Read El invierno del mundo Online

Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (27 page)

BOOK: El invierno del mundo
8.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En la cena, las gemelas hicieron igual que Daisy y hablaron como si fueran hombres, con voces graves y en tono campechano, lo que desató las risas de todo el mundo. Lindy levantó su copa de vino y dijo:

—¿Qué me dices de este burdeos, Liz?

—Pues creo que tiene muy poco cuerpo, muchacho. Me da a mí la impresión de que Bing lo ha rebajado con agua, ¿no te parece?

Durante toda la cena, Daisy no hizo más que sorprender a Boy mirándola con insistencia. No se parecía mucho a su apuesto padre, pero de todas formas era guapo, y había heredado los ojos azules de su madre. La chica empezó a sentir vergüenza, como si Boy le estuviera mirando los pechos todo el rato.

—¿Has tenido exámenes, Boy? —dijo para romper el hechizo.

—Santo cielo, no —contestó él.

—Ha estado demasiado ocupado volando en su avión para estudiar nada —dijo su padre. Aunque pretendía ser una crítica, sonó como si en realidad Fitz estuviera orgulloso de su hijo mayor.

Boy se hizo el ofendido.

—¡Calumnias! —exclamó.

Eva estaba perpleja.

—¿Para qué vas a la universidad si no quieres estudiar?

—Algunos chicos no se molestan en graduarse, sobre todo si no tienen inclinaciones académicas —explicó Lindy.

—Sobre todo si son ricos y holgazanes —añadió Lizzie.

—¡Yo sí que estudio! —protestó Boy—. Pero la verdad es que no tengo ninguna intención de someterme a los exámenes. Tampoco deseo acabar ganándome la vida trabajando de médico, precisamente. —Boy heredaría una de las mayores fortunas de Inglaterra a la muerte de Fitz.

Y su afortunada esposa sería la condesa Fitzherbert.

—Espera un momento —dijo Daisy—. ¿De verdad tienes tu propio avión?

—Desde luego. Un Hornet Moth. Soy miembro del Club Aéreo de la Universidad. Tenemos un pequeño campo de aviación en las afueras de la ciudad.

—¡Qué maravilla! ¡Tienes que llevarme a volar!

—¡Ay, no, por favor! —exclamó la madre de Daisy.

—¿No tendrás miedo? —le preguntó Boy.

—¡Ni una pizca!

—Entonces te llevaré. —Se volvió hacia Olga y dijo—: Es muy seguro, señora Peshkov. Le prometo que le devolveré a su hija intacta.

Daisy estaba emocionada.

La conversación viró hacia el tema predilecto de ese verano: el elegante nuevo monarca, Eduardo VIII, y su romance con Wallis Simpson, una norteamericana separada de su segundo marido. Los periódicos de Londres no decían nada de esa historia y se limitaban a incluir a la señora Simpson en las listas de invitados a los acontecimientos reales, pero la madre de Daisy hacía que le enviaran los periódicos estadounidenses, y esos sí que iban cargados de especulaciones sobre el futuro divorcio de Wallis del señor Simpson para casarse con el rey.

—Es algo del todo impensable —dijo Fitz con severidad—. El rey es el jefe de la Iglesia anglicana. Es imposible que se case con una divorciada.

Cuando las damas se retiraron y dejaron a los hombres disfrutando del oporto y los puros, las chicas corrieron arriba a cambiarse de ropa. Daisy quiso dejar claro que en realidad era muy femenina y se decidió por un vestido de baile de seda rosa con un estampado de florecillas minúsculas que tenía una chaquetita de manga farol a juego.

Eva se puso un espectacular vestido sin mangas de sencilla seda negra. Ese último año había perdido peso, se había cambiado el peinado y, siguiendo las enseñanzas de Daisy, había aprendido a vestirse con un estilo elegante y simple que le favorecía mucho. Eva se había convertido en una más de la familia, y a Olga le encantaba comprarle ropa. Para Daisy era como la hermana que nunca había tenido.

