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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

El invierno en Lisboa (10 page)

BOOK: El invierno en Lisboa
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Él no recordaba que comimos juntos aquel día. Yo estaba con Floro Bloom en una taberna de la Parte Vieja y lo vi entrar, lento y ausente, con el pelo mojado, y sentarse a una mesa del fondo. «El lacayo del Vaticano ya no quiere tratos con los parias del mundo», dijo sonoramente Floro Bloom, volviéndose hacia él, que no nos había visto. Trajo su jarra de cerveza y se sentó con nosotros, pero apenas dijo nada durante la comida. Sé que fue justo aquel día porque enrojeció ligeramente cuando Floro le preguntó si estaba enfermo de verdad: esa mañana había llamado al colegio para hablar con él y alguien —«una voz clerical»— le dijo que don Santiago Biralbo había faltado a clase por encontrarse indispuesto. «Indispuesto», subrayó Floro Bloom, «a nadie más que a una monja se le ocurre hoy en día usar esa palabra». Biralbo comió muy de prisa, se disculpó por no tomar el café con nosotros: debía marcharse, su primera clase era a las cuatro. Cuando salió del bar, Floro Bloom movió pesadamente su cabeza de oso. «Él lo niega», me dijo, «pero yo estoy seguro de que esas monjas lo obligan a rezar el rosario».

Tampoco fue al trabajo aquella tarde. En los últimos tiempos, a medida que descreía en su porvenir como músico y se acostumbraba a la afrenta de enseñar solfeo, había descubierto en sí mismo una ilimitada disposición a la docilidad y a la vileza que bruscamente se extinguió en unas pocas horas. No es que ya no temiera ser expulsado del colegio: desde que vio a Lucrecia era como si fuese otro quien corría ese peligro, quien mansamente madrugaba todos los días y era capaz de avenirse a ensayar con sus alumnas una canción religiosa. Llamó al colegio: tal vez la misma voz clerical que había renovado en Floro Bloom un instinto hereditario de profanar conventos le deseó pronta mejoría con recelo y frialdad. No le importaba, en Copenhague Billy Swann todavía estaba esperándolo, muy pronto sería tiempo de empezar otra vida, la otra vida, la verdadera, la que la música le anunció siempre como una prefiguración de algo que él sólo había conocido de manera tangible cuando se lo revelaron los fervorosos ojos de Lucrecia. Pensó que únicamente había aprendido a tocar el piano cuando lo hizo para ser escuchado y deseado por ella: que si alguna vez lograba el privilegio de la perfección sería por lealtad al porvenir que Lucrecia le había vaticinado la primera noche que lo oyó tocar en el Lady Bird, cuando ni él mismo pensaba que le fuera posible parecerse algún día a un verdadero músico, a Billy Swann.

—Ella me inventó —dijo Biralbo una de las últimas noches, cuando ya no íbamos al Metropolitano—. Yo no era tan bueno como ella pensaba, no merecía su entusiasmo. Quién sabe, a lo mejor aprendí para que Lucrecia no se diera cuenta nunca de que yo era un impostor.

—Nadie puede inventarnos. —Al decir eso sentí que tal vez era una desgracia—. Llevabas muchos años tocando el piano cuando la conociste. Floro decía siempre que fue Billy Swann quien te hizo saber que eras un músico.

—Billy Swann o Lucrecia. —Recostado en su cama del hotel Biralbo se encogió de hombros, como si tuviera frío—. Da igual. Entonces yo sólo existía si alguien pensaba en mí.

