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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

El jardín de los tilos (5 page)

BOOK: El jardín de los tilos
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—Yo creo que Rafaela está muy a gusto en mi compañía —le aclaró el hombre—, se ríe mucho conmigo, y mi única duda es la de si está enamorada de alguno de sus pretendientes. ¿De ese jinete, vasco-francés?

—No está enamorada de nadie —le tranquilizó la madre, a quien le faltó tiempo para comentar esta conversación con su marido.

Don Gabriel, de entrada, se quedó perplejo, pero cuando reaccionó, comentó:

—No nos vendría mal.

—¿No nos vendría mal para qué?

—Para el negocio —le contestó sincero su marido.

—¿Y para nuestra hija? —inquirió la buena madre.

—También. Es una buena persona, y honrado donde los haya. Para mí, la única pega es la diferencia de edad.

Comenzó el matrimonio a discurrir sobre este extremo, y el marido se inclinaba por retrasar el posible enlace, a lo que la mujer le replicaba que cuanto más lo dilatasen mayor sería Vilallonga. Y concluyeron que todo eso no dejaban de ser elucubraciones suyas, y que lo importante era que Pepe conquistara a la joven, a lo que don Gabriel replicó que, conociéndolo, tenía pocas dudas de que lo conseguiría, como así fue.

Vilallonga lo consultó con su hermano mayor, Mariano, que fue del mismo parecer que don Gabriel: que les vendría muy bien para el negocio. Este comentario no fue del todo del agrado de su hermano pequeño, quien le replicó:

—Te advierto que estoy enamorado de Rafaela, y para nada estoy pensando en el negocio, que no precisa de ese enlace para que nos vaya bien.

—Pero puede que si te casas con Rafaela nos vaya mejor.

Esta disposición preocupó a José, que se temió que Rafaela fuera a pensar que la pretendía por motivos económicos, o de conveniencia de enlace entre dos familias que se estaban convirtiendo en las más relevantes de la siderurgia española. Por eso decidió portarse como lo haría un galán enamorado y comenzó a cortejarla descaradamente, con no poco asombro de Rafaela, a la que le costaba comprender aquel cambio de comportamiento. Uno de los días le tomó una mano, y luego las dos, y Rafaela protestó, riente:

—¿No decías que ya no era una niña para tomarnos de la mano?

—Ahora es distinto —le explicó José—, ahora lo hago con otra intención.

Rafaela, confusa, sin saber a qué atenerse, lo comentó con su madre, que desde aquel día tomó la decisión de que los jóvenes estuvieran siempre acompañados de una señora de respeto, no porque pusiera en duda el correcto comportamiento de José, sino porque era costumbre la asistencia de una «carabina» en estos casos de doncellas que eran pretendidas.

Rafaela tardó en caer en la cuenta de lo que estaba sucediendo, ya que se tenía en muy poca cosa frente al prestigio de José Vilallonga, del que en su familia se hablaba siempre con respeto y admiración, y le constaba que a su padre, antes de tomar una decisión en el negocio, le gustaba consultar con su socio, más joven que él, pero con más prestigio.

Vilallonga, desde que comenzó a cortejar a Rafaela, cuidó su vestuario con más esmero y procuró mostrar su aspecto más juvenil, por ejemplo, presentándose en Bilbao jinete sobre un caballo alazán, para que no se pensara que el jinete vasco-francés era el único que sabía montar a caballo. Seguía pretendiéndola, pero Rafaela cada vez tomaba más conciencia de la diferencia entre uno y otro, ya que José podía estar contándole durante horas historias de la vida, amenas, variadas, divertidas, mientras que el vasco-francés solo sabía hablar de caballos o de enredos de sociedad. No le cabía en la cabeza que un hombre tan importante la pretendiera. Además, un hombre con claros principios religiosos, que los domingos la acompañaba a misa y comulgaba con unción, lo cual le parecía muy importante a Rafaela, que aunque todavía no tenía muy claro lo de hacerse santa, de algún modo ya lo era, puesto que, como ella confesara en sus notas, siempre tuvo un fondo de fervor natural que la hacía portarse muy bien con cuantos la rodeaban y caritativa con los extraños.

