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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (67 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—Sí, lo recuerdo —dijo su padre—. Lo operaron de urgencias, justo después de cumplir los seis años.

La tristeza de Carla se mezclaba con una angustiosa sospecha. ¿Había acabado con la vida de Kurt un peligroso experimento que el hospital trataba ahora de encubrir?

—¿Por qué tendrían que mentir? —dijo.

Erik dio un puñetazo en la mesa.

—¿Por qué dices que mienten? —gritó—. ¿Por qué siempre tienes que acusar al régimen? ¡Es evidente que se trata de un error! ¡Alguna mecanógrafa se habrá equivocado al teclear!

Carla no estaba segura.

—Es muy probable que los mecanógrafos que trabajan en un hospital sepan lo que es el apéndice.

—¡Eres capaz incluso de aprovechar esta tragedia personal para atacar a las autoridades!

—Callaos los dos —intervino su padre.

Ambos lo miraron. Había un matiz diferente en su voz.

—Erik podría estar en lo cierto —dijo—. En tal caso, el hospital no tendrá ningún reparo en responder a nuestras preguntas y proporcionarnos más detalles de la muerte de Kurt y Axel.

—Por supuesto que lo harán —dijo Erik.

—Y si es Carla quien está en lo cierto —prosiguió Walter—, intentarán evitar esas preguntas, se negarán a dar información e intimidarán a los padres de los niños insinuando que su curiosidad es ilegítima.

Erik parecía menos cómodo con esa opción.

Media hora antes, su padre parecía un hombre hundido y menguado. En ese momento, de algún modo, daba la impresión de volver a llenar el traje que llevaba.

—Lo averiguaremos en cuanto empecemos a preguntar.

—Voy a ver a Frieda —dijo Carla.

—¿Hoy no trabajas? —preguntó su madre.

—Me toca el turno de noche.

Carla llamó por teléfono a Frieda y le dijo que Kurt también había muerto, y que iba a su casa para hablar de eso. Se puso el abrigo, el sombrero y los guantes, y sacó la bicicleta a la calle. Estaba habituada a pedalear deprisa y solo tardó un cuarto de hora en llegar a la villa de los Franck, en Schöneberg.

El mayordomo la dejó entrar y le dijo que la familia estaba reunida en el comedor. En cuanto entró, el padre de Frieda, Ludwig Franck, bramó:

—¿Qué te dijeron en la Clínica Infantil Wannsee?

A Carla no le gustaba Ludwig. Era un fanfarrón de derechas y había secundado a los nazis en sus primeros tiempos. Puede que hubiera cambiado de parecer —muchos empresarios lo habían hecho ya—, pero daba pocas muestras de la humildad que debía proseguir a un error de semejante calibre.

Carla no respondió inmediatamente. Se sentó a la mesa y miró a la familia: Ludwig, Monika, Werner y Frieda, y el mayordomo atareado en un segundo plano. Puso en orden sus pensamientos.

—¡Vamos, muchacha! ¡Contesta! —exigió Ludwig. Tenía en la mano una carta que se parecía mucho a la de Ada, y la agitaba airado.

Monika posó una mano en el brazo de su marido para calmarlo.

—Tranquilízate, Ludi.

—¡Quiero saberlo! —vociferó él.

Carla observó su cara sonrosada y su fino bigote negro. Vio que el dolor lo torturaba. En otras circunstancias, se habría negado a hablar con alguien tan grosero, pero en aquel momento pensó que sus rudos modales estaban justificados y decidió pasarlos por alto.

—El director, el profesor Willrich, nos dijo que había un nuevo tratamiento para la enfermedad de Kurt.

—Lo mismo que nos dijo a nosotros —repuso Ludwig—. ¿Qué clase de tratamiento?

—Eso le pregunté. Me dijo que no lo entendería. Insistí y me contestó que tenía que ver con fármacos, pero no me dio más información. ¿Me permite ver su carta, herr Franck?

