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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (69 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—Quiero ver al teniente Werner Franck de inmediato —bramó al llegar al mostrador de recepción.

La recepcionista lo acompañó en el ascensor y después por un pasillo hasta una puerta abierta que daba a un pequeño despacho. El joven sentado al escritorio no alzó la mirada de los documentos que tenía frente a sí. Observándolo, Macke supuso que tendría unos veintidós años. ¿Por qué no se encontraba en primera línea del frente, bombardeando Inglaterra? Probablemente, su padre habría movido hilos, pensó Macke, resentido. Werner parecía el típico hijo privilegiado: uniforme entallado, anillos de oro y pelo demasiado largo, algo contrario a los patrones militares. Macke sintió un desprecio inmediato hacia él.

Werner redactó una nota a lápiz y lo miró. La expresión cordial de su rostro desapareció en cuanto vio el uniforme de las SS, y Macke advirtió, complacido, un destello de temor.

El muchacho trató de adoptar un aire de afabilidad, poniéndose en pie con deferencia y esbozando una sonrisa de bienvenida, pero Macke no se dejó engañar.

—Buenas tardes, inspector —lo saludó Werner—. Siéntese, por favor.


Heil Hitler
—dijo Macke.


Heil Hitler
. ¿En qué puedo ayudarle?

—Siéntate y cierra la boca, niñato estúpido —le espetó Macke.

Werner intentó ocultar el miedo que lo atenazó al instante.

—Cielo santo, ¿qué puedo haber hecho para despertar semejante ira?

—No te atrevas a preguntarme nada. Habla solo cuando se te pida que lo hagas.

—Como desee.

—A partir de este momento no volverás a hacer preguntas sobre tu hermano Axel.

A Macke le sorprendió apreciar una fugaz mirada de alivio en el rostro de Werner. Le pareció desconcertante. ¿Acaso temía alguna otra cosa, algo más aterrador que la mera orden de dejar de hacer preguntas sobre su hermano? ¿Podía estar Werner implicado en otras actividades subversivas?

Seguramente no, pensó Macke tras meditarlo. Lo más probable era que a Werner le aliviase que no lo detuviesen y lo llevasen al sótano de Prinz-Albrecht-Strasse.

Werner aún no estaba del todo intimidado y se armó de valor.

—¿Por qué no debería preguntar cómo murió mi hermano? —inquirió.

—Ya te he dicho que no me hagas preguntas. Debes saber que solo se te trata con amabilidad porque tu padre ha sido un preciado amigo del Partido Nazi. De no ser así, serías tú quien estaría en mi despacho. —Era una amenaza que todo el mundo entendía.

—Le agradezco su paciencia —dijo Werner, esforzándose por conservar un ápice de dignidad—, pero quiero saber quién mató a mi hermano, y por qué.

—No sabrás nada más, al margen de lo que hagas, pero cualquier indagación por tu parte se considerará traición.

—No necesitaré hacer muchas más indagaciones, después de su visita. Ahora ya está claro que mis peores sospechas eran ciertas.

—Te exijo que pongas fin a tu actitud sediciosa de inmediato.

Werner lo miraba desafiante, pero guardó silencio.

—Si no lo haces, el general Dorn será informado de que tu lealtad está en duda —lo amenazó Macke.

Werner sabía perfectamente a qué se refería. Perdería su plácido empleo en Berlín y sería enviado a los barracones de algún aeródromo en el norte de Francia.

Werner parecía menos desafiante, más reflexivo.

Macke se puso en pie. Ya llevaba demasiado tiempo allí.

—Al parecer, el general Dorn te considera un ayudante capaz e inteligente —dijo—. Si haces lo correcto, tal vez conserves esa imagen. —Salió del despacho.

Se sentía crispado y algo insatisfecho. No estaba seguro de haber conseguido doblegar la voluntad de Werner. Había percibido en él una actitud desafiante que permanecía intacta.

Centró sus pensamientos en el pastor Ochs. A él tendría que abordarlo de un modo diferente. Macke regresó al cuartel general de la Gestapo y reunió a un reducido grupo: Reinhold Wagner, Klaus Richter y Günther Schneider. Los cuatro subieron a un Mercedes 260D negro, el automóvil predilecto de la Gestapo que pasaba inadvertido con facilidad, pues muchos taxis de Berlín eran del mismo modelo y color. En un principio, la Gestapo tenía instrucciones de actuar a la vista de todo el mundo para dar muestra de la brutalidad con que reprendía cualquier clase de oposición. Sin embargo, hacía tiempo que el pueblo alemán vivía aterrorizado y ya no era necesario que la violencia fuese visible. En aquel momento la Gestapo actuaba con discreción, siempre bajo una capa de legalidad.

Fueron a casa de Ochs, situada junto a la gran iglesia protestante de Mitte, en el distrito central. Del mismo modo que Werner podía creer que estaba protegido por su padre, Ochs probablemente imaginaba que su iglesia le brindaba seguridad. Estaba a punto de saber que no era así.