Se vivían tiempos en los que era habitual que las mujeres fueran piadosas y los caballeros no, siendo frecuente que, aunque asistiesen a misa en las fiestas de guardar, se salieran a fumar al pórtico durante el sermón, y en cuanto a comulgar, lo hacían solo por Pascua Florida, eso sí lo hacían. A Rafaela la conmovía ver a José regresar de recibir la comunión muy recogido, y permanecer con la cabeza entre las manos un buen rato, más tiempo que el que dedicaba Rafaela a ese menester de acción de gracias, y con ese motivo vino la primera declaración de amor de José.

Rafaela, con la confianza que se tenían, le preguntó desenfadada.

—¿Qué rezas tanto tiempo, que parece que te va a dar un éxtasis?

—Rezo por nosotros. —Y le aclaró: Lo que yo quiero lo tengo bien claro, y quisiera que tú lo tuvieras también.

Rafaela no supo qué contestarle, pero lo comentó con su madre, que se hizo de nuevas, manifestó extrañeza, aprovechó para hacer alabanzas de José de Vilallonga, y terminó por preguntar a su hija:

—¿A ti te gusta José?

La respuesta de Rafaela fue sorprendente.

—Claro que sí, es muy guapo.

Le sorprendió a doña María del Rosario, porque no tenía a Vilallonga por un hombre guapo, ni tan siquiera por un buen mozo, ya que en estatura apenas superaba en unos centímetros a Rafaela; era muy delgado, quizá excesivamente delgado para la moda de la época, en la que lucían los hombres robustos, y con unas entradas del pelo en las sienes que presagiaban una calvicie prematura, por eso le pareció una buena noticia que su hija lo mirase con otros ojos, que podían ser los del amor.

—Quizá es un poco mayor —le tanteó a su hija.

—Bueno, tiene treinta años —respondió esta.

—A mí me parece que algunos más.

—¿Cuántos años más tienes? —acabó por preguntarle Rafaela un día que paseaban a orillas del río, seguidos a prudente distancia por la señora de compañía, que tenía advertido que podía consentir que fueran cogidos de las manos, pero sin que sus cuerpos llegasen a juntarse demasiado.

—¿Te importa mucho que tenga unos pocos más, o unos pocos menos? —le preguntó José, y le razonó—: Viejo es solo quien se siente viejo, no quien tiene cierta edad.

—¿Quién ha hablado de viejo? —se escandalizó Rafaela—. Si a veces pareces más joven que yo. En ocasiones te portas como un chiquillo.

—¿Cuándo me porto como un chiquillo? —fingió enfadarse José.

Rafaela le fue desgranando comportamientos que no se correspondían con un caballero cumplido, hasta que la interrumpió José para confesarle que se portaba así para merecer ante sus ojos presumiendo de joven, y a continuación le hizo una sentida declaración de amor que Rafaela recibió muy reflexiva, y le contestó:

—Tendrás que hablar con mis padres. Ten en cuenta que soy menor de edad.

A José le entró tal emoción con esta respuesta que, aun a riesgo de que la señora de compañía le llamara la atención, tomó por los hombros a Rafaela, y la atrajo hacía sí para complementar su declaración de amor con caricias muy efusivas.

El noviazgo duró pocos meses, ya que no era preciso que los novios se conocieran mejor puesto que se conocían suficientemente en tantos años de relación, y el matrimonio tuvo lugar, sin demasiado boato, por decisión de doña María del Rosario, que era enemiga de las ostentaciones, en la casa paterna de la Ribera, y las velaciones en la santa casa de Loyola.