Se me ocurrió que si eso era cierto yo nunca había existido, pero no dije nada. Le pregunté a Biralbo por aquella cena con Lucrecia: dónde estuvieron, de qué habían hablado. Pero él no recordaba el nombre exacto del lugar, el dolor casi había borrado aquella noche de su memoria, sólo quedaba en ella la soledad final y el largo viaje en el taxi que lo llevó a su casa, la carretera iluminada por los faros, el silencio, el humo de sus cigarrillos, ventanas iluminadas en los edificios solitarios de las colinas, entre la parda niebla. Así había sido siempre la parte de su vida vinculada a Lucrecia: un ajedrez de huidas y de taxis, un viaje nocturno por el espacio en blanco de lo nunca sucedido. Porque aquella noche no ocurrió nada que no le hubiera sido vaticinado de antemano por la antigua sensación del fracaso, por el vacío en el estómago: solo, en su casa, oyendo discos que ya no le procuraban la certeza de la felicidad, se peinaba ante el espejo o elegía una corbata como si no fuera exactamente él quien estaba citado con Lucrecia, como si en realidad ella no hubiera vuelto.

Había alquilado un piso frente a la estación, un apartamento con dos habitaciones casi vacías desde cuyas ventanas veía el curso oscuro del río cercado de alamedas y los últimos puentes. A las ocho Biralbo ya estaba muy cerca del portal, pero no se decidió a subir, estuvo un rato mirando las carteleras de un cine y luego recorrió los claustros sombríos de San Telmo esperando inútilmente que los minutos pasaran mientras muy cerca, al otro lado de la calle, en la oscuridad, las olas se alzaban sobre la barandilla del paseo Marítimo con un brillo de fósforo.

Al mirarlas supo por qué tenía la sensación de haber vivido ya una noche semejante: la había soñado, había caminado así en uno de sus sueños de ciudades nocturnas, iba a cumplir algo que misteriosamente ya le había sucedido durante la ausencia de Lucrecia y que ya era irreparable.

Al fin subió. Ante una puerta hostil hizo sonar varias veces el timbre antes de que ella le abriera. La oyó disculparse por la suciedad de la casa y las habitaciones vacías, la esperó mucho tiempo en el comedor, donde sólo había una butaca y una máquina de escribir, oyendo el ruido de la ducha, examinando los libros alineados en el suelo, contra la pared. Había cajas de cartón, un cenicero lleno de colillas, una estufa apagada. Sobre ella, un bolso negro y entreabierto. Imaginó que era el mismo donde ella había guardado la carta que le entregó a Billy Swann. Lucrecia aún estaba en la ducha, se oía el ruido del agua contra la cortina de plástico. Biralbo abrió del todo el bolso, sintiéndose ligeramente abyecto. Pañuelos de papel, un lápiz de labios, una agenda llena de notas en alemán que a Biralbo le parecieron dolorosamente las direcciones de otros hombres, un revólver, una pequeña cartera con fotografías: en una de ellas, ante un bosque de árboles amarillos, Lucrecia, con un chaquetón azul marino, se dejaba abrazar por un hombre muy alto, sujetándole las manos sobre su cintura. También una carta en la que a Biralbo le extrañó reconocer su propia escritura, y una lámina doblada cuidadosamente, la reproducción de un cuadro: una casa, un camino, una montaña azul surgiendo entre árboles. Demasiado tarde advirtió que había dejado de oír el ruido de la ducha. Lucrecia lo miraba desde el umbral, descalza, con el pelo húmedo, envuelta en un albornoz que no le cubría las rodillas. Le brillaban los ojos y la piel y parecía más delgada: sólo la vergüenza mitigó el deseo de Biralbo.

—Buscaba cigarrillos —dijo, con el bolso todavía en las manos. Lucrecia se le acercó unos pasos para recogerlo y señaló un paquete que había junto a la máquina de escribir. Olía intensamente a jabón y a colonia, a piel desnuda y húmeda bajo la tela azul del albornoz.

—Malcolm hacía eso —le dijo—. Me registraba el bolso cuando yo estaba en la ducha. Una vez esperé a que se durmiera para escribirte una carta. La rompí luego en trozos muy pequeños y me acosté. ¿Sabes qué hizo? Se levantó, anduvo buscando en la papelera y en el suelo, reunió uno por uno todos los pedazos hasta reconstruir la carta. Tardó toda la noche. Trabajo inútil, era una carta absurda. Por eso la rompí.