Todavía no se había puesto el sol cuando todos se subieron a coches y carruajes para recorrer los ocho kilómetros que los separaban del centro de la ciudad.

Daisy pensó que Cambridge era el sitio más pintoresco que había visto en la vida, con sus callecitas sinuosas y los elegantes edificios de los
colleges
. Una vez llegados al Trinity, se apearon y ella levantó la mirada hacia la estatua de su fundador, el rey Enrique VIII. Cuando cruzaron la puerta de ladrillo de la torre de la entrada, construida en el siglo XVI, Daisy se quedó sin habla de emoción al ver lo que tenía ante sus ojos: un gran patio rectangular con un césped verde muy bien cuidado, recorrido por senderos adoquinados y con una fuente arquitectónica en el centro. En cada uno de los cuatro lados, unos edificios de desgastada piedra dorada formaban el telón de fondo contra el que muchísimos jóvenes ataviados con frac bailaban con chicas espléndidamente vestidas para la ocasión, mientras decenas de camareros con traje de gala les ofrecían bandejas repletas de copas de champán. Daisy dio una palmada uniendo las manos con regocijo: aquello sí que era lo que le gustaba a ella.

Bailó con Boy y luego con Jimmy Murray, después con Bing, que la abrazó con fuerza mientras dejaba que su mano derecha se deslizara desde el final de la espalda hacia la ondulación de la cadera. Daisy decidió no protestar. La música de la orquesta inglesa era una descafeinada imitación de una banda de jazz norteamericana, pero los músicos eran animados y rápidos, y se sabían todos los últimos éxitos.

Cayó la noche y el patio rectangular quedó iluminado por brillantes antorchas. Daisy descansó un momento para ir a ver cómo estaba Eva, que no era demasiado segura y a veces necesitaba un poco de ayuda para presentarse. Sin embargo, no tendría que haberse preocupado: la encontró hablando con un estudiante guapísimo que llevaba un traje algo grande para su talla. Eva se lo presentó: Lloyd Williams.

—Estábamos hablando sobre el fascismo en Alemania —dijo Lloyd, como si Daisy pudiera querer unirse a la conversación.

—Pero qué aburridos llegáis a ser los dos —dijo Daisy.

Lloyd no pareció oír su comentario.

—Estuve en Berlín hace tres años, cuando Hitler subió al poder. Entonces no coincidí con Eva, pero resulta que tenemos varios conocidos en común.

Jimmy Murray apareció de repente y le pidió un baile a Eva. Lloyd se quedó claramente decepcionado al verla marchar, pero echó mano de sus buenos modales, le pidió a Daisy con elegancia que le concediera un baile y juntos se acercaron algo más a la orquesta.

—Su amiga Eva es una persona muy interesante —le dijo.

—Caray, señor Williams, eso es lo que todas las chicas deseamos que nos diga nuestra pareja de baile —repuso Daisy. En cuanto las palabras salieron de su boca, lamentó haber sido tan maliciosa, pero Lloyd se rió.

—Qué torpe soy, tiene usted razón —dijo, sonriendo—. Me merezco la reprimenda. Debo intentar ser más caballero.

A Daisy empezó a gustarle en cuanto vio que era capaz de reírse de sí mismo. Eso demostraba seguridad.

—¿Está usted invitada en Chimbleigh, como Eva? —preguntó Lloyd.

—Sí.

—Entonces debe de ser la norteamericana que le dio dinero a Ruby Carter para que fuera al dentista.

—¿Cómo diantre se ha enterado de eso?

—Es amiga mía.

Daisy se sorprendió.

—¿Es muy frecuente que los estudiantes de la universidad sean amigos de las doncellas?

—¡Cielo santo, qué comentario más esnob por su parte! Mi madre fue doncella antes de llegar a parlamentaria.

Daisy sintió que se sonrojaba. Detestaba el esnobismo y a menudo acusaba a los demás de esa actitud, sobre todo en Buffalo. Ella se creía totalmente inocente de conductas tan indignas.

