El jardinero fiel (2 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
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—¿Lodwar? ¡Eso está a kilómetros de Turkana!

—Es la comisaría más próxima —aclaró Mildren—. Un cuatro por cuatro, propiedad del hotel Oasis, Turkana, había aparecido abandonado en el lado oriental del lago, cerca de Allia Bay, en el camino hacia el yacimiento de Leakey. Los cadáveres llevaban allí treinta y seis horas como mínimo. Una mujer blanca, causa de la muerte no facilitada, un africano sin cabeza, identificado como Noah el conductor, casado con cuatro hijos. Una bota de marca Mephisto, del número treinta y ocho. Una chaqueta de safari azul, talla XL, manchada de sangre, hallada en el suelo del vehículo. La mujer, entre veinticinco y treinta años, cabello oscuro, una sortija de oro en el dedo anular de la mano izquierda. Una cadena de oro en el suelo del vehículo.

«¿Y esa cadena de oro que llevas al cuello?», se oyó decir Woodrow a sí mismo en fingido desafío mientras bailaban.

«Mi abuela se la regaló a mi madre el día de su boda —contestó ella—. La llevo con todo, incluso cuando no queda a la vista».

«¿Incluso en la cama?».

«Depende».

—¿Quién los encontró? —preguntó Woodrow.

—Wolfgang. Avisó por radio a la policía e informó a su oficina de aquí, de Nairobi. También por radio. En el Oasis no hay teléfono.

—Si el conductor apareció decapitado, ¿cómo supieron que era el conductor?

—Estaba impedido de un brazo. Por eso trabajaba de conductor. Wolfgang vio marcharse a Tessa con Noah el sábado a las cinco y media, en compañía de Arnold Bluhm. Fue la última vez que los vio vivos.

Mildren seguía remitiéndose a sus notas, o como mínimo lo aparentaba. Se sostenía aún los mofletes con las manos y parecía resuelto a permanecer en esa postura, ya que se advertía una obstinada rigidez en sus hombros.

—Repíteme eso último —ordenó Woodrow al cabo de un segundo.

—Arnold Bluhm acompañaba a Tessa. Llegaron juntos al hotel Oasis, pasaron allí la noche del viernes y partieron en el todoterreno de Noah a las cinco y media de la mañana siguiente —volvió a decir Mildren con paciencia—. El cuerpo de Bluhm no estaba en el cuatro por cuatro, y no hay ni rastro de él. O si lo hay, no se ha informado de ello hasta el momento. La policía de Lodwar y la brigada móvil continúan en el lugar de los hechos, pero la jefatura de Nairobi desea saber si pagaremos el coste de un helicóptero.

—¿Dónde están ahora los cadáveres?

Woodrow, digno hijo de su padre militar, era lacónico y práctico.

—No se sabe. La policía quería que el Oasis se hiciera cargo, pero Wolfgang se negó. Dijo que se quedaría sin personal, y también sin clientes. —Un titubeo—. Ella firmó en el registro como Tessa Abbott.


¿Abbott?

—Su apellido de soltera. «Tessa Abbott, con dirección en un apartado de correos de Nairobi». El nuestro. Aquí no tenemos a ningún Abbott, así que busqué el nombre en los archivos y encontré Quayle, apellido de soltera Abbott, Tessa. Imagino que es el nombre que usaba en sus labores humanitarias. —Mildren examinaba la última página de sus anotaciones—. He intentado ponerme en contacto con el embajador, pero él está haciendo su recorrido por los ministerios y es hora punta —explicó, con lo cual quería decir: ésta es la moderna Nairobi del presidente Moi, donde una llamada local puede representar media hora escuchando «Disculpe, todas las líneas están ocupadas; por favor, vuelva a intentarlo más tarde», repetido incansablemente por una apática mujer de mediana edad.

Woodrow se encontraba ya en la puerta.

—¿Y no se lo has dicho a nadie?

—A nadie.

—¿Y la policía?

—Dicen que no. Pero no pueden responder por Lodwar, y me cuesta creer que puedan responder por sí mismos.

—Y que tú sepas, Justin aún no se ha enterado.

—Exacto.

—¿Dónde está?

—En su despacho, supongo.

—Procura que no salga de allí.

