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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (32 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Se preguntó qué diría Boy si se enfadaba al encontrársela en su habitación.

Llegó al cabo de cinco minutos.

Ella oyó sus pasos al otro lado de la puerta y se dio cuenta de que ya lo conocía tanto como para reconocerlo solo por ese detalle.

La puerta se abrió y él entró sin verla.

Daisy impostó una voz grave y dijo:

—Hola, viejo amigo, ¿cómo estás?

—¡Dios mío! —exclamó él. Pero luego la miró mejor—. ¿Daisy?

Ella se levantó.

—La misma —contestó con su voz normal. Boy la seguía mirando sin salir de su asombro. Ella se quitó el sombrero, se inclinó ligeramente y dijo—: A su servicio. —Y volvió a ponérselo, algo ladeado.

Boy tardó un momento en recuperarse de la sorpresa, pero enseguida le sonrió.

«Gracias a Dios», pensó Daisy.

—Caray, qué bien te queda esa chistera.

—Me la he puesto para gustarte. —Se acercó más a él.

—Un detalle precioso por tu parte, debo decir.

Daisy volvió la cara hacia arriba en actitud provocadora. Le gustaba besarle. La verdad es que le gustaba besar a casi todos los hombres. En secreto, se sentía algo avergonzada de lo mucho que lo disfrutaba. Incluso había sentido placer besando a sus compañeras del internado, donde a veces pasaban semanas enteras sin que vieran a ningún chico.

Él inclinó la cabeza y dejó que sus labios se tocaran. La chistera cayó al suelo y los dos se echaron a reír. De pronto Boy le metió la lengua en la boca, ella se relajó y lo disfrutó. Boy era de los que se entusiasmaban con toda clase de placeres sensuales, y a ella le excitaba su ansia.

Entonces recordó que todo aquello lo hacía por algo. Las cosas progresaban en la dirección correcta, pero ella quería que se le declarara. ¿Quedaría satisfecho solo con un beso? Tenía que hacerle desear más que eso. Muchas veces, si disponían de algo más que un par de apresurados minutos, a Boy le gustaba acariciarle los pechos.

En gran parte dependía de la cantidad de vino que hubiese tomado en la comida. Tenía mucho aguante, pero llegaba un momento en que perdía el deseo.

Daisy se le acercó para apretar su cuerpo contra el de él, que le puso una mano en el pecho, pero como llevaba un holgado chaleco de paño de lana, Boy no logró encontrar sus pequeños senos y resopló de frustración.

Entonces su mano bajó hacia el vientre de ella y se coló por la ancha cinturilla de aquellos pantalones que le venían tan grandes.

Daisy nunca había dejado que la tocara ahí abajo.

Todavía llevaba puesta la combinación de seda y unos calzones de algodón grueso, así que estaba claro que Boy no podía notar demasiado, pero su mano llegó a la horcadura de sus muslos y apretó con firmeza a través de las capas de tela. Daisy sintió una punzada de placer.

Lo apartó de sí.

—¿He ido demasiado lejos? —preguntó Boy, jadeando.

—Cierra la puerta con llave.

—Madre mía. —Fue hasta la puerta, giró la llave y regresó.

Volvieron a abrazarse y Boy retomó sus maniobras donde las había dejado. Ella le tocó la parte delantera del pantalón, sintió su miembro erecto a través de la tela y lo agarró con firmeza. Él gimió de placer.

Daisy volvió a separarse de él.

En el rostro de Boy apareció un asomo de furia. Daisy recordó un episodio desagradable. Una vez que había obligado a un chico que se llamaba Theo Coffman a que le quitara la mano de los pechos, él se había puesto desagradable y la había llamado «calientabraguetas». Nunca había vuelto a verlo, pero ese insulto la había hecho sentirse irracionalmente avergonzada. Por un momento temió que Boy pudiera estar a punto de lanzarle una acusación parecida.

Entonces vio que suavizaba un poco su expresión.

—Me gustas una barbaridad, lo sabes, ¿verdad?

Aquel era su momento. O hundirse o nadar, se dijo.

—No deberíamos hacer esto —dijo Daisy sin tener que exagerar demasiado el pesar de su voz.

—¿Por qué no?

—Ni siquiera estamos prometidos.

Las palabras quedaron colgando en el aire un largo momento. Que una chica dijera eso era casi como si se hubiese atrevido a proponerle matrimonio. Daisy lo miró a la cara, le aterrorizaba que él pudiera asustarse, dar media vuelta, mascullar una excusa y pedirle que se fuera.

Boy no decía nada.

—Yo deseo hacerte feliz —dijo Daisy—, pero…

—Te quiero, Daisy.

Con eso no bastaba.

—¿De verdad? —preguntó ella, sonriéndole.

—Muchísimo.

Daisy no dijo más, siguió mirándolo llena de esperanza.

—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó él al fin.

—Ay, sí —dijo ella, y volvió a besarle.