En el largo viaje de novios que a continuación emprendieron, que comenzó en Francia y terminó en Andalucía, Rafaela, que, como se decía en el País Vasco, era una
eskribitu
, cada dos días puntualmente le escribía una larga carta a su madre contándole con todo detalle cuanto hacían, los lugares que recorrían, la gente con la que se encontraban, y en más de una ocasión le confesó que nunca se imaginó que el amor humano fuera algo tan hermoso, lo cual tranquilizaba mucho a la madre, que a veces se temía si habían forzado o, por lo menos, animado en exceso a su hija a contraer aquel matrimonio.

Cuando regresaron del viaje de novios se instalaron en un piso que les había preparado la madre, en la calle de Santa María 14, no lejos de la residencia de los padres, de suerte que se veían todos los días, comían en la casa paterna con gran frecuencia, y uno de esos días, como quien comunica una buena noticia, don Gabriel le dijo a su yerno:

—Hemos pensado en ti como director de la fábrica de Baracaldo.

Fue la primera oportunidad que tuvo Rafaela de mostrar el papel tan relevante que habría de tener en la carrera de su marido ya que, incluso, cuando estaba inmersa en empresas de caridad de notable envergadura, siempre tuvo presente lo que más le convenía a José, le asesoraba, y este nada hacía sin su consejo, de manera que parecía que, de los dos, la joven esposa era la más madura o, por lo menos, la más decidida a luchar por lo que fuera mejor para su marido. De ella llegó a decir su tío Juan que, si en lugar de dedicarse a las caridades, se hubiera metido en el mundo de la empresa, hubiera sido una gran empresaria.

La fábrica de Nuestra Señora del Carmen de Baracaldo era obra singular de José de Vilallonga, que fue quien la diseñó con una gran visión de futuro, con diez hornos de pudelado, y quien organizó que desde la fundición que tenían los Ybarra-Vilallonga en Guriezo, Santander, se suministrase a Baracaldo el hierro colado para salir de allí laminado. Fue Vilallonga quien se concertó con el inventor francés, Adrian Chenot, para que les cediera el procedimiento de fabricación de acero que tenía patentado, y quien más adelante hiciera otro tanto con el ingeniero inglés Henry Bessemer, todo con arreglo a las pautas que iba marcando el catalán, de manera que los Ybarra, que tenían la mayoría de la sociedad, un 45 por ciento frente al 30 por ciento que poseía Vilallonga —el 25 por ciento restante era para Adrian Chenot, como pago de su invento—, nada hacían sin la anuencia del socio minoritario.

Por eso la propuesta de don Gabriel sorprendió a Vilallonga, pero de manera no grata: no creía que aquel puesto fuera bien a su temperamento de creador. No obstante, en aquella comida familiar le dio las gracias a su suegro por la confianza que le brindaba y le rogó que le dejara pensárselo unos días.

Cuando el matrimonio se quedó solo, Rafaela fue terminante.

—Ese puesto no te conviene en absoluto. Hace falta un tipo autoritario, y tú no lo eres. Un socio de la empresa tan importante como eres tú no debe exponerse a tener choques con los trabajadores, y a que te falten al respeto. De ningún modo.

José era del mismo parecer, y si se tratara de una simple relación entre los socios no habría dudado en negarse. ¿Pero cómo decir que no cuando era su suegro quien se lo pedía con su mejor intención?

—Yo no dudo ni por un momento de su buena intención, pero está equivocado. Déjalo de mi cuenta —fue la respuesta de Rafaela.

Don Gabriel siempre sintió una gran debilidad por esta hija suya, que tanto influyó sobre él, cuando, a su vez, Dios la hizo cambiar a ella, y acabó aceptando, aunque a regañadientes, el parecer de Rafaela. Pero quizá no conforme del todo con esta negativa, no se preocupó de definir el puesto que le correspondía a su yerno, que siguió siendo el alma del proyecto y uno de los socios principales, pero sin un puesto específico.

