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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (26 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—Y en resumidas cuentas, ¿qué averiguaste?

Ham sonreía ya con ingenuo orgullo.

—KVH de Vancouver y Basilea posee el cincuenta y uno por ciento de las empresas biotecnológicas de medio pelo radicadas en la isla de Man, Lor como se diga y Pharma no sé qué. TresAbejas de Nairobi tiene los derechos exclusivos de importación y distribución de la susodicha molécula, más sus derivados, para todo el continente africano.

—¡Ham, eres increíble!

—Lorpharma y Pharmabeer son propiedad de la misma banda de los tres. O lo eran hasta que vendieron su cincuenta y uno por ciento. Un tipo y dos fulanas. El tipo se llama Lorbeer. Suma Lor más Beer más Pharma, y tendrás Lorpharma y Pharmabeer. Las fulanas son dos médicas. Domicilio: la casa de un gnomo suizo que vive en un buzón de Liechtenstein.

—¿Nombres?

—Lara… algo. Lo tengo anotado. Ah, sí, Lara Emrich. Eso era.

—¿Y la otra?

—Se me ha olvidado. No, espera. Kovacs. Nombre de pila desconocido. Yo me enamoré de Lara. Mi canción preferida. En tiempos pasados. Del
Doctor Zhivago
. También lo fue de Tess por aquel entonces. Joder.

Una lógica pausa mientras Ham se suena y Justin espera.

—Y dime, Ham, ¿qué hiciste con esa valiosa información una vez obtenida? —preguntó Justin con delicadeza.

—La llamé a Nairobi y se la leí por teléfono. Loca de contenta, se puso. Me dijo que era su héroe… —Ham se interrumpió, alarmado por la expresión de Justin—. No a
vuestro
teléfono, idiota; al de algún amigo suyo del norte del país. «Debes ir a una cabina, Ham, y telefonearme al número que ahora te daré. ¿Tienes un bolígrafo a mano?». Tan marimandona como siempre, ella. En cuanto al teléfono, iba con pies de plomo. Había ahí algo de paranoia, diría yo. Aunque algunos paranoicos tienen enemigos reales, ¿no?

—Tessa los tenía —afirmó Justin, y Ham lo miró de un modo raro, que fue haciéndose más raro cuanto más lo miraba.

—No pensarás que es eso lo que pasó, ¿verdad? —preguntó Ham con voz apagada.

—¿A qué te refieres?

—¿A si Tess se enfrentó con esa gente del sector farmacéutico?

—Es una posibilidad.

—Pero, o sea…, Dios mío, no pensarás que la eliminaron para taparle la boca, ¿no? O sea…, ya sé que no son precisamente unos santos…

—Estoy seguro de que son todos unos abnegados filántropos, Ham. Todos, del primero al último millonario.

Siguió un largo silencio, roto finalmente por Ham.

—Madre mía. Dios bendito. Vaya, vaya. Hay que andarse con mucho cuidado, ¿eh?

—Exactamente.

—La hundí en la mierda con esa llamada telefónica.

—No, Ham. Te dejaste las uñas por ella, y te adoraba.

—Vaya, vaya. Dios bendito. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Sí. Consígueme una caja. Una caja de cartón resistente servirá. ¿Tienes algo así?

Alegrándose de recibir un encargo, Ham salió disparado y, tras muchos juramentos, regresó con una cubeta de plástico. Agachándose junto a la bolsa de piel, Justin abrió los candados, soltó las correas y, colocándose de manera que su espalda impidiera a Ham ver la maniobra, trasladó a la cubeta el contenido de la bolsa.

—Y ahora, si puede ser, necesitaría un buen fajo de carpetas con la documentación más soporífera que tengas sobre la transmisión de bienes de la familia Manzini. Números atrasados, digamos. Esa clase de papeles que uno guarda pero nunca consulta. En cantidad suficiente para llenar esta bolsa.

Así que Ham le buscó también las carpetas, tan viejas y manoseadas como Justin quería. Y lo ayudó a meterlas en la bolsa de piel vacía. Y observó a Justin ajustar las correas y cerrar los candados. Siguió observándolo desde la ventana cuando Justin, bolsa en mano, se alejó por el pasaje para coger un taxi. Y cuando Justin se perdió de vista, Ham, en una espontánea invocación a la Virgen, musitó:

—¡Madre de Dios!

—Buenos días, señor Quayle. ¿Me permite su bolsa? He de pasarla por el control de rayos X si no le importa. Son las nuevas normas. Las cosas han cambiado desde nuestra época, ¿verdad? O la de su padre. Gracias, señor. Aquí tiene el resguardo, ¿ve? Todo en regla y más claro que el agua, como suele decirse. —En voz más baja—: Le acompaño en el sentimiento. La noticia nos ha afectado mucho a todos.

