El jardinero fiel (25 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
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—Gracias, Ham —dijo Justin, devolviendo el abrazo como buenamente pudo, ya que tenía los brazos inmovilizados contra el cuerpo—. Y gracias por venir a una hora tan inconveniente. No, eso ya lo llevaré yo. Tú coge la maleta.

—¡Por Dios, Justin, mira que no dejarme ir al funeral!

—Era mejor que te quedaras al pie del cañón —respondió Justin con tono afable.

—¿Abriga bastante ese traje? Viniendo de la soleada África, esto debe de parecerte el polo, ¿no?

Arthur Luigi Hammond era el único socio del bufete Hammond Manzini de Londres y Turín. El padre de Ham y el padre de Tessa, compañeros de promoción, estudiaron derecho e iniciaron sus prácticas como pasantes primero en la Universidad de Oxford y después en la de Milán. Celebrando una única ceremonia, se casaron en una enorme iglesia de Turín con dos hermanas de la aristocracia italiana, famosas ambas por su belleza. Cuando una de ellas dio a luz a Tessa, la otra dio a luz a Ham. A medida que los niños fueron creciendo, pasaron las vacaciones juntos en Elba, esquiaron juntos en Cortina y, como hermanos
de facto
, se licenciaron juntos, Ham con una mención honorífica por sus méritos deportivos en el equipo de rugby y un aprobado justo conseguido con muchos sudores, Tessa con un sobresaliente. Desde la muerte de los padres de Tessa, Ham había desempeñado el papel de tío sensato de Tessa, administrando celosamente el fideicomiso de su familia, realizando inversiones de una prudencia ruinosa en nombre de ella y, con la autoridad que le confería su prematura calvicie, refrenando los generosos impulsos de su prima a la par que se olvidaba de mandarle factura de sus propios honorarios. Era corpulento, de cara sonrosada y lustrosa, ojos chispeantes, y unas volubles mejillas que torcían el gesto o sonreían a cada soplo de brisa interior. Cuando Ham juega al gin rummy, decía siempre Tessa, conoces su mano antes que él sólo por la amplitud de su sonrisa al coger una carta.

—¿Por qué no metemos eso en el maletero? —vociferó Ham mientras se encajonaban en su minúsculo coche—. Está bien. En el suelo, pues. ¿Qué guardas ahí dentro? ¿Heroína?

—Cocaína —contestó Justin, echando una discreta ojeada a las filas de automóviles cubiertos de escarcha. En inmigración, dos mujeres policía le habían indicado que pasara con llamativa indiferencia. En el control de aduana, dos hombres ceñudos con traje y placa de identificación habían inspeccionado el equipaje de todos los pasajeros excepto Justin. Tres coches más adelante, un hombre y una mujer, con las cabezas casi tocándose, consultaban un plano en los asientos delanteros de un Ford berlina beige. En un país civilizado, nunca se sabe, caballeros, solía decir el hastiado instructor del curso de seguridad. Para ahorrarse sorpresas, den por supuesto que ellos andan siempre cerca.

—¿Listos? —preguntó Ham con escaso ímpetu, abrochándose el cinturón.

Inglaterra ofrecía un aspecto magnífico. Los rayos del sol de madrugada, casi rasantes, doraban los helados labrantíos de Sussex. Ham conducía como tenía por costumbre, a cien kilómetros por hora siendo ciento diez el límite de velocidad, diez metros por detrás del humeante tubo de escape del primer camión que se ponía a mano.

—Meg te manda recuerdos —informó entre dientes, en alusión a su muy embarazada esposa—. Se pasó una semana lloriqueando. Yo también. Todavía ahora se me saltan las lágrimas a la que me descuido.

—Lo siento —dijo Justin sencillamente, aceptando sin rencor el hecho de que Ham fuera una de esas personas que, ante la pérdida de un ser querido, buscan consuelo en el más afligido de los deudos.

—Ojalá encuentren a ese cabrón, ¿qué menos? —prorrumpió Ham unos minutos después—. Y cuando lo hayan colgado, ya puestos, que tiren al Támesis a los hijos de puta de la prensa. —Cambiando de tema, añadió—: Meg cumple unos días de condena con su inaguantable madre. A ver si eso le provoca el parto de una vez.

