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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (128 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—Y el camarada Beria necesita a mi mujer en su laboratorio para desarrollar la bomba. ¿Has venido a llevarla al trabajo en coche?

—Los estadounidenses crearon su bomba nuclear antes que los soviéticos.

—Por supuesto. ¿Será porque concedieron a la investigación física una prioridad más alta que nosotros?

—¡No es posible que la ciencia capitalista sea superior a la ciencia comunista!

—¡Qué tópico tan burdo! —Volodia estaba confundido. ¿Adónde quería ir a parar?—. ¿Qué es lo que insinúas?

—Tiene que haber sido un acto de sabotaje.

Era justo la clase de fantasía absurda con la que siempre soñaba la policía secreta.

—¿Qué clase de sabotaje?

—Algunos científicos han retrasado intencionadamente el desarrollo de la bomba soviética.

Volodia empezaba a atar cabos, y tuvo miedo. Sin embargo, siguió respondiendo con agresividad: siempre era un error mostrar debilidad ante esa gente.

—¿Por qué demonios iban a hacer algo así?

—Porque son traidores, ¡y tu mujer es una de ellos!

—Será mejor que no estés hablando en serio, pedazo de cabrón…

—He venido para detenerla.

—¿Cómo? —Volodia estaba atónito—. ¡Esto es una locura!

—Es lo que opina mi organización.

—No tenéis pruebas.

—Si quieres pruebas, ¡vete a Hiroshima!

Zoya habló por primera vez desde que había chillado.

—Tendré que acompañarlos, Volodia. No hagas que te detengan a ti también.

Volodia señaló a Ilia con el dedo.

—Acabas de meterte en un buen lío, cabrón.

—Solo cumplo órdenes.

—Sal de en medio. Mi esposa va a ir al cuarto a vestirse.

—No hay tiempo para eso —espetó Ilia—. Tiene que venir tal como está.

—No seas ridículo.

Ilia levantó la barbilla.

—Una ciudadana soviética respetable no iría por el piso sin ropa.

Volodia se preguntó fugazmente cómo era posible que su hermana estuviera casada con un fantasma así.

—¿Vosotros, la policía secreta, con miramientos morales ante la desnudez?

—Su desnudez es la prueba de su degradación. Nos la llevaremos tal como está.

—¡Y una mierda!

—Aparta.

—Apártate tú. Irá a vestirse. —Volodia se situó en el recibidor y se plantó delante de los tres agentes, con los brazos extendidos para que Zoya pudiera pasar por detrás de él.

Cuando ella se movió, Ilia consiguió pasar por detrás de Volodia y agarró a su esposa por el brazo.

Volodia golpeó a su cuñado en la cara, dos veces. Ilia gritó y retrocedió tambaleante. Los dos hombres con abrigo de cuero avanzaron. Volodia logró propinar un puñetazo a uno, pero el otro lo esquivó. A continuación, ambos agarraron a Volodia por los brazos. Él intentó zafarse, pero eran fuertes y parecía que ya hubieran hecho aquello antes. Lo estamparon contra la pared.

Mientras lo sujetaban, Ilia le pegó un puñetazo en la cara con sus puños enguantados en cuero. Le propinó un segundo golpe, un tercero y un cuarto, luego le golpeó en el estómago, una y otra vez, hasta que Volodia escupió sangre. Zoya intentó intervenir, pero Ilia también la golpeó, y ella gritó y cayó de espaldas.

A Volodia se le abrió el batín. Ilia le dio una patada en la entrepierna y luego en las rodillas. Volodia se retorcía, incapaz de levantarse, pero los hombres con abrigo de cuero lo alzaron e Ilia le propinó unos cuantos golpes más.

Al final, Ilia se volvió para marcharse, frotándose los nudillos. Los otros dos liberaron a Volodia, que se desplomó sobre el suelo. Apenas podía respirar y se sentía incapaz de moverse, pero estaba consciente. Por el rabillo del ojo vio a los dos forzudos agarrar a Zoya y obligarla a salir desnuda del apartamento. Ilia los siguió.

Minuto a minuto, el dolor fue pasando de una intensa agonía a un padecimiento sordo y profundo, y Volodia volvió a respirar con normalidad.

Poco a poco fue recuperando la movilidad de las extremidades y consiguió levantarse a duras penas. Logró llegar hasta el teléfono y marcó el número de su padre, con la esperanza de que el viejo no hubiera salido todavía a trabajar. Le alivió escuchar su voz.

—Han detenido a Zoya —anunció.

—¡Malditos hijos de puta! —exclamó Grigori—. ¿Quién ha sido?

—Ha sido Ilia.

—¿Qué?

—Haz un par de llamadas —ordenó Volodia—. Averigua qué coño está pasando. Yo tengo que limpiar la sangre.

—¿Qué sangre?

Volodia colgó.

No había más que un par de pasos hasta el baño. Tiró el batín manchado de sangre y se metió en la ducha. El agua caliente proporcionó cierto alivio a su cuerpo quebrantado. Ilia era malvado, pero no fuerte, y no tenía ningún hueso roto.