—¡Buenos días, señor Quayle! Es un placer tenerlo otra vez entre nosotros. —Bajando también la voz—: Mis más sinceras condolencias. Y lo mismo de parte de mi señora.

—Nuestro más sentido pésame, señor Quayle. —Otra voz, echándole al oído una vaharada con efluvios de cerveza—. La señorita Landsbury dice que haga usted el favor de subir directamente. Bienvenido a casa.

Pero el Foreign Office no era ya su casa. El absurdo vestíbulo, concebido para instilar terror en los corazones de los príncipes hindúes, transmitía sólo una sensación de envarada impotencia. Los retratos de altivos bucaneros con peluca no le dirigían ya su familiar sonrisa.

—Justin. Soy Alison. No nos habían presentado. Lamento que hayamos tenido que conocernos en circunstancias tan
tan
horribles. ¿Cómo estás? —dijo Alison Landsbury, apareciendo con postiza circunspección en el umbral de la puerta de tres metros y medio de altura de su despacho y estrechándole la mano entre las suyas por un momento antes de dejársela suspendida en el aire—. Estamos todos
tan tan
tristes. Tan absolutamente horrorizados. Y tú demuestras tanto valor, viniendo aquí tan pronto. ¿De verdad estás en condiciones de hablar con lucidez? No entiendo cómo eres capaz.

—Tenía curiosidad por saber si os han llegado noticias de Arnold.

—¿Arnold?… Ah, el enigmático doctor Bluhm. Ni una palabra, me temo. Debemos esperar lo peor —respondió Alison, sin precisar en qué podía consistir «lo peor»—. En todo caso, no es súbdito británico, ¿eh que no? —Más animada—. Dejemos que nuestros amigos belgas cuiden de los suyos.

El despacho, de una altura equivalente a dos pisos, tenía molduras doradas, radiadores negros de los tiempos de la guerra y un balcón con vistas a unos jardines muy privados. Había dos sillones y Alison Landsbury había colocado una rebeca en el respaldo del suyo para que nadie lo ocupara por error. Había café en un termo para que no fuera necesario interrumpir la entrevista. Se respiraba una atmósfera misteriosamente densa, indicio de la reciente presencia de otros cuerpos. Cuatro años ministra consejera en Bruselas, tres años agregada de defensa en Washington, repasó Justin mentalmente, remitiéndose a la guía diplomática. Tres años más adscrita a la Comisión Mixta de Inteligencia. Nombrada jefa de personal hacía seis meses. Nuestras únicas comunicaciones directas: una carta para sugerirme que cortase las alas a mi esposa (caso omiso); un fax para ordenarme que no visite mi propia casa (demasiado tarde). Justin se preguntó cómo sería la casa de Alison, y le atribuyó un enorme piso en una finca regia detrás de Harrod’s, con el club de bridge a mano para las partidas del fin de semana. Era enjuta y fibrosa, contaba cincuenta y seis años y llevaba luto por Tessa. Un masculino sello adornaba el dedo medio de su mano izquierda. Justin supuso que lo había heredado de su padre. En una fotografía colgada en la pared, se la veía salir en coche del club de golf de Moor Park. En otra —elección poco afortunada, a juicio de Justin—, estrechaba la mano a Helmut Kohl. Pronto pondrán tu nombre a una residencia femenina de estudiantes y te otorgarán el título de dama del Imperio Británico, se dijo.

—Me he pasado la mañana entera pensando en todo lo que
no
voy a decirte —empezó Alison, proyectando la voz hacia el fondo de la sala en atención a quienes habían llegado tarde—. Y en todo lo que sencillamente no debemos decidir todavía.
No
voy a preguntarte cómo ves tu futuro. Ni a hablarte de cómo lo vemos
nosotros
. Estamos todos demasiado alterados —concluyó con doctoral satisfacción—. A propósito, soy lisa y llana como un bizcocho. No esperes en mí múltiples capas. Cortes por donde cortes, verás lo mismo. —Frente a ella, en la mesa, tenía un ordenador portátil, que podría haber sido el de Tessa. Mientras hablaba, pulsaba la pantalla con un puntero gris rematado en forma de gancho como una aguja de croché—.
Debo
comentarte ciertas cuestiones y no me andaré con rodeos. —Pulsó—. Ah, sí. En primer lugar, la baja indefinida por enfermedad. Indefinida porque el alta dependerá obviamente del dictamen médico. Por enfermedad porque, seas consciente o no, estás bajo los efectos del trauma. —Para que te enteres. Pulsó—. Por otro lado, proporcionamos terapia, y me atrevería a decir que, gracias a nuestra larga experiencia, con muy buenos resultados. —Tras una triste sonrisa, volvió a pulsar—. La doctora Shand. Cuando salgas, Emily te dará las
coordonnées de
la doctora Shand. Provisionalmente, te hemos concertado hora para mañana a las once, pero cambiala a tu conveniencia. Tiene la consulta en Harley Street, esquina con… ¿cuál era la otra calle? Por cierto, ¿te importa que sea una mujer?

