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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (127 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—¡He venido a besar a la novia! —dijo.

Se acercó a Zoya y le puso las manos en los hombros. Ella era casi diez centímetros más alta que el líder, pero consiguió agacharse discretamente. Stalin le dio un beso en cada mejilla y dejó que su boca, coronada por un bigote gris, se demorara lo suficiente para molestar a Volodia. Después dio un paso atrás y preguntó:

—¿Quién me da un trago?

Mucha gente se apresuró a buscarle un vaso de vodka. Grigori insistió en ceder su silla en el centro de la mesa presidencial a Stalin. El murmullo de las conversaciones volvió a oírse, pero algo más apagado: estaban encantados de tenerlo allí, pero de pronto debían mostrarse cautelosos con cada palabra y cada movimiento. Aquel hombre podía ordenar la muerte de una persona con solo chasquear los dedos, y lo había hecho a menudo.

Sacaron más vodka, la orquesta empezó a tocar danzas populares rusas y, poco a poco, todos se fueron relajando. Volodia, Zoya, Grigori y Katerina bailaron una danza de a cuatro llamada
kadril
, que era de índole cómica y siempre hacía reír a la gente. Después, más parejas se animaron a bailar y los hombres se pusieron a hacer el
barinia
: se acuclillaban y luego soltaban altas patadas, con lo que muchos de ellos caían al suelo. Volodia no hacía más que mirar a Stalin de reojo, igual que todos los de la sala. Parecía que el gran hombre se estaba divirtiendo, pues golpeaba con el vaso en la mesa al ritmo de las balalaikas.

Zoya y Katerina estaban bailando una
troika
con el jefe de esta, Vasili, un físico eminente que trabajaba en el proyecto de la bomba, y Volodia había ido a sentarse cuando el ambiente cambió de pronto.

Un asesor vestido de civil entró corriendo y, bordeando la sala, fue directo a buscar a Stalin. Sin ninguna ceremonia, se inclinó sobre el hombro del líder y le habló sin alzar la voz pero con apremio.

Primero Stalin pareció desconcertado e hizo una pregunta brusca, luego otra. Su expresión se transformó entonces. Se puso pálido, parecía mirar fijamente a los bailarines sin verlos.

—¿Qué narices ha ocurrido? —dijo Volodia a media voz.

Los que bailaban todavía no se habían dado cuenta, pero los que estaban sentados a la cabecera de la mesa parecían asustados.

Un momento después Stalin se puso en pie. A su alrededor todos hicieron lo propio, por deferencia. Volodia vio que su padre seguía bailando. A algunos los habían fusilado por menos.

Pero Stalin no tenía ojos para los invitados. Abandonó la mesa con el asesor a su lado y caminó hacia la puerta cruzando la pista de baile, donde los que aún celebraban se apartaron de en medio precipitadamente. Una pareja cayó al suelo. Stalin no pareció darse cuenta. La orquesta dejó de tocar. Sin decir nada, sin mirar a nadie, el líder abandonó la sala.

Algunos generales lo siguieron con cara de asustados.

Entonces llegó otro asesor, luego dos más. Todos ellos buscaban a sus jefes y hablaban con ellos. Un joven con una chaqueta de tweed se acercó a Vasili. Por lo visto, Zoya lo conocía y escuchó con atención. También ella parecía conmocionada.

Vasili y el asesor se marcharon. Volodia se acercó a Zoya.

—Por el amor de Dios, ¿qué es lo que ocurre?

—Los norteamericanos han lanzado una bomba nuclear en Japón. —Le temblaba la voz. Su hermoso rostro de tez pálida parecía más blanco que nunca—. Al principio el gobierno japonés no sabía de qué se trataba. Han tardado horas en darse cuenta.

—¿Estamos seguros?

—Ha arrasado trece kilómetros cuadrados de edificaciones. Estiman que setenta y cinco mil personas han muerto al instante.

