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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (122 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Todos miraron a Mólotov. Le ofrecían una oportunidad para salvar las apariencias. Pero ¿la aceptaría?

Seguía pareciendo furioso. Sin embargo, hizo un gesto de asentimiento, leve pero inequívoco.

La crisis había terminado.

«Fantástico —pensó Woody—, dos victorias en un día. Todo pinta bien.»

V

Carla fue a hacer cola para conseguir agua.

Hacía dos días que no había agua corriente. Por suerte, las amas de casa berlinesas habían descubierto que cada pocas manzanas había antiguas bombas conectadas a pozos subterráneos, que llevaban mucho tiempo en desuso. Estaban oxidadas y chirriaban, pero, sorprendentemente, aún funcionaban. De modo que todas las mañanas las mujeres hacían cola frente a ellas con cubos y jarras.

Los ataques aéreos habían cesado, posiblemente porque el enemigo estaba a punto de entrar en la ciudad. Pero aún era peligroso estar en la calle, porque la artillería del Ejército Rojo seguía bombardeando. Carla no estaba segura de por qué se molestaba en hacerlo. Gran parte de la ciudad había desaparecido ya. Edificios enteros y áreas incluso más extensas habían quedado arrasados. Todos los servicios públicos estaban fuera de servicio. No circulaban trenes ni autobuses. Miles de personas se habían quedado sin hogar, tal vez millones. La ciudad era un inmenso campo de refugiados. Pero el bombardeo proseguía. La mayoría de los ciudadanos pasaban todo el día en sótanos o en refugios antiaéreos públicos, pero tenían que salir a por agua.

En la radio, poco antes de que la electricidad se cortase definitivamente, la BBC había anunciado que el Ejército Rojo había liberado el campo de concentración de Sachsenhausen, que estaba al norte de Berlín, por lo que sin duda los soviéticos, que llegaban por el este, estaban cercando la ciudad en lugar de cruzarla. La madre de Carla, Maud, dedujo que querían dejar de lado a las fuerzas estadounidenses, británicas, francesas y canadienses, que se aproximaban con rapidez por el oeste. Había citado a Lenin: «Quien controle Berlín controlará Alemania, y quien controle Alemania controlará Europa».

Pese a ello, el ejército alemán no se había rendido. Superados en hombres y en armamento, con escasez de munición y combustible, y hambrientos, seguían luchando como podían. Una y otra vez sus comandantes los arrojaban contra las abrumadoras fuerzas enemigas, y una y otra vez ellos obedecían sus órdenes, luchaban con denuedo y coraje, y morían por centenares y miles. Entre ellos se encontraban los dos hombres a los que Carla quería: su hermano, Erik, y su novio, Werner. No tenía idea de si seguían combatiendo, ni siquiera de si seguían vivos.

Carla había abandonado el espionaje. El combate se estaba transformando en caos. Los planes de batalla significaban poco. La información secreta que se filtraba desde Berlín apenas tenía valor para los conquistadores soviéticos. Ya no merecía la pena arriesgarse. Los espías habían quemado sus libros de códigos y escondido los transmisores de radio entre los escombros de edificios bombardeados. Habían acordado no hablar nunca de su trabajo. Habían sido valientes, habían precipitado el final de la guerra y habían salvado vidas, pero era demasiado esperar que el derrotado pueblo alemán viese las cosas de ese modo. Su coraje permanecería en secreto para siempre.

Mientras Carla esperaba su turno frente a la bomba de agua, un pelotón de cazatanques de las Juventudes Hitlerianas pasó por su lado en dirección al este, hacia el combate. Estaba formado por dos hombres que pasaban de los cincuenta y una docena de adolescentes, todos en bicicleta. Acoplados al manillar de cada bicicleta llevaban dos ejemplares de una nueva arma antitanque de un solo disparo llamada Panzerfäuste. A los muchachos les quedaban grandes los uniformes, y los cascos, también grandes, les habrían conferido un aspecto cómico si su situación no hubiese sido tan patética. Iban a combatir contra el Ejército Rojo.

Iban a morir.

Carla desvió la mirada cuando pasaron; no quería recordar sus caras.

Mientras llenaba el cubo, la mujer que iba detrás de ella en la cola, frau Reichs, le habló en voz baja, para que nadie más pudiera oírla.

—Eres amiga de la esposa del médico, ¿verdad?

Carla se puso tensa. Era evidente que frau Reichs se refería a Hannelore Rothmann. El médico había desaparecido junto con los pacientes enfermos mentales del hospital judío. El hijo de Hannelore, Rudi, se había arrancado la estrella amarilla y unido a los judíos que vivían en la clandestinidad, llamados
U-Boat
en el argot berlinés. Pero Hannelore, que no era judía, seguía viviendo en su antigua casa.

Durante doce años, una pregunta como la que acababan de hacerle —«¿Eres amiga de la mujer de un judío?»— habría sido una acusación. ¿Lo era ese día? Carla no lo sabía. Apenas conocía a frau Reichs; no podía confiar en ella.

Carla cerró el grifo de la bomba.

