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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (117 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Miró el reloj; eran las cuatro menos veinte de la madrugada; luego observó la brújula para orientarse.

A continuación, extrajo la carabina M1 del estuche y desplegó la culata. Colocó un cartucho de quince proyectiles en la ranura y desplazó la palanca para introducir uno en la recámara. Por fin, hizo rotar el dispositivo de seguridad hasta retirarlo.

Rebuscó en el bolsillo y sacó un pequeño objeto metálico con aspecto de juguete infantil. Al presionarlo, emitió un ruidito seco inconfundible. Lo habían repartido a todos los hombres para que pudieran reconocerse en la oscuridad sin arriesgarse a revelar contraseñas británicas.

Cuando estuvo preparado, volvió a mirar alrededor.

Probó a presionar el objeto dos veces. Al cabo de un momento, oyó un ruidito idéntico justo enfrente.

Avanzó chapoteando en el agua. Olía a vómito.

—¿Quién hay ahí? —preguntó en voz baja.

—Patrick Timothy.

—Soy el teniente Dewar. Sígueme.

Timothy había sido el segundo en saltar, así que Woody supuso que si seguían en esa misma dirección tenían muchas oportunidades de encontrar a los demás.

Tras caminar cincuenta metros toparon con Mack y con Joe el Cigarros, que ya se habían reunido.

Salieron del agua y se encontraron en una carretera estrecha, donde vieron a las primeras víctimas. Lonnie y Tony, que llevaban los bazukas en las bolsas de las perneras, habían aterrizado con demasiada fuerza.

—Creo que Lonnie está muerto —observó Tony.

Woody lo comprobó: tenía razón. Lonnie no respiraba. Al parecer, se había roto el cuello. Tony no podía moverse, y Woody pensó que debía de haberse roto una pierna. Le administró una dosis de morfina y lo arrastró desde la carretera hasta un prado cercano. Tony tendría que esperar allí a los médicos.

Woody ordenó a Mack y a Joe el Cigarros que ocultasen el cuerpo de Lonnie para que no guiara a los alemanes hasta Tony.

Trató de examinar el terreno que los rodeaba, esforzándose por reconocer algo que se correspondiera con el mapa. La tarea se le antojó imposible, y más en la oscuridad. ¿Cómo iba a guiar a esos hombres hasta el objetivo si no sabía dónde estaba? Lo único de lo que estaba bastante seguro era que no habían aterrizado donde debían.

Oyó un ruido extraño y, al cabo de un momento, vio una luz.

Hizo señas a los otros para que se agachasen.

Se suponía que los paracaidistas no utilizaban linternas, y la población francesa estaba bajo toque de queda, así que probablemente quien se acercaba era un soldado alemán.

La tenue luz permitió a Woody distinguir una bicicleta.

Se puso en pie y lo apuntó con la carabina. Primero pensó en disparar de inmediato, pero no se sentía con ánimos de hacerlo.


Halt! Arretez
! —gritó en cambio.

El ciclista se detuvo.

—Hola, teniente —saludó, y Woody reconoció de inmediato la voz de Ace Webber.

Woody bajó el arma.

—¿De dónde has sacado la bicicleta? —preguntó sin dar crédito.

—Estaba en la puerta de una granja —respondió Ace, lacónico.

Woody guió al grupo por donde había venido Ace, suponiendo que era más probable que los demás se encontrasen en esa dirección que en ninguna otra. Mientras, iba examinando el terreno con impaciencia para encontrar características que lo situasen en el mapa, pero estaba demasiado oscuro. Se sintió un inútil y un estúpido. Allí el oficial era él, y tenía que saber resolver problemas de ese tipo.

Encontró a más hombres de su sección en la carretera. Luego llegaron a un molino. Woody decidió que no podía seguir sin saber por dónde iba, así que fue directo al molino y llamó a la puerta.

Se abrió una ventana de la planta superior.

—¿Quién es? —preguntó un hombre en francés.

—Somos norteamericanos —respondió Woody—.
Vive la France
!

—¿Qué quieren?

—Liberarlos —dijo Woody con su francés de colegial—. Pero antes necesito que me ayude a situarme en el mapa.

El molinero se echó a reír.

—Ya bajo —dijo.

Al cabo de un minuto, Woody estaba en la cocina, extendiendo el sedoso mapa sobre la mesa, bajo una potente luz. El molinero le mostró dónde se encontraba. No estaban tan mal situados como Woody se temía. A pesar del pánico del capitán Bonner, solo habían aterrizado a seis kilómetros y medio de Église-des-Soeurs. El molinero trazó la mejor ruta en el mapa.

Una muchacha de unos trece años apareció ataviada con un camisón.

—Mamá dice que son americanos —dijo a Woody.

—Es cierto,
mademoiselle
—respondió él.

—¿Conocen a Gladys Angelus?

Woody se echó a reír.

—Pues una vez coincidí con ella en casa del padre de un amigo.

—¿Y de verdad es tan, tan guapa?

—Incluso más que en las películas.

—¡Lo sabía!

