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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (33 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Lo único que sabía a ciencia cierta era que habría problemas.

A la mesa, con Lloyd, estaban sentados sus padres, Bernie y Ethel; su hermana, Millie, y Lenny Griffiths, el chico de dieciséis años de Aberowen, con su ropa de domingo. Lenny formaba parte de un pequeño ejército de mineros galeses que habían acudido a Londres para unirse a la contramanifestación.

Bernie levantó la mirada de su periódico.

—Los fascistas afirman que los billetes de tren de todos los galeses que habéis venido a Londres los han pagado los peces gordos judíos —le dijo a Lenny.

El chico tragó un buen bocado de huevo frito.

—No conozco a ningún pez gordo judío —contestó—. A menos que cuente la señora de Levy Sweetshop, que es bastante gorda. De todas formas, yo he llegado a Londres metido en la parte de atrás de un camión con sesenta corderos de Gales que iban rumbo al mercado de carne de Smithfield.

—Eso explica lo del olor —dijo Millie.

—¡Millie! No seas maleducada —la regañó su madre.

Lenny iba a compartir con Lloyd su habitación, y ya les había confiado a todos que no pensaba regresar a Aberowen después de la manifestación. Dave Williams y él se iban a España a unirse a las Brigadas Internacionales que se estaban formando para luchar contra la insurrección fascista.

—¿Has conseguido el pasaporte? —le había preguntado Lloyd.

Los trámites no eran complicados, pero el solicitante tenía que aportar referencias de un clérigo, un médico, un abogado o alguna otra persona de buena posición, para que así a un joven le resultara más difícil mantenerlo en secreto.

—No hace falta —había dicho Lenny—. Iremos a la estación de Victoria y pediremos un billete de fin de semana de ida y vuelta a París. Para eso no se necesita pasaporte.

Lloyd tenía una vaga idea al respecto. Era un vacío de regulación pensado para satisfacer a la próspera clase media, pero los antifascistas podían sacarle partido.

—¿Cuánto cuesta ese billete?

—Tres libras y quince chelines.

Lloyd había levantado las cejas. Era más dinero del que pudiera tener un minero del carbón que estaba en el paro.

—Pero el Partido Laborista Independiente me lo paga —había añadido Lenny—, y a Dave se lo paga el Partido Comunista.

Debían de haber mentido al decirles la edad.

—¿Y luego? ¿Qué haréis al llegar a París? —había preguntado Lloyd.

—Los comunistas franceses irán a recibirnos a la Gare du Nord. —Lo pronunció «guer du nor», porque no hablaba ni una palabra de francés—. Desde allí nos escoltarán hasta la frontera española.

Lloyd había estado retrasando su propia marcha. A la gente le decía que quería dejar a sus padres tranquilos, pero la verdad era que no se daba por vencido con Daisy. Todavía soñaba con que abandonaría a Boy. No tenía ninguna oportunidad —ella ni siquiera le contestaba las cartas—, pero no podía olvidarla.

Mientras tanto, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos habían llegado a un acuerdo con Alemania e Italia para adoptar una política de no intervención en España, lo cual quería decir que ninguno de ellos suministraría armas a ninguno de los dos bandos. Solo eso ya había puesto furioso a Lloyd: ¿es que las democracias no tenían el deber de apoyar a un gobierno elegido en las urnas? Pero la cosa era aún peor, porque Alemania e Italia quebrantaban ese acuerdo todos los días, tal como la madre de Lloyd y el tío Billy advertían en los numerosos mítines públicos que habían celebrado ese otoño en Gran Bretaña para hablar de la cuestión española. El conde Fitzherbert, como ministro del gobierno responsable, defendía su política con firmeza y decía que no había que armar al gobierno de España por temor a que se decantara hacia el comunismo.

Aquello, tal como Ethel había expuesto en un discurso mordaz, era la pescadilla que se mordía la cola: la única nación que estaba dispuesta a apoyar al gobierno español era la Unión Soviética, de modo que era natural que los españoles quisieran acercarse al único país del mundo que les ofrecía ayuda.

Lo cierto era que los conservadores tenían la sensación de que España había elegido a unos representantes peligrosamente izquierdistas. A hombres como Fitzherbert no les desagradaría ver que el gobierno español era derrocado por la fuerza y sustituido por otro de extrema derecha. Lloyd hervía de frustración.

Y entonces se le había presentado esa oportunidad de luchar contra el fascismo en su propio país.

—Es ridículo —había dicho Bernie hacía una semana, cuando se había anunciado la marcha—. La policía metropolitana tiene que obligarlos a cambiar de ruta. Están en su derecho a manifestarse, claro, pero no en Stepney.

Sin embargo, la policía alegaba que no tenía poder para interferir en una manifestación perfectamente legal.

Bernie y Ethel, con los alcaldes de ocho distritos municipales de Londres, habían montado una delegación para suplicarle al secretario del Home Office, sir John Simon, que prohibiera la marcha o que por lo menos la desviara; pero también él se había excusado diciendo que no tenía poder para actuar.