El semblante de Ludwig le hizo saber que era él quien se creía en la posición de hacer las preguntas, pero le tendió la carta.

Era idéntica a la que había recibido Ada, y Carla tuvo la extraña sensación de que el mecanógrafo había hecho varias copias, cambiando solo el nombre.

—¿Cómo es posible que dos niños hayan muerto de apendicitis al mismo tiempo? No es una enfermedad contagiosa —dijo Franck.

—Es imposible que Kurt muriese de apendicitis porque no tenía apéndice. Se lo extirparon hace dos años —añadió Carla.

—Muy bien —dijo Ludwig—. Basta de cháchara. —Arrancó la carta de manos de Carla—. Voy a consultar esto con alguien del gobierno. —Y se marchó.

Monika lo siguió, y también el mayordomo.

Carla se acercó a Frieda y le tomó la mano.

—Lo siento mucho —dijo.

—Gracias —susurró Frieda.

Carla fue hasta Werner, que estaba de pie y la abrazó. Ella notó una lágrima en la frente. La atenazó una emoción que no habría sabido identificar. Tenía el corazón henchido de dolor, y sin embargo se estremeció al sentir el cuerpo de Werner contra el suyo y el delicado tacto de sus manos.

Al cabo de un rato, Werner se apartó.

—Mi padre ha llamado dos veces al hospital —dijo, disgustado—. La segunda vez le han dicho que no disponían de más información y le han colgado. Pero voy a averiguar qué le ha ocurrido a mi hermano, y no pienso permitir que se me quiten de encima.

—Averiguarlo no nos lo devolverá —dijo Frieda.

—Aun así, quiero saberlo. Si es preciso, iré a Akelberg.

—Tal vez haya alguien en Berlín que pueda ayudarnos —dijo Carla.

—Tendría que ser alguien del gobierno —repuso Werner.

—El padre de Heinrich trabaja para el gobierno —terció Frieda.

Werner chasqueó los dedos.

—Eso es. Antes militaba en el Partido de Centro, pero ahora es nazi, y una figura de peso en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—¿Heinrich nos llevaría a verle? —preguntó Carla.

—Lo hará si Frieda se lo pide —contestó Werner—. Heinrich haría cualquier cosa por Frieda.

Carla estaba segura. Heinrich siempre se había mostrado muy comprometido con todo lo que hacía.

—Voy a llamarle —dijo Frieda.

Salió al recibidor, y Carla y Werner se sentaron el uno al lado del otro. Él la rodeó con un brazo y ella recostó la cabeza en su hombro. No sabía si aquellas muestras de afecto eran solo fruto de la tragedia o significaban algo más.

Frieda volvió al salón.

—El padre de Heinrich nos recibirá si vamos ahora mismo —dijo.

Los tres subieron al coche deportivo de Werner, apretujándose en el asiento delantero.

—No entiendo cómo logras seguir utilizando el coche —dijo Frieda mientras se ponían en camino—. Ni siquiera papá consigue gasolina para uso particular.

—Le digo a mi jefe que la necesito para tareas oficiales —contestó él. Werner trabajaba para un importante general—. Pero no sé cuánto tiempo seguirá colando.

La familia Von Kessel vivía en la misma zona residencial. Llegaron en cinco minutos.

La casa era lujosa, aunque más pequeña que la de los Franck. Heinrich los recibió en la entrada y los acompañó a un salón en el que había libros encuadernados en cuero y una talla alemana antigua de un águila.

Frieda lo besó.

—Gracias por hacer esto —dijo—. Seguramente no ha sido fácil… Sé que no te llevas muy bien con tu padre.

A Heinrich se le iluminó la cara.

Su madre les llevó café y pastel. Parecía una mujer cálida y sencilla. Cuando les hubo servido, se marchó, como si fuese una criada.

El padre de Heinrich, Gottfried, entró en ese momento. Tenía el pelo hirsuto, como él, pero plateado en lugar de negro.

—Papá, te presento a Werner y Frieda Franck; su padre fabrica radios del pueblo —dijo Heinrich.