Con la boca apretada contra sus labios, le desabrochó la bragueta, hundió la mano entre su ropa interior, encontró su pene y lo sacó. Notó su piel sedosa y caliente. Lo acarició, recordando una conversación con las gemelas Westhampton. «Puedes frotarle la cosa», había dicho Lindy, y Lizzie había añadido: «Hasta que le sale el chorrito». Daisy estaba intrigada y excitada ante la idea de conseguir que un hombre hiciera eso. Lo agarró más fuerte.

Entonces recordó el siguiente comentario de Lindy. «También se la puedes chupar… Eso es lo que más les gusta.»

Apartó los labios de los de Boy y le habló al oído.

—Por mi marido haría cualquier cosa.

Y entonces se arrodilló.

V

Fue la boda del año. Daisy y Boy se casaron en la iglesia de St. Margaret, en Westminster, el sábado 3 de octubre de 1936. Daisy estaba algo triste porque no había podido ser en la abadía de Westminster, pero le dijeron que allí solo se casaba la familia real.

Coco Chanel le hizo el vestido de novia. La moda de la Gran Depresión imponía líneas sencillas y las mínimas extravagancias. El traje de Daisy era de raso, cortado al bies y largo hasta el suelo, tenía unas coquetas mangas acampanadas y una cola corta que podía sostener un solo paje.

Su padre, Lev Peshkov, cruzó el Atlántico para asistir a la ceremonia. Su madre, Olga, accedió a sentarse a su lado en la iglesia solo por mantener las apariencias, y en general fingió que eran un matrimonio más o menos feliz. La pesadilla de Daisy era ver aparecer en algún momento a Marga con Greg, el hijo ilegítimo de Lev, cogido del brazo; pero eso no sucedió.

Las gemelas Westhampton y May Murray fueron sus damas de honor, y Eva Murray la dama principal. Boy se había puesto un poco escrupuloso con eso de que Eva era medio judía —de hecho, no había querido invitarla siquiera—, pero Daisy había insistido en ello.

En esos momentos se encontraba ya en la antiquísima iglesia, consciente de que estaba arrebatadoramente guapa, feliz de entregarse a Boy Fitzherbert en cuerpo y alma.

Firmó el registro como «Daisy Fitzherbert, vizcondesa de Aberowen». Llevaba semanas practicando esa firma en papeles que después rompía hasta convertirlos en pedacitos ilegibles, pero ahora ya tenía derecho a ella. Ese era su nombre.

Mientras salían de la iglesia en procesión, Fitz cogió a Olga del brazo con gentileza, pero la princesa Bea puso un metro de espacio vacío entre Lev y ella.

La princesa Bea no era una persona agradable. Sí que se portaba de una forma bastante educada con la madre de Daisy, y si su tono estaba cargado de condescendencia, Olga no reparaba en ello, así que su relación era amistosa. Pero Bea no soportaba a Lev.

Daisy se dio cuenta entonces de que Lev carecía de esa pátina de respetabilidad social. Caminaba y hablaba, comía y bebía, fumaba y reía y se rascaba como un gángster, y no le importaba lo que pensara la gente de él. Hacía lo que le venía en gana porque era un millonario norteamericano, igual que Fitz hacía lo que le venía en gana porque era un conde inglés. Daisy siempre lo había sabido, pero le resultó especialmente duro al ver a su padre entre toda aquella gente de la alta sociedad inglesa durante el desayuno de la boda, que había tenido lugar en el magnífico salón de baile del hotel Dorchester.

Sin embargo, poco importaba ya. Era «lady Aberowen», y eso nadie podía quitárselo.

A pesar de todo, la continua hostilidad con la que Bea trataba a Lev era algo irritante, como un leve hedor o un zumbido lejano, y Daisy no podía evitar cierta sensación de descontento. Sentada junto a Lev a la mesa presidencial, Bea siempre estaba ligeramente vuelta hacia el otro lado. Cuando él le hablaba, contestaba de forma escueta y sin mirarlo a los ojos. Él parecía no darse cuenta, no dejaba de sonreír y de beber champán, pero Daisy, sentada al otro lado de Lev, sabía que las señales no le habían pasado por alto. Su padre era zafio, pero no idiota.

Cuando los brindis llegaron a su fin y los hombres empezaron a fumar, Lev, que siendo el padre de la novia era el que pagaba la cuenta, miró a lo largo de la mesa y dijo:

—Bueno, Fitz, espero que haya disfrutado de la comida. ¿Han estado los vinos a la altura de lo que esperaba?

—Todo muy bien, gracias.

—Tengo que decir que a mí me ha parecido un banquete de primera, puñeta.

Bea chasqueó incluso con desagrado. Los hombres educados no decían «puñeta» en su presencia.

Lev se volvió hacia la princesa. Sonreía, pero Daisy reconoció la peligrosa expresión que vio en su mirada.

—Caray, princesa, ¿es que la he ofendido?

Ella no quería responderle, pero aquel hombre no dejaba de mirarla esperando una contestación, no apartaba los ojos de ella.

—Prefiero no oír palabras soeces —dijo al cabo.

Lev cogió un puro de su caja. No lo encendió todavía, sino que inspiró su aroma con fuerza y se dedicó a darle vueltas entre los dedos.