Volvieron a quedar en silencio, Ham mirando con semblante hosco las bocanadas de humo del camión que los precedía, Justin contemplando perplejo aquel país desconocido al que había representado durante media vida. El Ford beige los había adelantado, tomando el relevo un rollizo motorista vestido con ropa negra de cuero. En un país civilizado, nunca se sabe.

—Ah, por cierto, eres rico —anunció Ham de pronto cuando el campo abierto empezaba a dar paso a las zonas residenciales de las ameras—. No es que antes fueras un muerto de hambre precisamente, pero ahora estás podrido de dinero. El de su padre, el de su madre, el fideicomiso y toda la pesca. Además, te nombró administrador único de su fondo benéfico. Dijo que sabrías cómo emplearlo.

—¿Cuándo te dijo eso?

—Un mes antes de perder al niño. Su intención era dejar todos los cabos bien atados por si la palmaba. ¿Qué demonios querías que hiciera? —preguntó, interpretando erróneamente el silencio de Justin como un reproche—. ¿Quitárselo de la cabeza? ¿Avisarte? Era mi dienta, Justin. Yo era su abogado.

Sin apartar la vista del retrovisor exterior, Justin intentó apaciguarlo con buenas palabras.

—Y Bluhm es el otro
ejecutor
testamentario —agregó Ham en un furioso paréntesis—. Primero la ejecuta a ella y ahora ejecuta su testamento.

Las venerables oficinas de Hammond Manzini se hallaban en Ely Place, un pasaje particular con una verja a la entrada. Ocupaban dos plantas superiores de un carcomido edificio, y en las paredes revestidas de madera pendían las imágenes en estado de desintegración de los ilustres antepasados. Dos horas más tarde, los empleados bilingües hablarían en susurros a través de teléfonos mugrientos y las señoras con conjuntos de punto que trabajaban para Ham lidiarían con la tecnología moderna. Pero a las siete de la mañana, sólo se veían en Ely Place una docena de coches aparcados junto a la acera y una luz amarillenta procedente de la cripta de la capilla de Santa Etheldreda. Forcejeando con el pesado equipaje de Justin, subieron penosamente los cuatro tramos de la precaria escalera hasta el despacho de Ham, y luego un quinto hasta su monacal ático. En la reducida cocina-comedor-sala de estar colgaba una fotografía de Ham, más esbelto, en el momento de transformar un golpe de castigo para júbilo de un público universitario. En la reducida habitación de Ham donde supuestamente Justin debía cambiarse de ropa, Ham y Meg vestida de novia cortaban una tarta nupcial de tres pisos al son de las fanfarrias de un grupo de trompetistas italianos con mallas. Y en el reducido cuarto de baño donde se duchó había un antiguo óleo de la casa solariega de Ham en la parte más fría de Northumbria, principal razón de la penuria en que vivía.

—El maldito tejado del ala norte se vino abajo en bloque —explicaba Ham con orgullo a través del tabique de la cocina mientras cascaba huevos y movía sartenes ruidosamente—. Las chimeneas, las tejas, la veleta, el reloj, todo quedó reducido a escombros. Gracias a Dios, no pilló a
Rosanne
debajo, porque Meg había salido a montar un rato. Si hubiera estado en el huerto, le habría caído el campanario en plena cruz, que no sé muy bien qué parte de su anatomía es.

Justin abrió el grifo del agua caliente, y el chorro le quemó de inmediato la mano.

—¡Vaya un susto se habría llevado, el pobre animal! —exclamó Justin compasivamente, añadiendo agua fría.

—En Navidad me envió un libro
extraordinario
—dijo Ham a voz en cuello, con los chasquidos del beicon de fondo—. No Meg. Tess. ¿No te lo enseñó por casualidad? ¿El librito que me envió? ¿En Navidad?

—No, Ham, no lo creo —respondió Justin, lavándose el pelo con jabón de mano a falta de champú.

—Era de un místico hindú. Rahmi no sé cuántos. ¿Te suena? Tengo el resto del nombre en la punta de la lengua.

