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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (119 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Cigare se encogió de hombros.

—Ya veremos.

—Podéis marcharos si queréis —dijo Lloyd en francés—. Todo está preparado.

Legionnaire no se molestó en responder; no pensaba perderse el momento más emocionante. Por su propio prestigio y autoridad, tenía que poder decir: «Yo estuve allí».

Cigare se puso tenso, escrutando la distancia; toda la piel del contorno de sus ojos se arrugó debido al esfuerzo.

—Ya —dijo en tono críptico. Y se incorporó hasta ponerse de rodillas.

Lloyd apenas podía divisar el tren, y menos aún identificarlo. Por suerte, Cigare estaba alerta. Avanzaba a una velocidad mucho mayor que el anterior, de eso sí que se dio cuenta. Cuando estuvo más cerca, observó que también era más largo: tenía veinticuatro vagones al menos, pensó.

—Es este —dijo Cigare.

A Lloyd se le aceleró el pulso. Si Cigare tenía razón, era un tren de las tropas alemanas que trasladaba a más de mil hombres, entre oficiales y soldados, al campo de batalla de Normandía. Tal vez solo fuera el primero de muchos. El trabajo de Lloyd consistía en asegurarse que ni ese tren ni los siguientes consiguieran cruzar el túnel.

Entonces vio otra cosa. Un avión seguía al tren. Mientras lo observaba, el aparato se alineó con el convoy y empezó a descender.

Era un avión británico.

Lloyd reconoció que se trataba de un Hawker Typhoon, también conocido como «Tiffy», un cazabombardero monoplaza. Los Tiffy solían acometer la peligrosa misión de penetrar en lo más profundo del territorio enemigo para destruir las comunicaciones. Quien lo pilotaba tenía que ser todo un valiente, pensó Lloyd.

Sin embargo, eso interfería con sus planes. No quería que el tren sufriera daños que le impidieran entrar en el túnel.

—Mierda —maldijo.

El Tiffy ametralló los vagones del tren.

—¿A qué viene eso? —preguntó Legionnaire.

—No tengo ni idea —respondió Lloyd en inglés.

Se dio cuenta de que la locomotora arrastraba una mezcla de vagones de pasajeros y furgones destinados a transportar ganado. Claro que era probable que en los furgones también viajasen soldados.

El avión, volando a mayor velocidad, bombardeó los vagones a la vez que adelantaba al tren. Llevaba cuatro cañones con cintas de munición de 20 mm, y provocó un estruendo aterrador que superó el ruido del motor del avión y los enérgicos resoplidos del tren. Lloyd no pudo evitar sentir lástima por los soldados allí atrapados, a quienes resultaba imposible librarse de la letal lluvia de disparos. Se preguntaba por qué el piloto no lanzaba los misiles. Causaban una gran destrucción en trenes y coches, aunque resultaba difícil dispararlos con precisión. Tal vez los hubiera utilizado en un enfrentamiento anterior.

Algunos alemanes intrépidos asomaron la cabeza por la ventanilla y apuntaron al avión con pistolas y fusiles, pero no sirvió de nada.

Sin embargo, Lloyd observó una batería ligera antiaérea emplazada en un vagón de plataforma, justo detrás de la locomotora. Dos artilleros estaban desplegando a toda prisa el cañón de mayor tamaño. Este giró sobre la base y el tubo se elevó hasta apuntar al avión británico.

El piloto no parecía haberse dado cuenta, pues mantuvo la trayectoria mientras sus ráfagas de disparos atravesaban el techo de los vagones que sobrevolaba.

El cañón disparó y falló.

Lloyd se preguntaba si el piloto era alguien conocido. Solo había unos cinco mil en servicio activo en todo el Reino Unido, y muchos habían asistido a las fiestas de Daisy. Pensó en Hubert Saint John, un brillante graduado de Cambridge con quien pocas semanas atrás había estado recordando los tiempos de estudiante; en Dennis Chaucer, oriundo de Trinidad, en las islas Occidentales, que se quejaba de lo insípida que era la comida inglesa, sobre todo las patatas trituradas que servían de guarnición con todos los platos; y también en Brian Mantel, un afable australiano que había cruzado con él los Pirineos en el último viaje. El valeroso piloto del Tiffy bien podía ser alguien a quien Lloyd conocía.

El cañón antiaéreo volvió a disparar, y falló de nuevo.

O bien el piloto no lo había visto, o tenía la impresión de que era inmune a sus disparos, pues no hizo la mínima maniobra evasiva sino que continuó volando peligrosamente bajo mientras sembraba la muerte en el tren militar.

Tan solo faltaban unos segundos para que la locomotora entrase en el túnel cuando el avión fue alcanzado.

El motor estalló en llamas y se formó una nube de humo negro. Demasiado tarde, el piloto cambió el rumbo para alejarse de la trayectoria del tren.

El convoy penetró en el túnel, y los vagones pasaron a toda velocidad frente a Lloyd. Observó que todos estaban atestados de soldados alemanes; en cada uno viajaban decenas de ellos, cientos incluso.