—¿Cuántas bombas?

—Una.

—¿Una?

—Sí.

—Dios mío. No me extraña que Stalin se haya quedado blanco.

Los dos guardaron silencio. La noticia se estaba extendiendo visiblemente por toda la sala. Había quien se quedaba sentado, paralizado; otros se levantaban y se iban, directos a sus teléfonos, sus escritorios y su personal.

—Esto lo cambia todo —dijo Volodia.

—Incluso nuestros planes para la luna de miel —añadió Zoya—. Seguro que me cancelan el permiso.

—Pensábamos que la Unión Soviética estaba a salvo.

—Tu padre acaba de decir en su discurso que la revolución nunca había estado tan segura.

—Ya nada es seguro.

—No —dijo Zoya—. No, hasta que tengamos nuestra propia bomba.

VII

Jacky Jakes y Georgy estaban en Buffalo y por primera vez se hospedaban en el apartamento de Marga. Greg y Lev también estaban allí, y el Día de la Victoria sobre Japón —el miércoles 15 de agosto— todos ellos salieron a Humboldt Park. Los senderos del parque estaban repletos de parejas pletóricas y había cientos de niños chapoteando en el estanque.

Greg estaba feliz y orgulloso. La bomba había funcionado. Los dos artefactos que se habían lanzado en Hiroshima y Nagasaki habían sembrado una devastación escalofriante, pero habían puesto un raudo final a la guerra y habían salvado miles de vidas estadounidenses. Greg había formado parte de ello. Gracias a todo lo que habían hecho, Georgy crecería en un mundo libre.

—Ya tiene nueve años —le dijo Greg a Jacky. Estaban sentados en un banco, hablando, mientras Lev y Marga se llevaban al niño a comprar helado.

—Casi no puedo creerlo.

—Me pregunto qué será de mayor.

—No va a ser nada estúpido, como actor o un maldito trompetista —dijo Jacky con brusquedad—. Es muy inteligente.

—¿Te gustaría que fuese catedrático, como tu padre?

—Sí.

—En tal caso… —Greg había estado preparando el terreno para eso, y le inquietaba la posible reacción de Jacky—, debería ir a una buena escuela.

—¿Habías pensado en algo?

—¿Qué te parecería un internado? Podría ir al mismo que yo.

—Sería el único alumno negro.

—No tiene por qué. Cuando yo estudiaba allí había un chico de color, un indio de Delhi que se llamaba Kamal.

—Solo uno.

—Sí.

—¿Se burlaban de él?

—Claro. Lo llamábamos «Camello», pero al final los chicos se acostumbraron y llegó a hacer amigos.

—¿Qué fue de él? ¿Lo sabes?

—Acabó siendo farmacéutico. He oído decir que ya tiene dos
drugstores
en Nueva York.

Jacky asintió con la cabeza. Greg vio que no se oponía a su plan. La chica venía de una familia culta y, aunque ella se había rebelado y se había apartado de ese ambiente, creía en el valor de una buena educación.

—¿Y la matrícula de ese internado?

—Podría pedírselo a mi padre.

—¿La pagaría?

—Míralos. —Greg señaló hacia el sendero. Lev, Marga y Georgy volvían ya del carrito de los helados. Lev y el niño caminaban juntos, de la mano, comiéndose un cucurucho cada uno—. Mi padre, tan conservador él, dándole la mano a un niño de color en un parque público. Créeme, pagará la matrícula del internado.

—La verdad es que Georgy no acaba de encajar en ningún sitio —dijo Jacky, algo preocupada—. Es un niño negro con un padre blanco.

—Ya lo sé.

—La gente del edificio de tu madre cree que soy la criada… ¿Lo sabías?

—Sí.

—Yo he tenido la precaución de no sacarlos de su error. Si creyeran que tienen a unos negros invitados en el edificio podría haber problemas.

Greg suspiró.

