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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (11 page)

BOOK: El jardín de los tilos
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—No tengas miedo, no te va a pasar nada, que aquí estoy yo para protegerte.

Decía estas cosas con total convencimiento, pues se había dado cuenta de que si aquel bar podía haber sido la perdición de Teresa Urratagoitia, también lo podía ser de aquella muchacha, todavía más joven que Teresa, y con un aire más cándido que el de la alocada mujer. Y estaba dispuesta a protegerla.

—¿Querías decirme algo, verdad, hija?

A continuación la hizo subir al coche y mientras la animaba a hablar, conforme a su costumbre, comenzó a acariciarle las manos.

—Quería decirle, señora —balbuceó la joven—, que Teresa no es mala. Antes no era así, pero desde que le han quitado a la niña se ha vuelto como loca, y es cuando ha comenzado a beber.

Rafaela la dejaba hablar y si la joven callaba ella guardaba silencio, y con la mirada y con gestos la animaba a seguir.

—Bueno, además de beber, tomó otras cosas y… —dudó antes de seguir—, porque en ese bar se toman cosas muy malas.

Rafaela supuso que serían alucinógenos o bebedizos de plantas malignas, que ya sabía que circulaban por los garitos de las Siete Calles. La joven estaba deseando terminar para volver al bar y que no se notara su ausencia, y se limitó a darle a Rafaela una explicación muy confusa de por qué y quién le había quitado la niña, refiriéndose a un marido que era peor que Teresa, pero que tenía unos padres que no querían que la niña se educase en aquel ambiente.

—Por favor, señora, ayuden a Teresa, me da mucha pena —concluyó la joven.

—La vamos a ayudar a ella y también a ti. No te conviene seguir en este antro. Te voy a dar una tarjeta con mi nombre y mi dirección… ¿Sabes leer?

—Sí, señora.

—Pues te vas a pasar por mi casa, el día que puedas, preferiblemente el miércoles por la tarde, y hablaremos. ¿Me lo prometes?

La joven, bajándose ya del coche, dudó si prometer, y Rafaela la amenazó.

—Si no vienes tú, mandaré a Gregorio a por ti. ¿Verdad, Gregorio, que estás dispuesto a venir a buscar a esta encantadora joven?

Gregorio, que seguía la escena con la puerta abierta del coche, asintió muy serio, y la joven terminó por prometer.

Antes de arrancar, Rafaela le comentó a su cochero:

—Esta vendrá. Es una buena chica. No hay más que ver cómo se preocupa por esa desgraciada de Teresa.

Antes de regresar a la cárcel, Rafaela volvió por La Cava para almorzar y coger ropa limpia, con el consiguiente forcejeo con Pepa, que le preguntaba para qué quería la ropa, y cuando se lo explicaba quería darle la más vieja, mientras que su señora la quería de su vestuario y lo más digna posible. Después del almuerzo se pasó por la botica, cuyo boticario le era muy devoto, y a quien le explicó los síntomas que presentaba una reclusa de Casa Galera para que determinase qué clase de calmante le convenía tomar. El hombre se lo pensó y se decidió por un compuesto de láudano como único remedio contra un posible síndrome de abstinencia.

Cuando a primeras horas de la tarde se presentó en Casa Galera, fue de las veces que luego pudo acusarse de vanidad, pues tenía la clara sensación de que estaba haciendo las cosas bien. No se había resignado a abandonar a aquella mujer a su suerte, había procurado informarse de su situación y de algo le serviría haberse enterado de lo de su hija, pues procuraría hacerla razonar sobre lo que más convenía a la niña, y estudiar si era posible recuperarla, y, sobre todo, confiaba mucho en la medicina que le había preparado su amigo el boticario en cuya composición intervenía el opio.