En 1876, de acuerdo con su condición de
eskribitu
, Rafaela escribió una larga carta de varios folios a su marido desde Santander, donde estaba veraneando. Se proyectaba un cambio en la sociedad, que la catapultaría para convertirse en los Altos Hornos de Bilbao, con arreglo a unas bases por las que se creaba una gerencia que sería el máximo órgano de gobierno de la empresa. Y en esa gerencia no figuraba su marido. Rafaela se mostró una vez más terminante. No estaba de acuerdo con esas bases, y así se lo dijo a su padre, y en la carta, con el debido respeto, se lo hacía saber a su marido. Era un socio importante, le recordaba, ocupándose continuamente del negocio, pero «haciendo un papel de intruso, expuesto a recibir el primer día un desaire de cualquier empleado». Eso no podía seguir así, y José de Vilallonga debía formar parte de esa gerencia, como así fue.

Entre tanto, en esos años, los que van desde la boda hasta 1876, Rafaela vio cumplido su principal deseo, el de ser madre, y en 1864 dio a luz a su primer hijo, Mariano, llamado a ser el primer conde de Vilallonga. Gabriel, nacido el siguiente año, sería el que más satisfacciones daría a Rafaela puesto que encontró su vocación en la Compañía de Jesús. Y José Adolfo, nacido en 1867 y muerto un año más tarde, dio mucho que pensar a Rafaela, ya que por el dolor de esa muerte comenzó su definitivo acercamiento a Dios, del que nunca estuvo apartada, pero al que no le dedicó la atención que merecía.

4

RAFAELA SE ASOMA AL DOLOR

En 1876 Rafaela se sentía en ocasiones presa de una inquietud que la traía desasosegada. Fue cuando comenzó a preocuparse de los pobres, como si de la noche a la mañana hubiera descubierto su existencia, y a decirle a su marido que puesto que mucho tenían debían mostrarse más caritativos con ellos, a lo que José no se oponía, y le decía que le parecía una buena inversión ayudar a los necesitados y no le regateaba el dinero para limosnas, y se preocupaba de facilitarle moneditas pequeñas que Rafaela guardaba en un bolsillo de piel y las repartía en la misa de los domingos, que era cuando iba a la iglesia, aunque ya acostumbraba a ir también algún día de labor a misa.

Dar limosna a la puerta de las iglesias no estaba bien visto por la prensa libertaria, que sostenía que los que iban a misa eran los peores, que trataban de tranquilizar su conciencia dando algunas migajas de lo que les sobraba a los pobres. Rafaela se lo comentó a su marido, quien la tranquilizó.

—Yo no veo que los mendigos se pongan a pedir a la puerta de los bancos, o de las salas de juego, por donde circula mucha más gente con mucho más dinero. Los pobres son pobres, pero no idiotas, y saben que la gente que va a misa es, por regla general, más generosa que la media. Y no olvides que la caridad cubre la multitud de pecados. O sea, que no te preocupes por lo que digan.

Un día, que había de ser decisivo en su transformación espiritual, entró a media mañana en la iglesia de San Nicolás, de la que era párroco don Leonardo Zabala, y se acercó a un confesionario con intención de confesarse con el primer sacerdote con el que se topara, ya que no tenía confesor fijo, pero se apartó de allí porque se encontró que había una pareja de desharrapados, sucios y malolientes, que era lo que peor llevaba Rafaela de los pobres, por ser muy pulcra, de bañarse casi todos los días, o si no de lavarse de arriba abajo, con agua fría si era preciso, y perfumarse con una colonia muy fina que su marido hacía traer de Francia. Cuando daba la limosna los domingos lo hacía siempre con guantes de tela, procurando tocar lo menos posible a los que la recibían, y a pesar de todo se hacía lavar los guantes al llegar a casa y se refería a ellos como «los guantes de los pobres». En más de una ocasión, si veía a un mendigo de los más sucios por la calle, le entraban ganas de darle una limosna, pero como le produjera reparo aquella suciedad, le daba el dinero a Gregorio, su cochero, para que se la entregara él.

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