director de la sucursal. Inmediatamente.

Había algo en verdad autoritario en las maneras suaves y corteses del supuesto Castro de Lema. El empleado de caja desapareció para volver en unos minutos.

—El director les espera en su despacho.

Roque León se puso de pie cuando vio entrar a los dos hombres, estrechó sus manos y les pidió que se sentaran. El director de la oficina bancaria era un hombre tímido y afable, que hacía su trabajo con un rigor y una meticulosidad extrema, y al que gustaba muy poco dar malas nuevas. No soportaba la tarea de denegar un crédito, ejecutar un embargo o comunicar a un cliente que estaba en números rojos, y empezaba a intuir que aquélla sería una de tantas ocasiones funestas en que su cargo le convertía en portador de las peores noticias.

—¿En qué puedo ayudarles?

—Señor, mi nombre es Fernando Castro de Lema… y me temo que estamos ante un asunto muy enojoso. Acabo de volver a Galicia después de pasar más de medio siglo en el extranjero, y poco antes de mi regreso ordené a mi banco de Nueva York que transfiriese a una cuenta abierta en esta entidad todo el capital acumulado después de cincuenta años de trabajo. Hoy he solicitado una cantidad de dinero con cargo a esa cuenta, y me dicen que el saldo del que puedo disponer no cubre el montante que necesito… lo cual no es posible, porque si los cálculos no fallan, el importe de mis ahorros, íntegramente enviados a esta sucursal, debe andar cercano a los cuatro millones de dólares.

El director del banco se pasó la mano por la cabeza.

—Señor…

—Castro.

Roque León abrió una carpeta llena de papeles y extrajo un documento en el que se consignaban distintas cifras.

—En efecto, señor Castro —el director del banco se caló las gafas—. Hace más de un mes y medio usted ordenó desviar a esta sucursal el montante completo del capital depositado en un banco americano. Pero en el momento de efectuarse la transferencia sólo había en su cuenta una cantidad que rondaba los seiscientos dólares. Al parecer, su socio retiró el resto del dinero unos días antes de materializarse esa transferencia.

—¿Mi… mi socio? —Linus Daff notó con disgusto que la voz le temblaba.

—Sí señor. El señor Schmitd —volvió a examinar los papeles de la carpeta—. Según lo consignado, desde hace más de treinta y cinco años Oskar Schmitd es firma autorizada en esa cuenta, y por tanto puede disponer del capital con la misma libertad que usted. Exactamente dos días antes de que ordenase la transferencia, el señor Schmitd retiró cuatro millones de dólares que, en efecto, estaban ingresados en su banco de Manhattan.

—Pero ¿cómo es posible…? —era Juan Sebastián Arroyo quien hablaba.

Roque León carraspeó un poco y, como tantas otras veces, se sintió absolutamente miserable.

—Lo lamento, señor Castro. Dispone usted de algo más de seiscientos dólares que puede retirar en cuanto crea oportuno… pero el resto de su capital se encuentra ahora mismo en manos de su socio, el señor Oskar Schmitd, en una sucursal suiza de su banco de Nueva York.

—Espere un momento. —Juan Sebastián Arroyo había perdido de golpe todo el color de la piel—, ¿cómo… cómo dice usted que se llamaba su socio?

—En realidad era mi agente bursátil —Linus Daff tenía que hacer esfuerzos por recordar sus propias mentiras—, aunque sí es cierto que Oskar Schmitd y yo tuvimos algunos negocios juntos.

—Pero… pero si yo conozco a ese tipo… Schmitd… y no es un agente de bolsa… es un estafador con todas las de la ley, que hace veinte años quiso llevarse piedra a piedra las murallas romanas de Ribanova. —Juan Sebastián Arroyo se rascó la cabeza para ayudarse a recordar—. Dijo que era arquitecto o no sé qué, y que la muralla podía desmontarse, vender las piedras al muelle de La Coruña y construir con el dinero resultante una réplica del palacio de Versalles. Afortunadamente, nos dimos cuenta de que era un timo…

—Una historia extraordinaria, sin duda. —Roque León había olvidado de un plumazo su condición de director de banco—. Y ahora ese mismo caballero ha desviado a una cuenta propia cuatro millones de dólares que pertenecían a los dos.

—Por el amor de Dios —Juan Sebastián Arroyo pasó por alto el comentario de Roque León—, por el amor de Dios… América del Norte está llena de agentes de cambio y bolsa. Ciudadanos honrados dispuestos a trabajar de forma honesta… y Castro de Lema… quiero decir, y usted —se volvió casi con ferocidad hacia Linus Daff— tiene que elegir como asesor a un estafador profesional. A un timador como la copa de un pino…

—Señores —Roque León se pasó un pañuelo blanco por la frente para retirar el sudor—, créanme que lamento verdaderamente lo que ha pasado… pero no hay nada que podamos hacer. Señor Castro, estoy a su disposición si en algo puedo ayudarle… pero me temo que, dadas las circunstancias, de poco va a valerle la buena voluntad de esta entidad financiera. Ya sabe dónde encontrarme si me necesita.

Linus Daff y Juan Sebastián Arroyo hicieron en un completo silencio todo el viaje de vuelta a Vilabranca, que se les antojó largo y tortuoso como nunca. Del cielo caía una lluvia menuda, persistente, muy parecida a la lluvia inglesa, que empañaba los cristales del coche y embarraba el camino, Pedro Almeiras supo que algo iba mal en cuanto vio el rostro sombrío del inventor de historias y el gesto atribulado de Juan Sebastián Arroyo.

—¿Qué ha pasado?

—Es el fin, Pedro. Ahora sí que es el fin —Linus Daff meneaba la cabeza en un ademán de derrota. A su lado, Juan Sebastián Arroyo sólo sabía murmurar entre dientes, qué desastre, qué desastre, qué desastre.

—Pero ¿cuál es el problema?

—¿Problema? Es algo mucho peor, amigo mío. El dinero de Fernando Castro se ha evaporado.

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