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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (5 page)

BOOK: El jardinero fiel
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Una herrumbrosa puerta de acero cerrada les cortó el paso, y Banda la aporreó con actitud imperiosa, apuntalando los talones y llamando cuatro o cinco veces a intervalos calculados como si transmitiera un código. La puerta se entreabrió con un chirrido, y a la rendija asomaron los semblantes ojerosos y aprensivos de tres jóvenes. Pero, viendo al cirujano, retrocedieron y le permitieron deslizarse ante ellos, como consecuencia de lo cual Woodrow, plantado aún en la pestilente sala, fue obsequiado con la horrenda visión del dormitorio de su colegio transformado en alojamiento de los muertos de sida de todas las edades. Descarnados cadáveres yacían de dos en dos en las camas. Más cadáveres yacían en el suelo entre ellas, unos vestidos, otros desnudos, cara arriba o de costado. Otros tenían las rodillas encogidas en un inútil intento de protegerse y los mentones levantados en ademán de protesta. Sobre ellos, en una neblina turbia y oscilante, pendían las moscas, produciendo un monocorde bisbiseo.

Y en el centro del dormitorio, sola en medio del pasillo entre las dos hileras de camas, se hallaba la tabla de planchar de la supervisora, con ruedas. Y en la tabla de planchar, una mortaja de la extensión de la masa ártica, y dos monstruosos pies semihumanos que sobresalían por un extremo, recordándole a Woodrow las zapatillas de andar por casa en forma de pies de pato que él y Gloria habían regalado a su hijo Harry la Navidad pasada. Una mano tumefacta había conseguido de algún modo permanecer fuera de la mortaja. Los dedos estaban cubiertos de sangre negra, y la sangre aparecía más concentrada en las articulaciones. Las yemas eran de un azul aguamarina. «Un poco de imaginación, señor Canciller. ¿No sabe qué pasa con los cadáveres a estas temperaturas?».

—El señor Justin Quayle, por favor —llamó el doctor Banda Singh, con la trascendencia de un voceador en una recepción real.

—Voy contigo —musitó Woodrow, y con arrojo dio un paso al frente a tiempo de ver cómo el doctor Banda retiraba la mortaja y descubría la cabeza de Tessa, burdamente caricaturizada y ceñida por una mugrienta tira de tela que encuadraba el óvalo de la cara desde la frente hasta la barbilla y se prolongaba luego alrededor de la garganta allí donde antes colgaba la cadena de oro. Un hombre a punto de ahogarse asomando por última vez a la superficie, Woodrow observó temerariamente el resto. El pelo negro pegado al cráneo por el peine de algún empleado de pompas fúnebres. Las mejillas hinchadas como las de un querubín soplando. Los ojos cerrados y las cejas enarcadas y la boca abierta en laxa incredulidad, llena de sangre seca y negra como si le hubieran arrancado todos los dientes a la vez.
¿Tú?
, exhala estúpidamente mientras la matan, el sonido «u» dibujado en sus labios.
¿Tú? Vero
¿a quién se lo dice? ¿En quién fija la mirada a través de los párpados blancos y tensos?

—¿Conoce a esta mujer, caballero? —pregunta el inspector Muramba a Justin con delicadeza.

—Sí. Sí, la conozco, gracias —respondió Justin, midiendo cada palabra antes de pronunciarla—. Es mi esposa, Tessa. Tenemos que ocuparnos del funeral, Sandy. Aquí en África, que es donde ella querría ser enterrada. Lo antes posible. Es hija única. Sus padres ya no viven. Aparte de mí, no hay nadie más a quien consultar. Será mejor hacerlo lo antes posible.

—Bueno, supongo que eso dependerá en parte de la policía —dijo Woodrow con voz ronca, y apenas tuvo tiempo de llegar a un lavabo agrietado donde echó las tripas mientras Justin, siempre cortés, lo rodeaba con el brazo y susurraba condolencias.

Desde el refugio enmoquetado de su despacho, Mildren leía despacio y en voz alta para el joven de voz inexpresiva a través del teléfono:

La embajada anuncia con pesar la muerte por asesinato de la señora Tessa Quayle, esposa de Justin Quayle, primer secretario de la cancillería. La señora Quayle murió a orillas del lago Turkana, cerca de Allia Bay. También resultó muerto el conductor que la acompañaba, el señor Noah Katanga. La señora Quayle será recordada por su dedicación a la causa de los derechos de la mujer en África, así como por su juventud y belleza. Deseamos expresar nuestro más sentido pésame al viudo de la señora Quayle, Justin, y a sus numerosos amigos. Hasta próximo aviso la bandera de la embajada ondeará a media asta. Se colocará un libro de firmas en el vestíbulo de la embajada.

—¿Cuándo lo cursarás?

—Acabo de hacerlo —contestó el joven.

