El jardín secreto (13 page)

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Authors: Frances Hodgson Burnett

BOOK: El jardín secreto
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—Por eso Colin tiene miedo de sentarse —dijo Mary.

Asegura que si algún día siente una protuberancia en su espalda, se volverá loco y gritará hasta morir.

—El no debiera pasar tendido en su cama y menos pensar así —dijo Dickon—. Ningún muchacho puede mejorar en esas condiciones.

Mientras conversaban, Dickon sobaba el cuello del zorrito. Repentinamente dijo:

—La primera vez que entramos aquí todo parecía gris. ¡Mira ahora! ¿Ves la diferencia?

Mary miró a su alrededor y por un minuto se le cortó la respiración.

—¡Mira! —gritó—, la pared gris está cambiando de color. Es como si una neblina o un velo de gasa verde lo cubriera.

—¡Claro! —dijo Dickon—. Todo el gris desaparecerá. ¿Puedes adivinar lo que estoy pensando?

—Sé que debe ser algo bueno y probablemente se trata de Colin —dijo Mary con lentitud.

—Exactamente. Si estuviera aquí con nosotros, no pensaría en su espalda. Su salud mejoraría y estaría ansioso de observar cuando irrumpen los brotes sobre la tierra. ¿Podrás entusiasmarlo para que venga a sentarse en su silla bajo los árboles?

—Eso mismo pienso cada vez que estoy con él —dijo Mary—. A través de los libros conoce muchas cosas, pero nada más. Eso sí, le entusiasma oír hablar de este jardín porque es secreto.

—Tendremos que traerlo aquí. Yo puedo empujar su silla —dijo Dickon.

—¡Oye!, ¿has notado cómo el petirrojo y su pareja trabajan mientras nosotros conversamos? El trata de elegir el mejor lugar en donde colocar esa ramita.

Dickon dio un pequeño silbido y le habló al petirrojo con voz amistosa.

—Tú sabes que no te molestaremos —le dijo—. Nosotros también estamos construyendo un nido, pero no se lo digas a nadie.

Si bien el petirrojo no contestó porque tenía una ramita en el pico, sus brillantes ojos indicaron que no contaría el secreto.

XVI

¡No lo haré!

Fueron tantas las cosas que hicieron esa mañana en el jardín que sólo en el último momento Mary recordó a Colin.

—Dígale a Colin que no puedo ir a verlo hasta más tarde —dijo a Martha—. Estaré ocupada en el jardín.

Martha se asustó.

—¡Señorita Mary! Se pondrá de muy mal humor.

A Mary no le importó. Ella no era una persona que se sacrificara por los demás.

—No puedo quedarme —contestó—. Dickon me espera.

La tarde fue aun más entretenida que la mañana y trabajaron muy duro. Dickon trajo su propia pala y enseñó a Mary a usar sus herramientas. El zorrito y el cuervo estaban tan ocupados como ellos y el petirrojo y su compañera volaban de un lado a otro como pequeñas líneas luminosas. En varias ocasiones el cuervo con sus negras alas voló desde la copa de los árboles para hablarle a Dickon, tal como lo hacía el petirrojo. En una ocasión, como el muchacho no le contestó, Soot se paró sobre su hombro y con su largo pico gentilmente le torció la oreja.

Cuando quisieron descansar, se sentaron bajo un árbol y el niño tomó la flauta y tocó suaves y extrañas melodías que atrajeron a dos ardillas. Solamente cuando los rayos del sol poniente traspasaban los árboles del jardín, decidieron regresar a sus casas.

—El tiempo estará espléndido mañana —dijo Dickon—. Empezaré a trabajar de madrugada.

—Yo también —contestó Mary.

Ella corrió a la casa. Quería contar a Colin detalles sobre el zorrito, el cuervo y lo que estaba sucediendo con la llegada de la primavera. Mas, al abrir la puerta de su dormitorio, la esperaba Martha muy afligida.

—¿Qué sucede? —preguntó Mary—. ¿Le dio mi recado a Colin?

—¡Cómo desearía no haberlo hecho! —exclamó Martha—. Casi le dio una rabieta y nos ha costado mucho entretenerlo. No hace más que mirar el reloj.

Mary se mordió los labios. Ella, al igual que Colin, no estaba acostumbrada a considerar a las otras personas. No comprendía por qué un niño de mal genio pretendía interferir con lo que a ella le gustaba. Mary no sabía cuan dignas de compasión son las personas que no pueden controlar su enfermedad y nerviosismo y cuánto hacen padecer también a los demás. Cuando en la India ella sufría de dolor de cabeza, hacía lo posible porque los que la rodeaban también lo sintieran. En esa época ella creía que actuaba bien; ahora, en cambio, no aceptaba la actitud de Colin.

Al entrar en la habitación del niño, éste estaba tendido en la cama y no se volvió hacia ella. Mary se disgustó, y con su expresión más altanera se acercó.

