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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

El invierno en Lisboa (12 page)

BOOK: El invierno en Lisboa
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Al bajar del taxi vio una sola luz encendida en lo más alto de la fachada oscura. Alguien estaba en la ventana y se apartó de ella cuando Biralbo quedó solo bajo las luces de la calle. Subió a saltos por una escalera interminable. Estaba jadeando y le temblaban las manos cuando pulsó el timbre de la puerta. Nadie le vino a abrir, tardó un poco en darse cuenta de que sólo estaba entornada. Llamando en voz baja a Lucrecia la empujó. Al fondo del pasillo brillaba una luz tras cristales opacos. Olía intensamente a humo de cigarro y a un perfume de mujer que no era de Lucrecia. Cuando Biralbo abrió la puerta de la habitación iluminada sonó como un disparo el timbre del teléfono. Estaba en el suelo, junto a la máquina de escribir, entre un desorden de libros y de papeles manchados por las huellas de unos zapatos muy grandes. Siguió sonando con una especie de obstinada crueldad mientras Biralbo examinaba el dormitorio vacío, todavía cálido y con la cama deshecha, el cuarto de baño, donde vio el albornoz azul de Lucrecia, la lívida cocina llena de vasos sin fregar. Volvió al comedor: durante un segundo creyó que el teléfono ya no seguiría sonando, se estremeció al oír un nuevo timbrazo más largo y más agudo. Al inclinarse para cogerlo advirtió que uno de aquellos papeles sucios de pisadas era una carta que él había escrito a Lucrecia. Oyó su voz. Le pareció que hablaba tapando con la mano el auricular.

—¿Por qué has tardado tanto?

—Vine en cuanto pude. ¿Dónde estás?

—¿Te ha visto alguien subir?

—Desde abajo me pareció que había alguien en la ventana.

—¿Estás seguro?

—Creo que sí. Hay papeles y libros por el suelo.

—Sal de ahí en seguida. Estarán vigilando.

—Dime qué ocurre, Lucrecia.

—Estoy en un sitio de la Parte Vieja. Hostal Cubana, junto a la plaza de la Trinidad.

—Iré ahora mismo.

—Da un rodeo. No te acerques mientras no estés seguro de que no te siguen.

Biralbo iba a preguntarle algo cuando ella colgó. Se quedó un instante oyendo absurdamente el pitido del teléfono. Miró la carta manchada de barro: tenía una fecha de octubre de dos años atrás. Con un tenue sentimiento de lealtad hacia sí mismo la guardó sin leerla y apagó la luz. Se asomó a la ventana: creyó que alguien se escondía en la sombra de un portal, que había visto la brasa de un cigarrillo. Los faros de un automóvil lo tranquilizaron: en el portal no había nadie. Cerró muy despacio la puerta y bajó las escaleras procurando que no sonaran sus pisadas. En el último rellano el rumor de una conversación lo detuvo. Sonó brevemente una música, como si alguien hubiera abierto y cerrado una puerta, y luego una risa de mujer. Inmóvil en la oscuridad Biralbo esperó a que volviera el silencio para seguir bajando. Con receloso alivio caminó hacia la franja de luz que venía de la calle, pálida y fría como la de la luna. Una sombra se interpuso súbitamente en ella. En un momento la sucia luz del portal aturdió a Biralbo: vio ante él, tan cerca que habría podido tocarlo, el rostro oscuro y sonriente de un hombre, vio unos ojos vacunos y una mano muy grande que se le tendía con lentitud extraña, oyó como desde muy lejos una voz que pronunciaba su nombre, «mi queguido Bigalbo», y cuando empujó aquel cuerpo con una violencia que a él mismo le sorprendió y echó a correr hacia la calle vio como en un relámpago una melena rubia y una mano que sostenía una pistola.

