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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (29 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Pero también había otros asuntos que tener en cuenta. ¿Cómo llegaría a España? ¿A qué ciudad podía dirigirse? ¿Cómo pagaría el billete? Aunque lo cierto es que solo había un inconveniente que lo frenara de verdad.

Daisy Peshkov.

«No seas tonto», se dijo. Solo la había visto dos veces y ella ni siquiera demostraba mucho interés por él, lo cual era inteligente por su parte, porque no eran la pareja más adecuada el uno para el otro. Ella era hija de un millonario, una chiquilla superficial que solo vivía para las fiestas de sociedad y que pensaba que hablar de política era aburrido. Le gustaban hombres como Boy Fitzherbert: solo con eso bastaba para ver que no era mujer para Lloyd. Y aun así, no podía dejar de pensar en ella, y la sola idea de irse a España y perder cualquier oportunidad de volver a verla lo hundía en la tristeza.

Mayfair dos cuatro tres cuatro.

Le avergonzaba sentir tantas dudas, sobre todo cuando recordaba la sencilla y firme determinación de Lenny. Lloyd llevaba años hablando de luchar contra el fascismo. De pronto tenía la oportunidad de hacerlo y… ¿cómo podía no ir?

Llegó a Londres, a la estación de Paddington, cogió el metro hasta Aldgate y se dirigió a pie hasta la humilde casa adosada de Nutley Street donde había nacido. Abrió con su propia llave. Aquel lugar no había cambiado demasiado desde que él era niño, pero sí contaba con una innovación: el teléfono que había en una mesita junto al perchero. Era el único teléfono de toda la calle, y los vecinos lo trataban como si fuera de propiedad pública. Junto al aparato había una caja en la que dejaban dinero cada vez que hacían una llamada.

Su madre estaba en la cocina. Llevaba puesto el sombrero, así que debía de estar a punto de salir para ir a dar un discurso en algún mitin del Partido Laborista —¿qué, si no?—, pero puso agua a calentar y le preparó un té.

—¿Cómo están todos por Aberowen? —preguntó.

—El tío Billy ha ido a pasar el fin de semana —explicó Lloyd—. Todos los vecinos se han reunido en la cocina del abuelo. Aquello es como una corte medieval.

—¿Tus abuelos están bien?

—El abuelo está como siempre. A la abuela se la ve mayor. —Se detuvo un momento—. Lenny Griffiths quiere ir a España a luchar contra los fascistas.

Su madre apretó los labios como con disgusto.

—¿Eso quiere?

—Yo también estoy pensando en ir con él. ¿Qué te parecería?

Lloyd esperaba encontrar resistencia por parte de su madre, pero aun así le sorprendió su reacción.

—Como se te ocurra, te mato, maldita sea —le soltó en tono agresivo—. ¡No quiero ni que lo pienses! —Dejó la tetera en la mesa con un fuerte golpe—. ¡Te parí con mucho sufrimiento y grandes dolores, te crié, te puse los zapatos para enviarte al colegio y no pasé por todo eso para que ahora tú te desgracies la vida en una puñetera guerra!

Lloyd se quedó de piedra.

—No tengo intención de desgraciarme la vida —dijo—, pero sí que la pondría en peligro por una causa en la que tú misma me has enseñado a creer.

Se sintió desconcertado al ver que su madre empezaba a sollozar. Casi nunca lloraba; de hecho, Lloyd no recordaba la última vez que la había visto hacerlo.

—Madre, no. —Le rodeó los hombros temblorosos con un brazo—. Todavía no ha pasado nada.

Bernie, un hombre fornido de mediana edad con una calva incipiente, entró en la cocina.

—¿Qué es todo esto? —preguntó. Parecía algo asustado.

—Lo siento, papá, la he disgustado —dijo Lloyd. Retrocedió un paso y dejó que Bernie abrazara a Ethel.

—¡Se nos va a España! ¡Lo matarán! —gritó ella.

