El jardinero fiel (23 page)

Read El jardinero fiel Online

Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
11.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Sí, me parece que sí. Ah, sí, Marsabit. Claro. ¿Por qué?

—¡Vaya, estupendo! Has oído hablar de Marsabit. ¿Dónde está?

—Tocando al desierto de Chalbi.

—¿Al este del lago Turkana, pues?

—Si la memoria no me falla, sí. Es algo así como un centro administrativo. Un punto de reunión para los trotamundos de paso por la región septentrional.

—¿Has estado allí alguna vez?

—Lamentablemente, no.

—¿Conoces a alguien que haya estado?

—No, diría que no.

—¿Tienes idea de qué servicios ofrece Marsabit al fatigado viajero?

—Creo que hay alojamiento. Y un cuartelillo de la policía. Y una reserva natural.

—Pero nunca has estado allí.

Justin no ha estado.

—¿Ni has enviado a nadie?

Justin no ha enviado a nadie.

—¿Y cómo es que lo conoces tan bien? ¿Eres vidente, quizá?

—Cuando me asignan un destino, una de mis obligaciones es estudiar el mapa del país.

—Justin, según cierta información que nos ha llegado, un camión de safari verde, con chasis largo, hizo noche en Marsabit un par de días antes del asesinato —explica Lesley una vez concluida la ritual exhibición de agresividad—. A bordo iban dos hombres blancos. Por la descripción, tienen toda la apariencia de cazadores blancos. Más o menos de tu edad, en buena forma, ropa caqui y, como dice Rob, botas relucientes. No cruzaron palabra con nadie, salvo entre sí. No tontearon con un grupo de chicas suecas en el bar. Compraron provisiones en la tienda. Combustible, tabaco, agua, víveres. El tabaco era Sportsman; la cerveza, Whitecap embotellada. La Whitecap sólo se vende en botellas. Se marcharon a la mañana siguiente, rumbo oeste a través del desierto. Viajando sin parar, podían llegar a la orilla del lago Turkana por la noche. Podían llegar incluso a Allia Bay. Las botellas de cerveza vacías que encontramos cerca del lugar del asesinato eran de Whitecap. Las colillas eran de Sportsman.

—¿Sería una simpleza preguntar si el hotel de Marsabit lleva un registro de huéspedes? —sugiere Justin.

—Faltaba una hoja —declara Rob con tono triunfal, dejándose caer contra el respaldo—. Inoportunamente arrancada. Además, el personal no se acuerda de una mierda. Están tan asustados que no se acuerdan ni de cómo se llaman. Alguien tuvo también una charla en privado con ellos, suponemos. Los mismos que tuvieron la charla con las enfermeras del hospital.

Sin embargo, éste es para Rob el canto del cisne en su papel de verdugo de Justin, hecho que, al parecer, él mismo reconoce, ya que tuerce el gesto, se tira de la oreja y casi deja traslucir una expresión de disculpa, pero entretanto Justin cobra vida. Inquieto, mira alternativamente a Rob y Lesley. Aguarda la siguiente pregunta y, viendo que no la hay, formula él la suya.

—¿Y el registro de vehículos?

La idea provoca sarcásticas risas en los dos policías.

—¿En Kenia? —dicen.

—Las compañías de seguros, pues. Los importadores, los concesionarios. No puede haber en Kenia tantos camiones verdes de safari con chasis largo. Basta con hacer previamente una criba.

—Los azules, como llaman aquí a la policía, trabajan en ello a marchas forzadas —explica Rob—. Para el próximo milenio, si tenemos mucha mano izquierda, quizá nos den una respuesta. Los importadores tampoco han brillado por su eficiencia, para ser sinceros —prosigue, lanzando una maliciosa mirada a Lesley—. Hay una modesta empresa llamada Bell, Barker Benjamin, más conocida como TresAbejas… ¿te suena? El presidente vitalicio es un tal sir Kenneth K. Curtiss, golfista y granuja, Kenny K para los amigos.

