Read El invierno del mundo Online

Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (130 page)

BOOK: El invierno del mundo
3.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Frunze no quería creerlo.

—No es una defensa —negó.

—Pero es un elemento de disuasión.

—Podría serlo —admitió.

—No queremos que estas bombas se propaguen —terció Alice.

—Ni yo tampoco —coincidió Volodia—. Pero la única forma segura de impedir que los estadounidenses arrasen Moscú como han arrasado Hiroshima es que la Unión Soviética tenga su propia bomba nuclear y amenace con contraatacar.

—Tiene razón, Willi. Maldita sea, todos lo sabemos.

Volodia se percató de que ella era la dura.

Bajó la voz para dar el paso número siete.

—¿Cuántas bombas tienen ahora mismo los estadounidenses?

Era un momento decisivo. Si Frunze respondía esa pregunta, habría cruzado la frontera. Hasta ese instante no habían entrado en detalles durante la conversación. Con esa pregunta, Volodia intentaba obtener información secreta.

Frunze dudó durante largo rato. Al final, miró a Alice.

Volodia percibió su gesto de asentimiento casi imperceptible.

—Solo una —respondió Frunze.

El soviético disimuló su sensación de triunfalismo. Frunze había traicionado la confianza depositada en él por el gobierno. Era el primer movimiento difícil. Un segundo secreto sería revelado con mayor facilidad.

—Pero pronto tendrán más —añadió Frunze.

—Es una carrera; si la perdemos, moriremos —se apresuró a terciar Volodia—. Debemos armar al menos una bomba propia antes de que tengan tiempo de arrasar con nosotros.

—¿Podéis hacerlo?

Ese era el pie que Volodia necesitaba para el octavo paso.

—Necesitamos ayuda.

Vio cómo se endurecía la expresión de Frunze, y supuso que estaba recordando lo que le había hecho negarse a colaborar con el NKVD.

—¿Y si decidimos que no podemos hacer nada? —preguntó Alice—. ¿Sería demasiado peligroso?

Volodia se dejó llevar por su instinto. Levantó las manos con gesto de rendición.

—Me marcharé a casa e informaré de mi fracaso —dijo—. No puedo obligaros a hacer nada que no queráis hacer. No quiero presionaros ni coaccionaros en modo alguno.

—¿Sin amenazas? —insistió Alice.

Eso confirmó la suposición de Volodia de que el NKVD había intentado intimidar a Frunze. Pretendían intimidar a todo el mundo: era lo único que sabían hacer.

—Ni siquiera voy a intentar convencerte —dijo Volodia a Frunze—. Me limito a exponer los hechos. El resto depende de ti. Si quieres colaborar, estaré aquí para ser tu contacto. Si ves las cosas de otro modo, pues fin de la historia. Ambos sois personas inteligentes. No podría engañaros aunque quisiera.

La pareja volvió a intercambiar una mirada. Esperaba que estuvieran pensando en lo distinto que era él del último agente soviético con el que habían tratado.

La respuesta se hizo esperar una agónica eternidad.

Fue Alice quien por fin habló.

—¿Qué clase de ayuda necesita?

Eso no era un sí, pero era mejor que una negativa, y conducía, de forma lógica, hacia el paso número nueve.

—Mi esposa es una de las físicas del equipo —dijo, con la esperanza de que aquello humanizara su persona en un momento en que podía correr el peligro de que le considerasen manipulador—. Me ha contado que hay varias formas de llegar a la bomba nuclear, pero no tenemos tiempo para probarlas todas. Podemos ahorrarnos años si sabemos cuál os ha funcionado a vosotros.

—Eso tiene sentido —admitió Willi.

Paso número diez, el más ambicioso.

—Necesitamos saber qué clase de bomba se lanzó sobre Japón.

Frunze puso expresión de desesperación. Miró a su mujer. Esta vez, ella no asintió, pero tampoco negó con la cabeza. Parecía tan dividida como él.

Frunze suspiró.

—Dos tipos —respondió.

Volodia estaba emocionado y asombrado.

—¿Dos diseños distintos?

Frunze asintió.

—Para Hiroshima utilizaron un dispositivo de uranio con una ensambladura de tipo cañón. La llamamos
Little Boy
. Para Nagasaki, la
Fat Man
, una bomba de plutonio con un disparador de implosión.

Volodia casi no podía ni respirar. Esa era información más que confidencial.

—¿Cuál es mejor?

—Ambas funcionaron, huelga decirlo, pero la
Fat Man
es más fácil de crear.

—¿Por qué?

—Hacen falta muchos años para obtener suficiente U-235 para una bomba. El plutonio requiere menos tiempo, siempre que tengas un arsenal nuclear.

—Entonces la URSS puede copiar la
Fat Man
.

—Sin duda.

—Hay algo más que puedes hacer por salvar a Rusia de la destrucción —dijo Volodia.

—¿Qué?

El soviético lo miró directamente a los ojos.

—Consígueme los planos del diseño.

Willi palideció.

—Soy ciudadano estadounidense —terció—. Estás pidiéndome que cometa traición. Está castigado con la muerte. Podría acabar en la silla eléctrica.