—Vamos a calmarnos todos un poco y a discutir esto con algo de sensatez —dijo Bernie.

Su padrastro era un hombre muy sensato, llevaba un sensato traje oscuro y unos zapatos de sensatas suelas gruesas reparados miles de veces con betún. No había duda de que por eso mismo lo votaba la gente: era político municipal y representaba a Aldgate en el Consejo del Condado de Londres. Lloyd no había conocido a su verdadero padre, pero no podía imaginar querer a un padre de verdad más de lo que quería a Bernie, que había sido un padrastro cariñoso, siempre dispuesto a consolarlo o a aconsejarle, reacio a dar órdenes y a castigar. Trataba a Lloyd exactamente igual que a su propia hija, Millie.

Bernie convenció a Ethel de que se sentara a la mesa de la cocina, y Lloyd le sirvió una taza de té.

—Una vez pensé que mi hermano había muerto —dijo Ethel, que no dejaba de llorar—. A Wellington Row llegaban telegramas y ese desdichado chico de correos tenía que ir de casa en casa, entregando a hombres y mujeres esos papelitos que decían que sus hijos y maridos habían muerto. Pobre muchacho, ¿cómo se llamaba? Geraint, me parece. Pero nunca trajo ningún telegrama a nuestra casa y yo, que soy una mala mujer, ¡le daba gracias a Dios porque fueran otros los que habían muerto, y no Billy!

—Tú no eres una mala mujer —dijo Bernie, tranquilizándola con unas palmaditas.

La hermanastra de Lloyd, Millie, bajó del piso de arriba. Tenía dieciséis años, pero parecía mayor, sobre todo cuando se vestía como esa tarde, con un traje negro muy elegante y unos pequeños pendientes de oro. Hacía dos años que trabajaba en una tienda de ropa femenina de Aldgate, pero era una chica inteligente y ambiciosa, y unos días antes había conseguido un empleo en unos grandes almacenes muy chic del West End. Miró a Ethel.

—Mamá, ¿qué te pasa? —Hablaba con acento
cockney
.

—¡Que tu hermano quiere irse a España para que lo maten! —exclamó Ethel.

Millie lanzó una mirada acusadora a Lloyd.

—Pero ¿qué le has dicho? —Millie siempre culpaba enseguida de cualquier cosa a su hermano mayor; le parecía que todo el mundo lo adoraba sin demasiada razón.

Lloyd reaccionó con una tolerancia cariñosa.

—Lenny Griffiths, de Aberowen, se va a luchar contra los fascistas, y le he dicho a mamá que también yo estaba pensando en irme con él.

—Serás capaz —dijo Millie, indignada.

—Dudo que logres llegar allí —dijo Bernie, siempre tan práctico—. A fin de cuentas, el país está sumido en plena guerra civil.

—Puedo ir en tren hasta Marsella. Barcelona no queda muy lejos de la frontera con Francia.

—A ciento treinta o ciento cincuenta kilómetros, y la travesía por los Pirineos es muy fría.

—Tiene que haber barcos que vayan de Marsella a Barcelona. Por mar no está tan lejos.

—Es verdad.

—¡Basta ya, Bernie! —exclamó Ethel—. Ni que estuvierais decidiendo la forma más rápida de llegar a Piccadilly Circus. ¡Está hablando de irse a la guerra! No pienso permitirlo.

—Tiene veintiún años, Ethel —dijo Bernie—. No podemos impedírselo.

—¡Sé perfectamente cuántos años tiene, maldita sea!

Bernie consultó su reloj.

—Tenemos que irnos ya al mitin. Eres la oradora principal y Lloyd no se irá a España esta noche.

—¿Cómo lo sabes? —contestó ella—. ¡A lo mejor volvemos a casa y nos encontramos una nota diciendo que ha cogido el tren que enlaza con el barco a París!