El Tiffy iba directo hacia Lloyd. Por un momento, creyó que se estrellaría en el mismísimo lugar donde él estaba. Ya se encontraba tendido boca abajo en el suelo, pero en un arrebato de idiotez se llevó las manos a la cabeza como si eso pudiera protegerlo.

El Tiffy rugió treinta metros por encima de él.

Entonces Legionnaire apretó el émbolo del detonador.

Dentro del túnel se oyó un estruendo parecido a un trueno cuando las vías volaron por los aires, seguido de la tremenda estridencia del metal retorciéndose cuando el tren se estrelló.

Al principio los vagones repletos de soldados siguieron entrando en el túnel a toda velocidad, pero al cabo de un segundo el movimiento se interrumpió. Los extremos de dos vagones unidos se elevaron formando una V invertida. Lloyd oyó gritar a los hombres que viajaban en ellos. Todos los siguientes vagones descarrilaron y quedaron tumbados como cerillas esparcidas alrededor de la boca del túnel en forma de O. El hierro se deformaba como si fuera papel, y una lluvia de cristales rotos cayó sobre los tres saboteadores que observaban desde lo alto del terraplén. Corrían peligro de morir a causa de la explosión que ellos mismos habían provocado; por eso, sin mediar palabra, se pusieron en pie de un salto y echaron a correr.

Para cuando se encontraron a una distancia prudencial, todo había terminado. De la boca del túnel salía una gran nube de humo; en el caso improbable de que algún hombre hubiera sobrevivido al impacto, habría muerto carbonizado.

Lloyd había cumplido su misión con éxito. No solo había matado a cientos de soldados enemigos y había inutilizado un tren, sino que también había bloqueado una importante línea ferroviaria. Se tardaban semanas en despejar un túnel tras una colisión. Eso haría que a los alemanes les costase mucho más enviar refuerzos a Normandía.

Estaba horrorizado.

Había presenciado casos de muerte y destrucción en España, pero nada parecido a eso. Y lo había provocado él.

Se oyó otra explosión, y cuando miró en la dirección del sonido, vio que el Tiffy había caído al suelo. La nave ardía, pero el fuselaje no estaba destruido. Cabía la posibilidad de que el piloto siguiera con vida.

Corrió hacia el avión, y Cigare y Legionnaire lo siguieron.

El avión derribado no había quedado del revés. Tenía un ala partida por la mitad. Su único motor desprendía humo. La cúpula de plexiglás había quedado ennegrecida por el hollín y Lloyd no veía al piloto.

Se situó sobre el ala y quitó el seguro de la cúpula. Cigare hizo lo mismo en el otro lado y, juntos, la retiraron deslizándola por el riel.

El piloto estaba inconsciente. Llevaba puestos el casco y las gafas de aviador, y una máscara de oxígeno le cubría la boca y la nariz. Lloyd todavía no sabía si se trataba de algún conocido.

Se preguntó dónde estaba la bombona de oxígeno, y si había explotado ya.

Legionnaire tuvo una idea parecida.

—Tenemos que sacarlo de aquí antes de que el avión estalle.

Lloyd introdujo la mano y le desabrochó el cinturón de seguridad. Luego cogió al piloto por las axilas y tiró de él. El hombre estaba inerte por completo. Lloyd no sabía cómo averiguar qué heridas tenía. Ni siquiera estaba seguro de que siguiera con vida.

Lo sacó a rastras de la carlinga, luego se lo cargó al hombro y se alejó lo suficiente de los restos en llamas. Lo tendió boca arriba en el suelo con toda la delicadeza posible.

Oyó un ruido a medio camino entre un bufido y un golpe. Cuando se volvió, vio que las llamas habían engullido por completo el avión.

Se inclinó sobre el piloto y, con cuidado, le retiró las gafas y la máscara de oxígeno, y el rostro que quedó expuesto le resultó terriblemente familiar.

Era Boy Fitzherbert.

Y respiraba.

Lloyd le limpió la sangre de la boca y la nariz.

Boy abrió los ojos. Al principio no dio muestras de haberlo reconocido, pero al cabo de un minuto se le demudó el rostro.

—Eres tú —dijo.

—Hemos volado el tren —aclaró Lloyd.

Boy parecía incapaz de mover nada a excepción de los ojos y la boca.

—Qué pequeño es el mundo —dijo.

—Sí, ¿verdad?

—¿Quién es? —preguntó Cigare.

Lloyd vaciló.

—Es mi hermano —reveló al fin.

—Santo Dios.

Los ojos de Boy se cerraron.

—Necesitamos un médico —dijo Lloyd a Legionnaire, pero este negó con la cabeza.

—Tenemos que marcharnos de aquí, dentro de pocos minutos los alemanes vendrán a investigar el siniestro.

Lloyd sabía que tenía razón.

—Pues tenemos que llevarlo con nosotros.

Boy abrió los ojos.

—Williams —llamó.

—¿Qué pasa, Boy?

Él pareció esbozar una sonrisa.

—Ahora ya puedes casarte con la bruja —dijo.

Y murió.