Macke llamó al timbre; tiempo antes, habrían derribado la puerta a patadas, solo por efectismo.

Una criada abrió la puerta, y Macke accedió a un recibidor amplio y bien iluminado, con el suelo pulido y recias alfombras. Los otros tres lo siguieron.

—¿Dónde está tu patrón? —le preguntó Macke a la criada con voz afable.

No la había amenazado, pero aun así la mujer estaba asustada.

—En su estudio, señor —contestó, y señaló la puerta.

—Reúne a las mujeres y a los hombres en la sala de al lado —le dijo Macke a Wagner.

Ochs abrió la puerta del estudio y miró hacia el recibidor con gesto de enfado.

—¿Se puede saber qué está pasando? —preguntó, indignado.

Macke se encaminó hacia él con decisión, lo cual obligó a Ochs a retroceder, y entró en el estudio. Era un cuarto pequeño y ordenado, con un escritorio tapizado en cuero y estanterías repletas de ensayos bíblicos.

—Cierre la puerta —dijo Macke.

Ochs le obedeció, reticente.

—Será mejor que tenga una buena explicación a esta intrusión —dijo.

—Siéntese y cierre la boca —espetó Macke.

Ochs estaba atónito. Probablemente no le habían mandado callar desde que era niño. Los clérigos no solían recibir insultos, ni siquiera de la policía, pero los nazis no hacían caso de esos convencionalismos debilitadores.

—¡Esto es un ultraje! —consiguió proferir Ochs al cabo, antes de sentarse.

Fuera del despacho se oyeron las protestas de una mujer; con toda probabilidad era su esposa. Ochs palideció al oírla y se levantó de la silla.

Macke lo sentó de un empujón.

—Quédese donde está.

Ochs era un hombre corpulento y más alto que Macke, pero no opuso resistencia.

A Macke le deleitaba ver cómo el miedo bajaba los humos a tipos pedantes como aquel.

—¿Quién es usted? —preguntó Ochs.

Macke no se lo dijo. Siempre podían suponerlo, claro está, pero la situación resultaba más aterradora si no estaban seguros del todo. Después, en el improbable caso de que alguien hiciese preguntas, el equipo al completo juraría que habían empezado identificándose como agentes de la policía y mostrando sus distintivos.

Salió. Sus hombres apremiaban a varios niños hacia el salón. Macke le dijo a Reinhold Wagner que entrase en el estudio y retuviese allí a Ochs. Luego siguió a los niños hasta el salón.

La estancia estaba decorada con cortinas de flores, fotografías de la familia sobre la repisa de la chimenea y un juego de cómodas sillas tapizadas con tela de cuadros. Era un hogar agradable, y era una familia agradable. ¿Por qué no podían ser leales al Reich y preocuparse solo por sus asuntos?

La criada estaba junto a la ventana, tapándose la boca con una mano para no gritar. Cuatro niños se apiñaban alrededor de la esposa de Ochs, una mujer sencilla de treinta y tantos años y grandes senos. Sostenía a su quinta hija en brazos, una niña de unos dos años con tirabuzones rubios.

Macke le dio unas palmaditas en la cabeza.

—¿Y cómo se llama esta? —preguntó.

Frau Ochs estaba aterrada.

—Lieselotte —susurró—. ¿Qué quiere de nosotros?

—Ven con el tío Thomas, pequeña Lieselotte —dijo Macke extendiendo los brazos.

—¡No! —gritó frau Ochs. Estrechó a la niña contra sí y se dio media vuelta.

Lieselotte rompió a llorar.

Macke hizo un gesto afirmativo en dirección a Klaus Richter.

Richter agarró a frau Ochs por detrás y tiró de sus brazos, obligándola a soltar a la niña. Macke cogió a Lieselotte antes de que cayese al suelo. La niña se retorcía como un pez, pero él la sujetó con fuerza, como habría sujetado a un gato. La pequeña gritó con mayor desesperación.

Un niño de unos doce años se abalanzó contra Macke y le golpeó con sus pequeños puños. Macke decidió que ya era hora de que aprendiese a respetar a la autoridad. Se colocó a Lieselotte sobre la cadera izquierda y con la mano derecha agarró al niño por la pechera de la camisa y lo lanzó al otro lado del salón, asegurándose de que caería sobre una silla tapizada. El pequeño soltó un chillido de miedo, y frau Ochs también gritó. La silla se volcó y el niño cayó al suelo. No se había hecho daño, pero rompió a llorar.

Macke se llevó a Lieselotte al recibidor. La pequeña reclamaba a su madre con gritos desgarradores. Macke la dejó en el suelo. La niña corrió hasta la puerta del salón y la aporreó, chillando de terror. Macke observó que aún no había aprendido a accionar las manijas de las puertas.

Dejó a la niña en el recibidor y entró en el estudio. Wagner se encontraba junto a la puerta, haciendo guardia; Ochs estaba de pie en el centro de la sala, pálido de miedo.

—¿Qué les están haciendo a mis hijos? —preguntó—. ¿Por qué grita Lieselotte?