—Ah, sí —contestó Gottfried—. He visto a vuestro padre en el Herrenklub.

—Y esta es Carla von Ulrich. Creo que también conoces a su padre.

—Trabajamos juntos en la embajada alemana en Londres —repuso Gottfried con cautela—. Eso fue en 1914.

Era evidente que le incomodaba que le recordasen su relación con un socialdemócrata. Cogió una porción de pastel y se le cayó torpemente sobre la alfombra y, después de intentar recoger sin éxito las migas, abandonó el esfuerzo y se sentó.

«¿De qué tiene miedo?», pensó Carla.

Heinrich abordó directamente el motivo de la visita.

—Papá, supongo que has oído hablar de Akelberg.

Carla observaba con atención a aquel hombre. Un destello fugaz se reflejó en su rostro, pero Gottfried adoptó de inmediato un aire de indiferencia.

—¿La pequeña ciudad de Baviera? —preguntó.

—Allí hay un hospital —prosiguió Heinrich— para discapacitados.

—Creo que eso no lo sabía.

—Sospechamos que está ocurriendo algo extraño en el centro y pensábamos que igual tú sabrías algo al respecto.

—La verdad es que no. ¿Qué creéis que está sucediendo?

—Mi hermano ha muerto allí, teóricamente de apendicitis —intervino Werner—. El hijo de la criada de herr Von Ulrich murió al mismo tiempo, en el mismo hospital y por la misma causa.

—Muy triste…, aunque sin duda se trata de una coincidencia.

—El hijo de mi criada no tenía apéndice —dijo Carla—. Se lo habían extirpado hace dos años.

—Comprendo vuestro interés por conocer la verdad —repuso Gottfried—. Es una situación desconcertante. No obstante, la explicación más probable es que se trate de un error de transcripción.

—En tal caso, nos gustaría cerciorarnos —dijo Werner.

—Por supuesto. ¿Habéis escrito al hospital?

—Yo lo hice para preguntar cuándo podría mi criada visitar a su hijo. No me contestaron —dijo Carla.

—Mi padre ha llamado por teléfono esta mañana —terció Werner—. El director le ha colgado sin más.

—Vaya por Dios, qué falta de educación. Pero, como sabéis, no es algo que competa al Ministerio de Asuntos Exteriores.

Werner se inclinó hacia delante.

—Herr Von Kessel, ¿es posible que los dos niños estuviesen participando en un experimento secreto que saliera mal?

Gottfried se reclinó contra el respaldo de la silla.

—En absoluto —contestó, y Carla tuvo la sensación de que decía la verdad—. Es del todo imposible. —Parecía aliviado.

Werner daba la impresión de haberse quedado sin preguntas, pero Carla no estaba convencida. Le extrañaba que Gottfried pareciese tan satisfecho con la rotunda afirmación que acababa de hacer. ¿Estaría ocultando algo peor?

De pronto la asaltó una posibilidad tan atroz que apenas soportaba considerarla.

—Bien, si eso es todo… —dijo Gottfried.

—¿Está completamente seguro, señor, de que no murieron a consecuencia de una terapia experimental fallida? —preguntó Carla.

—Completamente.

—Para saber con tanta certeza que no es verdad, debe de tener conocimiento de lo que se está haciendo en Akelberg.

—No necesariamente —contestó él, aunque volvió a parecer tenso, y Carla supo que había llegado a algo.

—Una vez vi un cartel nazi —prosiguió ella. Fue ese recuerdo lo que le hizo plantearse algo—. En él se veía a un enfermero y a un hombre discapacitado mental. El texto decía algo como: «Sesenta mil marcos imperiales es lo que esta persona que sufre una deficiencia hereditaria le cuesta al pueblo a lo largo de su vida. Compatriota, ¡también es tu dinero!». Creo que era un anuncio de una revista.

—He visto esa clase de propaganda —dijo Gottfried con aire desdeñoso, como si no tuviese nada que ver con él.