—Lo siento, pero tienes razón.

—La vida de Georgy será dura.

—Ya lo sé —repuso Greg—. Pero nos tiene a nosotros.

Jacky le dirigió una de sus desacostumbradas sonrisas.

—Sí —dijo—. Eso ya es algo.

TERCERA PARTE

La paz fría

21

1945 (III)

I

Después de la boda, Volodia y Zoya se mudaron a su propio apartamento. Eran pocos los soviéticos recién casados con tanta suerte. Durante cuatro años, los beneficios de la poderosa industria de la Unión Soviética se habían invertido en la fabricación de armas. Apenas se habían construido nuevas viviendas y muchas habían sido destruidas. Sin embargo, Volodia era comandante del Servicio Secreto del Ejército Rojo, además de hijo de general, y había movido algunos hilos.

Era un espacio reducido: un salón con una mesa para comer, una habitación ocupada en su práctica totalidad por la cama; una cocina que se llenaba con dos personas; un baño diminuto con lavamanos y ducha, y un escaso recibidor con un armario empotrado para la ropa de ambos. Cuando encendían la radio en el salón, se escuchaba por todo el piso.

No tardaron en convertirlo en su hogar. Zoya compró una colcha de color amarillo chillón para la cama. La madre de Volodia se sacó, como de la nada, una vajilla que había comprado en 1940, en previsión de la boda de su hijo, y que había conservado durante toda la guerra. Volodia colgó una imagen en la pared: la foto de graduación de su promoción en la Academia de Inteligencia Militar.

Ahora hacían el amor con más frecuencia. El estar solos marcaba una diferencia que Volodia no había previsto. Jamás había tenido muchos reparos a la hora de dormir con Zoya en casa de sus padres, ni en el piso que ella compartía antes; pero ahora que tenían su propia casa se daba cuenta de que influía en la relación. Antes tenían que hablar en voz baja, escuchar con atención por si los muelles de la cama chirriaban, y siempre existía la posibilidad, aunque muy remota, de que alguien les pillara. La casa de los demás nunca era un lugar del todo íntimo.

Solían despertarse temprano, hacían el amor y luego se quedaban en la cama besándose y charlando durante una hora antes de vestirse e ir a trabajar. En una de esas mañanas, con la cabeza recostada sobre los muslos de ella, con el olor a sexo penetrándole por la nariz, Volodia preguntó:

—¿Te apetece una taza de té?

—Sí, gracias. —Ella se estiró con sensualidad y se recostó sobre las almohadas.

Volodia se puso el batín y cruzó el diminuto recibidor hasta la reducida cocina, donde encendió la llama del samovar. Se disgustó al ver las cacerolas y los platos sucios de la cena apilados en el fregadero.

—¡Zoya! —exclamó—. ¡La cocina está hecha un desastre!

Ella lo oyó con nitidez desde el dormitorio de su pequeño piso.

—Ya lo sé —respondió.

Él regresó a la habitación.

—¿Por qué no recogiste anoche?

—¿Por qué no recogiste tú?

A Volodia no se le había ocurrido que pudiera ser responsabilidad suya.

—Tenía que redactar un informe —respondió, no obstante.

—Y yo estaba cansada.

La sugerencia de que fuera culpa suya lo irritó.

—Odio que la cocina esté sucia.

—Yo también.

¿Por qué estaba siendo tan obtusa?

—Pues, si no te gusta, ¡límpiala ya!

—Vamos a hacerlo juntos ahora mismo. —Ella bajó de un salto de la cama. Lo apartó de un empujón y, con una sonrisa picarona, se dirigió a la cocina.

Volodia la siguió.

—Tú lava y yo seco —ordenó ella, y sacó un trapo limpio de un cajón.