«Y también tu mujer —pensó Volodia—, es cómplice. Gracias a Dios que no se os ha ocurrido.»

—He pedido a mucha gente que ponga su vida en peligro durante los últimos años. Personas como vosotros, alemanes que odiaban a los nazis, hombres y mujeres que se han arriesgado muchísimo para enviarnos información que nos ayudase a ganar la guerra. Y debo deciros lo que les dije a todos ellos: morirán muchas más personas si no lo hacéis. —Se quedó callado. Había jugado su mejor baza. No le quedaba más que ofrecer.

Frunze miró a su esposa.

—Tú diseñaste la bomba, Willi —dijo Alice.

—Me lo pensaré —respondió Frunze a Volodia.

III

Dos días después le entregaron los planos.

Volodia los llevó a Moscú.

Zoya fue liberada de prisión. Ella no se sentía tan furiosa con su encarcelamiento como su marido.

—Lo han hecho para proteger la revolución —dijo—. Y no me han hecho daño; ha sido como estar en un hotel cochambroso.

En su primer día en casa, después de hacer el amor, Volodia quiso hablar.

—Tengo algo que enseñarte, algo que he traído de Estados Unidos. —Bajó rodando de la cama, abrió un cajón y sacó una voluminosa revista—. Es el catálogo de Sears Roebuck —anunció. Se sentó junto a ella en la cama y abrió la publicación—. Mira esto.

El catálogo se abrió por las páginas de vestidos para mujer. Las modelos eran de una delgadez imposible, pero las telas de esas prendas eran alegres y de colores intensos, de rayas, de cuadros y lisas, algunas tenían volantes, tablillas y cinturones.

—¡Qué bonito! —comentó Zoya, y señaló un vestido con el dedo—. ¿Dos dólares noventa centavos es mucho dinero?

—En realidad, no —respondió Volodia—. El salario medio es de unos cincuenta dólares a la semana, y el alquiler es un tercio de eso.

—¿De veras? —Zoya estaba asombrada—. ¿Así que la mayoría de las personas pueden permitirse estos vestidos?

—Eso es. A lo mejor no los campesinos. Aunque, por otra parte, estos catálogos se inventaron para los granjeros que viven a cientos de kilómetros del almacén más cercano.

—¿Cómo funciona?

—Escoges lo que quieres del catálogo y les envías el dinero; luego, en un par de semanas, el cartero te trae a casa lo que has pedido.

—Debes de sentirte como una zarina. —Zoya le quitó el catálogo y volvió la página—. ¡Oh! ¡Aquí hay más! —En la página siguiente había conjuntos de falda y chaqueta por cuatro dólares con noventa y ocho—. Estos también son elegantes —comentó.

—Sigue pasando páginas —sugirió Volodia.

Zoya estaba perpleja ante la visión de páginas y más páginas de abrigos para mujer, sombreros, zapatos, lencería, pijamas y medias.

—¿La gente puede tener cualquier cosa de estas? —preguntó.

—Así es.

—¡Pero si en estas páginas hay más donde elegir que en cualquier tienda normalita de Rusia!

—Sí.

Siguió hojeando la revista con parsimonia. Había el mismo número de ropa para hombre y también para niños. Zoya puso el dedo sobre un grueso abrigo de invierno de lana para niños que costaba quince dólares.

—A este precio, supongo que todos los niños tienen uno en Estados Unidos.

—Es lo más probable.

Después de la ropa venía el mobiliario. Uno podía comprar una cama por veinticinco dólares. Todo era barato si se ganaban cincuenta dólares a la semana. Y el catálogo seguía y seguía. Había cientos de productos que no podían adquirirse en la Unión Soviética: juguetes y juegos, productos de belleza, guitarras, elegantes sillas, herramientas eléctricas, novelas con coloridas portadas, adornos navideños y tostadoras eléctricas.

Había incluso un tractor.

—¿Tú crees que cualquier granjero estadounidense que quiera un tractor lo puede conseguir con solo pedirlo?

—Solo si tiene el dinero para pagarlo —dijo Volodia.

—¿No tienen que incluir su nombre en una lista y esperar durante un par de años?

—No.

Zoya cerró el catálogo y lo miró con aire de gravedad.

—Si la gente puede tener todo esto —terció—, ¿por qué iban a querer ser comunistas?

—Buena pregunta —respondió Volodia.

22

1946

I

Los niños de Berlín habían ideado un juego nuevo llamado
Komm, Frau
, «Ven, mujer». Era uno más de aquellos en que los chicos perseguían a las chicas, pero Carla observó que incorporaba una novedad. Los chicos formaban equipo y elegían a una de las chicas. Cuando la atrapaban, gritaban: «
Komm, Frau
!» y la tiraban al suelo. Luego la inmovilizaban y uno de ellos se tumbaba sobre ella fingiendo penetrarla. Los niños de siete y ocho años, que no tendrían que haber sabido lo que era la violación, jugaban a eso porque habían visto lo que los soldados del Ejército Rojo les habían hecho a las mujeres alemanas. Todos los soviéticos sabían decir eso en alemán: «Ven, mujer».