Le dolía el hombro: recordó la pesada sonoridad de un cuerpo que se derrumbaba y un obsceno juramento en francés. Corría buscando los callejones de la Parte Vieja: el viento salado y frío del mar le golpeó la cara y se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Oía resonar sus pasos en el pavimento mojado: el eco se los devolvía en las calles desiertas, o tal vez eran los pasos del hombre que estaba persiguiéndolo. Con desusada claridad vio en su imaginación la cara de Lucrecia. Le faltaba el aire y seguía corriendo, cruzó una plaza iluminada en la que había un palacio y un reloj, percibió el olor a tierra húmeda y a helechos de la ladera del monte Urgull, sintió que era invulnerable y que si no paraba de correr iba a perder el conocimiento, pasó junto a un zaguán del que salía una luz roja y una mujer que fumaba se lo quedó mirando. Como si emergiera de las aguas de un pozo se apoyó contra una pared con la boca muy abierta y los ojos cerrados, sintiendo en la espalda el frío de la piedra lisa. Abrió los ojos: lo cegaba la lluvia, tenía el pelo empapado. Estaba junto a la iglesia de Santa María del Mar. No vio a nadie en las calles que desembocaban frente a ella. Sobre su cabeza, más arriba de los campanarios y de los tejados, en la bruma amarilla y gris de la que descendía quietamente la lluvia, aleteaban gaviotas invisibles. Al fondo de las calles oscuras resplandecían los altos edificios de los bulevares como alumbrados por reflectores nocturnos. Biralbo tembló de fatiga y de frío y salió de la oscuridad, caminando muy cerca de las paredes, de los postigos de los bares cerrados. De vez en cuando se volvía: era como si esa noche únicamente él anduviera por una ciudad abandonada.

El Hostal Cubana era casi tan inmundo como su nombre prometía. Sus pasillos olían a sábanas ligeramente sudadas y a paredes húmedas, al aire encerrado de los armarios. Tras el mostrador de recepción un jorobado pedaleaba en una bicicleta estática. Con una toalla sucia se limpió el sudor de la cara mientras estudiaba con lento recelo a Biralbo.

—La señorita está esperándolo —le dijo—. Habitación veintiuno, al fondo del pasillo.

Se caló las gafas que le agrandaban los ojos y señaló una esquina turbia de penumbra. Biralbo observó un leve temblor en sus manos hinchadas, casi azules.

—Oiga. —El hombre lo llamó cuando él ya se internaba en el pasillo—. No crea que permitimos siempre estas cosas.

Tras las puertas cerradas se oían rumores de cuerpos y ronquidos de borrachos. La irrealidad se había adueñado otra vez de Biralbo: cuando llamó con los nudillos a la habitación número veintiuno dudó que verdaderamente fuera a abrirle Lucrecia. Dio tres cautelosos golpes, como si obedeciera una contraseña. Al principio nada sucedió: pensó que también esta vez empujaría la puerta y no habría nadie al otro lado: que se había perdido, que nunca iba a encontrar a Lucrecia.

Oyó los muelles de una cama, pasos de pies descalzos sobre baldosas desiguales: muy cerca alguien tosía y era descorrido un cerrojo. Olió otra vez a sudor antiguo y a paredes húmedas y no supo vincular esa sensación a la invulnerable delicia de estar mirando al cabo de tantos días los ojos pardos de Lucrecia. El pelo suelto, el pantalón oscuro y la ceñida camiseta malva la hacían parecer más delgada y más alta. Cerró la puerta, apoyándose en ella abrazó largamente a Biralbo sin soltar el revólver. El miedo o el frío la hacían temblar como si la conmoviera el deseo. Mirando la indecente pobreza de la cama y de la mesa de noche sobre la que había una lámpara de pantalla bordada Biralbo se acordó en un arrebato de lucidez y de piedad de los hoteles de lujo que ella había amado siempre. Es mentira, pensaba, no estamos aquí, Lucrecia no está abrazándome, no ha vuelto.

—¿Te han seguido? —Ni siquiera su rostro se parecía al de otro tiempo: los años o la soledad lo habían maltratado, tal vez ya no era hermoso, pero a quién le importaba, no a Biralbo.

—Salí corriendo. No me pudieron alcanzar.

—Dame un cigarrillo. No he fumado desde que me encerré aquí.

—Dime por qué te busca Toussaints Morton.

—¿Lo has visto?

—Lo tiré al suelo de un empujón. Pero antes ya había notado el perfume de su secretaria.


Poison
. Nunca usa otro. Se lo compra él.

Lucrecia se había tendido en la cama, temblaba aún, tragando ávidamente el humo del cigarrillo. En sus pies descalzos advirtió Biralbo con perpetua ternura las señales rojizas de los tacones que ella no estaba acostumbrada a usar. Inclinándose la besó levemente en los pómulos. Había huido, igual que él, tenía el pelo húmedo y las manos heladas.

