Read El jardín de los tilos Online

Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (14 page)

BOOK: El jardín de los tilos
2.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando se encontró en Barcelona, entre visita y visita a la Casa de Maternidad de la Madre Teresa, localizó la dirección en la que residían los amancebados, lo que poco le costó pues se trataba de una calle céntrica, no lejos de la Diagonal, y se presentó a la hora del mediodía, ya que suponía que los encontraría a ambos, como así fue. Se presentó en nombre de la madre y, cuando les contó lo muy enferma que se encontraba —todavía no había muerto— y cuánto echaba de menos a su única hija, a Victoria se le saltaban las lágrimas, y miraba suplicante al hombre como pidiéndole permiso para ir a verla, quizá para atenderla en sus últimos momentos, pero este se mostraba altanero y decía que ya irían. Rafaela apreció que no pensaba hacer tal, del mismo modo que mintió cuando a su requerimiento dijo que su intención era casarse con Victoria «cuando arreglara unos asuntos». Asuntos difíciles de arreglar, ya que estaba casado y era padre de varios hijos. De esto se enteró Rafaela al otro día, cuando volvió a una hora en la que calculó que la joven estaría sola en la casa y se la encontró desalentada y desconcertada. El hombre la trataba bien y, sobre todo, le hacía ver que cada mes le mandaba mil reales a su madre, para que atendiese a los gastos de su enfermedad, y que gracias a esa generosidad podía seguir con vida. ¿Quería privar a su madre de esa ayuda, abandonándole?

Rafaela, con paciencia, le hizo ver que nada bueno podía esperar de ese hombre, y que el dinero no iba a parar a manos de la madre, sino a las de su falso padrastro, con el que se había concertado aquel miserable, que lo que sentía por ella no era amor, sino una pasión enfermiza que cualquier día desaparecería y se encontraría en la calle. Todas estas cosas las decía con tal amor y convencimiento que era difícil resistirse a sus palabras, y consiguió que Victoria hiciera su equipaje, no sin antes advertirla de que no incluyera en él los regalos que le hubiera hecho su amante, sino que solo metiera lo que trajera consigo cuando fue secuestrada, que era tan poca cosa que cabía en un atado.

Se la llevó consigo a la casa de una muy amiga suya, Magdalena Borrás, viuda de Taltavull, a la que siempre visitaba cuando viajaba a Barcelona y que tenía en mucho a Rafaela.

Al hombre, que era de mala condición y tenía contactos con los bajos fondos de Barcelona, poco le costó hacerse con esta dirección, y comenzó a esperar a Rafaela en la calle, pidiéndole cuentas de lo que había hecho y exigiéndole la devolución de la joven, que decía que le pertenecía por muchos motivos, y volvía a invocar las quinientas pesetas que pagaba por ella cada mes, a lo que Rafaela, muy entera, le replicaba que ya no vivían en tiempos de esclavitud en los que se pudiera comprar a las personas. En su frenesí, uno de los días le mostró un revólver y la amenazó que o le devolvía a la joven o le pegaba dos tiros, y Rafaela, muy firme, le contestó:

—Si es usted capaz de matar a una mujer, ciego por su pasión, me confirmo que de ningún modo le conviene a Victoria convivir con usted, ya que lo mismo que ha abandonado a su mujer acabará abandonándola a ella, eso si no le pega dos tiros.

El hombre juró matarla y en los días siguientes merodeó por los alrededores de la casa de la viuda Taltavull, que era una torre situada al pie del Tibidabo, con altas tapias y criados que la guardaban, los cuales estaban sobre aviso de lo que sucedía y no le consintieron acercarse a la casa.