¿Qué les pasaba? Carla nunca había sabido de ninguna mujer violada por un soldado francés, británico, estadounidense o canadiense, aunque suponía que debían de existir casos. Sin embargo, todas las mujeres que conocía de entre quince y cincuenta y cinco años habían sido violadas al menos por un soldado soviético: su madre, Maud; su amiga Frieda; la madre de Frieda, Monika; Ada, su criada; todas.

Eran afortunadas, pues al menos seguían vivas. Algunas mujeres habían muerto después de sufrir el abuso de docenas de hombres durante horas. Carla había oído que a una chica la habían matado a mordiscos.

Solo Rebecca Rosen se había librado de aquella experiencia. Después de que Carla la protegiese, el día de la liberación del hospital judío, Rebecca se mudó con los Von Ulrich. Su casa se encontraba en la zona soviética, pero no tenía ningún otro sitio adonde ir. Se escondió durante meses en el desván, como si fuera una criminal, bajando solo de noche, cuando los soviéticos ya se habían dormido después de emborracharse. Carla pasaba con ella un par de horas cuando podía, y en aquellos ratos jugaban a las cartas y compartían su pasado. Carla quería ser como una hermana mayor para ella, pero Rebecca la trataba como a una madre.

Entonces Carla supo que iba a ser madre de verdad.

Maud y Monika pasaban ya de los cincuenta y, afortunadamente, eran demasiado mayores para tener hijos, y Ada había tenido suerte, pero tanto Carla como Frieda se habían quedado embarazadas de sus violadores.

Frieda abortó.

Era una práctica ilegal, y la ley nazi que la castigaba con la pena de muerte seguía vigente. Por eso Frieda fue a visitar a una «partera», que le practicó el aborto a cambio de cinco cigarrillos. Frieda contrajo una infección grave, y habría muerto si Carla no hubiese conseguido un poco de penicilina, muy escasa en el hospital.

Carla decidió tener al niño.

Sus sentimientos al respecto fluctuaban sin cesar de un extremo al otro. Por la mañana, cuando tenía náuseas, rabiaba contra los animales que habían violado su cuerpo y le habían impuesto aquella carga. En otros momentos se sorprendía sentada con las manos sobre el vientre y la mirada perdida, soñando despierta con ropita de bebé. Luego se preguntaba si la cara del pequeño le recordaría a alguno de aquellos hombres y la haría odiar a su propio hijo. Pero seguro que también tendría algún rasgo de los Von Ulrich… Se sentía ansiosa y asustada.

En enero de 1946 estaba ya de ocho meses. Como la mayoría de los alemanes, pasaba frío, hambre y penurias. Cuando ya no pudo ocultar su estado, tuvo que abandonar la enfermería y sumarse a las legiones de parados. Las raciones de comida se repartían cada diez días. La cantidad diaria para quienes carecían de privilegios especiales era de mil quinientas calorías. Y aún había que pagarla, por descontado. Incluso los que tenían dinero en efectivo y cartillas de racionamiento a veces se encontraban con que no había comida que comprar.

Carla se había planteado la posibilidad de pedir a los soviéticos un trato especial por el trabajo que había llevado a cabo como espía durante la guerra. Pero Heinrich lo había intentado y había sufrido una experiencia aterradora. Los servicios secretos del Ejército Rojo esperaban que siguiera espiando para ellos y le pidieron que se infiltrara en el ejército estadounidense. Cuando él se negó, se mostraron hostiles y lo amenazaron con enviarlo a un campo de trabajos forzados. Consiguió librarse arguyendo que no hablaba inglés, y que por tanto no les sería de ninguna utilidad. Pero Carla estaba bien advertida y decidió que sería más seguro guardar silencio.

Aquel día, Carla y Maud estaban contentas porque habían apalabrado la venta de una cómoda. Era un mueble de estilo
jugendstil
, de madera de roble clara y veteada, que los padres de Walter habían comprado cuando se casaron, en 1889. Carla, Maud y Ada lo cargaron en una carretilla prestada.

Seguía sin haber hombres en la casa. Erik y Werner se contaban entre los millones de soldados alemanes que habían desaparecido. Quizá estuvieran muertos. El coronel Beck le había dicho a Carla que casi tres millones de alemanes habían muerto en los combates del frente oriental a consecuencia del hambre, el frío y las enfermedades. Pero otros dos millones seguían con vida en los campos de trabajos forzados de la Unión Soviética. Algunos habían regresado, los que habían eludido a los guardias y a los que habían dejado marchar porque estaban demasiado enfermos para trabajar; todos ellos se habían sumado a los miles de desplazados abandonados a su suerte por toda Europa y que trataban de encontrar el modo de llegar a sus casas. Carla y Maud habían enviado cartas a la atención del Ejército Rojo, pero nunca habían recibido respuesta.

BOOK: El invierno del mundo
3.14Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Magpies by Mark Edwards
Felicia's Journey by William Trevor
HEAR by Robin Epstein
Secrets On Lake Drive by Tina Martin