Zoya seguía desnuda. Él no pudo evitar esbozar una sonrisa. El cuerpo de su esposa era esbelto y delgado, y de piel blanca. Tenía el pecho plano y los pezones erectos, y el vello de su sexo era sedoso y rubio. Uno de los placeres de estar casado con ella era que Zoya tenía la costumbre de deambular por la casa desnuda. Volodia podía contemplar su cuerpo durante todo el tiempo que se le antojara. Al parecer, a ella le gustaba. Si lo pillaba mirando, no se mostraba azorada, sino que se limitaba a sonreír.

Volodia se arremangó el batín y empezó a lavar los platos y a pasárselos a Zoya para que los secara. Fregar no era una actividad muy varonil —Volodia jamás había visto hacerlo a su padre—, pero Zoya opinaba que esas tareas debían compartirse. Era una idea excéntrica. ¿Es que Zoya tenía un concepto demasiado elevado de la igualdad de derechos en el matrimonio? ¿O estaba dejándose manipular por una esposa castradora?

Creyó oír algo en el exterior. Miró hacia el recibidor: la puerta del piso estaba a unos escasos tres o cuatro pasos del fregadero de la cocina. No vio nada fuera de lo normal.

En ese momento, derribaron la puerta.

Zoya chilló.

Volodia agarró el cuchillo de trinchar que acababa de lavar. Pasó por delante de Zoya y se quedó parado bajo el marco de la puerta de la cocina. Un policía uniformado, armado con una maza, se encontraba del otro lado de la puerta hecha añicos.

Volodia hervía de odio y miedo.

—Pero ¿qué coño pasa aquí? —espetó.

El policía retrocedió y un hombre pequeño, delgado y con cara de rata entró en el piso. Era el cuñado de Volodia, Ilia Dvorkin, agente de la policía secreta. Llevaba guantes de piel.

—¡Ilia! —gritó Volodia—. ¡Maldita rata asquerosa!

—Dirígete a mí con respeto —ordenó Ilia.

Volodia se sentía desconcertado y furioso. La policía secreta no tenía costumbre de detener al personal de los servicios secretos del Ejército Rojo, ni tampoco ocurría a la inversa. De no ser así, habría estallado una suerte de guerra de bandas.

—¿Por qué coño has tenido que derribar la puerta de mi casa? ¡Te habría abierto!

Otros dos agentes se plantaron en el recibidor y se colocaron detrás de Ilia. Llevaban los abrigos de cuero reglamentarios de la organización, a pesar del agradable tiempo de finales de verano.

Volodia estaba tan asustado como furioso. ¿Qué estaba pasando?

—Suelta el cuchillo, Volodia —ordenó Ilia con voz trémula.

—No tienes por qué asustarte —respondió Volodia—. Solo estaba fregando los platos. —Pasó el cuchillo a Zoya, quien estaba detrás de él—. Por favor, pasad al comedor. Podemos hablar mientras Zoya se viste.

—¿Te has creído que esto es una visita de cortesía? —preguntó Ilia, indignado.

—Me da igual el tipo de visita que sea, pero estoy seguro de que no quieres pasar el bochorno de tener que ver a mi mujer desnuda.

—¡Estoy aquí por un asunto oficial de la policía!

—Entonces, ¿por qué han enviado a mi cuñado?

Ilia bajó la voz.

—Pero ¿no entiendes que habría sido mucho peor si hubiera venido cualquier otro?

Parecía algo gordo. Volodia se esforzó por mantener la actitud bravucona.

—Exactamente, ¿qué es lo que queréis tú y estos cretinos?

—El camarada Beria ha asumido la dirección del programa de física nuclear.

Volodia ya lo sabía. Stalin había montado un nuevo comité para dirigir la investigación y había nombrado director a Beria, que no tenía ni la más remota idea de física y carecía de cualificación para organizar un proyecto de investigación científica. Sin embargo, Stalin confiaba en él. Era un problema habitual en el gobierno soviético: personas incompetentes aunque leales al régimen recibían ascensos y ocupaban cargos que no podían desempeñar.

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