Habló muy despacio, con los ojos cerrados, apretando a veces los labios para que Biralbo no oyera el ruido seco de los dientes cuando un largo escalofrío los hacía chocar entre sí. Entonces asía contra su pecho la mano de Biralbo, hincándole las pálidas uñas en los nudillos, como si temiera que él fuera a marcharse o que si la soltaba se hundiría en el miedo. Cuando temblaba perdía el curso de sus propias palabras, borradas por una exaltación muy semejante a la fiebre, se erguía en la cama, se quedaba inmóvil mientras él ponía un cigarrillo en sus labios, ya no rosados, como en otro tiempo, ásperos y resumidos en una doble línea de obstinación y soledad que se desvanecía a veces en la forma de su antigua sonrisa, la que Biralbo ya casi había olvidado, porque era así como le sonreía Lucrecia cuando estaba a punto de besarlo, tantos años atrás. Pensó que esa sonrisa no estaba destinada a él, que era como esos gestos infantiles que repetimos en sueños.

Por primera vez habló de su vida en Berlín: del frío, de la incertidumbre, de habitaciones alquiladas más sórdidas que el Hostal Cubana, de Malcolm, que por alguna razón que ella nunca supo había perdido la protección de sus antiguos jefes y el empleo en aquella dudosa revista de arte que nadie llegó a ver; dijo que después de varios meses en los que se vio obligada a cuidar niños y a limpiar oficinas y casas de indescifrables alemanes, Malcolm volvió un día con algo de dinero, sonriendo mucho, oliendo a alcohol, anunciándole que muy pronto terminaría su mala racha: una o dos semanas después se mudaron a otro apartamento y aparecieron Toussaints Morton y su secretaria, Daphne.

—Te juro que no sé de qué vivíamos —dijo Lucrecia—, pero no me importaba. Al menos ya no veía cucarachas corriendo por el fregadero cuando encendía la luz. Era como si Malcolm y Toussaints se conocieran de siempre, bromeaban mucho, reían a carcajadas, se encerraban con la secretaria para hablar de negocios, como ellos decían, se iban de viaje y tardaban una semana en volver, y entonces Malcolm me mostraba un fajo de dólares o de francos suizos y me decía: «Te lo prometí, Lucrecia, te prometí que tu marido haría algo grande…» De pronto Toussaints y Daphne desaparecieron. Malcolm se puso muy nervioso, tuvimos que dejar el apartamento y nos fuimos al norte de Italia, a Milán, para cambiar de aires, decía él…

—¿Los buscaba la policía?

—Volvimos a los cuartos con cucarachas. Malcolm se pasaba el día tendido en la cama y maldecía a Toussaints Morton, juraba que iba a acordarse de él si lograba atraparlo. Un día recogió una carta en la lista de correos. Llegó con una botella de champaña y me dijo que volvíamos a Berlín. Eso fue en octubre del año pasado. Toussaints Morton era otra vez su mejor amigo, ni se acordaba ya de todas las injurias que había pensado decirle. De nuevo sacaba fajos de billetes del bolsillo de su pantalón, no le gustaban los cheques ni las cuentas bancarias, antes de acostarse contaba el dinero y lo dejaba luego en el cajón de la mesa de noche poniéndole encima el revólver…

Lucrecia se detuvo; durante unos segundos Biralbo sólo escuchó el ruido discontinuo de su respiración, notando el brusco estremecimiento del pecho bajo su mano extendida. Mordiéndose los labios Lucrecia intentaba contener un escalofrío tan intenso como las convulsiones de la fiebre. Volvió los ojos hacia la mesa de noche, hacia el revólver que brillaba bajo la breve luz de la lámpara. Luego miró a Biralbo con la expresión de lejanía y de gratitud con que mira un enfermo a quien ha ido a visitarlo.