—Pues no.

—Decía que debemos amarnos los unos a los otros pero sin apego. Me pareció mucho pedir.

Cegado por el jabón, Justin lanzó un gruñido de conformidad.


Libertad, amor y acción…
, ése era el título. ¿Qué demonios esperaba que hiciera yo con libertad, amor y acción? Soy un hombre casado, joder. Con un hijo en camino. Además, soy católico. Tess también lo era hasta que renegó, la muy desvergonzada.

—Supongo que deseaba agradecerte todas esas gestiones que hacías por encargo de ella —sugirió Justin, aprovechando la coyuntura pero procurando conservar el tono desenfadado de la conversación.

La comunicación con el otro lado del tabique se cortó momentáneamente. Más chasquidos y a continuación una sarta de heréticos improperios y olor a quemado.

—¿De qué gestiones me hablas? —bramó Ham con recelo—. Pensaba que en teoría tú no debías estar enterado de eso. Según Tess, eran secreto absoluto, esas gestiones. «Manténgase siempre fuera del alcance de los Justins». Advertencia de las autoridades sanitarias. Eso ponía como asunto en todos sus mensajes de correo electrónico.

Justin había encontrado una toalla, pero los ojos le escocieron aún más al frotárselos.

—No es que estuviera enterado exactamente, Ham. Digamos, más bien, que lo adiviné —explicó a través del tabique con igual naturalidad que antes—. ¿Qué te encargaba? ¿Envenenar el agua de los pantanos?

No hubo respuesta. Ham estaba absorto en sus tareas culinarias. Justin buscó a tientas una camisa limpia.

—¿No irás a decirme que te hacía repartir panfletos subversivos sobre la deuda del tercer mundo? —añadió.

—Me pedía información sobre empresas —lo oyó contestar Justin en medio de un nuevo traqueteo de sartenes—. ¿Dos huevos o sólo uno? Son de nuestras gallinas.

—Me basta con uno, gracias. ¿Qué información en particular?

—Todo lo que se le antojaba. Cuando a ella le parecía que estaba apoltronándome y echando tripa, zas, otro mensaje para que le encontrara datos sobre tal o cual empresa. —Más ruido de cacharros desvió la atención de Ham por otros derroteros—. Hacía trampas jugando al tenis, ¿lo sabías? En Turín. La descarada de Tess y yo formamos pareja en un torneo infantil de dobles por eliminatorias. Se pasaba el partido entero mintiendo como una bellaca. Protestaba cualquier decisión desfavorable del juez de línea. Para ella siempre era «fuera». Aunque hubiera botado dentro a un metro de la línea, tanto le daba. Siempre «fuera». «Soy italiana», dijo. «Me lo puedo permitir». «¡Qué italiana ni qué puñetas!», le contesté. «Eres inglesa hasta la médula, igual que yo». Sabe Dios qué habría hecho yo si hubiéramos ganado. Devolver la copa, supongo. No, imposible. Tess me habría matado. ¡Dios mío, lo siento!

Justin entró en la sala para ocupar su sitio ante su plato, un grasiento vertedero de beicon, salchichas, huevo, tomates y pan fritos. Ham, aún de pie, se había llevado una mano a la boca, azorado por su desafortunada elección de metáfora.

—¿Qué clase de empresas exactamente, Ham? No pongas esa cara. Vas a hacerme perder el apetito.

—Los propietarios —dijo Ham por entre los nudillos a la vez que se sentaba a la minúscula mesa frente a Justin—. Su interés se centraba en los propietarios. Quiénes eran los propietarios de dos empresuchas de medio pelo radicadas en la isla de Man. ¿Sabes si alguien más la llamaba Tess? —preguntó, todavía turbado—. Aparte de mí.

—En mi presencia no. Y en la suya menos. En cuanto a «Tess», tú tenías reservados todos los derechos.

—La quería con toda mi alma, ya lo sabes.

—Y ella te quería a ti. ¿Qué clase de empresas?

—Los derechos de propiedad intelectual. Nunca me lo monté con ella, que conste. Era una relación demasiado cercana.