La cuestión de qué acciones había que tomar a continuación había dividido al Partido Laborista, a la comunidad judía y a la familia Williams.

El Consejo del Pueblo Judío contra el Fascismo y el Antisemitismo, fundado por el propio Bernie y más personas hacía tres meses, había hecho un llamamiento a una contramanifestación multitudinaria para impedirles a los fascistas la entrada a las calles judías. Su lema era una frase en español: «¡No pasarán!», el grito de los defensores antifascistas de Madrid. El Consejo era una organización pequeña con un nombre grandilocuente. Ocupaba dos salas en un piso de un edificio de Commercial Road, y no tenía en propiedad más que un ciclostil Gestetner y un par de viejas máquinas de escribir, pero, a pesar de todo, contaba con muchísimo apoyo en el East End. En cuarenta y ocho horas había recogido la increíble cantidad de cien mil firmas para solicitar que se prohibiera la marcha. A pesar de ello, el gobierno no hizo nada.

Solo uno de los partidos políticos principales apoyaba la contramanifestación, y eran los comunistas. La protesta también contaba con el respaldo del minoritario Partido Laborista Independiente, al que pertenecía Lenny. Los demás partidos estaban en contra.

—He visto que el
Jewish Chronicle
ha aconsejado a sus lectores que no salgan hoy a la calle.

Lloyd creía que ese era justamente el problema. Mucha gente estaba tomando la posición de que lo mejor era evitar cualquier tipo de enfrentamiento, pero eso les dejaba vía libre a los fascistas.

Bernie, que era judío aunque no practicante, le dijo a Ethel:

—¿Cómo puedes venir a decirme nada del
Jewish Chronicle
? Creen que los judíos no tendrían que estar en contra del fascismo, solo del antisemitismo. ¿Qué clase de sentido político tiene algo así?

—He oído decir que la Junta de Representantes de los Judíos Británicos dice lo mismo que el
Chronicle
—insistió Ethel—. Por lo visto ayer hicieron un anuncio en todas las sinagogas.

—Esos mal llamados representantes son todos unos
alrightniks
, nuevos ricos de Golders Green —dijo Bernie con desprecio—. A esos nunca los han insultado en las calles los gamberros fascistas.

—Y tú eres miembro del Partido Laborista —dijo Ethel en tono acusador—. Nuestra política es la de no enfrentarnos a los fascistas en la calle. ¿Dónde ha quedado tu solidaridad?

—¿Y la solidaridad para con mis congéneres judíos? —preguntó Bernie.

—Tú solo eres judío cuando te viene bien. Y nadie te ha insultado nunca en la calle.

—Me da lo mismo, el Partido Laborista ha cometido un error político.

—Tú recuerda una cosa, si dejas que los fascistas provoquen actos violentos, la prensa le echará la culpa de todo a la izquierda, no importa quién haya empezado.

—Si los chicos de Mosley provocan una pelea, tendrán lo que se merecen —saltó Lenny en un arrebato.

Ethel suspiró.

—Piénsalo, Lenny: en este país, ¿quién tiene más armas? ¿Lloyd y tú y el Partido Laborista, o los conservadores con el ejército y la policía de su parte?

—Ah —dijo Lenny. Estaba claro que no había pensado en eso.

—¿Cómo puedes hablar así? —le recriminó Lloyd a su madre, enfadado—. Estuviste en Berlín hace tres años… viste lo que pasó. La izquierda alemana intentó hacer frente al fascismo de forma pacífica y mira cómo han terminado.

—Los socialdemócratas alemanes —intervino Bernie— no consiguieron formar un frente popular con los comunistas. Eso permitió que los liquidaran por separado. Juntos, podrían haber salido vencedores. —Bernie se había enfadado mucho cuando la delegación local del Partido Laborista rechazó una oferta de los comunistas para formar una coalición en contra de la marcha.

—Una alianza con los comunistas es algo peligroso —dijo Ethel.

Bernie y ella no estaban de acuerdo en ese punto. De hecho, era un tema que había dividido también al Partido Laborista. Lloyd pensaba que Bernie tenía razón y que Ethel se equivocaba.

—Tenemos que aprovechar todos los recursos que tengamos a mano para derrotar al fascismo —sentenció. Después, con algo de diplomacia, añadió—: Pero mamá tiene razón, para nosotros será mejor que el día de hoy termine sin violencia.

—Será mejor que os quedéis todos en casa y os enfrentéis a los fascistas por los canales habituales de la política democrática —dijo Ethel.

—Ya intentaste conseguir la igualdad de salarios para las mujeres mediante los canales normales de la política democrática —replicó Lloyd—, y no lo conseguiste.

En abril de ese mismo año, las parlamentarias laboristas habían presentado un proyecto de ley para garantizarles a las funcionarias gubernamentales la misma paga que recibían los hombres por el mismo trabajo. El proyecto había sido rechazado en la votación de una Cámara de los Comunes dominada por hombres.