Cuando se esperaba un premio a tantas buenas acciones, la respuesta fue tremenda. Con un punto de orgullo —de esto también se acusaría en la confesión— les pidió a las celadoras que la dejasen sola con la reclusa, a lo que las funcionarias se resistieron y no la obedecieron del todo y se quedaron a prudencial distancia de la celda, en la que entró Rafaela. Al principio las cosas no fueron mal, pues la reclusa parecía escuchar las razones que le daba la señora sobre que así no podía seguir, que sabía bien cuánto estaba sufriendo, pues ella también era madre e imaginaba lo que tenía que doler que la privaran de un hijo, pero que debía cambiarse de ropa, para lo que ella le traía una que seguro que le iba a gustar, y, además, una medicina que mucho la iba a sosegar y hacerle ver las cosas de otra manera. Le apartó los pelos de la cara, acariciándosela, y aunque notó que la mirada seguía extraviada y mostraba un aire amenazador, siguió confiando en sus respectivos ángeles custodios y se atrevió a desatarle un brazo, y no le dio tiempo de soltarle el otro porque con la mano libre le golpeó el rostro, pero no con un golpe simbólico, sino con un tremendo puñetazo en medio de la mejilla izquierda que la hizo tambalearse y acabó cayendo al suelo.

El golpe le hizo perder el sombrero y, junto al dolor del puñetazo, la primera sensación fue la de que su prestigio estaba por los suelos. Incluso se le nubló un poco la vista, y oía, como en sueños, los gritos de las celadoras reduciendo a la reclusa, y ella no podía reaccionar, y en unos pocos minutos tuvo tiempo de considerar que aquello sí que era una verdadera humillación. Ella, con su fama de saber hacerse con todas las reclusas, por rebeldes que fueran, por los suelos. Pero fue de las veces que más claro tuvo las atenciones de las que le daba muestras el Señor, porque se encontró dándole gracias por concederle la oportunidad de unirse a los sufrimientos de Cristo, aunque fuera con una insignificancia, un golpe en la mejilla, que ni tan siquiera le había hecho sangrar, pues se la tocaba, se miraba la mano y no veía ni una gota de sangre.

Una de las celadoras la ayudó a levantarse, al tiempo que le decía, en tono de respetuoso reproche, que ya la habían advertido de que con aquella mujer no se podía, a lo que Rafaela asentía y se disculpaba y, por fin, se dirigió a la reclusa, que después del golpe, como si eso le hubiera producido una satisfacción, se mostraba más tranquila, y le dijo:

—Hija mía, no me has hecho daño, no me has ofendido. Cálmate, te sigo queriendo igual, o puede que un poco más.

Un poco más, pensaba, porque me has dado la oportunidad tan deseada de ser humillada en público.

Las celadoras querían tomar medidas urgentes. Después de lo sucedido estaba claro que aquella mujer no podía seguir allí y debían organizar su traslado inmediato al manicomio. Al mismo tiempo se interesaban por el golpe de doña Rafaela, con la mejilla enrojecida, con muestras de una ligera inflamación, y que convenía que la viera un médico, pero Rafaela fue terminante.

—Vamos a ocuparnos de ella en lugar de ocuparos de mí. No he hecho las cosas bien. Tenía que haber comenzado por darle la medicina.

Manteniéndose a prudencial distancia de la reclusa, le dijo:

—Solo te pido una cosa. Que tomes una medicina que te va a sentar muy bien. ¿Es mucho pedir?

La mujer guardó silencio y Rafaela sacó el frasco con láudano, llenó una cuchara que traía con ella, y le advirtió a Teresa Urratagoitia:

—Procura bebértela de un trago y que no se caiga ni una gota. Es una medicina muy cara.

Se creó una situación de tensión puesto que la mujer mantuvo la boca cerrada, y alguna de las celadoras comentó que no se la tomaría, porque era una bruja, pero por fin la abrió y Rafaela vertió con cuidado el contenido de la cuchara, y le dijo lo mismo que les decía a sus hijos cuando les hacía tomar una medicina amarga.

—Buena chica.

Rafaela encareció a las celadoras que tuvieran un poco de paciencia y que ella volvería dentro de un rato a ver los efectos del sedante. A las dos horas volvió y se la encontró dormida y dijo que la dejasen dormir, quizá toda la noche.

A la hora de la cena, Rafaela se puso un pañuelo de seda para disimular la contusión de la mejilla, que se había amoratado, pese a que Pepa le había puesto un trozo de carne cruda como remedio casero, pero José lo advirtió, aunque pensó que era un flemón de alguna muela infectada, cosa que le extrañó porque su mujer tenía una boca espléndida de la que presumía antes de que dejara de presumir de sus encantos personales.