—Y por si tienes alguna duda, eso mismo ocurría con Bluhm.

—¿Es un hecho confirmado?

—Tampoco la mató. Es tan culpable de su muerte como podamos serlo tú o yo.

—¿Seguro?

—Seguro.

El rostro de Ham se iluminó.

—La buena de Meg no se dejó convencer. No conocía a Tess como yo, claro. Lo nuestro era una cosa aparte. Irrepetible. «Tess tiene
colegas
», le expliqué. «Compañeros. El demonio del sexo no interviene para nada». Si no te importa, le contaré lo que acabas de decirme. Se alegrará. Toda esa mierda de la prensa… De rebote me ha salpicado también a mí.

—Así pues, ¿dónde estaban registradas esas empresas? ¿Cómo se llamaban? ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. ¿Cómo no voy a acordarme con Tess machacando sobre el tema día sí día no?

Ham servía el té, sujetando la tetera con las dos manos, una para el recipiente y la otra para evitar que se cayera la tapa, y rezongando sin cesar. Finalizada la operación, se recostó contra el respaldo de la silla y, con la tetera todavía entre las manos, bajó la cabeza como si se dispusiera a embestir.

—Veamos —planteó agresivamente—. Dime a qué sector pertenece la pandilla de sinvergüenzas más herméticos, taimados, falsos e hipócritas que he tenido el dudoso placer de echarme a la cara.

—Defensa —mintió Justin de manera subrepticia.

—Te equivocas. La industria farmacéutica. Le da cien vueltas a defensa. Ya lo tengo. Sabía que me acordaría: Lorpharma y Pharmabeer.

—¿Quiénes?

—Lo encontré en una revistucha médica. Lorpharma descubrió la molécula y Pharmabeer patentó el procedimiento. Sabía que me acordaría. Sabe Dios cómo se les ocurren semejantes nombres a esos fulanos.

—El procedimiento ¿para qué?

—Para producir la molécula, tarado, ¿para qué va a ser?

—¿Qué molécula?

—Vete tú a saber. Pasa lo mismo que con los textos jurídicos pero aún más exagerado. Aparecían palabras que no había leído en la vida, y que espero no volver a leer. Encandilan a los clientes a golpes de ciencia. Así los mantienen en su sitio.

Después del desayuno bajaron al piso inmediatamente inferior y guardaron la bolsa de piel en la cámara acorazada de Ham, contigua a su despacho. Con los labios apretados en un esfuerzo de discreción y la vista al cielo, Ham marcó la combinación y tiró de la puerta para dejar entrar a Justin solo. Luego observó desde el umbral mientras Justin depositaba la bolsa en el suelo junto a una pila de antiguas cajas de piel con la dirección del bufete en Turín repujada en la tapa.

—Y eso fue sólo el principio, no vayas a creer —advirtió Ham misteriosamente, simulando indignación—. Una vuelta de calentamiento a medio galope antes de entrar de verdad en materia. Luego vinieron los nombres de los directores de todas las empresas propiedad de la compañía Karel Vita Hudson de Vancouver, Seattle, Basilea, más todas las ciudades de las que hayas oído hablar desde Oshkosh hasta East Pinner. Y «¿qué hay de cierto en los tan pregonados rumores acerca de la inminente quiebra de la noble y vetusta casa de Bolas, Birmingham Bazofia Sociedad Anónima o comoquiera que se llamen, más conocida como TresAbejas, de la que es presidente de por vida y señor del universo un tal sir Kenneth K. Curtiss?». ¿Tenía algún otro encargo para mí?, te preguntarás. Pues sí, claro, faltaría más. Le sugerí que lo buscara por Internet, pero me dijo que la mitad de la información que quería estaba clasificada X, o lo que sea que hagan cuando no les interesa que el ciudadano de a pie ande curioseando en sus asuntos. Le dije: «Por Dios, Tess, eso va a llevarme semanas, mujer. Meses». ¿Crees que eso le importó mucho? ¡Qué va! Era Tess, por Dios. Yo habría saltado de un globo sin paracaídas si me lo hubiera pedido.

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