El molinero le ofreció vino.

—No, gracias —dijo Woody—. Tal vez cuando ganemos.

El molinero lo besó en ambas mejillas.

Woody salió y guió a su sección lejos de allí, en dirección a Églisedes-Soeurs. Había conseguido reunir a nueve de sus dieciocho hombres, incluido él. Habían sufrido dos bajas, Lonnie había muerto y Tony estaba herido, y siete hombres más seguían sin aparecer. Tenía órdenes de no perder demasiado tiempo tratando de encontrar a todo el mundo. Cuando tuviera suficientes hombres para afrontar la misión, tenía que dirigirse al objetivo.

Uno de los siete que faltaba apareció al cabo de un instante. Pete el Artero emergió de una zanja y se unió al grupo.

—Hola, pandilla —saludó con desenfado, como si encontrarse allí fuera lo más normal del mundo.

—¿Qué hacías metido ahí? —preguntó Woody.

—Pensaba que erais alemanes —respondió Pete—. Estaba escondido.

Woody había observado el pálido brillo de la seda del paracaídas en la zanja. Pete debía de haber permanecido allí escondido desde que aterrizaron. Era obvio que estaba muerto de miedo y se había hecho un ovillo. No obstante, Woody prefirió fingir que le creía.

A quien más deseaba encontrar era al sargento Defoe. Era un militar avezado, y Woody pensaba dejarse guiar por su experiencia. Sin embargo, no lo veía por ninguna parte.

Estaban cerca de un cruce cuando oyeron ruidos. Woody reconoció el sonido de un motor al ralentí y distinguió dos o tres voces. Ordenó a todo el mundo que se agachara, y la sección avanzó de ese modo.

Más adelante, vio que un motociclista se había detenido a hablar con dos peatones. Los tres iban uniformados, y hablaban alemán. En el cruce había un edificio, tal vez se tratase de una pequeña taberna o una panadería.

Al cabo de cinco minutos, perdió la paciencia y se dio media vuelta.

—¡Patrick Timothy! —susurró.

—¡Pat el Potas! El Escocés te llama.

Timothy avanzó a gatas. Seguía oliendo a vómito, y por eso le habían puesto ese mote. Woody había visto a Timothy jugar al béisbol, y sabía que era capaz de lanzar un objeto con fuerza y precisión.

—Arroja una granada contra esa moto —ordenó Woody.

Timothy sacó una granada de su mochila, tiró de la anilla y la lanzó por los aires.

Se oyó un ruido metálico.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de los hombres en alemán. Entonces la granada estalló.

Se oyeron dos explosiones. La primera derribó a los tres alemanes. La segunda procedía del depósito de la motocicleta, y provocó una llamarada que engulló a los tres hombres y dejó un hedor de carne carbonizada.

—¡No os mováis! —gritó Woody a su sección. Observó el edificio. ¿Habría alguien dentro? Durante los siguientes minutos, nadie abrió la puerta ni ninguna ventana. O el lugar estaba desierto o los ocupantes se habían escondido debajo de la cama.

Woody se puso en pie e hizo señas a sus hombres para que lo siguieran. Se le hizo raro pasar por encima de los horrendos cadáveres de los tres alemanes. Él había ordenado su muerte, la muerte de hombres que tenían padre y madre, esposa o novia, incluso tal vez tuvieran hijos. Ahora esos hombres habían quedado reducidos a un espeluznante amasijo de sangre y carne carbonizada. Woody debería haber experimentado una sensación triunfal, era su primer enfrentamiento con el enemigo y lo había derrotado. Sin embargo, solo sentía alguna que otra náusea.

Tras superar el cruce, empezó a andar a paso ligero y ordenó que nadie hablase ni fumase. Para conservar las energías, se comió una barrita de chocolate de la ración D que más bien parecía masilla con azúcar.

Al cabo de media hora oyó un coche y ordenó que todo el mundo se escondiera en los campos. El vehículo avanzaba deprisa con los faros encendidos. Probablemente era alemán, pero los Aliados enviaban jeeps en planeadores, además de cañones antitanque y otras armas de artillería, así que también era posible que se tratara de un vehículo amigo. Se escondió detrás de un seto y esperó a que hubiera pasado.

Circulaba demasiado rápido para identificarlo. Se preguntó si debía haber ordenado a su sección que le disparase. No, decidió; pensándolo bien, era mejor concentrarse en su misión.

Pasaron por tres aldeas que Woody logró identificar en el mapa. De vez en cuando se oía ladrar a algún perro, pero nadie salió a averiguar qué ocurría. Sin duda, los franceses habían aprendido que, bajo la ocupación enemiga, era mejor encargarse de sus propios asuntos. Resultaba inquietante tener que avanzar con cautela por carreteras extrañas sumidos en la oscuridad y armados hasta los dientes, y pasar frente a casas silenciosas cuyos ocupantes dormían ajenos a las armas mortales que acechaban frente a las ventanas.

