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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (32 page)

BOOK: El inventor de historias
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Cuando un Rolls Royce amarillo entró traqueteando por las calles sin asfaltar de Vilabranca, algunos creyeron que había llegado el fin del mundo y que el diablo en persona, todo de azufre y negro, pilotaba aquel ingenio cuyo ruido no se parecía a ningún otro que hubieran escuchado antes y que despedía un humor pestilente por la parte de atrás, seguramente producto de las partículas infernales que ardían en su interior. Hubo algunos que gritaron para llamar al cura, otros que corrieron a esconderse en sus casas. Algunas mujeres se desmayaron y otras sufrieron ataques leves de histeria. Sólo los niños no se asustaron, porque la curiosidad que suscitaba en ellos el artefacto de metal era mucho mayor que el miedo a lo desconcido, y se quedaron mirando la máquina amarilla con los ojos espantados y tristes y un leve castañeteo en los dientes como señal del pavor que se habían propuesto vencer. El coche se detuvo junto a la iglesia, y aquello fue para algunos una señal inequívoca de que don Pedro Botero tenía que ver muy poco con aquel chisme de lata. Eso sí, cuando Bernardo Soares bajó del coche los miedos se redoblaron ante la visión del mastodonte negro vestido de librea, tocado con gorra de plato, que abría la puerta con una reverencia para que dos hombres llegados posiblemente del más allá descendiesen de aquella carroza misteriosa. Linus Daff fue el primero en bajar. Puso pie a tierra con el sombrero en la mano, hizo una venia general y luego se dirigió al hombre que menos temblaba intentando dominar en lo posible su acento británico que seguía sobreviviendo a pesar del duro aprendizaje al que lo sometiera durante las últimas semanas.

—Buenas tardes. Soy Fernando Castro de Lema y estoy buscando al alcalde del pueblo.

La petición del desconocido corrió como la pólvora entre la multitud, y alguien se ofreció para ir a buscar a Serafín Cortés. Lo trajeron en cuestión de minutos y casi en volandas.

—¡Señor Castro de Lema! —El alcalde de la aldea casi se abalanzó sobre el recién llegado—. Bienvenido a su pueblo, señor. Serafín Cortés, para servirle.

Se volvió casi con violencia hacia quienes les observaban.

—¿No habéis oído? Es don Fernando Castro. Castro de Lema. El que va a construir el colegio.

Hubo un silencio que pareció durar horas. La gente miraba a los pasajeros del Rolls Royce del mismo modo en que hubiesen mirado a un fantasma, con la curiosidad clavada en los ojos y el gesto expectante del que se enfrenta a un misterio. Fue entonces cuando se dieron cuenta que, en efecto, la venida de Fernando Castro era un hecho cierto y no una mentira orquestada por el alcalde para distraerles de las penurias diarias y la amargura de la escasez. Entonces alguien, nunca se supo quién, inició el aplauso. Un aplauso sincero que secundaron todos, que duró mucho tiempo y cuyo ruido pudo escucharse en todos los rincones del pueblo y puso en fuga a las gaviotas que anadeaban por la playa. Cuando escuchó aquel aplauso cuyo significado no acertó a explicarse del todo, Linus Daff tuvo por fin el absoluto convencimiento de que no había sido un error suplantar a Fernando Castro de Lema para hacer realidad el sueño del indiano y, por qué no, también los sueños de todos los vecinos de aquel pueblo perdido de la Costa de la Muerte.