Rafaela acostumbraba a ir a misa cada día a un convento de unas monjas de clausura, próximo a la torre, siempre por el mismo camino, pero en víspera inmediata de dar por terminadas sus gestiones en Barcelona y disponerse a regresar a Bilbao, el hombre, dispuesto a cumplir su amenaza, la esperaba revólver en mano por donde había de pasar. Pero ese día la viuda Taltavull decidió acompañarla a la misa y le propuso un atajo que ella conocía para llegar antes, lo que advirtió el hombre, y cuando ya las mujeres estaban a la puerta del monasterio, las disparó varias veces aunque no las alcanzó, y les dio tiempo a refugiarse en el convento. Allí advirtieron a las monjas de lo que sucedía, las cuales tuvieron la ocurrencia de tocar las campanas a arrebato, y aunque el lugar no estaba muy concurrido fue suficiente para que se reunieran unos cuantos payeses porque las campanadas eran como cuando había fuego.

Rafaela regresó a Bilbao en compañía de Victoria, que le dio no pocas satisfacciones. Reemprendió sus estudios en el colegio de las Adoratrices, y cuando los terminó se quedó como portera en el mismo colegio, alternando este trabajo con misiones o encargos que le hacía Rafaela, generalmente de tratar a jóvenes descarriadas para que abrieran sus ojos a la virtud y, según cuenta el padre Abad, «murió de edad avanzada en una casa religiosa con fama de virtud, nada vulgar y de trato con Dios más que de ordinario».

Estos incidentes, en los que le podía ir la vida, se los ocultaba a su marido, pero José acababa por enterarse —en esta ocasión, porque la viuda de Taltavull denunció al forajido y, por requisitoria, Rafaela tuvo que prestar declaración en Bilbao—, y le encarecía mucho a su mujer que no tomara tantos riesgos. «Rafaelita, Rafaelita, te necesito tanto que no me hago a la idea de perderte». A lo que esta le replicaba que su vida estaba en manos de Dios, quien, con la ayuda de su ángel de la guarda, determinaría el momento en el que convenía que dejara este mundo, que sería cuando estuviera preparada para ello. Y que todavía no lo estaba. Una de las veces, como si hubiera tenido una moción singular del Espíritu Santo —que sin duda, aunque las ocultaba, las tenía—, le dijo con acento dolorido: «Ten la seguridad, Pepe, de que yo no te voy a faltar, y que Dios te quiere consigo antes que a mí». José, que hacía muchos años que estaba convencido de la santidad de su mujer, le replicó: «Si tú lo dices, Rafaelita, me dejas más tranquilo. O tranquilo del todo».

Rafaela no olvidaba que uno de sus votos era de obediencia, en primer lugar a su marido, y en este punto tenía que obedecerle y procurar no poner su vida en riesgo, pero resultaba inevitable el peligro teniendo que hacer frente a rufianes, alcahuetas, curanderas y demás gentes de mal vivir. A partir de los cuarenta años puso como lema de su vida el no tomar más riesgo del necesario, y cuando lo sobrepasaba se acusaba en la confesión de temeridad y don Leonardo la reprendía por faltar a la obediencia a su marido, y por abusar de la confianza en Dios pensando que había de sacarla de todos los peligros. ¿No había en todo ello un punto de orgullo?

Con la ayuda de la Diputación Provincial de Vizcaya lograron poner en marcha la Casa de Maternidad procurando arreglarse en todo a la de Barcelona, y siendo incluso más rigurosas en mantener el anonimato de las acogidas, disponiendo para mayor reserva que las jóvenes ingresaran al atardecer y no a plena luz del día.

Se inauguró la Casa en enero de 1891, con solo trece camas, pero contando con una hermosa huerta que, además de ayudar a la sustentación de las acogidas, les servía de desahogo en tantos meses como tenían que estar recogidas allí.

Las negociaciones con la Diputación fueron muy laboriosas y demoraron mucho la puesta en funcionamiento de la Casa, ya que la Diputación quería tener algún control sobre las muchachas que debían ser acogidas, a lo que se negaba Rafaela, que consiguió que todo lo relativo a esa acogida, así como a su instrucción religiosa y moral, dependiera de la Junta de Obras de Celo y que la institución solo cuidara de los aspectos administrativos y económicos. No obstante, la Diputación se demoraba en sus pagos y no era extraño que Rafaela tuviera que recurrir a donde siempre: a la generosidad de su marido, quien bromeaba con su mujer, a la que le decía: «Hijos de la carne me has dado solo siete, pero de los otros no alcanzo, ya, a contarlos». Hablaba así porque Rafaela le razonaba: «Si a mí esas pobres muchachas me tienen por su madre, injustamente, con más motivo tú mereces ser su padre».