Volodia cerró el grifo. Se miró en el espejo del baño. Tenía la cara cubierta de cortes y moratones.

No se molestó en secarse. Con un esfuerzo considerable, se puso el uniforme del Ejército Rojo. Le convenía lucir ese símbolo de autoridad.

Su padre llegó cuando intentaba atarse los cordones de las botas.

—¿Qué coño ha pasado aquí? —gruñó Grigori.

—Buscaban pelea —respondió Volodia—, y yo he sido tan idiota de dársela.

Su padre no se mostró muy comprensivo de entrada.

—Esperaba más de ti.

—Insistieron en llevársela desnuda.

—¡Putos fanfarrones!

—¿Has averiguado algo?

—Todavía no. He hablado con un par de personas. Nadie sabe nada. —Grigori parecía preocupado—. O alguien ha cometido un error garrafal… o, por algún motivo, están muy seguros de lo que hacen.

—Llévame en coche a mi despacho. Lemítov va a cabrearse de verdad. No les dejará irse de rositas. Si tienen permiso para hacerme esto a mí, se lo harán a todo el Servicio Secreto del Ejército Rojo.

El chófer de Grigori estaba esperando fuera con el coche. Condujo hasta el aeródromo de Jodinka. Grigori se quedó en el vehículo mientras Volodia entraba renqueante al cuartel general del Ejército Rojo. Fue directamente al despacho de su jefe, el coronel Lemítov.

Llamó a la puerta, entró y habló:

—Esos cabrones de la policía secreta han detenido a mi mujer.

—Lo sé —confirmó Lemítov.

—¿Lo sabes?

—Yo di el visto bueno.

Volodia se quedó boquiabierto.

—Pero ¿qué coño…?

—Siéntate.

—¿Qué está pasando?

—Siéntate, cierra el pico y te lo contaré.

Volodia se acomodó, dolorido, en una silla.

—Necesitamos la bomba nuclear, pero ya —dijo Lemítov—. De momento, Stalin sigue haciéndose el duro con los estadounidenses, porque estamos bastante seguros de que no tienen suficiente arsenal de armas nucleares para borrarnos del mapa. Pero están creando un arsenal y, en un momento dado, lo utilizarán, a menos que nosotros estemos en condiciones de contraatacar.

Aquello no tenía sentido.

—Mi esposa no puede diseñar la bomba mientras la policía secreta está dándole puñetazos en la cara. Esto es una locura.

—Cierra el pico, joder. Nuestro problema es que hay varios diseños posibles. Los estadounidenses han tardado cinco años en averiguar cuál funcionaría. Nosotros no tenemos tanto tiempo. Hay que robarles los documentos de su investigación.

—Pero, aun así, necesitaremos físicos rusos que copien el diseño, y para eso tienen que estar en sus laboratorios, no bajo llave en el sótano de la Lubianka.

—Conoces a un hombre llamado Wilhelm Frunze.

—Fui al colegio con él. A la Academia Masculina de Berlín.

—Nos pasaba valiosa información sobre la investigación nuclear británica. Luego se trasladó a Estados Unidos, donde trabajaba en el proyecto de la bomba nuclear. El personal de Washington del NKVD ha contactado con él, lo ha asustado con su incompetencia y se ha cargado el contacto. Necesitamos convencerlo para que vuelva con nosotros.

—¿Y qué tiene todo eso que ver conmigo?

—Confía en ti.

—Eso no lo sé. Llevo doce años sin verlo.

—Queremos que vayas a Estados Unidos para hablar con él.

—Pero ¿por qué habéis detenido a Zoya?

—Para asegurarnos de que regresas.

II

Volodia se convenció de que sabría hacerlo. En Berlín, antes de la guerra, le había dado esquinazo a un par de hombres de la Gestapo, se había reunido con posibles espías, los había reclutado y los había convertido en fuentes fiables para los servicios secretos. Jamás era fácil —sobre todo la parte en que debía convencer a alguien para que se convirtiera en traidor—, pero era un experto en la materia.

Sin embargo, ahora estaba en Estados Unidos.

Los países occidentales que había visitado, Alemania y España en las décadas de 1930 y 1940, no se le parecían en nada.

Se sentía abrumado. Toda la vida le habían dicho que las películas de Hollywood daban una visión exagerada de la prosperidad y que, en realidad, la mayoría de los estadounidenses vivían sumidos en la pobreza. Sin embargo, a Volodia le quedó claro, desde el día en que llegó a Estados Unidos, que las películas no exageraban ni un ápice. Y que, además, era difícil encontrar personas pobres.

Nueva York estaba atestado de automóviles, muchos conducidos por personas que no eran importantes funcionarios del gobierno: jóvenes, hombres con ropa de trabajo, incluso mujeres que salían de compras. ¡Y todo el mundo iba tan bien vestido! Parecía que todos los hombres vistieran su mejor traje. Las mujeres llevaban las piernas cubiertas con brillantes medias. Todo el mundo llevaba zapatos nuevos.

