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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (66 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Carla había visto otros folletos similares, aunque no muchos. Los distribuía algún movimiento de resistencia clandestino.

Ada se lo arrebató, lo estrujó y lo tiró por la ventana.

—¡Podrían detenerte por leer esas cosas! —dijo.

Había sido su niñera, y a veces se comportaba como si todavía fuera una cría. A Carla no le importaban aquellos arrebatos ocasionales, pues sabía que eran fruto del cariño.

Sin embargo, en esa ocasión Ada no estaba reaccionando de forma exagerada. Leer panfletos como aquel e incluso no informar de haber encontrado uno eran motivos de encarcelamiento. Ada podría tener problemas por el mero hecho de haberlo arrojado por la ventana. Por suerte, iban solas en el vagón y nadie la había visto hacerlo.

Ada seguía inquieta por lo que le habían dicho en la clínica.

—¿Te parece que hemos hecho lo correcto? —le preguntó a Carla.

—No estoy segura —contestó Carla con franqueza—, pero creo que sí.

—Eres enfermera, entiendes más que yo de estas cosas.

A Carla le gustaba ser enfermera, aunque seguía sintiéndose frustrada porque no le hubiesen permitido estudiar para ser médico. Con tantos jóvenes en el ejército, la actitud para con las estudiantes de medicina había cambiado y cada vez había más mujeres en la facultad de medicina. Carla podía haber vuelto a solicitar la beca, pero su familia era tan extremadamente pobre que dependía incluso de sus magros ingresos. Su padre no tenía trabajo, su madre daba clases de piano y Erik enviaba a casa cuanto podía de la asignación que recibía del ejército. La familia llevaba años sin pagar a Ada.

Ada era estoica por naturaleza, y para cuando llegaron a casa empezaba ya a superar el disgusto. Fue a la cocina, se puso el delantal y empezó a preparar la cena; la cómoda rutina pareció consolarla.

Carla no cenaría en casa. Había quedado. Tenía la sensación de estar abandonando a Ada en un momento triste para ella, y se sentía algo culpable, pero no lo bastante para sacrificar sus planes.

Se puso un vestido de tenis que le llegaba por las rodillas y que había confeccionado cortando el dobladillo deshilachado de un vestido viejo de su madre. No iba a jugar al tenis, sino a bailar, y su intención era parecer norteamericana. Se pintó los labios, se maquilló y se cepilló el pelo desafiando la preferencia del gobierno por las trenzas.

El espejo le devolvió la imagen de una chica moderna, guapa y con aire retador. Sabía que su confianza en sí misma y su templanza ahuyentaban a muchos chicos. A veces deseaba ser seductora, además de competente, algo que su madre siempre había conseguido sin esfuerzo, pero ella no era así. Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar ser cautivadora; solo le hacía sentirse tonta. Los chicos tenían que aceptarla como era.

A algunos los asustaba, pero a otros los atraía, y en las fiestas solía acabar rodeada de varios admiradores. A ella le gustaban los chicos, especialmente cuando dejaban de intentar impresionar a la gente y empezaban a hablar con normalidad. Sus predilectos eran los que la hacían reír. Hasta el momento no había tenido ningún novio formal, aunque había besado a unos cuantos.

Acabó de vestirse con una chaqueta deportiva de rayas que había comprado en un puesto ambulante de ropa de segunda mano. Sabía que a sus padres no les gustaría su aspecto y que intentarían obligarla a cambiarse con el argumento de que era peligroso cuestionar los prejuicios nazis, así que tenía que salir de la casa sin que la vieran. Sería fácil. Su madre estaba dando una clase de piano; Carla oía las vacilantes notas de su alumno. Su padre estaría leyendo el periódico en la misma sala, pues no podían permitirse caldear más de una estancia. Erik siempre estaba fuera, con el ejército, aunque en ese momento estaba destinado cerca de Berlín y pronto volvería de permiso.

Se abrigó con una gabardina convencional y se guardó los zapatos blancos en un bolsillo.

Bajó al recibidor y abrió la puerta de la calle.

—¡Adiós! ¡Volveré pronto! —gritó, y salió a toda prisa.

Se encontró con Frieda en la estación de Friedrichstrasse. Su amiga iba vestida de un modo similar, con un vestido de rayas bajo un abrigo liso de color canela, y también llevaba el cabello suelto; la principal diferencia entre ambas era que la ropa de Frieda era nueva y cara. En el andén, dos chicos ataviados con el uniforme de las Juventudes Hitlerianas las miraron con una mezcla de reprobación y deseo.

Se apearon del tren en Wedding, un distrito proletario situado en el norte de Berlín que tiempo atrás había sido un baluarte de izquierdas. Se dirigieron a la sala Pharus, donde en el pasado los comunistas habían pronunciado conferencias. Obviamente, ya no se llevaba a cabo en él ninguna actividad política. Sin embargo, el edificio se había convertido en sede del movimiento denominado Jóvenes del Swing.

