Muria se lo queda mirando con cara escéptica.
—¿Y no se daría cuenta, por ejemplo, si se intentara sentar con la espalda apoyada en la pared? —dice.
—Ésa no es la cuestión —Lao niega con la cabeza.
—¿No?
—No. La cuestión es que cuando por fin conseguimos ser libres, no somos conscientes de que lo somos. Por la venda que nos tapa los ojos.
Muria baja los botines de la mesa y se pone a tamborilear con los dedos en su superficie.
—No lo sigo —dice.
—Estoy hablándole de nuestra unidad. —Lao cierra el maletín—. Mire. Estamos fuera de protocolo. Pero seguimos rellenando informes y pensando en las cosas tal como son dentro del protocolo. Y entretanto podríamos estar usando nuestra libertad. Tenemos los recursos del Servicio, pero sin sus limitaciones. Fíjese.
Lao coge el taco de los impresos de informes de actividades semanales y lo deja caer dentro de la papelera.
—¿Qué le parece? —dice.
—Me parece que como entre alguien y lo vea, se le va a caer el pelo.
—Ah, pero
ésa
es la cuestión, ¿no le parece? ¿Cuándo fue la última vez que vio entrar usted a alguien aquí?
Muria frunce el ceño.
—Por las noches vienen y vacían los ceniceros y friegan el suelo —continúa Lao—. Y por las mañanas traen el correo. Pero aparte de eso, en esta sala no entra nadie. No ha entrado nadie desde que llegamos.
A través de los ventanales del despacho no termina de verse con claridad si está lloviendo o no. Bajo el cielo encapotado, la atmósfera tiene esa cualidad opaca que puede provocar la impresión equívoca de que está lloviendo. El ventanal debe de ser doble porque no llega ni un solo sonido del tráfico.
—¿Pero eso qué quiere decir? —Muria mira a su alrededor con desconfianza—. ¿Qué está pasando aquí?
Lao asiente ligeramente con la cabeza, como para aprobar la pertinencia de la pregunta.
—Pasa que no hay paredes —dice—. Que se han llevado las paredes de la celda. Mire esto.
Lao le ofrece a Muria el expediente que ha sacado del maletín. Muria lo abre, se lo queda mirando con el ceño fruncido y por fin levanta la vista hacia Lao.
—Es un expediente clasificado de nivel 1 —dice—. Yo no tengo rango para verlo.
—Aquí dentro sí. Confíe en mí.
Muria vuelve a bajar la vista hacia el expediente. La forma en que lo mira hace pensar en campesinos analfabetos que miran documentos que un abogado de la ciudad les está pidiendo que firmen. En alcohólicos rehabilitados que miran una botella que ellos mismos escondieron hace años y de la que se habían olvidado. Al cabo de un momento, sin embargo, ya está enfrascado en su lectura. Se pone a pasar páginas, cada vez más deprisa. Vuelve a levantar la vista.
—¿Tres infiltrados? Esto no viene de Barcelona. —Un matiz de asombro genuino traspasa la corteza de su escepticismo—. Esto es una operación enorme. Nacional.
—Internacional —lo corrige Lao.
—Pero no lo entiendo. —Muria se saca el paquete de Rex que lleva en el bolsillo de la camisa y se pone un cigarrillo en los labios. Se lo enciende con los ojos guiñados—. ¿Por qué nos han asignado esto a
nosotros?
Somos escoria. ¿Y por qué estamos recuperando a Dorcas? ¿No deberíamos estar con los infiltrados en activo? ¿Y qué está pasando con Barbosa? Si se ha caído del sindicato, habría que sacarlo de ahí, ¿no?
—Al contrario. Barbosa se está acercando al lugar donde queremos que esté.
—A mí no me lo parece.
—Porque no está leyendo usted en el sitio correcto. —Lao señala con la cabeza el expediente de la Operación Cólera—. Ésa no es nuestra operación.
—¿No?
—No. Ésa era nuestra operación cuando todavía había paredes. Ahora que no tenemos paredes, necesitamos una operación nueva.
Lao saca una foto de entre los papeles de su escritorio y se la muestra a Muria. La famosa foto del Meteorito de Sallent recién estrellado, en llamas. A continuación echa su silla hacia atrás y se levanta para ir hasta el tablón de corcho de la pared. Coloca la foto en el centro y la sujeta con chinchetas.
—He pensado en bautizarla Operación Meteorito —dice Lao—. ¿Qué le parece?
—¿Qué me parece? —Muria da una calada a su Rex—. Me parece que los que dicen que está usted chiflado se quedan cortos.
Sus palabras se contradicen con el brillo de sus ojos. Sosteniendo el expediente muy pegado al cuerpo, Muria se pone de pie. Da la vuelta a su mesa y vuelve a abrir el expediente. Se pone a leerlo, sin rastro de su temor de antes. Al cabo de un momento la brasa de su cigarrillo olvidado se le empieza a acercar peligrosamente a los dedos.