—Billy Swann me dijo que tenías un revólver.

—Y una lámina de Cézanne. —Lucrecia la dobló para guardarla en el bolso—. ¿También te dijo eso?

—¿Era de Malcolm el revólver?

—Se lo quité. Fue lo único que me llevé al marcharme.

—De modo que sí le tenías miedo.

Lucrecia no le contestó. Se quedó un instante mirándolo con extrañeza y ternura, como si tampoco ella se hubiera acostumbrado aún a su presencia, a aquel lugar desierto al que ninguno de los dos pertenecía. La única lámpara de la habitación estaba en el suelo y prolongaba oblicuamente sus sombras. Llevando el bolso consigo Lucrecia desapareció tras la puerta del dormitorio. Biralbo creyó oír que la cerraba con llave. Acodado en la ventana miró la línea del río y las luces de la ciudad queriendo apartar de su imaginación el hecho inconcebible de que a unos pasos de él, tras la puerta cerrada, Lucrecia tal vez se habría sentado en la cama, perfumada y desnuda, para ponerse las medias, la breve ropa íntima cuyo contraste acentuaría en la penumbra el tono rosado y blanco de su piel.

Desde aquella ventana la ciudad le parecía otra: resplandeciente, oscura como el Berlín que durante tres años había visto en los sueños, cercada por la noche sin luces y la línea blanca del mar. «Soñamos la misma ciudad», le había escrito Lucrecia en una de sus últimas cartas, «pero yo la llamo San Sebastián y tú Berlín».

Ahora la llamaba Lisboa: siempre, mucho antes de marcharse a Berlín, desde que Biralbo la conoció, Lucrecia había vivido en el desasosiego y la sospecha de que su verdadera vida estaba esperándola en otra ciudad y entre gentes desconocidas, y eso la hacía renegar sordamente de los lugares donde estaba y pronunciar con desesperación y deseo nombres de ciudades en las que sin duda se cumpliría su destino si alguna vez las visitaba. Durante años lo habría dado todo por vivir en Praga, en Nueva York, en Berlín, en Viena. Ahora el nombre era Lisboa. Tenía folletos en color, recortes de periódicos, un diccionario de portugués, un gran plano de Lisboa en el que Biralbo no vio escrita la palabra
Burma
. «Tengo que ir cuanto antes», le dijo aquella noche, «es como el fin del mundo, imagina lo que sentirían los navegantes antiguos cuando se adentraran en alta mar y ya no vieran la tierra».

—Iré contigo —dijo Biralbo—. ¿No te acuerdas? Antes hablábamos siempre de huir juntos a una ciudad extranjera.

—Pero tú no te has movido de San Sebastián.

—Estaba esperándote para cumplir mi palabra.

—No se puede esperar tanto.

—Yo he podido.

—Nunca te lo pedí.

—Tampoco yo me lo propuse. Pero eso no tiene nada que ver con la voluntad. Al final, estos últimos meses, yo creía que ya no estaba esperándote, pero no era cierto. Incluso ahora mismo te espero.

—No quiero que lo hagas.

—Dime por qué has vuelto entonces.

—Estoy de paso. Voy a irme a Lisboa.

Noto que en esta historia casi lo único que sucede son los nombres: el nombre de Lisboa y el de Lucrecia, el título de esa brumosa canción que yo aún sigo escuchando. Los nombres, como la música, me dijo una vez Biralbo con la sabiduría de la tercera o cuarta ginebra, arrancan del tiempo a los seres y a los lugares que aluden, instituyen el presente sin otras armas que el misterio de su sonoridad. Por eso él pudo componer la canción sin haber estado nunca en Lisboa: la ciudad existía antes de que él la visitara igual que existe ahora para mí, que no la he visto, rosada y ocre al mediodía, levemente nublada contra el resplandor del mar, perfumada por las sílabas de su nombre como de aliento oscuro, Lisboa, por la tonalidad del nombre de Lucrecia. Pero hasta de los nombres es preciso despojarse, afirmaba Biralbo, porque también en ellos habita una clandestina posibilidad de memoria, y hace falta arrancársela entera para poder vivir, decía, para salir a la calle y caminar hacia un café como si de verdad uno estuviera vivo.