Por fin llegaron a las inmediaciones de Église-des-Soeurs. Woody ordenó un breve descanso. Entraron en una pequeña arboleda y se sentaron en el suelo. Bebieron de las cantimploras y comieron de las raciones. Woody no permitió que nadie fumase todavía: un cigarrillo encendido resultaba visible desde distancias sorprendentes.

Era de suponer que la carretera que seguían daba directamente al puente. No disponía de mucha información sobre hasta qué punto estaba custodiado. Puesto que los Aliados habían descubierto que era importante, era lógico pensar que los alemanes también lo creían, y por tanto era probable que hubieran tomado medidas de seguridad; pero estas podían consistir en cualquier cosa, desde un hombre con un fusil hasta una sección completa. No podía planear el asalto hasta que viera el objetivo.

Al cabo de diez minutos ordenó avanzar. Ahora no le hacía falta insistir para que los hombres guardasen silencio, pues advertían el peligro. Recorrieron la calle con cautela, pasaron frente a casas, iglesias y tiendas, pegados a los muros, aguzando la vista en la oscuridad de la noche, sobresaltándose ante el mínimo sonido. Un acceso de tos ruidoso y repentino estuvo a punto de provocar que Woody disparase la carabina.

Église-des-Soeurs era más un pueblo grande que una pequeña aldea, y Woody divisó el brillo plateado del río antes de lo esperado. Alzó la mano para que todo el mundo se detuviera. La calle principal descendía con una ligera pendiente y desembocaba en el río, formando un estrecho ángulo con este, de modo que le proporcionaba una buena visibilidad. La corriente de agua tenía unos treinta metros de ancho y el puente consistía en una única arcada. Debía de tratarse de una construcción antigua, imaginó Woody, porque era tan estrecho que no podían pasar dos coches a la vez.

Lo malo era que en cada extremo habían levantado un fortín: dos cúpulas gemelas de hormigón con sendas ranuras horizontales para disparar a través de ellas. Dos centinelas montaban guardia entre ambas, uno en cada extremo. El más cercano estaba hablando a través de la ranura; probablemente charlaba con quien estuviera dentro. Luego los dos se reunieron en medio del puente y observaron por encima del pretil las negras aguas que fluían. No parecían muy tensos, por lo que Woody dedujo que no debían de haberse enterado de que había empezado la invasión. Por otra parte, tampoco se les veía ociosos, sino bien despiertos, moviéndose de un lado a otro y observando con cierta actitud vigilante.

Woody no podía adivinar cuántos hombres había dentro de los fortines ni hasta qué punto iban armados. ¿Habría ametralladoras acechando tras las ranuras o solo fusiles? La diferencia era abismal.

Le habría gustado contar con más experiencia bélica. ¿Cómo debía hacer frente a la situación? Imaginó que debía de haber miles de hombres como él, oficiales recién graduados que tenían que resolver los problemas a medida que se presentaban. Ojalá el sargento Defoe estuviese allí.

La forma más fácil de neutralizar un fortín consistía en acercarse con sigilo y lanzar una granada por la ranura. Era probable que un hombre veloz consiguiera arrastrarse hasta el primero sin ser visto. Lo malo era que Woody tenía que inutilizar las dos construcciones a la vez; si no, el ataque a la primera alertaría a los ocupantes de la segunda.

¿Cómo podía arreglárselas para llegar hasta el segundo fortín sin que los centinelas lo vieran?

Notó que sus hombres se inquietaban. No debía de gustarles percibir que su teniente no sabía cómo actuar.

—Pete el Artero —llamó—. Tú te acercarás al primer fortín y arrojarás una granada por la ranura.

—Sí, señor —respondió Pete, aunque se le veía aterrado.

Luego Woody nombró a los dos mejores tiradores de la sección.

—Joe el Cigarros y Mack —llamó—. Elegid un centinela cada uno. En cuanto Pete haya lanzado la granada, cargáoslos.

Los dos hombres asintieron y levantaron las armas.

En ausencia de Defoe, decidió nombrar a Ace Webber el segundo de mando. Eligió a cuatro hombres más.

—Seguid a Ace —ordenó—. En cuanto empiece el tiroteo, cruzad el puente a toda prisa y asaltad el otro fortín. Si sois lo bastante rápidos, aún los pillaréis desprevenidos.

—Sí, señor —respondió Ace—. Esos cabrones no sabrán ni quién los ha atacado.

Woody dedujo que la agresividad le servía para ocultar el miedo.

—Todos los que no vais con Ace, seguidme hasta el primer fortín.

A Woody no acababa de parecerle bien haber asignado a Ace y a los hombres que iban con él la tarea más arriesgada mientras él se reservaba la menos peligrosa; pero le habían repetido mil veces que un oficial no debía exponer la vida de forma innecesaria, pues entonces no habría nadie que diera órdenes a sus hombres.

Se dirigieron hacia el puente, con Pete a la cabeza. Era un momento peligroso. Diez hombres que avanzaban juntos por la calle no podían pasar desapercibidos mucho tiempo, ni siquiera de noche. Cualquiera que tuviera la atención puesta en su trayectoria percibiría el movimiento.

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