—El doctor Rothmann era nuestro médico de cabecera cuando yo era niña —contestó con cautela—. ¿Por qué?

La otra mujer ocupó su lugar frente a la bomba y empezó a llenar una lata grande que en el pasado había contenido aceite para cocinar.

—Se han llevado a frau Rothmann —dijo frau Reichs—. Pensé que querrías saberlo.

Era algo habitual. «Se llevaban» a gente a todas horas. Pero cuando se trataba de alguien próximo, suponía un golpe duro.

No tenía sentido intentar averiguar el paradero de esas personas; de hecho, era directamente peligroso: quienes indagaban sobre esas desapariciones solían desaparecer también. En cualquier caso, Carla tenía que preguntarlo.

—¿Sabe adónde la han llevado?

Esta vez había respuesta.

—Al campo de tránsito de Schulstrasse. —Carla se sintió esperanzada—. Está en el antiguo hospital judío, en Wedding. ¿Lo conoces?

—Sí. —Carla trabajaba a veces en el hospital, de forma extraoficial e ilegal, por lo que sabía que el gobierno había tomado uno de los edificios del hospital, el laboratorio de patología, y lo había cercado con alambre de espino.

—Espero que no le haya pasado nada —dijo la otra mujer—. Se portó muy bien conmigo cuando mi Steffi enfermó. —Cerró el grifo y se alejó con la lata llena de agua.

Carla se encaminó a casa a toda prisa, en la dirección contraria.

Tenía que hacer algo por Hannelore. Siempre había sido prácticamente imposible sacar a nadie de un campo, pero ahora que todo se desintegraba quizá Carla encontrara el modo de hacerlo.

Llevó el cubo a casa y se lo dio a Ada.

Maud había ido a hacer cola para conseguir las raciones de comida. Carla se puso el uniforme de enfermera, creyendo que podría ayudar. Le dijo a Ada adónde iba y volvió a salir.

Tuvo que ir a pie a Wedding. Estaba a unos cuatro kilómetros. Dudaba que aquello mereciese la pena. Aunque encontrase a Hannelore, probablemente no podría ayudarla. Pero entonces pensó en Eva, que estaba en Londres, y en Rudi, escondido en algún lugar de Berlín, pensó en lo terrible que sería que perdiesen a su madre en las últimas horas de la guerra. Tenía que intentarlo.

La policía militar estaba en las calles, pidiendo la documentación a la gente. Trabajaban en grupos de tres, formando tribunales sumarios, y se interesaban principalmente por los hombres en edad de combatir. No se molestaron en detener a Carla al verla vestida de enfermera.

Era extraño que en aquel inhóspito paisaje urbano los manzanos y los cerezos lucieran espléndidos, con sus flores blancas y rosadas, y que en los momentos de silencio entre explosiones ella oyera el canto de los pájaros, tan alegres como todas las primaveras.

Vio horrorizada a varios hombres colgados de farolas, algunos uniformados. La mayoría de aquellos cuerpos tenían un cartel al cuello que rezaba «Cobarde» o «Desertor». Sabía que eran los hombres a quienes aquellos tribunales de calle habían considerado culpables. ¿No estaban satisfechos ya los nazis con todas las muertes que había habido? Le entraron ganas de llorar.

Tuvo que refugiarse del fuego de artillería en tres ocasiones. En la última, cuando se encontraba a apenas cien metros del hospital, los soviéticos y los alemanes parecían combatir a solo unas calles de allí. El tiroteo era tan intenso que Carla sintió tentaciones de volver a casa. Seguramente Hannelore ya estaba condenada, o incluso muerta, ¿por qué debía Carla añadir su propia vida a la lista de víctimas? Sin embargo, siguió adelante.

Anochecía cuando llegó a su destino. El hospital estaba en Iranische Strasse, en la esquina con Schul Strasse. En los árboles que bordeaban las calles empezaban a brotar hojas. El edificio del laboratorio, que se había convertido en un campo de tránsito, estaba vigilado. Carla pensó en la posibilidad de acercarse al guardia y explicarle su misión, pero le pareció una estrategia con pocas posibilidades de éxito. Se preguntó si podría colarse por algún túnel.

Se dirigió al edificio principal. El hospital estaba en funcionamiento. Se había trasladado a todos los pacientes a sótanos y túneles. El personal trabajaba a la luz de lámparas de aceite. Por el olor que percibió, Carla supuso que los servicios también carecían de agua corriente y que tenían que ir a buscarla al viejo pozo que había en el jardín.

Para su sorpresa, los soldados estaban llevando a colegas heridos en busca de ayuda. De pronto ya no les importaba que los médicos y las enfermeras pudieran ser judíos.

Siguió un túnel que cruzaba el jardín hasta el sótano del laboratorio. Tal como esperaba, la puerta estaba vigilada. Sin embargo, al ver su uniforme, el joven de la Gestapo la dejó pasar sin preguntarle nada. Quizá ya no le encontrara el sentido a su trabajo.

Ya estaba dentro del campo. No sabía si sería igual de fácil salir de él.