Había empezado a caer la tarde cuando Serafín Cortés condujo a los recién llegados al que iba a ser su alojamiento en los próximos días, y Pedro Almeiras pensó que, pese a su innegable rudeza, aquel hombre era sin duda un buen organizador y estaba dotado de un valioso espíritu práctico. El alcalde de Vilabranca había reservado para ellos toda la planta superior de la casa de huéspedes que regentaba doña Josefa Chao, y que era residencia preferida (y única también) de visitas ocasionales y viajantes de comercio. La pensión de doña Josefa era una casona grande y destartalada, de techos altos y paredes surcadas por grietas, que a pesar de todo resultaba hospitalaria y acogedora. Había una docena de braseros repartidos por las diferentes habitaciones para luchar contra los efectos del viento del norte, calientacamas a disposición de todos los clientes, y una constante provisión de sopa de gallina que hervía eternamente sobre la cocina de carbón. La dueña de la fonda guisaba más que bien, y era famoso el chocolate con picatostes que preparaba muy de cuando en cuando y cuya receta conservaba en el más estricto de los secretos. En realidad, doña Josefa había aprendido a hacer aquel chocolate delicioso unos años atrás, cuando un rumor sin fundamento hizo creer a los vecinos de Vilabranca en la inminencia de la visita del rey Alfonso XII. Por supuesto, el viaje real era menos que una quimera, pero el pueblo entero se puso en pie de guerra para agasajar al monarca. Se encalaron las casas, se arreglaron los pocos muebles de las dependencias municipales, se encargó un trono tapizado en terciopelo rojo a un carpintero de La Coruña, y las mujeres confeccionaron enormes banderas rojigualdas que pudiesen ondear en los balcones de las casas recién pintadas y en los mástiles de los barcos de pesca. El rey no llegó nunca, pero aquella visita frustrada trajo consigo algunas cosas buenas: el sillón imponente del Ayuntamiento, la sacudida patriótica que galvanizó los corazones de los vecinos del pueblo durante mucho tiempo, y el insuperable chocolate que aprendió a preparar la señora Chao, que al saber de la visita regia había dado por hecho que el séquito palaciego iba a buscar alojamiento en la casa que regentaba. Había pasado mucho tiempo desde entonces, pero doña Josefa Chao seguía sintiendo como una suerte de tomadura de pelo el inesperado plantón real y asegurando ante todo el que quisiera oírla que no volvería a ofrecer su pensión a ningún miembro de la Corona, así que Serafín Cortés tuvo que asegurar bajo palabra de honor que Fernando Castro y sus acompañantes nada tenían que ver con la estirpe borbónica.

—Hágame caso, doña Josefa. En Cuba no hay reyes ni nada que se le parezca. Estos señores son ricos y punto.

Para poner a disposición de los ilustres visitantes toda la planta alta de la pensión, doña Josefa había tenido que desalojar casi por las malas a un joven representante de tejidos que, indignado, expresó a gritos su intención de no volver nunca más por aquella casa y evitar incluso el paso futuro por el pueblo perdido. Doña Josefa ni se inmutó: había expulsado media docena de veces a aquel mozalbete temperamental, y el chico acababa regresando siempre, con la frente muy alta y una expresión de desdén tatuada en el rostro lampiño, casi sin saludar y perdonando la vida de la patrona, que lo admitía en su casa una y otra vez a pesar de su poca prontitud en los pagos y los ronquidos medio salvajes que turbaban el descanso del resto de los huéspedes.

Cuando Linus Daff conoció a doña Josefa, se dio cuenta de que aquella mujer corpulenta y afable se parecía notablemente a Judy Allen, la casera de la pensión de Whitechapel donde había vivido durante su primera etapa como inventor de historias, y una vez más pensó que en muchos sentidos la vida tiene cierto carácter cíclico. Doña Josefa había dispuesto para los recién llegados unos dormitorios de tamaño considerable, camas enormes y piso de madera, tan limpio que hubieran podido comerse sopas en él. Las habitaciones tenían un armario de luna, una mesilla de noche y un crucifijo de pasta colgado sobre el cabecero. En el piso de arriba había además una diminuta sala de estar con cuatro sillones con cojines floreados y una mesa baja donde, como indicó la patrona, podía servirles las tres comidas diarias.