—Déjenme que les cuente una historia —dijo, y miró a uno y otro lado de la mesa para asegurarse de que todos le prestaban atención, Fitz, Olga, Boy, Daisy y Bea—. Siendo yo un niño, acusaron a mi padre de llevar a apacentar el ganado a las tierras de otra persona. Pensarán que eso no es nada del otro mundo, aunque fuera declarado culpable. Pero lo arrestaron, y el administrador de las tierras construyó un patíbulo en la pradera norte. Entonces llegaron los soldados, nos cogieron a mi hermano, a mi madre y a mí y nos llevaron hasta aquel lugar. Mi padre estaba en ese patíbulo, con una soga al cuello. Al cabo de poco llegó el dueño de las tierras.

Daisy, que nunca le había oído contar esa historia, miró a su madre. Olga parecía tan sorprendida como ella.

El pequeño grupo de la mesa guardaba silencio.

—Nos obligaron a mirar mientras ahorcaban a mi padre —dijo Lev, y se volvió hacia Bea—. ¿Y sabe una cosa curiosa? La hermana del terrateniente también estaba allí. —Se metió el puro en la boca, humedeció la punta y lo volvió a sacar.

Daisy vio que Bea palidecía. ¿Tenía algo que ver con ella?

—La hermana tenía entonces unos diecinueve años, y era princesa —dijo Lev, con la mirada fija en su puro. Daisy oyó que a Bea se le escapaba un leve grito y se dio cuenta de que sí, aquella historia hablaba de ella—. Se quedó allí de pie, mirando el ahorcamiento, fría como el hielo —concluyó Lev.

Entonces miró directamente a Bea.

—Bueno, pues eso a mí sí que me parece soez.

Se produjo un largo silencio.

Después Lev volvió a meterse el puro en la boca.

—¿Alguien tiene fuego?

VI

Lloyd Williams estaba sentado a la mesa de la cocina de la casa de su madre, en Aldgate, mirando un mapa con gran interés.

Era domingo, 4 de octubre de 1936, y ese día se iban a producir altercados.

La antigua ciudad romana de Londres, construida sobre una colina junto al río Támesis, había acabado por convertirse en el distrito financiero, apodado como «la City». Al oeste de esa colina se encontraban los palacios de los ricos, así como los teatros, tiendas y catedrales que les ofrecían sus servicios. La casa en la que Lloyd estaba sentado se encontraba al este de la colina, cerca de los muelles y los barrios bajos. Allí habían ido a parar siglos de oleadas de inmigrantes, todos ellos decididos a dejarse la piel trabajando para que sus nietos, algún día, pudieran trasladarse desde su humilde East End a aquel rico West End.

El mapa que Lloyd estudiaba con tanto empeño se había publicado en una edición especial del
Daily Worker
, el periódico del Partido Comunista, e indicaba el itinerario de la marcha que la Unión Británica de Fascistas pensaba celebrar ese día. Habían previsto reunirse frente a la Torre de Londres, en la frontera entre la City y el East End, y luego marchar hacia el este…

Directos al barrio de abrumadora mayoría judía de Stepney.

A menos que Lloyd y más gente que pensaba como él pudieran impedirlo.

En Gran Bretaña había 330.000 judíos, según el periódico, y la mitad de ellos vivían en el East End. La mayoría eran refugiados de Rusia, Polonia y Alemania, donde habían vivido con el temor a que cualquier día la policía, el ejército o los cosacos pudieran hacer una batida en la ciudad y robar en sus casas, apalear a los ancianos y ultrajar a las mujeres más jóvenes, o hacer formar en fila contra una pared a padres y hermanos para fusilarlos.

Allí, en los arrabales de Londres, esos judíos habían encontrado un lugar donde tenían tanto derecho a vivir como cualquiera. ¿Cómo se sentirían si, al mirar por la ventana, veían a una panda de matones uniformados marchando por sus propias calles con el evidente deseo de aniquilarlos a todos? Lloyd tenía claro que una cosa así no podía permitirse.

El
Worker
destacaba que desde la Torre en realidad solo había dos rutas que pudieran seguir los manifestantes. Una cruzaba Gardiner’s Corner, una encrucijada de cinco vías conocida como la Puerta del East End; la otra seguía Royal Mint Street y luego enlazaba con la estrecha Cable Street. Por las calles laterales había una decena de rutas más si se iba solo, pero no eran practicables para una manifestación. St. George Street conducía más bien hacia el católico Wapping, y no al Stepney judío, por lo que a los fascistas tampoco les servía de nada.

El
Worker
hacía un llamamiento para formar una muralla humana que bloqueara el acceso a Gardiner’s Corner y Cable Street, y así impedir la marcha.

El periódico a veces exhortaba a acciones que luego no tenían lugar: huelgas, revoluciones o, hacía poco, una alianza de partidos de izquierdas para formar un Frente Popular. Puede que la muralla humana no fuera más que otra de sus fantasías. Harían falta muchos miles de personas para lograr cerrar los accesos al East End. Lloyd no sabía si se presentarían suficientes voluntarios.

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