Jóvenes de entre quince y veinticinco años empezaban a congregarse ya en las calles aledañas a la sala. Los chicos vestían chaquetas de cuadros y llevaban paraguas para parecer ingleses. Se dejaban el pelo largo como muestra de su desprecio por el ejército. Las chicas iban muy maquilladas y llevaban ropa de sport norteamericana. Todos creían que los adeptos a las Juventudes Hitlerianas eran estúpidos y aburridos, con su música folclórica y sus bailes colectivos.

A Carla le parecía irónico. Cuando era pequeña, los otros niños se burlaban de ella y la llamaban «extranjera» porque su madre era inglesa; ahora, aquellos mismos niños, mayores ya, consideraban que todo lo inglés estaba de moda.

Carla y Frieda entraron en la sala. Los jóvenes que se habían reunido allí eran convencionales e inocentes: chicas con faldas plisadas y chicos en pantalón corto jugando al tenis de mesa y bebiendo pringosos refrescos de naranja. Pero la acción se encontraba en las salas adyacentes.

Frieda se apresuró a llevar a Carla a una especie de trastero grande con sillas apiladas contra las paredes. Allí, su hermano Werner había instalado un tocadiscos. Cincuenta o sesenta chicos y chicas bailaban el swing
jitterbug
. Carla reconoció la canción que sonaba: «Ma, He’s Making Eyes at Me». Las dos se arrancaron a bailar.

Los discos de jazz estaban prohibidos porque la mayoría de los mejores músicos eran negros. Los nazis denigraban todos los productos de calidad que no hubiesen salido de manos arias, pues suponían una amenaza para sus teorías sobre la superioridad racial. Desafortunadamente para ellos, a los alemanes les gustaba el jazz tanto como a cualquiera. Quienes visitaban otros países volvían con discos, que también podían comprarse en Hamburgo a marineros norteamericanos. Había un mercado negro muy activo.

Werner tenía infinidad de discos, por descontado. De hecho, lo tenía todo: un coche, ropa moderna, cigarrillos, dinero. Seguía siendo el chico de los sueños de Carla, aunque él siempre elegía a chicas mayores que ella; mujeres, en realidad. Todos daban por hecho que se acostaba con ellas. Carla era virgen.

El mejor amigo de Werner, Heinrich von Kessel, se acercó enseguida y se puso a bailar con Frieda. La chaqueta negra y el chaleco que llevaba realzaban de forma espectacular su pelo largo. Estaba prendado de Frieda. A ella también le gustaba él —disfrutaba hablando con hombres inteligentes—, pero no podía salir con él porque, como tenía veinticinco o veintiséis años, era demasiado mayor.

Enseguida un chico al que Carla no conocía se acercó a bailar con ella, de modo que la noche empezaba bien.

Carla se abandonó a la música: el irresistible y sensual ritmo de la percusión, la sugerente voz del cantante, los estimulantes solos de trompeta, el alegre vuelo del clarinete. Daba vueltas y patadas al aire, hacía que su falda se alzara de forma escandalosa, se dejaba caer en los brazos de su compañero y volvía a saltar.

Cuando llevaban alrededor de una hora bailando, Werner puso una canción lenta. Frieda y Heinrich se abrazaron para bailarla. Carla no vio a nadie que le gustara lo suficiente para compartir una lenta, así que salió y fue a buscar una Coca-Cola. Alemania no estaba en guerra con Estados Unidos, por lo que la Coca-Cola se importaba y embotellaba en Alemania.

Para su sorpresa, Werner salió tras ella después de dejar a alguien al cargo de la música. A Carla la halagó que el hombre más atractivo de la sala quisiera hablar con ella.

Le comentó que iban a trasladar a Kurt a Akelberg, y Werner le dijo que a su hermano Axel, de quince años, también iban a llevarlo allí. Axel había nacido con espina bífida.

—¿Puede funcionar el mismo tratamiento para los dos? —preguntó Werner con la frente arrugada.

—Lo dudo, pero la verdad es que no lo sé —contestó Carla.

—¿Por qué los médicos no explican nunca lo que hacen? —dijo Werner, irritado.

Ella se rió sin ganas.

—Creen que si la gente entiende de medicina dejarán de venerarlos como a héroes.

—El mismo principio que el del prestidigitador: el truco resulta más impresionante si se ignora cómo se hace —dijo Werner—. Los médicos son igual de egocéntricos que todos.

—Incluso más —convino Carla—. Lo sé por experiencia.

Le habló del panfleto que había leído en el tren.

—¿Qué opinas? —le preguntó Werner.

Carla dudó. Era peligroso hablar abiertamente sobre esos temas. Pero conocía a Werner de toda la vida, él siempre había sido de izquierdas y pertenecía a los Jóvenes del Swing. Podía confiar en él.

—Me alegra que alguien quiera combatir a los nazis. Eso demuestra que no todos los alemanes están paralizados por el miedo.

—Se pueden hacer muchas cosas contra los nazis —dijo él, pausadamente—. No solo pintarse los labios.

Ella dio por hecho que se refería a distribuir esa clase de panfletos. ¿Podía estar dedicándose a esa actividad? No, él disfrutaba demasiado de su faceta de seductor. En el caso de Heinrich, más comprometido y profundo, podía ser diferente.