—Ha llegado temprano, como siempre que Tessa sale en viaje de reconocimiento. ¿Quieres que suspenda la reunión?

—Espera.

Convencido ya, si en algún momento lo había dudado, de que se enfrentaba no sólo a una tragedia sino también a un escándalo de Fuerza Doce, Woodrow subió como una exhalación por una escalera al pie de la cual se leía el rótulo sólo personal autorizado y entró en un lúgubre pasillo que conducía a una puerta de acero cerrada con una mirilla y un timbre. Una cámara lo escudriñó mientras pulsaba el timbre. Abrió la puerta una esbelta pelirroja con vaqueros y un blusón floreado. Sheila, la número dos, con perfecto dominio del kiswahili, pensó Woodrow de manera espontánea.

—¿Dónde está Tim? —preguntó.

Sheila apretó un botón y habló por un interfono.

—Es Sandy, y tiene prisa.

—Esperad
un
minuto mientras marco la contraseña —dijo a voz en grito una expansiva voz masculina.

Esperaron.

—Camino
totalmente
despejado —anunció la misma voz cuando se descorrió el cierre automático de otra puerta.

Sheila se apartó, y Woodrow entró en el despacho con paso enérgico. Tim Donohue, el jefe de inteligencia, se hallaba de pie ante su escritorio, imponente con sus dos metros de estatura. Debía de haber estado poniendo en orden la mesa, porque no había un solo papel a la vista. Donohue ofrecía un aspecto aún más enfermizo que de costumbre. Gloria, la esposa de Woodrow, insistía en que le quedaba poco tiempo de vida. Las mejillas hundidas y sin color. Cúmulos de piel desmoronada bajo los ojos exánimes y amarillentos. El disperso e irregular bigote atusado hacia abajo a zarpazos en cómica desesperación.

—Sandy, muy buenas. ¿En qué podemos ayudarte? —exclamó, mirando a Woodrow a través de sus bifocales y sonriendo con su sonrisa de calavera descarnada.

Se acerca demasiado, recordó Woodrow. Sobrevuela tu territorio e intercepta tus señales antes de que las emitas.

—Según parece, Tessa Quayle ha sido asesinada cerca del lago Turkana —dijo con un vengativo deseo de causar impacto—. Hay en esa zona un hotel que se llama Oasis. Necesito hablar con el dueño por radio.

Así es como los adiestran, pensó. Regla número uno: nunca deben exteriorizarse los sentimientos, si es que se tienen. El pecoso rostro de Sheila, paralizado en una expresión de pensativo rechazo. Tim Donohue sonriendo aún con su necia sonrisa… pero, claro, su sonrisa no significaba nada ya de buen principio.

—¿Ha sido
qué
, amigo mío? ¿Puedes repetirlo?

—Asesinada. Método desconocido, o no revelado por la policía. Al conductor del todoterreno en el que viajaba le cortaron la cabeza. No tenemos más información.

—¿Asesinada y robada?

—Sólo asesinada.

—Cerca del lago Turkana.

—Sí.

—¿Qué demonios hacía allí?

—No tengo la menor idea. Supuestamente, quería visitar la excavación de Leakey.

—¿Lo sabe Justin?

—Todavía no.

—¿Hay implicada alguna otra persona que conozcamos?

—Ésa es una de las cosas que pretendo averiguar.

Donohue lo guió hasta una cámara de comunicaciones insonorizada que Woodrow no había visto hasta entonces. Teléfonos de distintos colores con casillas para tarjetas romboides codificadas. Un fax sobre lo que parecía un barril de petróleo. Un aparato de radio compuesto de cajas verdes de metal granulado. Un listado de frecuencias en papel de impresora encima de las cajas. Así es, pues, como nuestros espías cuchichean desde el interior de nuestros edificios, pensó Woodrow. ¿Legal o clandestinamente? Nunca lo sabría. Donohue se sentó ante la radio, consultó el listado y luego, manipulando los controles con dedos trémulos, entonó como un héroe de película de guerra:

—ZNB 85, ZNB 85 llamando a TKA 60. ¿Me recibe, TKA 60? Corto. Oasis, ¿me recibe? ¿Oasis? Corto.