—He empezado con mal pie con usted, ¿verdad?

—No tanto —dijo él—. Le parece aburrido hablar de fascismo, pero acoge en su casa a una refugiada alemana e incluso la invita a viajar a Inglaterra con usted. Cree que las doncellas no tienen derecho a ser amigas de los estudiantes, pero le pagó a Ruby esa visita al dentista. No creo que esta noche conozca a ninguna otra chica ni la mitad de fascinante que usted.

—Lo tomaré como un cumplido.

—Aquí llega su amigo fascista, Boy Fitzherbert. ¿Quiere que lo espante?

Daisy percibió que a Lloyd le encantaría disponer de una oportunidad para enfrentarse con él.

—¡De ninguna manera! —exclamó, y se volvió para sonreír a Boy.

Este le dirigió una breve cabezada de saludo a Lloyd.

—Buenas noches, Williams.

—Buenas noches —respondió él—. Me decepcionó mucho ver que tus fascistas marchaban por Hills Road el sábado pasado.

—Ah, sí —dijo Boy—. Quizá se sobrepasaron en su entusiasmo.

—Me sorprendió, sobre todo porque tú habías dado tu palabra de que no lo harían.

Daisy vio que Lloyd, bajo esa máscara de fría educación, estaba muy enfadado. Pero Boy se negó a tomar en serio sus comentarios.

—Lo siento mucho —dijo como si nada, y se volvió hacia Daisy—. Ven, te enseñaré la biblioteca —le dijo—. Es de Christopher Wren.

—¡Será un placer! —exclamó Daisy. Se despidió de Lloyd con la mano y dejó que Boy la cogiera del brazo.

Lloyd parecía molesto al verla marchar, lo cual a ella le agradó bastante.

En el lado oeste del gran rectángulo había un pasaje que llevaba a un patio más pequeño con un único y elegante edificio al fondo. Mientras Daisy admiraba el claustro de la planta baja, Boy le explicó que los libros estaban en el primer piso porque el río Cam solía desbordarse a menudo.

—¿Quieres ir a ver el río? —propuso—. Por la noche está muy bonito.

Daisy tenía veinte años y, aunque carecía de experiencia en ese campo, sabía que en realidad a Boy no le interesaba mucho la contemplación nocturna de ríos. Por otro lado, después de su reacción al verla vestida de hombre, se preguntó si no le gustarían más los chicos que las chicas. Supuso que estaba a punto de descubrirlo.

—¿De verdad conoces al rey? —le preguntó mientras él la llevaba hacia un tercer patio.

—Sí. Es más amigo de mi padre, desde luego, pero a veces viene a casa. Y, además, le encantan algunas de mis ideas políticas, eso te lo aseguro.

—Me encantaría conocerlo. —Sabía que se estaba portando como una ingenua, pero era su oportunidad y no pensaba desaprovecharla.

Cruzaron una verja y salieron a un cuidado césped que descendía en suave pendiente hasta un río encerrado por un estrecho canal.

—Esta zona recibe el nombre de The Backs —explicó Boy—. La mayoría de los
colleges
más antiguos tienen en propiedad los campos que hay al otro lado del río. —Le rodeó la cintura con su brazo mientras se acercaban al pequeño puente. Su mano se deslizó hacia arriba, como por casualidad, hasta que con el dedo índice rozó toda la curva inferior de un pecho de Daisy.

Al otro extremo del puentecillo había dos criados del
college
vestidos de uniforme montando guardia, seguramente para evitar que nadie se colara sin invitación.

—Buenas noches, vizconde de Aberowen —murmuró uno de ellos, y el otro contuvo una risilla.

Boy respondió con un gesto de la cabeza apenas perceptible. Daisy se preguntó a cuántas otras chicas no habría llevado Boy por ese puente. Sabía que tenía un motivo muy concreto para llevarla a hacer esa pequeña excursión, sin duda. Boy se detuvo en la oscuridad y posó las manos en los hombros de ella.