—En África todo el mundo conoce las TresAbejas —responde Justin, volviendo a ponerse en guardia al instante. Ante la duda, miente—. Y a sir Kenneth, claro está. Es un personaje.

—¿Un personaje querido?

—Admirado, sería la palabra. Es el dueño de un club de fútbol keniano con muchos seguidores. Y siempre lleva una gorra de béisbol del revés —añade con tan patente aversión que los dos agentes no pueden evitar reírse.

—TresAbejas ha mostrado una gran presteza, por así decirlo, pero escasos resultados —continúa Rob—. Muy serviciales pero muy poco servicio. «No hay problema, agente. Cuente con ello para la hora del almuerzo, agente». Pero la hora del almuerzo era hace una semana.

—Me temo que por aquí ésa es la norma para mucha gente —lamenta Justin con una sonrisa de aburrimiento—. ¿Lo habéis intentado con las aseguradoras?

—TresAbejas acapara también los seguros de automóvil. No podía ser de otro modo, ¿no? Seguro a terceros gratuito por la compra de uno de sus vehículos. Aun así, tampoco nos han servido de gran ayuda. No en lo que se refiere a camiones verdes de safari en buen estado.

—Entiendo —dice Justin con apatía.

—Tessa no los tendría en el punto de mira, ¿verdad? —pregunta Rob con su tono más despreocupado—. A las TresAbejas, me refiero. Por lo visto, Kenny K es una persona muy próxima al trono de Moi, y no sería raro que en algún momento tu mujer hubiera puesto el grito en el cielo por una cosa así, ¿no?

—Ah, no me extrañaría —dice Justin con igual vaguedad—. Alguna que otra vez. Por fuerza.

—Lo cual podría ser la razón de que no recibamos esa pequeña ayuda que solicitamos de la honorable casa de las TresAbejas respecto al misterioso vehículo y un par de asuntos más sin relación directa con éste. Ocurre sencillamente que su influencia se extiende también a otras áreas, ¿no? Lo abarcan todo, desde el jarabe para la tos hasta los vuelos chárter privados, según nos han dicho, ¿verdad, Les?

Justin esboza una distante sonrisa, pero prefiere no fomentar el interés en ese tema de conversación, ni siquiera, aunque está tentado, con la graciosa anécdota de la apropiación de la gloria napoleónica o la absurda coincidencia del vínculo entre Tessa y la isla de Elba. Y omite asimismo cualquier alusión a la noche en que regresó del hospital con ella, y a aquellos hijos de puta de las TresAbejas que habían matado a Wanza con su veneno.

—Pero no estaban en la lista negra de Tessa, dices —prosigue Rob—. Lo cual resulta sorprendente, teniendo en cuenta las acusaciones de sus numerosos detractores. «El puño de hierro con guante de hierro», así los describió recientemente, si no recuerdo mal, un parlamentario de Westminster a propósito de cierto escándalo olvidado. Sospecho que a ese parlamentario tardarán mucho en ofrecerle un safari con todos los gastos pagados, ¿eh, Les? —pregunta a su compañera, y Les asiente con rotundidad—. Kenny K y sus TresAbejas. Parece el nombre de un grupo de rock. A pesar de todo, Tessa no decretó una de sus fetuas contra ellos, por lo que tú sabes.

—No que yo sepa, no —contesta Justin, sonriendo por el uso de «fetua».

Rob no desiste.

—Basada en… no sé… alguna mala experiencia de ella y Arnold en su trabajo de campo, pongamos…, una negligencia de algún tipo… de tipo farmacéutico, quizá. Aunque a ella le interesaba sobre todo el lado médico del asunto, ¿no? Y también a Kenny K le interesa… cuando no está en el campo de golf con los chicos de Moi o a bordo de su Gulfstream, volando de un sitio a otro para comprar más empresas.

—Ah, sí, en efecto —responde Justin, pero con tal desgana, por no decir manifiesta indiferencia, que obviamente no cabe esperar mayores aclaraciones.