—¿Por qué no te levantaste?

—Esta mañana me levanté, pero al saber que no vendrías me volví a acostar. Me duele la espalda y la cabeza. ¿Por qué no viniste?

—Estaba con Dickon trabajando en el jardín —dijo Mary.

Colin frunció el ceño y condescendió a mirarla.

—Si te vas con él, en vez de visitarme, no dejaré que ese niño venga.

A Mary le dio una rabia tremenda. Sin importarle las consecuencias le dijo:

—Si echas a Dickon, no volveré más a esta habitación.

—Si yo lo quiero, lo harás —dijo Colin.

—¡No lo haré!

—Te obligaré —dijo Colin—. Te arrastrarán hasta aquí.

—Podrán arrastrarme, pero no me pueden obligar a hablar. Me sentaré con los dientes apretados y ni siquiera te miraré —contestó Mary cruelmente.

Se lanzaban tan feroces miradas el uno al otro, que no era nada agradable mirarlos. En las mismas circunstancias, dos niños de la calle se habrían pegado, mas con palabras llegaron muy cerca de ello.

—Eres una egoísta —gritó Colin.

—¿Y tú, qué eres? —dijo Mary—. Los egoístas siempre dicen eso y jamás hacen lo que no quieren hacer. Tú eres más egoísta que yo.

—No lo soy —replicó Colin tercamente—. ¡El egoísta es Dickon! Te mantiene jugando con tierra sabiendo que yo estoy solo.

Los ojos de Mary despedían fuego.

—Es el niño más encantador que existe —dijo—. ¡Es un ángel!

Parecía ridículo decir aquello, pero a la niña no le pareció así.

—¡Un ángel! —gritó Colin, con furibundo desprecio—. El es sólo un niño cualquiera que vive en una pequeña casa del páramo.

—¡Es mil veces mejor que cualquier raja! —le devolvió Mary.

Como ella era más fuerte que él, Colin empezó a flaquear. Jamás había discutido con alguien parecido a él. Más aún, aunque ninguno de los dos se daba cuenta, la pelea estaba surtiendo muy buen efecto en él. Colin volvió la cabeza y una gran lágrima rodó hasta la almohada. Sentía mucha pena de sí mismo.

—Yo no soy egoísta. Recuerda que estoy siempre enfermo y además me moriré.

—¡No morirás! —le contradijo Mary, sin ninguna simpatía.

El abrió los ojos indignado. En ese momento sintió una mezcla de furia y placer.

—¿Que no moriré? —gritó—. ¡Tú sabes que sí! Todos lo dicen.

—No lo creo —dijo Mary agriamente—. Tú lo dices para que sintamos compasión por ti. Si fueras un niño encantador lo creería, pero eres muy desagradable.

A pesar de su espalda inválida, Colin se sentó furioso en la cama.

—¡Sal de mi pieza! —gritó tirándole una almohada que cayó a los pies de Mary.

Por la expresión de su cara parecía como si la hubieran pinchado. Corrió hacia la puerta, pero antes de traspasarla le dijo:

—Te venía a contar muchas cosas estupendas; ahora no sabrás nada.

Al salir encontró a la enfermera riendo. Sin duda había estado escuchando.

—¿De qué se ríe?

—De ustedes dos —dijo la enfermera—. Lo mejor que le pudo pasar a ese niño enfermo y mimado es que se le opusiera alguien tan regalón como él. Si hubiera tenido una hermana con quien pelear, ya se habría mejorado.

—¿Cree que morirá?

—No lo sé y no me importa —dijo la enfermera—. La mitad de lo que tiene es histeria y mal genio.

—¿Qué es histeria?

—Ya lo sabrá cuando sus palabras le provoquen una rabieta.

Mary volvió a su dormitorio enojada y desilusionada. Era tal su amargura, que sentía que Dickon, el velo verde que se arrastraba por el muro y el suave viento que soplaba desde el páramo habían quedado muy lejos. Estaba preparada para contar a Colin sus experiencias del día, y ahora, en cambio, pensaba que ni siquiera se le podía confiar un secreto. Si así lo quería, que se quedara en su pieza para siempre.

Martha la esperaba ansiosa. Sobre la mesa había una caja de madera llena de paquetes.

—Se los ha enviado el señor Craven —dijo Martha—. Parecen libros con ilustraciones.

Abrió los paquetes y vio que contenían varios libros con dibujos y dos sobre jardines. Había juegos y una preciosa caja con útiles para escribir con su monograma. El regalo era tan maravilloso que, rápidamente, olvidó su enojo. Ella no esperaba que alguien la recordara y pronto se sintió reconfortada.

—Lo primero que haré será escribirle contándole lo muy contenta que estoy con su regalo.

Si Colin hubiera sido su amigo, habría corrido a mostrarle sus regalos. Estaba segura de que habría olvidado sus temores mientras miraban los libros o jugaban una partida.