—No, gracias —dijo—. Me da demasiado miedo.

Acabaron de tomarse la Coca-Cola y volvieron al trastero. Lo encontraron a rebosar, sin apenas espacio para bailar.

Para sorpresa de Carla, Werner le pidió el último baile. Puso «Only Forever», de Bing Crosby. Carla se emocionó. Él la acercó a sí y, más que bailar, empezaron a mecerse al ritmo de la balada.

Al final, como ya era tradición, alguien apagó la luz un minuto para que las parejas pudieran besarse. Carla se azoró; conocía a Werner desde que los dos eran niños, pero siempre se había sentido atraída por él, y en ese momento alzó ansiosa la cara. Tal como había esperado, él la besó con pericia, y ella le devolvió el beso extasiada. Para su deleite, notó cómo una mano de él le apretaba tiernamente un pecho. Ella le invitó a seguir, abriendo la boca. Entonces volvió la luz y todo acabó.

—Bueno —dijo ella, sin aliento—, menuda sorpresa.

Él le brindó su sonrisa más encantadora.

—Si quieres podría volver a sorprenderte algún día.

II

Carla cruzaba el recibidor camino de la cocina para desayunar cuando sonó el teléfono. Lo descolgó.

—¿Sí?

Oyó la voz de Frieda.

—¡Oh, Carla! ¡Mi hermano pequeño ha muerto!

—¿Qué? —Carla no podía creerlo—. ¡Frieda, lo siento mucho! ¿Dónde ha sido?

—En ese hospital. —Frieda sollozaba.

Carla recordó que Werner le había dicho que habían enviado a Axel al mismo hospital de Akelberg que Kurt.

—¿Cómo ha muerto?

—Apendicitis.

—Es terrible. —Carla estaba triste por su amiga, pero sentía cierto recelo. Había tenido una mala sensación cuando el profesor Willrich les había hablado del tratamiento para Kurt hacía un mes. ¿Había sido más experimental de lo que había dicho? ¿Podía llegar a ser peligroso?—. ¿Sabes algo más?

—Solo hemos recibido una carta con cuatro líneas. Mi padre está furioso. Ha llamado al hospital, pero no ha conseguido hablar con los responsables.

—Voy a verte. Llegaré enseguida.

—Gracias.

Carla colgó y entró en la cocina.

—Axel Franck ha muerto en ese hospital de Akelberg —dijo.

Su padre, Walter, leía el correo.

—¡Oh! —dijo—. Pobre Monika.

Carla recordó que la madre de Axel, Monika Franck, había estado enamorada de Walter, según se contaba en la familia. La expresión de inquietud y dolor en el rostro de Walter era tan intensa que Carla se preguntó si acaso no sentiría cierta ternura por Monika, pese a estar enamorado de Maud. Qué complicado era el amor.

—Debe de estar destrozada —dijo la madre de Carla, que era la mejor amiga de Monika.

Walter siguió revisando el correo.

—Hay una carta para Ada —anunció con tono de sorpresa.

La cocina quedó en silencio.

Carla miró el sobre blanco mientras Ada lo cogía de manos de Walter.

Ada no recibía muchas cartas.

Erik estaba en casa —aquel era el último día de su breve permiso—, por lo que había cuatro personas mirando a Ada mientras abría el sobre.

Carla estaba expectante.

Ada sacó una carta mecanografiada en una hoja con membrete. La leyó rápidamente, contuvo el aliento y gritó.

—¡No! —dijo Ada—. ¡No puede ser!

Maud se puso en pie de un salto y abrazó a Ada.

Walter cogió la carta que aún sostenía Ada y la leyó.

—Oh, Dios mío, es una desgracia —dijo—. Pobrecillo Kurt. —Dejó el papel sobre la mesa del desayuno.

Ada rompió a llorar.

—Mi hijito, mi querido hijito, y ha muerto sin su madre… ¡No soporto pensarlo!

Carla contuvo las lágrimas. Estaba desconcertada.

—¿Axel y Kurt? —dijo—. ¿Al mismo tiempo?

Cogió la carta. Llevaba el nombre del hospital y su dirección de Akelberg. Decía:

Apreciada señora Hempel:

Lamento informarle de la triste defunción de su hijo, Kurt Walter Hempel, de ocho años de edad. Falleció el 4 de abril en este hospital a consecuencia de una apendicitis. Se hizo todo lo posible por él, pero fue en vano. Acepte mis más sinceras condolencias.

Iba firmada por el director.

Carla alzó la vista. Ada no dejaba de llorar y su madre se había sentado a su lado, rodeándola con un brazo y sosteniéndole la mano.

Estaba apesadumbrada, pero más entera que Ada. Se dirigió a su padre con voz trémula.

—Aquí hay algo sucio.

—¿Qué te hace pensarlo?

—Vuelve a leer la carta. —Se la tendió—. Apendicitis.

—¿Y?

—A Kurt ya le habían extirpado el apéndice.

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