—Vamos a hacer una cosa —dijo Bernie—. Lloyd, prométele a tu madre que no te irás por lo menos hasta dentro de un mes. No es mala idea, de todas formas. Antes de marcharte corriendo deberías hacer algunas averiguaciones para saber con qué te vas a encontrar al llegar. Déjala tranquila, al menos por el momento. Más adelante ya volveremos a hablarlo.

Era una solución de compromiso muy típica de Bernie, calculada para que todo el mundo accediera sin tener que ceder; pero Lloyd se resistía a comprometerse a nada. Por otra parte, seguramente tampoco podía subirse a un tren y listos. Antes tendría que ver qué gestiones había puesto en marcha el gobierno español para recibir a los voluntarios. Lo ideal sería ir acompañado de Lenny y otros más. Necesitaría visados, moneda extranjera, un buen par de botas…

—Está bien —accedió—. No me iré hasta dentro de un mes.

—¿Lo prometes? —dijo su madre.

—Lo prometo.

Ethel se tranquilizó un poco. Al cabo de un rato se empolvó la cara y su aspecto ya fue más normal. Se bebió la taza de té.

Después se puso el abrigo y Bernie y ella salieron.

—Bueno, pues yo también me marcho —dijo Millie.

—¿Adónde vas? —le preguntó Lloyd.

—Al Gaiety.

Era un
music-hall
del East End.

—¿Dejan entrar a las chicas de dieciséis años?

Millie lo miró arqueando las cejas.

—¿Quién tiene dieciséis años? Yo no. Además, Dave también va, y él solo tiene quince. —Estaba hablando de su primo, David Williams, hijo del tío Billy y la tía Mildred.

—Bueno, pues que os lo paséis muy bien.

Millie fue hacia la puerta pero luego retrocedió.

—Y a ti que no te maten en España, pedazo de idiota. —Lo abrazó y lo estrechó con fuerza, después salió sin decir nada más.

En cuanto oyó que se cerraba la puerta de la calle, Lloyd fue hasta el teléfono.

No tuvo que esforzarse para recordar el número. Veía a Daisy en su recuerdo, volviéndose mientras él la dejaba, con una gran sonrisa encantadora bajo su sombrero de paja y diciendo: «Mayfair dos cuatro tres cuatro».

Descolgó el teléfono y marcó.

¿Qué iba a decirle? ¿«Me dijiste que te llamara, pues aquí me tienes»? Era una excusa muy floja. ¿La verdad? «No te admiro ni mucho menos, pero no consigo dejar de pensar en ti.» Estaría bien invitarla a algo, pero ¿a qué? ¿A un mitin del Partido Laborista?

Contestó un hombre.

—Residencia de la señora Peshkov. Buenas tardes. —Por lo deferente del tono, Lloyd supuso que debía de ser un mayordomo. Seguro que la madre de Daisy había alquilado una casa en Londres con el servicio incluido.

—Soy Lloyd Williams… —Quería decir algo que explicara o justificara su llamada, y añadió lo primero que le vino a la cabeza—: Del Emmanuel College. —Eso no quería decir nada, pero con ello esperaba impresionar un poco al hombre—. ¿Podría hablar con la señorita Daisy Peshkov?

—No, lo siento, profesor Williams —dijo el mayordomo, suponiendo que Lloyd debía de ser catedrático—. Han salido todos a la ópera.

«Desde luego», pensó Lloyd, decepcionado. Ningún habitual de los acontecimientos de sociedad estaba en casa a esa hora de la tarde, y menos aún en sábado.

—Ah, ahora lo recuerdo —mintió—. Me dijo que pensaba ir, pero lo había olvidado. A Covent Garden, ¿verdad? —Contuvo la respiración.

Sin embargo, el mayordomo no vio nada sospechoso.

—Sí, señor.
La flauta mágica
, me parece.

—Gracias. —Lloyd colgó.