—¿Tienes un flemón? —le preguntó.

Rafaela se echó a reír y acabó contándole lo sucedido. El comentario de José fue el de que no se podía tomar las cosas tan a pecho, y Rafaela le hizo una confesión.

—Pepe, cada vez son más las mujeres que dependen de mí, o, mejor dicho, de nosotros, y el peligro que corremos es que acaben siendo un número de un expediente. El expediente de Fulanita que tiene tal problema o tal otro, y que no veamos que detrás de cada expediente hay un alma. Esa alma ahora es la de Teresa Urratagoitia, que si la abandonamos a su suerte puede irse camino del infierno. Esa alma pertenece a una mujer muy desgraciada a la que le han arrebatado a su hija, ignoro si con razón o sin ella, y que se ha metido en el odioso alcohol, o algo peor todavía. ¿Lo comprendes?

—Sí, Rafaelita, pero igual las celadoras tienen razón y lo que le conviene es un tratamiento psiquiátrico.

—Pues si eso es lo que le conviene no me empeñaré yo en lo contrario, pero vamos a esperar un poco.

—De acuerdo, pero espera no poniéndote demasiado cerca de ella. ¿O es que quieres ofrecerle la otra mejilla? —bromeó José.

Al otro día se presentó Rafaela con el paquete de ropa, y las celadoras le dijeron que había pasado la noche más tranquila y que había accedido a tomar otra dosis de láudano. Rafaela se dirigió a ella con gran naturalidad para mostrarle la ropa que llevaba, y le dijo:

—Yo creo que te sentará bien. Estarás más guapa que ahora, que estás un poco sucia. ¿Quieres cambiarte de ropa?

La mujer guardó silencio, al principio con la cabeza baja, pero pronto la levantó para mirar con curiosidad los vestidos —se apreciaba que la ropa la atraía—, y terminó por hacer un gesto de asentimiento. Con ayuda de una celadora, Rafaela la lavó de arriba abajo, susurrándole frases animosas: «Ya verás qué a gusto te quedas con esta ropa limpia, o tendremos que lavarte también la cabeza, ¡qué pelo más precioso tienes!». Y aunque lo sabía, terminó por preguntarle: «¿Cómo te llamas?». «Teresa», musitó la mujer, y fue la primera palabra que pronunció ese día. «¿Teresa?, qué nombre tan bonito. Yo soy muy devota de una santa de ese nombre, santa Teresa de Ávila. ¿A qué celebras tu santo el día 15 de octubre?». La mujer asintió con la cabeza y se dejó vestir, e incluso colaboró en la tarea.

Teresa pasó un par de días muy malos en los que solo quería que le dieran a beber el líquido que la tranquilizaba, el láudano, pero el boticario advertía a Rafaela de que no convenía abusar y le proporcionaba otros tranquilizantes más suaves, hasta que al tercer día, cuando la visitó Rafaela, la mujer extendió la mano hacia la mejilla dañada que se había puesto de un color entre amarillento y morado, y le dijo:

—¿No me guarda usted rencor?

—Ninguno, hija.

A partir de ese día, en las sucesivas visitas, pretendía besar los pies de Rafaela, que no lo consentía, y, a lo más, le permitía que le besara una mano.

8

RAFAELA PIERDE UNA MADRE Y GANA UN HERMANO

Fernando Ybarra, hermano de Rafaela, era solo un año más pequeño y entre ambos existía una relación muy especial. Cuando cumplió los veintidós años, su padre le envió a Inglaterra, por ser el país más avanzado en la industria siderúrgica, para que se licenciase como ingeniero y volviera con un perfecto conocimiento del idioma, ya que los Ybarra tenían el derecho de introducción de las patentes del ingeniero inglés Henry Bessemer y no dudaban de que el futuro de su negocio dependía de las buenas relaciones que mantuvieran con los siderúrgicos ingleses.