Tras una ráfaga de interferencias, se oyó una voz con canallesco acento alemán y tono desafiante:

—Aquí Oasis. Alto y claro, señor mío. ¿Y usted quién es? Corto.

—Oasis, esto es la embajada británica en Nairobi. Le paso con Sandy Woodrow. Corto.

Woodrow apoyó las dos manos en la mesa para acercarse al micrófono.

—Aquí Woodrow, jefe de cancillería. ¿Hablo con Wolfgang? Corto.

—¿Cancillería? ¿Cómo la que ocupaba Hitler?

—La sección política de la misión. Corto.

—Entendido, señor Canciller. Sí, soy Wolfgang. ¿Cuál es el problema? Corto.

—Quiero que me dé, si es tan amable, su propia descripción de la mujer que se registró en su hotel como la señorita Tessa Abbott. No estoy equivocado, ¿verdad? Firmó con ese nombre, ¿no? Corto.

—Exacto. Tessa.

—¿Cómo era? Corto.

—Pelo oscuro, sin maquillar, alta, cerca de treinta años. No era inglesa. Enseguida lo noté. Alemana del sur, austriaca o italiana. Soy hostelero. Me fijo en la gente. Y guapísima. También soy hombre. Se movía con la gracia de un animal. Y llevaba esa ropa que a uno le da la impresión de que podría quitársele de un soplido. ¿Coincide eso con su Abbott o con alguna otra? Corto.

Tenía la cabeza de Donohue a unos centímetros de la suya. Sheila estaba de pie al otro lado. Los tres mantenían la vista fija en el micrófono.

—Sí. Ésa parece la señorita Abbott. Podría decirme, por favor, cuándo y cómo hizo la reserva en su hotel. Según creo, cuenta usted con una oficina en Nairobi. Corto.

—No la hizo.

—¿Disculpe?

—Hizo la reserva el doctor Bluhm. Para dos personas, dos bungalows al lado de la piscina, una noche. «Sólo nos queda un bungalow libre», le digo. No hay problema, lo toma igualmente. Eso sí es un tipo con agallas. ¡Y cómo los miraba todo el mundo! Los huéspedes, los empleados. Una mujer blanca preciosa, un apuesto médico africano. Era digno de verse. Corto.

—¿Cuántas habitaciones tiene un bungalow? —preguntó Woodrow con una débil esperanza de atajar el inminente escándalo.

—Una habitación, dos camas individuales, no muy duras, cómodas y mullidas. Una sala de estar. Aquí todos firman en el registro. Nada de nombres inventados, les digo. La gente se pierde; he de saber quiénes son. Así se llamaba, pues, ¿no? ¿Abbott? Corto.

—Era su apellido de soltera. El apartado de correos que dejó es el de la embajada. Corto.

—¿Dónde está el marido?

—Aquí, en Nairobi.

—¡Vaya, vaya!

—¿Y cuándo hizo Bluhm la reserva? Corto.

—El jueves. El jueves a última hora. Llamó por radio desde Loki. Me dijo que pensaban salir el viernes al clarear el día. Loki, de Lokichoggio. En la frontera norte. Capital de las agencias humanitarias que trabajan en el sur de Sudán. Corto.

—Ya sé dónde está Lokichoggio. ¿Le comentaron cuál era el motivo de su viaje a esa zona?

—Ayuda humanitaria. Bluhm anda metido en ese tinglado, ¿no? Es la única manera de acabar en Loki. Pertenece a una organización médica belga, me dijo. Corto.

—Así que reservó habitación desde Loki, y salieron de Loki el viernes por la mañana temprano. Corto.

—Me dijo que preveían llegar al lado oeste del lago a eso del mediodía. Quería que les consiguiera una embarcación para cruzar el lago desde allí hasta el Oasis. «Oiga», le digo. «Lokichoggio a Turkana, ésa es una ruta poco recomendable. Vale más que viajen con un convoy de alimentos. Las montañas están plagadas de bandidos. Hay tribus robándose el ganado mutuamente, lo cual no es nada nuevo, excepto por el detalle de que hace diez años usaban lanzas y ahora todos tienen fusiles AK47». Él se echa a reír, y me asegura que ya se las arreglará. Y así fue. Llegaron sin problema. Corto.