VIII

Daisy lloró al enterarse de lo ocurrido. Boy era un sinvergüenza, y la había tratado fatal, pero en otro tiempo lo había amado y él le había enseñado muchas cosas sobre el sexo. La entristecía que lo hubieran matado.

Su hermano, Andy, se había convertido en vizconde y heredero del condado. La esposa de Andy, May, era la vizcondesa. Y Daisy, según las complejas normas de la aristocracia, era la vizcondesa viuda de Aberowen; hasta que se casara con Lloyd. Entonces le retirarían el título y pasaría a ser simplemente la señora Williams.

No obstante, incluso ahora era posible que faltase mucho tiempo para eso. Después del verano, todas las esperanzas de que la guerra tuviera un final rápido se habían desvanecido. El plan trazado por unos cuantos oficiales alemanes de asesinar a Hitler el 20 de julio había fallado. El ejército alemán se había batido en completa retirada en el frente oriental, y los Aliados habían tomado París en agosto, pero Hitler estaba decidido a luchar hasta el final costase lo que costase. Daisy no tenía ni idea de cuándo volvería a ver a Lloyd, y menos aún de cuándo podrían casarse.

Un miércoles de septiembre que se dirigía a Aldgate a pasar la tarde, Eth Leckwith la recibió con júbilo.

—¡Buenas noticias! —exclamó Ethel cuando Daisy entró en la cocina—. ¡Han elegido a Lloyd como posible candidato parlamentario por Hoxton!

La hermana de Lloyd, Millie, estaba presente, y la acompañaban sus hijos, Lennie y Pammie.

—¿No te parece fantástico? —dijo—. Seguro que llegará a ser primer ministro.

—Sí —dijo Daisy, y se dejó caer en una silla.

—Pues no te veo muy alborozada —observó Ethel—. Como diría mi amiga Mildred, parece que te hayan echado un jarro de agua fría. ¿Qué te pasa?

—Es que no le ayudará mucho casarse conmigo. —Se sentía fatal precisamente porque lo amaba muchísimo. ¿Cómo podía permitirse malograr sus planes? Y, por otra parte, ¿cómo podía dejarlo? Solo de pensarlo, se le desgarraba el corazón y el futuro se le antojaba desolador.

—¿Porque eres una heredera? —preguntó Ethel.

—No solo por eso. Antes de morir, Boy me dijo que Lloyd nunca resultaría elegido si se casaba con una ex fascista. —Miró a Ethel. Ella siempre decía la verdad, aunque doliera—. Tenía razón, ¿verdad?

—No del todo —respondió Ethel. Puso la tetera en el fuego y se sentó a la mesa de la cocina frente a Daisy—. No te diré que no influya, pero no creo que debas tomártelo a la tremenda.

«Eres como yo —pensó Daisy—, dices siempre lo que piensas. No me extraña que Lloyd se haya enamorado de mí: ¡soy la estampa de su madre, solo que más joven!»

—El amor lo puede todo, ¿no es así? —terció Millie. Entonces reparó en que Lennie, de cuatro años, estaba atizando a Pammie, de dos, con un soldadito de madera—. ¡No le pegues a tu hermana! —gritó. Se volvió de nuevo hacia Daisy y prosiguió—: Además, mi hermano te adora. No creo que haya amado tanto a nadie en su vida, si te digo la verdad.

—Ya lo sé —dijo Daisy. Tenía ganas de llorar—. Pero está decidido a cambiar el mundo, y no puedo soportar la idea de interponerme en su camino.

Ethel se sentó en el regazo a la criatura de dos años, que había estallado en llanto, y el hermano mayor se calmó de inmediato.

—Te diré lo que tienes que hacer: prepárate para que te acribillen a preguntas, y para enfrentarte a actitudes hostiles, pero no agaches la cabeza y escondas tu pasado —aconsejó a Daisy.

—¿Qué debo decir?

—Di que los fascistas te engañaron, igual que a millones de personas; pero que durante el Blitz te encargaste de conducir una ambulancia y que crees que ya has pagado por lo que fuiste. Prepáralo palabra por palabra con Lloyd. Ten confianza, aprovecha tu encanto irresistible y no te dejes abatir.

—¿Saldrá bien?

Ethel vaciló.

—No lo sé —dijo tras una pausa—. De verdad que no lo sé. Pero tienes que intentarlo.

—Sería horrible que tuviera que abandonar lo que más desea en el mundo por mi culpa. Una cosa así es capaz de arruinar un matrimonio.

Daisy esperaba que Ethel lo desmintiera, pero no lo hizo.

—No lo sé —repitió.

19

1945 (I)

I

Woody Dewar se acostumbró deprisa a las muletas.

Lo habían herido a finales de 1944, en Bélgica, en la batalla de las Ardenas. Un poderoso contraataque alemán sorprendió a los Aliados que avanzaban hacia la frontera germana. Woody y otros miembros de la 101.ª División Aerotransportada habían resistido en Bastoña, una ciudad situada en una encrucijada de vital importancia. Cuando los alemanes les enviaron una carta formal exigiendo la rendición, el general McAuliffe respondió con un mensaje compuesto por una única palabra que acabó siendo célebre: «
Nuts
!», «¡Y una mierda!».

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