—Así estarán ustedes más cómodos. Los de abajo alborotan mucho. Ya saben, son viajantes. Van y vienen por esos mundos de Dios, y no tienen patria ni respeto. Si alguno les molesta me lo dicen y lo pongo en la calle. Tengo yo muchos años encima como para andarme con contemplaciones. Por cierto —bajó un poco la voz—, el señor ese que viene con ustedes vestido de almirante ¿no se querrá bañar para quitarse la mugre? Miren que he visto yo a gente sucia, pero ese hombre se lleva la palma. Y eso que el uniforme lo tiene como una patena.

Pedro Almeiras tuvo que darse la vuelta para ocultar la risa. El falso Castro de Lema se vio en la obligación de explicar que el color zaino de la piel de Bernardo Soares no tenía nada que ver con la falta de higiene.

—Señora, se trata de un hombre de otra raza y tiene la piel negra de nacimiento.

—Pero digo yo que lavándolo bien….

—Ni por ésas, señora. Y le diré además que el señor Soares es una de las personas más aseadas que he conocido en toda mi vida. Pero por más que se bañe y por más que se restriegue con jabón, nació negro y va a morirse negro.

Doña Josefa menó la cabeza como si hubiese hecho un gran descubrimiento.

—¡Cousas veredes! —dijo, y después de dejar un montón de toallas limpias sobre la mesa salió de la estancia sin hacer ruido. Una vez que sus pasos se perdieron por la escalera, Pedro Almeiras se echó a reír ya sin disimulo.

—En realidad, era de esperar. —Linus Daff estaba decidido a tomarlo todo con filosofía—. Supongo que es el primer hombre negro que se pasea por estos pagos. Caramba, Pedro, esta gente está llevándose muchas sorpresas al mismo tiempo.

—De todas formas —Pedro Almeiras removió el picón del brasero y un grato olor a pino se escapó por el cuarto—, creo que no hemos empezado mal. El recibimiento ha sido muy bueno, y el alcalde me parece un tipo listo. Creo que se han terminado las dificultades.

—No cante usted victoria. Esto no ha hecho más que empezar.

Durmieron a pierna suelta durante toda la noche, arrullados por el ruido del mar cercano y del viento que golpeaba suavemente los postigos de madera de las ventanas. Por la mañana, doña Josefa preparó su famoso chocolate como deferencia a los huéspedes distinguidos, y tanto Linus Daff como Pedro Almeiras reconocieron que, en efecto, nunca en su vida habían probado un cacao tan rico ni unos picatostes tan crujientes.

—¿Y a usted? ¿Le gusta?

Doña Josefa se dirigía a Bernardo Soares, que hundía los cuscurros de pan en un chocolate tan oscuro como su propia piel. El chófer dirigió a la patrona una rutilante sonrisa acompañada de un movimiento de cabeza que no dejaba lugar a dudas.

—Señora Chao, debe saber que nuestro chófer es mudo.

—Virgen Santa. El buen Dios siempre se ceba en los mismos. Como si no fuese ya bastante desgracia tener la piel sucia de nacimiento. Tome otro chocolate, señor —vació en la taza del chófer todo el contenido de la jarra, como si una doble ración de dulce pudiese compensar de otras desdichas—, y si quiere más picatostes, me los pide y en paz. Me voy a la cocina. Ustedes desayunen con calma.

El alcalde de Vilabranca recogió a Pedro Almeiras y al falso Castro de Lema a las diez y media de la mañana para conducirles al Ayuntamiento, donde había organizado una reunión con los concejales para hacer las correspondientes presentaciones. A aquella hora la mayoría de las barcas habían regresado ya a puerto después de las capturas nocturnas, y en las inmediaciones de la casa consistorial había hombres cargados con cajas de sardinas y mujeres que portaban cubos rebosantes de almejas y de berberechos obtenidos después de muchas horas de escarbar en la arena en mitad de la bajamar. Había también niños pelones que sostenían malamente cajas llenas de mejillones y de navajas, niños descalzos con una gravedad suprema en los ojos abiertos, dobladas las piernas enclenques por el peso de la carga. Eran niños eternamente tristes que empezaban a forjar su destino en aquellos cajones llenos de crustáceos vivos aún, en aquellas incursiones a las rocas para arrancar las lapas, para vigilar la próxima cosecha de percebes, para acechar a los cangrejos y perseguir con sus deditos diminutos la huida de aquellos bichos que andaban de lado y se escondían en los recovecos de las piedras. Pedro Almeiras los miró al pasar, algunos sosteniendo a medias un peso imposible para un solo niño, y se dio cuenta de algo terrible: tenían todos la miraba endurecida de los viejos, la expresión rendida de aquellos que ya saben cuál va a ser su destino, de quienes han aceptado una sentencia de por vida y han renunciado a luchar en contra de ella.