—Así pues, se presentan en el hotel, firman en el registro, y luego ¿qué? Corto.

—Bluhm me dice que necesitan un todoterreno con conductor para visitar el yacimiento de Leakey a primera hora de la mañana siguiente. No me pregunte por qué no lo mencionó al hacer la reserva; no se lo pregunté. Quizá lo decidieron sobre la marcha. Quizá preferían no hablar de sus planes por radio. «De acuerdo», le digo. «Están de suerte. Pueden llevarse a Noah». Bluhm se queda contento. Ella se queda contenta. Pasean por el jardín, nadan juntos, se sientan juntos en el bar, comen juntos, dan las buenas noches a todos, y se retiran a su bungalow. Por la mañana, se van juntos. Yo mismo los vi. ¿Quiere saber qué tomaron de desayuno?

—¿Quiénes más los vieron marcharse, aparte de usted? Corto.

—Todos lo que ya estaban despiertos. Cargaron comida para el almuerzo, una caja de agua embotellada, gasolina de reserva, provisiones para caso de necesidad, botiquín. Los tres en el asiento delantero, con Abbott en medio, como una familia feliz. Esto es un oasis, ¿entiende? Tengo veinte huéspedes, a esas horas dormidos en su mayoría. Tengo cuarenta empleados, despiertos en su mayoría. Tengo un centenar de individuos que no me hacen ninguna falta pululando por el aparcamiento para vender pieles de animales, bastones, machetes. Todos los que vieron marcharse a Bluhm y Abbott los despidieron con la mano. Yo los despedí; los vendedores de pieles los despidieron. Noah devolvió el saludo; Bluhm y Abbott también. No sonrieron. Iban muy serios. Como si tuvieran por delante un trabajo pesado, grandes decisiones que tomar…, yo qué sé. ¿Que quiere que haga, señor Canciller? ¿Mato a los testigos? Mire, yo como Galileo. Métame en la cárcel, y juraré que jamás vinieron al Oasis. Corto.

Por un instante de parálisis, Woodrow no encontró más preguntas, o tal vez encontró demasiadas. Yo estoy ya en la cárcel, pensó. Cumplo condena a cadena perpetua desde hace cinco minutos. Se llevó la mano a los ojos, y cuando la apartó, vio que Donohue y Sheila lo observaban con las mismas expresiones herméticas que habían adoptado al anunciarles la muerte de Tessa.

—¿Cuándo empezó a sospechar que podía haber ocurrido alguna desgracia? Corto —preguntó sin convicción, como si dijera «¿Vive ahí todo el año? Corto» o «¿Cuánto tiempo hace que tiene ese acogedor hotel? Corto».

—El cuatro por cuatro lleva una radio. En una salida con huéspedes, Noah debía llamar para confirmar que todo iba bien. Noah no llamó. Sí, ya sé, las radios se averían, los conductores se olvidan. Establecer conexión es un fastidio. Hay que parar, bajar del vehículo, extender la antena. ¿Aún me recibe? Corto.

—Alto y claro. Corto.

—Sólo que Noah nunca se olvidaba. Por eso trabajaba para mí. Pero no llamó. Ni al mediodía, ni por la noche. Bueno, pienso, quizá han acampado en algún sitio, le han dado de beber demasiado a Noah o algo así. Al final del día, justo antes de cerrar, me pongo en contacto con los guardas del yacimiento de Leakey. Ni señales de vida. A primera hora de la mañana, voy a Lodwar y doy parte de la desaparición. El todoterreno es mío, ¿no? El conductor es mi empleado. No me está permitido informar de una desaparición por radio; he de hacerlo en persona. Es un viaje de órdago, pero así lo exige la ley. La policía de Lodwar, desde luego, se desvive por ayudar a los ciudadanos en apuros. ¿Ha desaparecido mi todoterreno? Mala suerte. ¿Viajaban en él dos de mis huéspedes y mi conductor? Entonces ¿por qué no salgo a buscarlos? Es domingo, no tienen previsto trabajar. Han de ir a misa. «Dénos dinero, préstenos un coche, y a lo mejor le ayudamos», me dicen. Total, vuelvo a casa y organizo una partida de rescate. Corto.

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