—Casi todos los días Toussaints y Daphne iban a comer con nosotros. Llevaban vinos muy caros, caviar, falso, supongo, salmón ahumado, cosas así. Toussaints se ataba la servilleta al cuello y proponía siempre brindis, decía que nosotros cuatro éramos una gran familia… Los domingos, si hacía buen tiempo, íbamos todos al campo, a Malcolm y a Toussaints les hacía felices levantarse temprano para preparar la comida, cargaban el maletero del coche de cestas con manteles y cajas de botellas, pero antes de salir ya estaban borrachos, por lo menos Malcolm, yo creo que el otro no se emborrachaba nunca, aunque hablara y se riera tanto, parecía que estuvieran siempre fingiendo que éramos como esos matrimonios muy unidos, y a Daphne le daba igual, sonreía, me hablaba muy poco, me vigilaba siempre, no se fiaba de mí, pero disimulaba, con ese aire que tenía como de estar mirando la televisión y de aburrirse mucho, a veces hasta sacaba agujas y un ovillo de lana y se ponía a tejer… Ellos estaban aparte, bebiendo, partiendo la leña para el fuego, gastándose bromas que les hacían mucha gracia a los dos, contando chistes sucios en voz baja, para que no los oyéramos. En Navidad vinieron diciendo que habían alquilado una cabaña junto a un lago, en un bosque, iríamos a pasar allí la Nochevieja, una fiesta íntima, con unos pocos invitados, pero al final sólo apareció uno, le llamaban el Portugués, pero parecía belga o alemán, muy alto, con tatuajes en los brazos, un borracho de cerveza, cuando terminaba una lata la estrujaba entre los dedos y la tiraba a cualquier parte. Me acuerdo de que aquel día, el treinta y uno por la mañana, él había estado bebiendo y se acercó a Daphne, yo creo que la tocó, y entonces ella, que hacía punto, empuñó una aguja y se la puso en el cuello, él se quedó quieto y muy pálido y se marchó de la habitación y ya no volvió a mirarnos a Daphne ni a mí, sólo nos miró después, por la noche, cuando Toussaints lo estaba estrangulando en el mismo sofá donde se tendía para beber cerveza, todavía recuerdo lo grandes que se le pusieron los ojos, y la cara morada y azul, y las manos… Malcolm me había dicho que iban a hacer con el Portugués el mayor negocio de sus vidas, ganarían tanto dinero que después de aquello todos nosotros podríamos retiramos a la Riviera, algo relacionado con un cuadro, estuvieron toda la mañana paseando los tres por la orilla del lago, aunque nevaba mucho, yo los veía pararse de vez en cuando y gesticular como si discutieran, luego se encerraron en otra habitación mientras Daphne y yo preparábamos la comida, gritaban, pero yo no podía entenderlos, porque Daphne subió el volumen de la radio. Salieron muy tarde, la comida ya estaba fría, y no hablaron nada, estaban muy serios los tres, Toussaints miraba de vez en cuando a Daphne, de soslayo, y le sonreía, le hacía señas, miraba a Malcolm sin decir nada, y el Portugués mientras tanto comía haciendo mucho ruido y no hablaba con nadie, iba en camiseta, a pesar del frío, tenía aspecto de haber sido atleta o algo parecido antes de volverse alcohólico, entonces le vi aquellos tatuajes en los brazos y pensé que habría sido legionario en Indochina o en África, porque tenía la piel muy quemada por el sol. Afuera estaba nevando mucho y ya anochecía, había un silencio muy raro, un silencio de nieve, y yo notaba que iba a ocurrir algo y me ardía la cara, había bebido mucho vino, así que me puse el chaquetón y salí, anduve un rato por el bosque, hacia el lago, pero de pronto parecía que estuviera muy lejos y que fuera a perderme, me hundía en la nieve sin poder avanzar y los pies se me estaban helando, ya era de noche, volví a la cabaña guiándome por la luz de la ventana, y cuando me acerqué a ella vi lo que hacían con el Portugués, estaba enfrente de mí, mirándome, al otro lado del cristal, pero el silencio hacía que todo pareciera muy lejano, o que fuera mentira, uno de esos simulacros que le gustan a Toussaints, como si jugaran a estrangular a alguien, pero era cierto, el Portugués tenía la cara azul y sus ojos me miraban, Toussaints estaba detrás de él, en pie, inclinado sobre su hombro, como diciéndole algo al oído, y Malcolm le retorcía un brazo a la espalda y con la otra mano le hincaba su pistola en el centro del pecho, hundiéndola en la camiseta blanca, y en el cuello del Portugués se señalaban las venas y lo ceñía una cosa muy fina que brillaba, un hilo de nilón, me acordé de que algunas veces yo lo había visto en las manos de Toussaints, que jugaba con él enredándoselo entre los dedos, igual que cuando se limpia las uñas con ese mondadientes tan largo… Daphne también estaba allí, pero me daba la espalda, tan quieta como cuanto tejía o miraba la televisión, y el Portugués pataleaba un poco, eran más bien espasmos, recuerdo que llevaba un pantalón vaquero y botas militares, pero yo no oía sus golpes en el suelo de madera, y la nieve me cegaba los ojos, entonces Toussaints y Malcolm me miraron, yo no me moví, Daphne también se volvió hacia la ventana, y los ojos del Portugués seguían fijos en mí, pero ya no me veía, le temblaban un poco las piernas, luego dejaron de moverse y Malcolm le quitó la pistola del pecho, y el Portugués aún me miraba…

BOOK: El invierno en Lisboa
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