—«Se constituirá una Unidad de Apoyo Especial para suplementar las estrategias y protocolos de las unidades operativas empleadas en la presente operación.» —Levanta la vista hacia Lao—. «La unidad recién constituida responderá únicamente ante el delegado regional y queda desde el momento de su constitución exenta de todos los protocolos de información y cooperación entre unidades operativas.» Joder. «La naturaleza de las operaciones de apoyo especial desempeñadas por la nueva unidad quedará a discreción exclusiva del delegado regional y sus instancias superiores. Bla bla bla. La constitución de la Unidad de Apoyo Especial queda excluida de todos los boletines informativos internos del SECED. Sus operaciones no constarán en los resúmenes semanales interdepartamentales ni en los resúmenes semestrales. La Unidad de Apoyo Especial no contará con expediente propio en la Sección de Archivos ni tampoco en los Archivos de Referencias Cruzadas del Área de Inteligencia Interior.» Esto es muy fuerte. —Sigue pasando páginas y por fin levanta la vista—. No pone en ninguna parte qué es lo que hacemos.
—No.
—¿Pero a qué viene tanto misterio? —Se sacude con gesto distraído la brasa del cigarrillo que le acaba de llegar a los dedos—. No estamos haciendo nada tan importante, ¿no? De hecho, yo no entiendo muy bien lo que estamos haciendo.
Lao no dice nada.
—Vale, puede que sea muy importante —continúa Muria—. Pero si no presentamos informes semanales es como si no estuviéramos haciendo nada. Nos tienen aquí olvidados. —Se encoge de hombros—. Bueno, ya lo estábamos antes, pero ahora nos han juntado. Y en todo caso, esto es el
Servicio Secreto.
¿Para qué hacer una unidad todavía más secreta? Si de todas maneras, nadie se va a enterar nunca de lo que hagamos.
—Puede que el delegado regional tenga enemigos en la sede central, o en el Gobierno —dice Lao—. Puede que quiera algo que no está en ese expediente. Esto funciona en las dos direcciones: nosotros tampoco sabemos lo que está pasando fuera de esa puerta.
Muria aplasta la colilla del cigarrillo en su cenicero. Mira a Lao a través de una bocanada de humo.
—Creo que me voy a pedir la baja yo también —dice por fin.
—Ya veo —dice Lao—. ¿A menos que…?
Muria apoya el trasero sobre su mesa. Se cruza de brazos.
—A menos que me cuente usted qué estamos haciendo —dice—. Por qué hemos vuelto a captar al tarado de Dorcas. Qué queremos de él. Y qué está pasando con el tal Barbosa.
Lao se lo queda mirando un momento. En su fisionomía no hay señal alguna de contrariedad ni de extrañeza por la actitud recalcitrante de su subordinado. En ese sentido da la impresión de que Lao y Muria se complementan perfectamente, porque por parte de Muria tampoco hay señal alguna de interés ni preocupación por la posible contrariedad de su jefe. A decir verdad, ninguno de los dos da ninguna muestra de ese reconocimiento implícito de la humanidad ajena que constituye el fundamento esencial de todo intercambio humano. Es un efecto sutil, pero está ahí. En el profundo desinterés mutuo que exudan sus miradas.
—Siéntese, señor Muria —dice por fin Lao.
El escenario de la cita de Teo Barbosa no contiene ningún elemento que remita directamente a ninguna catástrofe, y sin embargo lo que evoca en la mente es precisamente
la idea misma
de catástrofe, despojada de elementos concretos. Catástrofes despobladoras. Cataclismos naturales o guerras. Y sin embargo, en el lugar donde ahora Barbosa se detiene para encender un cigarrillo jamás pasó ninguna clase de catástrofe. Jamás pasó nada, hablando estrictamente. Una gigantesca playa de maniobras ferroviarias situada justo al norte de la estación del Clot, medio kilómetro de vías muertas orientadas a las torres de viviendas de protección oficial de la Verneda y el Buen Pastor. Convoyes de mercancías abandonados a los elementos. Tractores de maniobras herrumbrosos. Vagonetas sobre las cuales ha crecido la hierba. Furgonetas de gitanos con las portezuelas traseras abiertas y sus ocupantes cocinando en fogones de acampada. Perros. Docenas de perros. La playa de maniobras como ciudadela. Como mundo amurallado, hundido a una docena de metros por debajo del nivel de la calle, antiguamente conectado con la red ferroviaria por una batería de túneles ya abandonados. Con su propia sociedad y su propia geografía de basura.
Barbosa sacude la cerilla para apagarla y la tira al suelo. Luego echa a andar, consciente de la presencia de los moradores de la playa de maniobras. Siluetas en la oscuridad. Las lluvias de las últimas semanas han inundado secciones enteras de la playa. Las brigadas de limpieza que se han pasado el último mes quitando cenizas y descontaminando la ciudad no han venido a este lugar por la sencilla razón de que este lugar no existe. Posiblemente ésa sea la fuente de la sensación de catástrofe.