—Caray, estabas más que atractiva con ese traje que te has puesto en la cena. —Su voz sonaba algo ronca a causa de la excitación.

—Me alegro de que te lo pareciera. —Sabía que se acercaba el beso y solo con pensarlo se acaloró, pero no estaba del todo preparada. Puso una mano con la palma extendida en la pechera de Boy, para mantenerlo a cierta distancia—. Me gustaría muchísimo ser presentada ante la corte real —dijo—. ¿Es muy difícil conseguirlo?

—No es difícil, en absoluto —contestó él—. Al menos no para mi familia. Y menos aún en el caso de una chica tan guapa como tú. —Anhelante, bajó la cabeza hacia ella.

Daisy se apartó.

—¿Harías eso por mí? ¿Lo prepararías todo para que me presenten en la corte?

—Claro que sí.

Ella se acercó un poco y sintió la erección que crecía dentro de sus pantalones. «No —pensó—, no le gustan los chicos.»

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —dijo Boy sin aliento.

—Gracias. —Y dejó que la besara.

III

Era la una de la tarde del sábado y la pequeña casa de Wellington Row, en Aberowen, Gales del Sur, estaba abarrotada. El abuelo de Lloyd estaba sentado a la mesa de la cocina con aspecto de sentirse muy orgulloso. A un lado tenía a su hijo Billy Williams, un minero del carbón que había llegado a parlamentario por Aberowen. Al otro lado tenía a su nieto, Lloyd, estudiante de la Universidad de Cambridge. La que no estaba era su hija, miembro del Parlamento también. Allí nadie hablaría nunca de una dinastía —la sola idea resultaba antidemocrática, y esa gente creía en la democracia igual que el Papa creía en Dios—, pero de todas formas Lloyd sospechaba que el abuelo lo sentía así.

A esa misma mesa estaba sentado Tom Griffiths, amigo de toda la vida y delegado del tío Billy. Para Lloyd era todo un honor estar sentado entre esos hombres. El abuelo era un veterano del sindicato de mineros; al tío Billy le habían formado un consejo de guerra en 1919 por revelar la guerra secreta de Gran Bretaña contra los bolcheviques; Tom había luchado junto a Billy en la batalla del Somme. Aquello era más impresionante que cenar con la realeza.

La abuela de Lloyd, Cara Williams, les había servido estofado de ternera con pan de casa y ahora, después de comer, estaban tomando un té y fumando. Amigos y vecinos se les habían unido, como hacían siempre que Billy volvía por allí, y media docena de ellos estaban apoyados contra las paredes, fumando en pipa o cigarrillos de liar, y llenando la cocina con los olores de hombres y tabaco.

Billy era de estatura baja y tenía los hombros anchos, igual que muchos mineros, pero, al contrario que los demás, iba bien vestido, con un traje azul marino y una camisa blanca, limpia, rematada por una corbata roja. Lloyd se dio cuenta de que todos se dirigían a menudo a él por su nombre de pila, como para recalcar que era uno de ellos, elevado al poder gracias a sus votos. A Lloyd le llamaban «muchacho», dejando claro que no les impresionaba en absoluto que estudiara en la universidad, pero al abuelo siempre se dirigían como «señor Williams»: era a él al que respetaban de verdad.

Por la puerta de atrás, que estaba abierta, Lloyd veía la escombrera de la mina, una montaña que no dejaba de crecer y que ya había llegado hasta el camino que había detrás de la casa.

BOOK: El invierno del mundo
8.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Serpent by Neil M. Gunn
Last Chance Proposal by Barbara Deleo
The Ophelia Prophecy by Sharon Lynn Fisher
Under the Lights by Dahlia Adler
Sweet Liar by Jude Deveraux
The Price of Desire by Leda Swann
Blood at Bear Lake by Gary Franklin
Christmas at Stony Creek by Stephanie Greene
Beautiful Monster by Kate McCaffrey