Al frente de la Casa de Maternidad puso a una religiosa con mucha experiencia, sor Manuela, quien pasados los años declaró que era tanta la entrega de Rafaela, y la dedicación a las acogidas, «que las muchachas la veneraban como a santa y la querían como a madre».

A pesar de ello, esta Casa no satisfizo del todo a Rafaela; no le agradaba tener que depender de la Diputación Provincial, y se propuso que las obras que acometiera en el futuro fueran independientes de cualquier organismo público y solo dependieran de la caridad de las personas que contribuyeran a su erección.

10

RAFAELA, HUMILLADA POR SU PADRE

Después de varios años de trabajo apostólico, Rafaela ya barruntaba lo que quería que fuera su obra, como la nombraba
in mente
, que no era otra que buscar un refugio para las jóvenes que habían vivido desgraciadamente y que, después de arrepentidas y purificadas de su vida pasada, al volver a salir al mundo se sentían abandonadas completamente, pues nadie las recibía ni prestaba auxilio cuando conocían su procedencia. Se dolía Rafaela de que la misma sociedad que las había puesto en trance de pecar, luego las rechazaba.

Ardía en deseos de buscar esa solución, pero no por eso dejaba de atender lo que entendía que era su principal obligación, su familia, fundamentalmente por aquellos años su hijo Pepín, siempre luchando por mejorarle en lo posible su declarada parálisis infantil.

Por otra parte, en tiempos de convulsión obrera, su marido se mostraba muy preocupado de que esa marea no alcanzara a los Altos Hornos que presidía, y todas las medidas que tomaba para mejorar a la clase obrera las consultaba con Rafaela, quien antes de darle su opinión lo meditaba ante el sagrario. Uno de esos derechos que les concedió don José a sus trabajadores fue el de asociación, así como la reducción de la jornada en los días festivos, y, pasados los años, a principios del siglo
XX
, hubo una huelga muy importante, ya fallecido don José, en la que los representantes obreros reclamaron «que se volviera al horario de la época del marido de doña Rafaela y que se siguiera respetando el derecho de asociación obrera».

Un caso notable fue el del obrero Dionisio Arteagabeitia, ya que fue la primera vez, quizá la única, que un problema singular, no laboral, de un trabajador figuró tratado y resuelto en el consejo de administración de los Altos Hornos.

El problema consistió en que había sido mordido por un perro rabioso y los médicos vizcaínos no acertaban con el remedio para atajar el mal, lo que llegó a oídos de don José, quien comentó con Rafaela su preocupación ya que se trataba de un obrero de los más antiguos, siempre muy fiel a la casa. Y Rafaela, que por sus diversos viajes a Francia, siempre en busca de soluciones para la enfermedad de Pepín, conocía los avances de la medicina francesa, le espetó:

—¿Por qué no lo mandáis al Instituto Pasteur, de París, que es el más versado en esa clase de males?

José se quedó desconcertado con esta salida. Estas medidas, en aquel siglo, se tomaban con los hijos o seres queridos muy próximos, pero era inimaginable que se hiciera con un obrero, por muy apreciado que fuera. Dentro de su desconcierto, todo lo que viniera de Rafaelita el hombre no lo desechaba sin considerarlo; le objetó que él era el presidente de la sociedad, pero no su único dueño, y que una decisión de esa naturaleza tropezaría con la oposición de los otros socios, a lo que Rafaela, con gran naturalidad, le replicó:

—Pues llévalo al consejo de administración y que lo resuelvan en conciencia.

A continuación le razonó por extenso cómo todos éramos hijos de Dios, y hermanos en Jesucristo, y que, por tanto, con esos ojos había que mirar a Dionisio Arteagabeitia, y que si su vida corría peligro por culpa de una enfermedad tan terrible como era la rabia, en la que podía acabar muriéndose echando espumarajos por la boca, el no poner remedio, por extraordinario que fuera, podía representar un grave caso de conciencia.