El olor empeoró, y Carla vio enseguida el motivo. El sótano estaba atestado. Centenares de personas se hacinaban en cuatro salas de almacenaje. Sentadas y tumbadas en el suelo; las más afortunadas, apoyadas contra una pared. Estaban sucias, malolientes y exhaustas, y la miraron sin el menor interés.

Encontró a Hannelore pocos minutos después.

La esposa del médico nunca había sido guapa, pero en el pasado había tenido una figura escultural y unas facciones imponentes. Ahora estaba descarnada, como la mayoría de la gente, y tenía el pelo gris y apagado, y las mejillas hundidas y arrugadas por la tensión.

Hablaba con una adolescente que tenía esa edad en que una chica puede parecer demasiado voluptuosa, con senos y caderas de mujer pero con cara de niña. La joven estaba sentada en el suelo, llorando, y Hannelore, arrodillada a su lado, le sostenía una mano y le hablaba con voz tenue y sosegante.

Cuando Hannelore vio a Carla, se puso en pie.

—¡Dios mío! ¿Qué haces tú aquí? —le dijo.

—Pensé que si les decía que no es judía quizá la soltarían.

—Un gesto muy valiente.

—Su marido salvó muchas vidas. Alguien debería salvar la suya.

Por un instante, Carla tuvo la impresión de que Hannelore estaba a punto de llorar, pues se le contrajo la rostro, aunque enseguida parpadeó y sacudió la cabeza.

—Te presento a Rebecca Rosen —le dijo con voz contenida—. Una bomba ha matado hoy a sus padres.

—Lo siento mucho, Rebecca —se lamentó Carla.

La chica no dijo nada.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó.

—Estoy a punto de cumplir catorce.

—Ahora vas a tener que comportarte como una adulta.

—¿Por qué no me ha matado a mí también esa bomba? —dijo Rebecca—. Estaba a su lado. Debería haber muerto. Ahora estoy sola.

—No estás sola —se apresuró a responder Carla—. Nosotras estamos contigo. —Se volvió hacia Hannelore—. ¿Quién está al cargo de esto?

—Se llama Walter Dobberke.

—Voy a decirle que tiene que dejarla marchar.

—Ya se ha ido. Y su mano derecha es un sargento con el cerebro de un jabalí. Pero, mira, ahí viene Gisela. Es la amante de Dobberke.

La joven que entraba en la sala era guapa, con el pelo largo y claro y piel de color crema. Nadie la miró. Su expresión era desafiante.

—Se acuesta con él en la cama de la sala de electrocardiogramas, en la planta principal. A cambio recibe raciones extra de comida. Nadie le habla excepto yo. No creo que debamos juzgar a la gente por los apaños que hacen. Al fin y al cabo, todos estamos viviendo en el infierno.

Carla no estaba tan segura. Ella no podría ser amiga de una chica judía que se acostaba con un nazi.

Gisela vio a Hannelore y se acercó.

—Walter ha recibido nuevas órdenes —dijo en voz tan baja que Carla apenas la oyó. Luego dudó.

—¿Y bien? ¿Cuáles son las órdenes? —preguntó Hannelore.

La voz de Gisela se redujo a un susurro.

—Matar a toda esta gente.

Carla sintió como si una fría mano le estrujase el corazón. A toda esa gente… incluidas Hannelore y la joven Rebecca.

—Él no quiere hacerlo —dijo Gisela—. No es mala persona, de verdad.

—¿Cuándo se supone que tiene que matarnos? —preguntó Hannelore con una calma fatalista.

—Ya. Pero antes quiere destruir todos los registros. Ahora mismo Hans-Peter y Martin están llevando los archivos al horno. Tardarán varias horas en acabar, así que disponemos de algún margen. Quizá el Ejército Rojo llegue a tiempo para salvarnos.

—Pero también es posible que no sea así —repuso Hannelore con determinación—. ¿Hay algún modo de convencerle de que desobedezca esas órdenes? ¡Por el amor de Dios, la guerra casi ha terminado!

—Antes podía hablar con él de cualquier cosa —contestó Gisela, abatida—, pero ahora se está cansando de mí. Ya sabes cómo son los hombres.

—Pero debería pensar en su propio futuro. Cualquier día los Aliados mandarán aquí. Castigarán los crímenes nazis.

—Si estamos todos muertos, ¿quién va a acusarlo? —dijo Gisela.

—Yo —intervino Carla.

Las otras dos la miraron sin decir nada.

Carla cayó en la cuenta de que, aunque no fuese judía, también la matarían a ella para que no quedasen testigos.

Pensó en otras posibilidades.

—Quizá, si Dobberke nos dejara marchar, eso le ayudaría con los Aliados.

—Es posible —dijo Hannelore—. Podríamos firmar todos una declaración diciendo que nos salvó la vida.

Carla dirigió una mirada inquisitiva a Gisela. Su expresión era dubitativa.

—Puede que lo haga —contestó, al cabo.

Hannelore miró a su alrededor.

—Allí está Hilde —dijo—. Es la secretaria de Dobberke. —Llamó a la mujer y le contó el plan.

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