Con no poco espanto, Rafaela constató que su hermano querido, pasados unos años, volvió de Inglaterra muy enriquecido de conocimientos técnicos pero en extremo empobrecido de los espirituales, muy apartado de las prácticas de piedad, y con bastante admiración por el modo ligero que tenían los ingleses de practicar su religión, mucho más benévola que la católica, puesto que solo tenían obligaciones arregladas a su conciencia y, por lo tanto, sin que fuera preceptiva la asistencia a la misa dominical, ni cuando menos que tuvieran que confesar sus pecados con sus sacerdotes, que eran tan solo pastores que se podían casar, y cuya misión se reducía a pastorear a la grey dándole buenos consejos y animándola a leer las Sagradas Escrituras. ¿No resultaba todo más sencillo y razonable?, se permitió bromear con Rafaela, que no podía admitir semejante clase de bromas y comenzó a hacer mortificaciones y encargar misas —era muy aficionada a encargar misas para solucionar problemas— para que su hermano volviera al buen camino.

El que más se dolió de este cambio fue su padre, don Gabriel, que decía que no se perdonaría nunca que su hijo pudiera haber podido perder la fe por su culpa, por haberlo mandado a estudiar a un país predominantemente herético. La madre, más moderada, no dudó nunca de que recuperarían a su hijo, y para ello confiaba en Rafaela, porque doña María del Rosario fue de las primeras que tomaron conciencia de que su hija era una santa, y hacía todo lo que le hubiera gustado hacer a ella si Dios le hubiera dado las mismas luces. Lo que hacía con las jóvenes en grave riesgo le parecía maravilloso, y nada de lo que emprendía le parecía locura o, en todo caso, una locura divina y contagiosa, ya que entendía que uno de los primeros que se contagió fue don Gabriel, que cuando se casaron era un católico más bien frío, de ir a misa los domingos y poco más, y de nada le servía que ella le animase a entregarse más al prójimo e hiciera un uso más adecuado de las riquezas que progresivamente iban incrementando el patrimonio familiar. Pero así que Rafaela comenzó con sus caridades todo cambió, y don Gabriel se implicó en las obras de su hija de tal modo que, gracias a él, pudo inaugurar el primer asilo de la Sagrada Familia, puesto que cedió gratuitamente una casa de su propiedad, situada en el número 11 de la calle de la Ronda, en la que se alojaron doce jóvenes, las primeras de los centenares que vendrían después. En lo que más ayudas consiguió de su padre fue en que hiciera préstamos sin cobrarles interés a las religiosas que colaboraban con ella, por ejemplo, a las Adoratrices, a tan largo plazo que la mayoría acababan convirtiéndose en donaciones.

A la madre le parecía un milagro este cambio en la vida de su marido, que lo atribuía al ejemplo que le daba su hija, pero esta se negaba a admitirlo y le decía que se debía a las religiosas a las que ayudaba, que le pagaban los favores con oraciones. Y sobre todo a la cámara del tesoro de La Cava, que no era la caja fuerte en la que guardaban las joyas de doña María del Rosario —Rafaela hacía tiempo que se había desprendido de las suyas— o los caudales del padre, sino el sagrario que tenían en el tercer piso, que convertía el oratorio en un lugar cálido, en el que se estaba tan a gusto que era frecuente que Rafaela escribiera sus cartas, o sus documentos fundacionales, en una mesita que se había hecho colocar muy cerca del sagrario, ya que había leído que así lo hacía santo Tomás de Aquino, y humildemente, salvadas todas las distancias, quería parecerse en algo a tan gran santo. Teniendo al Señor con ellos todo era posible, y era grande el contento de Rafaela cuando veía entrar a su padre en el oratorio y arrodillarse ante el sagrario para rezar unas oraciones. Otras veces se sentaba en el primer banco y se estaba un rato, e incluso, en los últimos meses de su vida, cuando ya tenía la cabeza un poco perdida, no era extraño que se quedara dormido. Si alguna vez le sorprendía su hija, se despertaba asustado, como un niño cogido en falta, y se disculpaba: «¡Me he dormido!». Y Rafaela le tranquilizaba: «¡Qué mejor que dormirse en compañía del Señor!». O le contaba las veces que los apóstoles se habían dormido en presencia de Jesús y nunca lo había tomado a mal.

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