—La democracia no es algo que se abandone cada vez que se pierde una votación —contestó Ethel con brusquedad.

El problema era, y Lloyd lo sabía, que esas divisiones podían debilitar de una forma fatídica a las fuerzas antifascistas, igual que había sucedido en Alemania. Ese día sería una dura prueba. Los partidos políticos podían intentar erigirse en líderes, pero la gente elegiría a quién seguir. ¿Se quedarían en casa, tal como aconsejaban el apocado Partido Laborista y el
Jewish Chronicle
? ¿O saldrían a las calles a miles para decirle «No» al fascismo? Al final del día conocerían la respuesta.

Alguien llamó a la puerta de atrás, y su vecino, Sean Dolan, entró vestido con su traje de los domingos.

—Me reuniré con vosotros después de misa —le dijo a Bernie—. ¿Dónde queréis que nos encontremos?

—En Gardiner’s Corner, a las dos en punto a más tardar —repuso este—. Esperamos reunir a suficiente gente para detener a los fascistas allí.

—Tendréis hasta al último estibador del East End con vosotros —dijo Sean con entusiasmo.

—¿Y eso por qué? —preguntó Millie—. A vosotros no os odian los fascistas, ¿verdad?

—Eres demasiado joven para acordarte, querida niña, pero los judíos siempre nos han apoyado —explicó Sean—. Durante la huelga de los muelles de 1912, cuando yo no era más que un chaval de nueve años, mi padre no tenía para darnos de comer, así que la señora Isaacs, la mujer del panadero de New Road, nos acogió a mi hermano y a mí. Dios bendiga ese gran corazón suyo. En aquel entonces, las familias judías se hicieron cargo de cientos de hijos de estibadores. Lo mismo pasó en 1926. No pensamos dejar que esos fascistas malnacidos se paseen por nuestras calles… perdón por mi lenguaje, señora Leckwith.

Lloyd recuperó los ánimos. En el East End había miles de estibadores: si se presentaban en bloque, sus filas crecerían una enormidad.

Desde fuera de la casa llegó el sonido de un altavoz.

—Impidamos que Mosley entre en Stepney —decía una voz masculina—. Reunámonos en Gardiner’s Corner a las dos en punto.

Lloyd se bebió el té y se levantó de la silla. Ese día su papel era el de hacer de espía y comprobar las posiciones de los fascistas para pasarle informes al Consejo del Pueblo Judío de Bernie. Llevaba los bolsillos cargados de grandes peniques cobrizos para llamar desde los teléfonos públicos.

—Será mejor que me ponga en marcha —dijo—. Seguro que los fascistas ya se están congregando.

Su madre se puso de pie y lo siguió hasta la puerta.

—No te metas en ninguna pelea —le pidió—. Recuerda lo que sucedió en Berlín.

—Iré con cuidado —prometió Lloyd.

—A tu americana rica no le gustarás sin dientes —insistió ella en un tono más ligero.

—De todas formas no le gusto.

—No me lo creo. ¿Qué chica podría resistirse a tus encantos?

—No me pasará nada, mamá —dijo Lloyd—. De verdad que no.

—Supongo que debería alegrarme de que hayas olvidado esa maldita idea de irte a España.

—No me iré hoy, por lo menos. —Le dio un beso a su madre y salió.

Era una luminosa mañana de otoño, el sol calentaba más de lo habitual para la estación. Un grupo de hombres había levantado una tribuna improvisada en plena Nutley Street, y uno de ellos hablaba por un megáfono.

—¡Gente del East End! ¡No tenemos por qué quedarnos de brazos cruzados mientras una muchedumbre de antisemitas desfilan insultándonos! —Lloyd reconoció al orador, era un dirigente local del Movimiento Nacional de Obreros Parados. A causa de la Gran Depresión, había miles de sastres judíos sin trabajo que se registraban a diario en la Oficina de Empleo de Settle Street.

Antes de que Lloyd hubiese recorrido diez metros, Bernie salió tras él y le dio una bolsa de papel llena de esas bolitas de cristal que los niños llamaban canicas.

—He estado en muchas manifestaciones —dijo—. Si la policía montada carga contra la gente, tira esto a los cascos de los caballos.

Lloyd sonrió. Su padrastro era pacifista, al menos casi siempre, pero no era de los que se dejaban pisar.

De todas formas, a Lloyd no le convenció demasiado eso de las canicas. Nunca había tenido mucho que ver con caballos, pero le parecían unos animales pacientes e inofensivos, y no le gustaba la idea de hacerlos caer al suelo.

Bernie le leyó el pensamiento.

—Es mejor que caiga un caballo y no que pisoteen a mi chico —dijo.

Lloyd se metió las canicas en el bolsillo, pensando que eso tampoco lo comprometía a tener que usarlas.

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