—Así pues, si te contara que Tessa y Arnold presentaron reiteradas quejas a diversos departamentos de la expandida casa de las TresAbejas en las últimas semanas, que mandaron cartas y pidieron entrevistas y recibieron persistentes evasivas por las molestias, mantendrías que nada de eso había llegado a tu conocimiento en modo alguno. Es una pregunta.

—Me temo que sí.

—Tessa escribe una serie de virulentas cartas dirigidas a Kenny K personalmente. Entregadas en propia mano o certificadas. Telefonea a su secretaria tres veces al día y lo bombardea con mensajes de correo electrónico. Intenta abordarlo a la entrada de su finca a orillas del lago Naivasha y a las puertas de la distinguida nueva sede de la compañía, pero sus muchachos lo avisan a tiempo y utiliza la escalera de atrás, para diversión de sus empleados. ¿Me dirías, con Dios como testigo, que todo esto es nuevo para ti?

—Con o sin Dios, es nuevo para mí.

—Sin embargo no te noto muy sorprendido.

—¿No? ¡Qué raro! Creía estar atónito. Quizá no revelo mis emociones como debiera —replica Justin, con una mezcla de enojo y reserva que coge desprevenidos a los dos policías, ya que ambos alzan la cabeza casi en ademán de respetuoso saludo.

Pero Justin no tiene interés en las respuestas de los agentes. Sus engaños y los de Woodrow son de muy distinta naturaleza. En tanto que Woodrow se esforzaba por olvidar, a Justin lo asaltan en todas direcciones recuerdos medio rescatados: retazos de conversaciones entre Bluhm y Tessa que, por respeto, se había obligado a no oír, pero ahora vuelven poco a poco a su memoria; la exasperación de Tessa, disfrazada de silencio, cuando el omnipresente nombre de Kenny K se pronuncia ante ella, en relación por ejemplo con el inminente otorgamiento del título que le permitirá acceder a la Cámara de los Lores, lo cual se da ya por hecho en el club Muthaiga, o por ejemplo con los insistentes rumores de una colosal fusión entre TresAbejas y un conglomerado multinacional de dimensiones aún mayores. Justin recuerda su implacable boicot a todos los productos de TresAbejas —su cruzada antinapoleónica, como ella misma la llamaba irónicamente—, desde los alimentos y detergentes para el hogar que la legión doméstica de vagabundos acogidos por Tessa tenía prohibido comprar bajo pena de muerte, hasta los restaurantes de carretera y las gasolineras, aceites y baterías que no dejaba utilizar a Justin cuando salían juntos en coche, y sus vehementes maldiciones siempre que un anuncio de TresAbejas con el emblema robado a Napoleón les sonreía maliciosamente desde una valla publicitaria.

—Oímos con frecuencia el término «radical», Justin —comenta Lesley, surgiendo de entre sus anotaciones para irrumpir de nuevo en los pensamientos de Justin—. ¿Era Tessa una radical? Radical en el sentido de «activista», como lo entendemos en el mundo de donde nosotros venimos. «Si algo no te gusta, ponle una bomba», esa clase de tendencias. Tessa no andaba metida en eso, ¿verdad? Ni Arnold. ¿O sí?

La respuesta de Justin tiene el tonillo de hastío de un informe repetido por exigencia de un jefe de departamento pedante.

—Tessa creía que la búsqueda irresponsable del beneficio empresarial está destruyendo al planeta, y en particular a los países emergentes. Bajo la falsa apariencia de inversión, el capital occidental deteriora el medio ambiente autóctono y fomenta el ascenso de las cleptocracias. A eso se reducía su razonamiento. Hoy en día apenas puede considerarse radical. De hecho es una opinión muy difundida en los pasillos de la comunidad internacional. La he oído incluso en la comisión a la que pertenezco. —Vuelve a interrumpirse y, durante la pausa, recuerda la ingrata visión de Kenny K, descomunalmente obeso, golpeando la bola en la salida del primer hoyo del club Muthaiga en compañía de Tim Donohue, nuestro caduco jefe de espionaje—. Por el mismo razonamiento, las ayudas al tercer mundo son una forma de explotación bajo otro nombre. Los beneficiarios son los países que prestan dinero con intereses, los políticos y funcionarios africanos que se embolsan sustanciosos sobornos, y los contratistas y proveedores de armas que se llevan pingües ganancias. Las víctimas son el hombre de la calle, el desarraigado, el pobre y el muy pobre. Y los niños sin futuro —concluye, citando textualmente a Tessa y acordándose de Garth.