—Va usted a escribir una carta —dijo Macke.

—Sí, sí, lo que sea —repuso Ochs dirigiéndose al escritorio.

—Ahora no, más tarde.

—De acuerdo.

Macke estaba disfrutando. Ochs se había derrumbado por completo, a diferencia de Werner.

—Una carta al ministro de Justicia —prosiguió.

—De modo que se trata de eso.

—Le dirá que ha averiguado que no hay nada cierto en las alegaciones que hizo en su primera carta. Que unos comunistas clandestinos lo habían engañado. Se disculpará al ministro por las molestias que le han causado sus imprudentes actos y le asegurará que no volverá a hablar del asunto con nadie.

—Sí, sí, lo haré. ¿Qué le están haciendo a mi esposa?

—Nada. Grita por lo que le ocurrirá si usted no escribe esa carta.

—Quiero verla.

—Será peor para ella si me fastidia con peticiones estúpidas.

—Por supuesto. Lo siento. Le ruego que me disculpe.

Los oponentes al nazismo eran tan débiles…

—Escriba la carta esta noche y envíela por la mañana.

—Sí. ¿Debo enviarle una copia a usted?

—Llegará a mí de todos modos, idiota. ¿Cree que el ministro lee en persona sus garabatos?

—No, no, claro que no, lo entiendo.

Macke se encaminó a la puerta.

—Y manténgase alejado de personas como Walter von Ulrich.

—Lo haré, se lo prometo.

Macke salió e indicó con señas a Wagner que lo siguiera. Lieselotte estaba sentada en el suelo gritando, presa de la histeria. Macke abrió la puerta del salón y llamó a Richter y a Schneider.

Los cuatro salieron de la casa.

—A veces la violencia es ciertamente innecesaria —dijo Macke con aire reflexivo mientras subían al coche.

Wagner se puso al volante y Macke le dio la dirección de los Von Ulrich.

—Y, sin embargo, a veces es el método más sencillo —añadió.

Von Ulrich vivía cerca de la iglesia. Su casa era una edificación antigua y espaciosa cuyo mantenimiento, saltaba a la vista, no podía costear. La pintura empezaba a desconcharse, los pasamanos estaban oxidados y un cartón ocupaba el lugar de un vidrio roto en una de las ventanas. No era algo insólito; la austeridad de la guerra conllevaba el descuido de muchas casas.

Una criada abrió la puerta. Macke supuso que era la madre del niño discapacitado que había provocado todo aquello, pero no se molestó en preguntar. No tenía sentido detener a mujeres.

Walter von Ulrich salió al vestíbulo desde una de las salas que daban a él.

Macke lo recordaba. Era primo de Robert von Ulrich, cuyo restaurante habían comprado Macke y su hermano hacía ocho años. En aquellos tiempos era un hombre orgulloso y arrogante. Ahora llevaba un traje andrajoso, aunque parecía conservar la audacia.

—¿Qué quiere? —preguntó, tratando de dar la impresión de que aún estaba en condiciones de exigir explicaciones.

Macke no tenía intención de perder mucho tiempo allí.

—Esposadlo —dijo.

Wagner se adelantó con las esposas.

Una mujer alta y atractiva apareció y se colocó delante de Von Ulrich.

—Díganme quiénes son y qué quieren —preguntó. Obviamente, era su esposa. Tenía un leve acento extranjero. No era de sorprender.

Wagner le asestó una fuerte bofetada que la hizo trastabillar.

—Dese la vuelta y junte las muñecas —le dijo Wagner a Von Ulrich—. De lo contrario, haré que su mujer se trague los dientes de un puñetazo.

Von Ulrich obedeció.

Una hermosa joven ataviada con uniforme de enfermera bajó las escaleras a toda prisa.

—¡Papá! —exclamó—. ¿Qué está pasando?

Macke se preguntó cuántas personas habría en la casa. Sintió una punzada de inquietud. Una familia convencional nunca superaría a unos agentes de policía entrenados, pero una numerosa podría armar un altercado durante el cual Von Ulrich podría escapar.

Sin embargo, ni siquiera el hombre parecía dispuesto a resistirse.

—¡No te enfrentes a ellos! —le dijo a su hija con voz apremiante—. ¡Quédate ahí!

La enfermera parecía aterrada y obedeció.

—Llevadlo al coche —dijo Macke.

La esposa empezó a sollozar.

—¿Adónde lo llevan? —preguntó la enfermera.

Macke se acercó a la puerta y miró a las tres mujeres: la criada, la esposa y la hija.

—Tantas molestias —dijo— por un retrasado mental de ocho años. Nunca entenderé a esta gente.

Dio media vuelta y se dirigió al coche.

Recorrieron la corta distancia que los separaba de Prinz-Albrecht-Strasse. Wagner aparcó en la parte trasera del edificio que albergaba los cuarteles generales de la Gestapo, junto a una docena de coches negros idénticos. Todos se apearon.

Entraron por un acceso secundario y llevaron a Von Ulrich al sótano, donde le hicieron entrar en una sala de azulejos blancos.

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