Capítulo 2

Los Woodrow vivían en una casa de las afueras con muros de sillería y ventanas emplomadas a imitación del estilo Tudor, parte de una urbanización rodeada de jardines y enclavada en lo alto del monte en cuyas laderas se extendía el exclusivo barrio de Muthaiga, a un paso del club Muthaiga y de la residencia del embajador británico y otras amplias residencias de embajadores de países de los que quizá uno nunca ha oído hablar hasta que recorre las avenidas estrechamente vigiladas y ve sus nombres en las placas, junto a carteles donde se recomienda, en kiswahili, llevar cuidado con el perro. A raíz del atentado contra la embajada de Estados Unidos en Nairobi, el Foreign Office había provisto de verjas de hierro reforzadas a todo el personal del rango de Woodrow hacia arriba, y ante éstas montaban guardia celosamente día y noche sucesivos turnos de entusiastas baluhyas en compañía de sus numerosos parientes y amigos. En el perímetro del jardín, las mismas inspiradas mentes habían encargado instalar una cerca electrificada con espirales de alambre de espino en lo alto y reflectores que permanecían encendidos toda la noche. En Muthaiga existe una jerarquía respecto a la protección, como la hay también respecto a otras muchas cosas. Las casas más modestas tienen tapias coronadas con botellas rotas; las de funcionarios medios, alambradas. Pero, para garantizar la preservación de la aristocracia diplomática, qué menos que verjas de hierro, cercas eléctricas, sensores en las ventanas y reflectores.

La casa de los Woodrow era de tres plantas. Las dos superiores constituían lo que las empresas de seguridad describían como un «refugio seguro», protegido mediante una cortina de acero plegable, cuya llave se encontraba sólo en posesión del padre y la madre de la familia. Y en el área de invitados de la planta baja, que los Woodrow llamaban el «piso de abajo» por la inclinación del terreno, había una cortina semejante en el lado del jardín para proteger a los Woodrow de sus sirvientes. El piso de abajo constaba de dos habitaciones, ambas pintadas de blanco y austeras y, debido a los barrotes de las ventanas y los enrejados de acero, claramente carcelarias. Pero Gloria, en previsión de la llegada de su huésped, las había aderezado con rosas del jardín, una lámpara de lectura del vestidor de Sandy, y el televisor y la radio de los criados, porque a éstos les vendría bien prescindir de ellos, para variar. Aun así, aquello no era precisamente un
hotel de cinco estrellas
—confió a Elena, su amiga del alma, la esposa inglesa de un remilgado funcionario griego de las Naciones Unidas—, pero al menos el pobre tendría un lugar de recogimiento, cosa absolutamente
necesaria
cuando uno perdía a un ser querido, Él, y la propia Gloria se había sentido
exactamente
así cuando falleció su madre pero, claro está, Tessa y Justin tenían… bueno, tenían un matrimonio
poco convencional
, si es que podía llamárselo de ese modo…, aunque personalmente Gloria nunca había dudado de que existía entre ellos un sincero afecto, al menos por parte de Justin, y si había algo por parte de Tessa… francamente, El, querida, sólo Dios lo sabe, porque
nosotras
nunca lo sabremos.

A lo cual Elena, muy divorciada y con mucho mundo, circunstancias que Gloria no tenía en común con ella, comentó:

—En todo caso, cariño, vale más que vigiles ese encantador culo tuyo. Los playboys recién enviudados pueden llegar a ser
muy
calentones.

Gloria Woodrow era una de esas esposas ejemplares del servicio diplomático decididas a ver el lado bueno de todo. Si no había un lado bueno a la vista, soltaba una buena carcajada y decía «¡Bien, aquí estamos todos!», que era un toque de clarín a todos los interesados para que hicieran causa común y sobrellevaran las penalidades de la vida sin quejarse. Era una fiel ex alumna de los colegios privados que la habían formado y les enviaba con regularidad boletines informativos de sus progresos, además de devorar con avidez las noticias de sus coetáneas. Para el día de la fiesta del fundador, siempre les mandaba un ocurrente telegrama de felicitación o, en la actualidad, un ocurrente mensaje de correo electrónico, normalmente en verso, porque no quería que olvidaran que ella había sido la ganadora del premio de poesía del colegio. Era atractiva de una manera directa, y famosa por su locuacidad, sobre todo cuando no había mucho que decir. Y tenía ese andar vacilante y tan poco airoso que gustan adoptar las mujeres inglesas de la realeza.

Ahora bien, Gloria Woodrow no era tonta por naturaleza. Dieciocho años atrás, en la Universidad de Edimburgo, se la había considerado uno de los mejores cerebros de su promoción, y se decía de ella que si no se hubiera quedado tan prendada de Woodrow, se habría licenciado en ciencias políticas y filosofía con una media de notable alto. Sin embargo, en los años transcurridos desde entonces, el matrimonio y la maternidad y los vaivenes de la vida diplomática habían reemplazado las ambiciones que en su día pudiera haber abrigado. A veces, para íntima tristeza de Woodrow, parecía haber renunciado voluntariamente a su intelecto a fin de desempeñar su papel de esposa. Pero también le agradecía ese sacrificio, y la placidez con que, pese a su incapacidad para leerle el pensamiento, se amoldaba dúctilmente para adecuarse a las aspiraciones de él. «Cuando desee una vida propia, te lo haré saber», le aseguraba Gloria cuando él, en uno de sus arrebatos de culpabilidad o aburrimiento, la instaba a obtener un título superior, estudiar derecho, estudiar medicina… o estudiar
algo
como mínimo, por Dios. «Si no te gusto tal como soy, la cosa cambia», contestaba ella, trasladando hábilmente su queja de lo concreto a lo general. «¡Pero sí me gustas, claro que sí! ¡Te
quiero
tal como eres!», protestaba él, abrazándola con fervor. Y lo decía, más o menos, con convicción.