—¿Tú también lo crees? —pregunta Lesley.

—En mi caso, es ya un poco tarde para creer en algo —contesta Justin con mansedumbre. Tras un momento de silencio añade, con menos mansedumbre—: Tessa era esa rara excepción: el abogado que cree en la justicia.

—¿Por qué se dirigían al yacimiento de Leakey? —dice Lesley después de asentir calladamente a la anterior declaración de Justin.

—Quizá Arnold tenía que ir allí en representación de su oenegé. Leakey no es hombre que desatienda el bienestar de los nativos africanos.

—Quizá —admite Lesley, escribiendo con ademán pensativo en una libreta de contratapa verde—. ¿Lo conocía Tessa personalmente?

—Diría que no.

—¿Y Arnold?

—No tengo la menor idea. Tal vez deberías preguntárselo a Leakey.

—El señor Leakey no había oído hablar de ninguno de los dos hasta que encendió el televisor la semana pasada —responde Lesley con pesimismo—. En el presente el señor Leakey reside la mayor parte del tiempo en Nairobi, intentando actuar como mala conciencia de Moi y encontrando serios problemas para hacer llegar su mensaje.

Con una mirada, Rob pide la aprobación de Lesley y recibe de ella un velado gesto de asentimiento. Se inclina y empuja agresivamente el casete en dirección a Justin: habla para este aparato.

—¿Y qué es la peste blanca si puede saberse? —inquiere, insinuando con su tono imperioso que Justin es responsable directo de su propagación—. ¿Qué es? Adelante.

Una estoica inmovilidad se instala una vez más en el rostro de Justin. Su voz se refugia en su caparazón oficial. Caminos de enlace se abren nuevamente ante él, pero son de Tessa, y piensa recorrerlos él solo.

—La peste blanca es el término popular por el que se conocía antiguamente a la tuberculosis —explica—. El abuelo de Tessa murió de ese mal. Ella presenció su muerte de niña. Tenía un libro con ese título. —No añadió, sin embargo, que el libro se hallaba en su mesilla de noche hasta que él lo trasladó a la bolsa de piel.

Ahora le corresponde a Lesley hablar con cautela.

—¿Sentía Tessa especial interés en la tuberculosis por esa razón?

—No sé si especial. Como habéis dicho, empezó a interesarse por diversas cuestiones médicas a raíz de su trabajo en los barrios pobres, entre ellas la tuberculosis.

—Pero, Justin, si su abuelo murió de eso…

—Tessa rechazaba explícitamente el sentimentalismo con que la literatura ha tratado esa enfermedad —prosigue Justin con tono severo, sin dejarla acabar—. Keats, Stevenson, Coleridge, Thomas Mann… Solía decir que quienes encontraban romántica la tuberculosis deberían haber pasado unos días sentados junto al lecho de su abuelo.

Rob consulta de nuevo a Lesley con la mirada, y de nuevo recibe un discreto gesto de asentimiento.

—¿Te sorprendería, pues, saber que en un registro no autorizado del apartamento de Arnold Bluhm descubrimos una copia de una carta que él envió hace tiempo al director comercial de TresAbejas, advirtiéndole de los efectos secundarios de un nuevo fármaco para el tratamiento rápido de la tuberculosis distribuido por su compañía?

Other books

The Voyage by Murray Bail
The Two Torcs by Debbie Viguie
A Grave Man by David Roberts
Sophie's Path by Catherine Lanigan
Alien Dragon by Sophie Stern
Shifter Legends by Kaylee Song