El miedo de Colin provenía de una ocasión en que oyó al ama de llaves murmurar que la espalda de su padre se había empezado a torcer cuando era un niño. Este pensamiento lo hacía sufrir constantemente y, con excepción de Mary, jamás habló del temor de deformarse. En general, sus rabietas provenían de este miedo que aumentaba cuando se cansaba o se sentía disgustado. Probablemente ese día no habría pensado en otra cosa.

Mary se quedó pensando.

—Dije que no volvería —vaciló—. Pero quizás volveré mañana por si quiere verme.

XVII

Una rabieta

Como se había levantado temprano y trabajado duro en el jardín, Mary estaba cansada y con sueño, por lo que tan pronto comió, se acostó.

Era casi medianoche cuando despertó con un ruido espantoso que la hizo saltar de la cama. ¿Qué podía ser? Al momento creyó saberlo. Las puertas se abrían y cerraban. Se sentían pies que corrían por el corredor junto con horribles llantos y gritos.

—¡Es Colin! —dijo—. Está con esa rabieta que la enfermera llama histeria. ¡Es atroz!

Al escuchar pensaba que con razón los de la casa ante estos gritos preferían darle gusto en todo. Sintiéndose enferma, temblando se tapó los oídos.

—¡No sé qué hacer! ¡No puedo soportarlo!

Aun presionando las manos sobre sus oídos continuaba escuchando los espantosos gritos que llegaban hasta ella. Estaba tan atemorizada que repentinamente se enojó y creyó que también a ella le daría una rabieta. Lo asustaría a él, como él lo hacía con ella.

—¡Tienen que hacerlo callar! ¡Deben hacerlo! —gritó.

En ese momento oyó que alguien corría y abría la puerta de su dormitorio. Era la enfermera muy pálida.

—Le ha dado histeria —dijo apurada—. Se hará daño y nadie puede controlarlo. ¿Por qué no viene y trata de animarlo? Usted le gusta.

—Esta mañana me echó de su pieza —dijo Mary, golpeando con el pie.

—Así es —dijo la enfermera—. Por eso vaya y regáñelo. Dele algo nuevo en qué pensar. ¡Hágalo lo más pronto posible!

Sólo más tarde Mary pensó que la situación había sido tragicómica. Divertida, por el hecho de que los mayores tuvieron que recurrir a una niña porque ellos estaban asustados y no sabían cómo actuar.

Ella corrió y a medida que se acercaba al dormitorio de Colin su ira iba en aumento. Al empujar la puerta se sentía lo bastante malvada como para acercársele y gritar:

—¡Debes callarte! ¡Cállate! Te odio, y todos te odian. Quisiera que con tus gritos todos huyeran y te dejaran solo. Morirías gritando.

Una niña encantadora y simpática jamás habría dicho estas palabras, pero la sorpresa de escucharla fue el mejor remedio para este niño histérico, a quien nunca nadie contradecía.

Tendido de boca golpeaba las almohadas con las manos y casi saltó al oír la furiosa voz de la niña. Su cara se veía espantosa, blanca e hinchada, boqueando y tosiendo, pero a la pequeña y salvaje Mary no le importó.

—Si gritas nuevamente —le dijo—, yo también gritaré y tan fuerte que te asustarás tanto como me asusté yo al oírte.

Él había dejado de gritar y las lágrimas corrían a torrentes por su cara.

—¡No puedo parar! ¡No puedo! ¡No puedo!

—¡Sí puedes! —gritó Mary—. La mitad es histeria y mal genio.

—Sentí la protuberancia en mi espalda —sollozó Colin—. Sabía que me saldría y ahora moriré.

—No tienes ningún bulto, es sólo histeria. No le pasa nada a tu horrible espalda. Date vuelta y déjame mirar... ¡Enfermera! Venga y muéstreme la espalda de Colin.

La enfermera, la señora Medlock y Martha, de pie junto a la puerta, la miraban con la boca abierta.

—Quizás no me dejará —dijo en voz baja la enfermera.

Colin la oyó y dijo:

—Muéstresela, ¡ella puede verla!

Era una espalda delgada y penosa de mirar porque en ella se contaban las costillas. Se escuchó un minuto de silencio mientras Mary miraba atentamente la espalda, con tanta atención como si lo hiciera el doctor londinense.

—No hay ningún bulto, ni siquiera del tamaño de un alfiler. Si vuelves a decir que tienes uno, me reiré.

Nadie mejor que Colin supo el efecto que estas rabiosas palabras surtieron en él. Si con anterioridad hubiera tenido con quien hablar sobre sus temores o a quien hacer preguntas. Si hubiera tenido la compañía de otros niños y no pasara tendido respirando una atmósfera de miedo, rodeado de gentes ignorantes y aburridas de él, se habría dado cuenta de que, en parte, su enfermedad la había creado él mismo. Ahora, al escuchar la insistencia con que la niña le decía que no estaba enfermo, pensó que quizás era cierto.

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