Justin se convirtió en el prisionero secreto del piso de abajo al atardecer de aquel mismo lunes negro en que se le comunicó la noticia de la muerte de Tessa, a la hora en que las limusinas, tras las verjas de hierro de las residencias diplomáticas, empezaban a piafar y morder el freno impacientes por encaminarse hacia el abrevadero místicamente elegido de esa noche. ¿Es el Día de Lumumba? ¿El Día de Merdeka? ¿El Día de la Toma de la Bastilla? Da igual: la bandera nacional flameará en el jardín, los aspersores estarán apagados, la alfombra roja estará extendida, los criados negros con guantes blancos andarán por allí, tal como en la época colonial de la que todos renegamos farisaicamente. Y la música patriótica que corresponda sonará en el entoldado del anfitrión.

Woodrow viajaba con Justin en la furgoneta Volkswagen negra. Desde el tanatorio del hospital, Woodrow lo había acompañado a la jefatura de policía y allí lo había observado mientras redactaba, con su impecable caligrafía académica, una declaración en la que dejaba constancia de la identificación del cadáver de su esposa. Desde la jefatura, Woodrow había telefoneado a Gloria para informarla de que, si el tráfico lo permitía, llegaría en quince minutos con su
invitado especial
y se presentará con la cabeza baja, cariño, y debemos procurar que la mantenga así—, aunque la advertencia no impidió a Gloria hacer una llamada urgente a Elena, marcando una y otra vez hasta que consiguió establecer contacto con ella, a fin de consultarle posibles menús para la cena. ¿Le gustaba o no el pescado, al pobre Justin? No se acordaba, pero sospechaba que era un tanto
maniático…
y Dios mío, El, ¿de qué
demonios voy
a hablarle mientras Sandy permanece al pie del cañón y yo me quedo aquí sola con el pobre hombre horas y horas? Lo digo porque los
verdaderos
temas son intocables.

—Descuida, querida; ya se te ocurrirá algo —le aseguró Elena, con un tonillo no del todo elogioso.

Pero Gloria aún encontró tiempo para poner al corriente a Elena sobre las
agobiantes
llamadas de la prensa que había atendido, y otras que había rehusado atender, optando por pedir a Juma, su criado wakamba, que contestara él y dijera que el señor o la señora Woodrow no podían ponerse en ese momento… aunque había un joven educadísimo del
Telegraph
con el que le hubiera
encantado
hablar, sólo que Sandy se lo había prohibido so pena de muerte.

—Quizá te escriba, querida —respondió Elena a modo de consuelo.

La furgoneta Volkswagen con lunas ahumadas se detuvo en el camino de acceso de la casa de los Woodrow, Woodrow saltó del interior para cerciorarse de que no había periodistas, e inmediatamente después Gloria tuvo ocasión de contemplar por primera vez a Justin el viudo, el hombre que había perdido a su esposa y su hijo en el espacio de seis meses, Justin el marido engañado que ya no volvería a ser engañado, Justin el de los trajes ligeros hechos a medida y la mirada dulce, el clandestino fugitivo a quien ella debía esconder en el piso de abajo, quitándose el sombrero de paja mientras se apeaba de la furgoneta por la puerta trasera de espaldas al público, y dando las gracias a todos —es decir, a Livingstone el chófer, a Jackson el escolta, y a Juma que, como de costumbre, rondaba por allí ociosamente— con una compungida inclinación de su atractiva cabeza de cabello oscuro mientras pasaba con porte gallardo ante ellos, dispuestos en fila, en dirección a la puerta. Primero Gloria vio su cara en la negra sombra y luego a la débil luz del fugaz crepúsculo. Justin se acercó a Gloria y, con una voz tan resueltamente controlada que ella se habría echado a llorar, como más tarde hizo, dijo:

—Buenas noches, Gloria, agradezco mucho tu hospitalidad.

—Para nosotros es un
gran
consuelo hacer
cualquier
cosa que esté en nuestras manos por ayudar, Justin —musitó ella, besándole con cauta ternura.

—¿Y no se sabe nada de Arnold, presumo? ¿No ha llamado nadie mientras veníamos de camino?

—Nada de nada, lo siento —respondió Gloria. «Presumo», pensó. Ya lo creo que puedes presumir. Sólo un héroe tendría tal entereza.

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