Se fue a su habitación y se cambió de ropa. En el West End, la gente llevaba traje de etiqueta hasta para ir al cine. Pero ¿qué haría al llegar allí? No podía permitirse una entrada a la ópera, y de todas formas la función pronto habría acabado.

Fue hacia allí en el metro. Aunque no resultara muy apropiado, la Royal Opera House estaba situada junto a Covent Garden, el mercado mayorista de frutas y verduras de Londres. Ambas instituciones se llevaban bien porque sus horarios eran muy diferentes: el mercado abría las puertas a las tres o las cuatro de la madrugada, cuando hasta los juerguistas más incorregibles empezaban a marcharse a casa, y cerraba mucho antes de la matiné.

Lloyd pasó por delante de los puestos cerrados del mercado y miró al interior del teatro de la ópera a través de sus puertas de cristal. El esplendoroso vestíbulo estaba vacío y se oía a Mozart amortiguado de fondo. Entró, adoptó una despreocupada actitud de clase alta y se dirigió al ujier.

—¿A qué hora baja el telón?

Si se hubiese presentado con su traje de tweed, seguramente le habrían dicho que aquello no era de su incumbencia, pero el traje de etiqueta era el uniforme de la autoridad, así que el ujier respondió:

—Dentro de unos cinco minutos, señor.

Lloyd asintió brevemente. Decir un «Gracias» habría sido delatarse.

Salió del edificio y dio la vuelta a la manzana. Era un momento muy tranquilo. En los restaurantes, la gente estaba pidiendo ya el café; en los cines, la película principal se acercaba a su melodramático clímax. Todo cambiaría dentro de pocos instantes, cuando las calles quedaran invadidas de gente pidiendo taxis, caminando hacia los clubes nocturnos, despidiéndose con besos en las paradas del autobús y corriendo para no perder el último tren de regreso a los barrios periféricos.

Lloyd regresó a la ópera y volvió a entrar. La orquesta estaba ya en silencio y el público justo había empezado a salir. Liberados del largo cautiverio de sus butacas, charlaban muy animadamente, elogiando a los cantantes, criticando el vestuario y acabando de concretar los planes para las cenas a las que asistirían a continuación.

Lloyd vio a Daisy casi al instante.

Llevaba un vestido en tonos lavanda con una pequeña capa de visón color champán que le cubría los hombros desnudos; estaba arrebatadora. Salió del auditorio encabezando un grupito de gente de su misma edad. Lloyd lamentó reconocer a Boy Fitzherbert a su lado y verla a ella riéndole alegremente algo que le había murmurado al oído mientras bajaban la escalinata cubierta por una alfombra roja. Detrás de ella iba aquella chica alemana tan interesante, Eva Rothmann, escoltada por un joven alto vestido con uniforme de gala, el equivalente de un traje de etiqueta en uniforme militar.

Eva reconoció a Lloyd y le sonrió. Él se dirigió a ella en alemán.

—Buenas noches, fräulein Rothmann, espero que haya disfrutado de la ópera.

—Mucho, sí, gracias —respondió ella en el mismo idioma—. No me había dado cuenta de que estuviera usted entre el público.

—Eh, chicos, ¿por qué no habláis en inglés? —dijo Boy con tono amigable. Parecía que iba algo bebido. Era apuesto y tenía un aire algo disoluto, como un adolescente guapo y malhumorado, o un perro de pedigrí al que a menudo le dan sobras para comer. Tenía un carácter afable, y seguro que sabía ser irresistiblemente encantador cuando quería.

—Vizconde de Aberowen, este es el señor Williams —dijo Eva, en inglés.

—Ya nos conocemos —aclaró Boy—. Estudia en el Emma.

—Hola, Lloyd —dijo Daisy—. Nos vamos de juerga a los barrios bajos.

Lloyd ya había oído antes esa expresión. Significaba ir al East End a visitar pubs de mala muerte para ver cómo se divertía la clase trabajadora, como el que va a ver peleas de perros.

—Seguro que Williams conoce muchos sitios —dijo Boy.

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