En el corto paseo hacia el consistorio, apenas dos calles sin asfaltar, todas de lodo y de cantos rodados, la escasa comitiva fue recibiendo los saludos tímidos de los vecinos, pues ya ninguno de ellos ignoraba el origen y filiación del recién llegado. Todos sabían quién era y a qué había venido Fernando Castro de Lema, y miraban de reojo a su paisano y al hombre que venía con él, tan guapo, tan alto, con aquellos ojos tan azules y tan bien vestido, y sólo la timidez y el sentido de la moderación les impedía acercarse a ellos para abrazarles, para agradecer a Fernando Castro su decisión de volver a casa y hacer al pueblo que no había dejado de ser suyo un regalo de semejante calibre.

Entraron en el Ayuntamiento. En realidad, el edificio que albergaba la sede de la Alcaldía era poco menos que un establo venido a más, con el piso de piedra y las paredes húmedas, y unas corrientes de aire que entraban por todas partes y contra las que no cabía el desafío ni del mejor de los braseros. Allí, dentro, se encontraba reunida la corporación municipal, ataviados todos con sus mejores galas: las chaquetas de buen paño negro que sabían de entierros, procesiones y fiestas de guardar, y que aquella mañana habían sido rescatadas a la fuerza de los armarios, olorosas aún a bolas de naftalina. Pedro Almeiras y el supuesto Castro de Lema fueron saludándoles uno por uno. Sólo cuando habían escuchado ya los nombres de todos y estrechado todas las manos trémulas que les tendían los ediles repararon en la existencia de tres ancianos desdibujados por la edad y la penumbra, que les miraban callados desde el fondo de la sala. El alcalde de Vilabranca puso una mano en el hombro de Linus Daff.

—Señor Castro de Lema, le hemos preparado una sorpresa. —Y al decirlo señaló a los viejos que, en silencio, parecían aguardar un veredicto—. Ahí los tiene. Usted, seguramente, ya no los recuerda, pero esos señores eran sus amigos cuando dejó Vilabranca.

Linus Daff y Pedro Almeiras miraron a la vez hacia los tres hombres: eran ancianos decrépitos, cuajados de arrugas, encorvados por efecto de los años. Septuagenarios devastados por la vida en el mar, por los años de privaciones, por la escasez que seguía a las epidemias. Viejos, en fin, incapaces de ocultar el maltrato dispensado por la edad y por la vida. A su lado, el falso Castro de Lema parecía casi un chiquillo, y por primera vez desde que salieran de Cuba, Pedro Almeiras creyó que todo estaba perdido, y que en aquel instante alguien, no importaba quién, iba a reparar en la insultante diferencia física entre Linus Daff y los contemporáneos de Castro de Lema. Pero se equivocó, porque nadie en la sala se extrañó del aspecto juvenil del futuro benefactor de la aldea. Los allí presentes pensaron sólo que su antiguo paisano se había instalado en una madurez prodigiosa, que a buen seguro tendría mucho que ver con su triunfo en los negocios y en la vida, con la existencia cómoda en una casa bien armada y en una tierra distinta donde brillaba el sol y los inviernos eran suaves y amables. Aunque hubiese llegado un treintañero, se dijo Linus Daff, nadie hubiese puesto en duda su edad ni su origen, y entonces se arrepintió para sí de las muchas tardes que invirtió torturando al verdadero Castro de Lema para encorvarle la espalda y ajustar su vista de lince a los lentes de mentira.

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