Debía hacer el esfuerzo de recordarse constantemente el lado oscuro de Estados Unidos. Había pobreza, en algún lugar. Se perseguía a los negros y, en el Sur, ni siquiera tenían derecho al voto. Había muchísima delincuencia —los mismos estadounidenses afirmaban que era un mal endémico—, aunque, por extraño que pareciera, Volodia no logró ver nada que lo probase, y se sentía seguro caminando por la calle.

Pasó unos días recorriendo Nueva York. Intentó mejorar su inglés, que no era muy bueno, aunque eso no importaba mucho: la ciudad estaba llena de personas que chapurreaban el idioma y lo hablaban con marcado acento de otros países. Se familiarizó con las caras de los agentes del FBI destinados a seguirlo e identificó varias ubicaciones convenientes donde poder despistarlos.

Una mañana soleada salió del consulado de la Unión Soviética en Nueva York, sin sombrero, con holgados pantalones grises y camisa azul, como si fuera a hacer un par de recados. Un joven con traje oscuro y corbata lo seguía.

Fue a los almacenes Saks de la Quinta Avenida y compró ropa interior y una camisa de pequeños cuadritos marrones. Quien fuera que lo siguiera pensaría que estaba simplemente de compras.

El jefe del NKVD del consulado había anunciado que un equipo soviético seguiría veinticuatro horas a Volodia durante su visita a Estados Unidos, para asegurarse de que tenía un buen comportamiento. Le costaba mucho contener la rabia que sentía por el hecho de que la organización hubiera encarcelado a Zoya, y tenía que reprimir el deseo de agarrar al tipo por el cogote y estrangularlo. Pero había conservado la calma. Había señalado con sarcasmo que para cumplir su misión tendría que esquivar la vigilancia del FBI, y, al hacerlo, era posible que perdiera, sin pretenderlo, a su perseguidor del NKVD; pero les deseó buena suerte. La mayoría de los días, le bastaban cinco minutos para despistarlos.

Así que el joven que estaba siguiéndolo era, casi con total seguridad, un agente del FBI. Su vestimenta de aire conservador demasiado esmerado lo delataba.

Con sus compras en una bolsa de papel, Volodia salió de la tienda por una puerta lateral y paró un taxi. Dio esquinazo al agente del FBI, que se quedó en el bordillo de la acera, agitando el brazo. Cuando el taxi hubo doblado dos esquinas, Volodia tiró al conductor un billete y bajó de un salto. Entró, disparado, a una estación de metro, volvió a salir por la otra boca y esperó en el portal de un edificio de oficinas durante cinco minutos.

El joven de traje oscuro no se veía por ningún lado.

Volodia se dirigió a Penn Station.

Luego volvió a comprobar que nadie le seguía y se compró un billete. Subió al tren sin más equipaje que su bolsa de papel.

El viaje a Albuquerque duraba tres días.

El tren avanzaba a toda velocidad a lo largo de kilómetros y más kilómetros de tierras de cultivo, impresionantes fábricas de tabaco de mascar y grandes ciudades con rascacielos que apuntaban con arrogancia al cielo. La Unión Soviética era más grande, pero aparte de Ucrania, en su mayoría estaba compuesta por bosques de pinos y estepas heladas. Jamás había imaginado la riqueza a esa escala.

Y la prosperidad no era lo único. Volodia llevaba varios días dándole vueltas a un asunto que le preocupaba, era algo raro relacionado con la vida en Estados Unidos. Al final cayó en la cuenta de lo que era: nadie le había pedido la documentación. Tras haber pasado por el control de inmigración en Nueva York, no había vuelto a enseñar el pasaporte. En aquel país, al parecer, cualquiera podía llegar a una estación de tren o a una terminal de autobuses y comprar un billete con destino a cualquier lugar sin tener que solicitar permiso ni explicar el motivo del viaje a un funcionario. Aquello le provocaba una sensación de libertad peligrosamente extasiante. ¡Podría haber ido a donde se le antojara!

La riqueza de Estados Unidos también subrayaba para Volodia el peligro al que se enfrentaba su país. Los alemanes habían estado a punto de destruir la Unión Soviética, y el país en el que se encontraba tenía una población que triplicaba la de su madre patria y una riqueza diez veces mayor. La idea de que los soviéticos pudieran convertirse en subordinados, que se entregaran a la ciega sumisión por miedo, atenuaba las dudas que albergaba Volodia sobre el comunismo, a pesar de lo que el NKVD les había hecho a su mujer y a él. Si tenía hijos, no quería que creciesen en un mundo tiranizado por Estados Unidos.

Viajó vía Pittsburgh y Chicago e intentó pasar desapercibido durante el viaje. Su aspecto era de estadounidense, y nadie se percató de su acento ruso por la simple razón de que no abrió la boca. Compró bocadillos y café señalando el producto con el dedo para después satisfacer el importe. Hojeó periódicos y revistas que otros viajeros dejaban al partir: miraba las fotos e intentaba descifrar el significado de los titulares.

La última parte del viaje lo llevó por un paisaje desértico de belleza desolada, con picos nevados en la distancia teñidos de rojo por el ocaso, que, con seguridad, era la explicación de que los llamaran la Sierra de la Sangre de Cristo.

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