Pero ésa era otra de las cosas que sólo comenzó a aprender tras el regreso de Lucrecia, después de aquella lenta noche de palabras y alcohol en la que bruscamente supo que lo había perdido todo, que le había sido arrebatado el derecho a sobrevivir en la memoria de lo que ya no existía. Bebieron en bares apartados, en los mismos bares a donde iban hacía tres años para esconderse de Malcolm, y la ginebra y el vino blanco les permitían recobrar el juego antiguo de la simulación y la ironía, de las palabras dichas como si no se dijeran y el silencio absuelto por una sola mirada o una ocurrencia simultánea que levantaba la risa y la gratitud de Lucrecia cuando caminaba asida casi conyugalmente del brazo de Biralbo o lo miraba en silencio en la barra de un bar. La risa los había salvado siempre: una elegancia suicida para burlarse de sí mismos que era la mutua y solidaria máscara de la desesperación, de un doble espanto en el que cada uno de ellos seguía estando infinitamente solo, condenado y perdido.

Desde la ladera de uno de los dos montes simétricos que cierran la bahía, quieta y nocturna como un lago, miraron la ciudad, desde un lugar con velas y cubiertos de plata y camareros que permanecían inmóviles en la penumbra, con las manos cruzadas sobre largos delantales blancos. También él, Biralbo, amaba los lugares, a condición de que en ellos estuviera Lucrecia, amaba en cada minuto la plenitud del tiempo con la serena avaricia de quien por primera vez tiene ante sí más horas y monedas de las que nunca se atrevió a apetecer. Como la ciudad al otro lado de los ventanales, la noche entera parecía ofrecérsele ilimitadamente, un poco amarga, oscura y no del todo propicia, pero sí real, casi accesible, reconocida e impura como el rostro de Lucrecia. Eran otros: aceptaron serlo, mirarse como si se vieran por primera vez, no invocar el fuego sagrado y corrompido por la lejanía, reprobar la nostalgia, pues era cierto que el tiempo los había mejorado y que la lealtad no fue inútil. Crudamente Biralbo entendió que nada de eso lo salvaba, que el mutuo y ávido reconocimiento no excluía la severa evidencia de la soledad: más bien la confirmaba, como un axioma melancólico. Pensó: «La deseo tanto que no puedo perderla.» Fue entonces cuando volvió a decirle que la llevaría a Lisboa.

—Pero no te das cuenta —dijo Lucrecia suavemente, como si las velas y la penumbra atenuaran su voz—. Debo ir yo sola.

—Dime si hay alguien esperándote allí.

—No hay nadie, pero eso no importa.

—¿Burma es el nombre de un bar?

—¿Te dijo eso Toussaints Morton?

—Me dijo que abandonaste a Malcolm porque todavía estabas enamorada de mí.

Lucrecia lo miró tras el humo azul y gris de los cigarrillos como desde otro extremo del mundo: también como si estuviera dentro de él y pudiera verse a sí misma desde las pupilas de Biralbo.

—¿Estará abierto todavía el Lady Bird? —dijo, pero tal vez no era eso lo que iba a decir.

—Pero tú no querías que fuéramos.

—Ahora sí. Quiero oírte tocar.

—Tengo en casa un piano y una botella de bourbon.

—Quiero oírte en el Lady Bird. ¿Estará Floro Bloom?

—A estas horas ya habrá cerrado. Pero tengo una llave.

—Llévame al Lady Bird.

—Te llevaré a Lisboa. Cuando tú quieras, mañana mismo, esta noche. Voy a dejar el colegio. Floro tiene razón: me hacen llevar a misa a las alumnas.

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