Carla se puso en pie.

—Usted es católico, herr Von Kessel, y ha educado a Heinrich en la fe católica.

Gottfried emitió un sonido despectivo.

—Heinrich ahora dice que es ateo.

—Pero usted no lo es, y cree que la vida humana es sagrada.

—Sí.

—Usted dice que los médicos de Akelberg no están probando terapias nuevas y peligrosas con personas discapacitadas y yo le creo.

—Gracias.

—Pero ¿están haciendo alguna otra cosa? ¿Algo peor?

—No, no.

—¿Están matando deliberadamente a los discapacitados?

Gottfried negó con la cabeza en silencio.

Carla se acercó un poco más a él y bajó la voz, como si estuviesen solos en el salón.

—Como católico que cree que la vida humana es sagrada, ¿estaría dispuesto a decirme con la mano en el corazón que en Akelberg no están matando a los niños que sufren enfermedades mentales?

Gottfried sonrió, hizo un gesto tranquilizador y abrió la boca para hablar, pero fue incapaz de pronunciar ni una sola palabra.

Carla se arrodilló en la alfombra, frente a él.

—¿Lo hará, por favor, ahora mismo? Aquí tiene a cuatro jóvenes alemanes, su hijo y tres amigos. Tan solo díganos la verdad. Míreme a los ojos y diga que nuestro gobierno no está matando a niños discapacitados.

El silencio se apoderó del salón. Gottfried parecía a punto de hablar, pero cambió de opinión. Cerró los ojos con fuerza, contrajo la boca en una mueca y agachó la cabeza. Los cuatro observaban sus muecas con perplejidad.

Al cabo abrió los ojos. Los miró uno por uno, y finalmente su mirada se clavó en su hijo.

Luego se levantó y abandonó el salón.

III

—Es horrible —le dijo Werner a Carla al día siguiente—. Llevamos veinticuatro horas hablando de lo mismo. Si no hacemos otra cosa nos volveremos locos. Vayamos a ver una película.

Fueron a Kurfürstendamm, una calle de cines y tiendas conocida como Ku’damm. Hacía años que la mayoría de los directores alemanes de películas de calidad se habían ido a Hollywood, y las producciones nacionales eran de segunda fila. Vieron
Tres soldados
, ambientada en la invasión de Francia.

Los tres soldados eran un sargento nazi, un hombre quejica y llorón con cierto aire de judío y un joven fervoroso. El joven planteaba preguntas ingenuas del tipo: «¿En verdad nos perjudican de algún modo los judíos?», y el sargento le ofrecía largas peroratas a modo de respuesta. Al entrar en combate, el quejica admitía ser comunista, desertaba y moría en un ataque aéreo. El joven fervoroso luchaba con coraje, era ascendido a sargento y acababa admirando al Führer. Pese al nefasto guión, las escenas de batallas eran emocionantes.

Werner sostuvo la mano de Carla de principio a fin. Ella esperaba que la besara en la oscuridad, pero no lo hizo.

—Bueno, es malísima, pero al menos me ha distraído durante un par de horas —dijo él cuando se encendieron las luces.

Salieron y se dirigieron a su coche.

—¿Damos un paseo? —propuso Werner—. Podría ser nuestra última oportunidad. La semana que viene este coche irá al desguace.

Pusieron rumbo al Grunewald. Por el camino, los pensamientos de Carla regresaron inevitablemente a la conversación del día anterior con Gottfried von Kessel. Por mucho que la reprodujese mentalmente, no conseguía eludir la terrible conclusión a la que los cuatro habían acabado llegando. Gottfried lo había negado todo de modo convincente. Pero no había sido capaz de negar que el gobierno estuviese matando deliberadamente a los discapacitados y mintiendo a las familias. Resultaba difícil de creer, incluso tratándose de seres tan despiadados y crueles como los nazis. Sin embargo, la respuesta de Gottfried había sido el ejemplo más claro de sentimiento de culpabilidad que jamás había presenciado Carla.

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