Como siempre, convenció a don José, que le dijo:

—Está bien. Mañana tenemos consejillo, que coincide con el consejo de administración, y lo propondré. Pero tú reza.

—Descuida, rezaré.

El acuerdo que figura en el acta del consejo dice literalmente: «Que se aprueba que el trabajador Dionisio Arteagabeitia, para su mejor y pronta curación, se estima oportuno dirigirle al establecimiento especial del célebre M. Pasteur, pagándole los gastos y entregándole a cuenta ciento cincuenta pesetas».

Otra de las preocupaciones de Rafaela era que, embargada como estaba por las jóvenes que, o bien habían caído en la prostitución, o estaban en trance de caer, fuera a olvidarse de otras necesidades que se cruzaran en su camino, quizá no tan ostensibles, pero no menos graves, como fue el caso de un padre de familia, cuyo nombre no consta, que atracó a un criado de La Cava.

Era un criado de los de más confianza de Rafaela, encargado de retirar de la sucursal de un banco que habían abierto en la zona de Deusto el dinero para los gastos ordinarios de la casa, que eran muchos, pues muchos eran los que residían en el palacete. Rafaela miraba el gasto, pero no quería imponer a su familia la pobreza a la que ella se había comprometido, y cuidaba de ser pobre para sí, pero que los demás disfrutaran, sin lujos, de lo que se correspondía a su posición social.

Cuando regresaba este criado con el dinero se lo mostraba a doña Rafaela, que disponía su distribución, y si algo tomaba para ella, lo apuntaba en una nota, por ejemplo, «para unas zapatillas, tres pesetas», nota que luego le enseñaba a don Leonardo, quien se la aprobaba o le hacía las indicaciones oportunas, generalmente reprendiéndola por ser en exceso comedida en sus gastos, sobre todo a partir de un incidente que ocurrió con ocasión de la inauguración de un horno en la fábrica de Nuestra Señora del Carmen, de Baracaldo.

Se trataba de un acto importante con asistencia de las autoridades locales y don José le había reservado una sorpresa a su esposa: el horno que se inauguraba llevaba una placa con el nombre de ella y, por eso, tenía especial interés en que Rafaela estuviera presente. Bastaba que se lo pidiera su marido, para que Rafaela asistiera, aun siendo cada vez más contraria a este tipo de actos sociales, entre otras razones porque le quitaban tiempo para las muchas obligaciones que tenía.

Se presentó a la hora señalada, modestamente vestida, ya que venía de una de sus visitas a la cárcel de la Galera, en las que siempre cuidaba de no hacer ostentación de sus ropas, y el portero, que era nuevo y no la conocía, no la dejó pasar, según consta en la
Positio
de su beatificación, «por considerarla persona de inferior condición social». Rafaela se encontraba en una de las épocas en las que más concienciada estaba sobre las injusticias que se cometían con los pobres, discriminándolos por su apariencia, e incluso cruzando de acera para no tropezarse con ellos, y tenía muy viva en su corazón la consideración en la carta del apóstol Santiago en la que se denunciaba que ya en los primeros siglos del cristianismo se hacía acepción de personas, y si en una reunión entraba un hombre con anillo de oro y espléndidos vestidos, se le hacía sentar en un lugar de honor, mientras que si entraba un pobre mal vestido, se le hacía quedarse de pie o, a lo más, sentarse en un taburete. Por eso ella, sin discutir la decisión del portero ni hacerle ver que se trataba de la esposa del presidente de la sociedad, se sentó en un banco de madera, saboreando la humillación a la que había sido sometida, considerando que eso a ella le podía ocurrir una sola vez, mientras que a los pobres les ocurría cada día.

BOOK: El jardín de los tilos
2.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Room Service by Vanessa Stark
Spy School by Stuart Gibbs
Shift - 02 by M. R. Merrick
Dead Men Talking by Christopher Berry-Dee
The Encounter by Kelly Kathleen
The Sixth Man by David Baldacci
Texas Haven by Kathleen Ball