Durante el medio kilómetro que va de las bocas de los túneles al final de la playa, las vías pasan por debajo de media docena de puentes de hormigón que canalizan un tráfico discontinuo hacia el norte, en dirección a la avenida Meridiana. Camiones de mercancías. Camiones que aparcan en el lateral de los puentes para usar los servicios de las prostitutas. Las arcadas de los puentes forman cavernas de hormigón donde resplandecen las hogueras. Barbosa camina con la vista clavada en el suelo. Las manos en los bolsillos de la parka. Los zapatos chapoteando en las vías encharcadas.
No lleva ni diez minutos en el lugar de la cita cuando empieza a percibir movimientos que no le dan la impresión de pertenecer a las derivas propias de los moradores de la playa de maniobras. Un repicar de pasos sobre el tejado metálico de un vagón. Un silbido que hace que una figura eche a andar en lo alto de la muralla de hormigón. Barbosa pasa frente a la furgoneta de un grupo de gitanos que dejan de cantar un momento para mirarlo mientras pasa y enseguida arrancan a palmear otra vez. Una mujer lo chista desde las sombras de un puente. Un momento más tarde Barbosa ve que hay alguien bajando por la escalerilla de mano de una de las paredes de hormigón de la playa de vías. Barbosa sigue andando. Mirando los charcos del suelo. La siguiente vez que levanta la cabeza, tiene a alguien caminando al lado.
—No me mires —dice la figura—. Sigue andando así, sin mirarme.
Barbosa obedece.
—¿Lo has traído todo? —dice el acompañante invisible.
Barbosa se saca una bolsa de plástico del bolsillo de la parka. Se la da al hombre. Los dos se detienen para que el hombre pueda examinar el contenido de la bolsa. El DNI de Barbosa. Su cartilla bancaria. Carnet universitario. Carnet de biblioteca. Carnet de militancia en el SEDA. Tarjetas de afiliación a media docena de organizaciones políticas más. Permiso de conducir motocicletas. El hombre lo devuelve todo a la bolsa y se lo guarda.
—¿Es todo? —dice—. ¿Seguro?
Barbosa asiente con la cabeza. En algún momento se les ha unido una tercera figura a la que Barbosa reconoce sin necesidad de verla más que por el rabillo del ojo.
—Camarada Blanco —le dice a modo de saludo—. Volvemos a vernos.
—Ten cuidado, camarada —le avisa el otro.
—Sigamos andando —dice el primer hombre.
Los tres hombres caminan por las vías medio inundadas.
—¿Me vais a dar documentación nueva? —pregunta Barbosa—. ¿Una identidad nueva?
—Te daremos lo que nos parezca y cuando nos parezca.
—¿Por lo menos puedo saber adónde voy a ir? —dice Barbosa.
—¿Qué te has creído, que te vas de vacaciones? —dice Blanco.
—Vas a ir al otro lado —dice el otro hombre—. No te hace falta saber más, de momento.
Empieza a atardecer y la visibilidad decrece en la playa de maniobras.
—Escúchame bien, camarada —dice Blanco—. Cuando vuelvas a tu casa, no hagas las maletas. No dejes que nadie te vea hacer equipaje de ninguna clase. Actúa normal. Mira la tele. Vete a dormir a la hora de siempre. Por la mañana, sal de casa a la hora de siempre y cierra con llave igual que lo harías un día normal.
—¿No puedo llevar nada? —dice Barbosa.
—¿Qué quieres llevar? Nosotros te daremos lo que necesites.
—Nosotros te daremos todo —dice el otro hombre.
—Si quieres llevarte alguna fotografía o un recuerdo personal, lo llevas en el bolsillo.
—En el bolsillo —repite Barbosa—. Intentaré acordarme.
Blanco se detiene y le pasa un papel a Barbosa.
—Lee esto —le dice.
Barbosa desdobla el papel y lo lee a la luz del encendedor. La noche ya ha empezado a descender sobre la playa de maniobras. No hay más luz que la que viene de las farolas de los puentes.
—Coge el tren hasta esa estación y después sigue las indicaciones que hay en el papel —dice el hombre que no es Blanco—. Lo último es el nombre de una estación de servicio. Te recogeremos
delante
de la estación de servicio. En la carretera.
—Dentro del maletero, supongo —dice Barbosa.
Blanco se vuelve a parar. Aunque hay poca luz para ver la expresión de su cara, no cuesta ver la impaciencia en su gesto.
—Quema el papel —le ordena el otro hombre.
Barbosa obedece. Cuando la llama del encendedor ha consumido todo el papel menos la esquina que él está sosteniendo, lo deja caer al suelo y lo pisotea.
—¿Tienes familia? —dice Blanco.
—No.
—
¿Nadie?
—Nadie. Padre y madre muertos. Soy hijo único. Todo el mundo me dice que se me nota.
—¿Amigos? ¿Novias?
—Me deshice de mi novia hace diez días. No me buscará, está claro. Amigos no tengo. Hay gente con la que bebo a veces, pero ningún amigo que se vaya a fijar en que ya no estoy.
—¿Hay alguien más? ¿Alguien cercano?
Barbosa niega con la cabeza. Blanco tira la colilla de su cigarrillo.