—En absoluto —contestó Justin, mostrando una disposición favorable.

—¿Dónde te has instalado?

—En nuestra casa.
Mi
casa, a partir de ahora. En Chelsea.

Alison frunció el entrecejo.

—Pero ésa no es la casa de tu familia, ¿no?

—De la familia de Tessa.

—Ah. Pero tu padre tenía una casa en Lord North Street. Preciosa, si no recuerdo mal.

—La vendió antes de morir.

—¿Piensas quedarte en Chelsea?

—Por el momento sí.

—En ese caso, al salir, déjale a Emily las
coordonnées
de esa casa si eres tan amable. —De vuelta a la pantalla. ¿Leía en ella o se ocultaba en ella?—. La doctora Shand no es cosa de un solo día; es un tratamiento continuado. Alterna las sesiones individuales con la terapia en grupo. Y fomenta la interacción entre pacientes con problemas análogos. A menos que sea desaconsejable por motivos de seguridad, claro está. —Pulsó—. Y si en lugar de la doctora Shand, o además, quieres un sacerdote, disponemos de representantes de todas las confesiones autorizados para acceder casi sin restricciones a información confidencial, así que sólo tienes que pedirlo. A este respecto, nuestra idea es aceptar cualquier posibilidad, a condición de que sea segura.

Quizá eso incluye también la acupuntura, pensó Justin. Pero en otro apartado de su mente se preguntaba por qué le ofrecían confesores con acceso a información confidencial si él no tenía ningún secreto que confesar.

—Ah, ¿y desearías un refugio, Justin? —Pulsó.

—¿Cómo dices?

—Una casa tranquila. —El énfasis en «tranquila», como si dijera casa
adosada
—. Un sitio alejado del mundanal ruido hasta que amaine el temporal, donde puedas llevar una vida por completo anónima, recuperar el equilibrio, dar largos paseos por el campo, dejarte caer por Londres para visitarnos cuando te necesitemos o viceversa, volver a retirarte. Porque es una de las opciones que te ofrecemos. No totalmente gratis en tu caso, pero costeada en su mayor parte por el gobierno de Su Majestad. Consúltalo con la doctora Shand antes de decidirlo, ¿te parece?

—Si tú lo dices…

—Sí, será lo mejor. —Pulsó—. Has sufrido una gran humillación pública. ¿Cómo te ha afectado, en tu opinión?

—A decir verdad, no he pasado mucho tiempo en público. No sé si recordarás que me teníais escondido.

—La has sufrido igualmente. A nadie le gusta que lo presenten en el papel de marido engañado, a nadie le gusta que se airee su vida sexual en la prensa. En todo caso, no nos odias. No sientes indignación o rencor. No te consideras denigrado. No tienes deseos de venganza. Lo estás superando. Claro que sí. Eres de la vieja escuela.

No muy seguro de si aquello era una pregunta, una queja o una definición de persistencia, Justin lo dejó pasar, prefiriendo dirigir la atención hacia una malhadada begonia de color melocotón que crecía en una maceta situada demasiado cerca de uno de los radiadores de los tiempos de la guerra.

—Parece que tengo aquí una nota de tesorería. ¿Quieres seguir con esto o tienes ya bastante por añora? —Alison continuó sin esperar la respuesta—. Naturalmente te mantenemos la paga completa. En cuanto al plus por matrimonio, dejarás de percibirlo, me temo, haciéndose efectiva la cancelación el día mismo en que enviudaste. Son asuntos espinosos que es necesario abordar, Justin, y por experiencia sé que es mejor abordarlos y aceptarlos cuanto antes. Y respecto a la asignación por reinstalarte en el Reino Unido, está pendiente de la decisión sobre tu posterior destino, pero obviamente sería también la aplicable en el caso de personas solteras. Y bien, Justin, ¿es suficiente?

—¿Suficiente dinero?

—Suficiente información para organizarte de momento.

—¿Por qué? ¿Hay algo más?

Alison dejó el puntero y se volvió para mirarlo a la cara. Años atrás, Justin había cometido la temeridad de quejarse en una distinguida tienda de Piccadilly y el gerente lo recibió con esa misma fría mirada.

—Todavía no. Que sepamos, no. Estamos sobre ascuas. Bluhm continúa en paradero desconocido, y los truculentos artículos de la prensa no acabarán hasta que el caso se aclare de una manera u otra. Y tú vas a comer con Pellegrin.

—Sí.

—Todo un detalle de su parte. Has conservado la entereza, Justin; has resistido las presiones con dignidad, y hemos tomado nota de ello. Has estado sometido a una tensión espantosa, no me cabe duda. No sólo después de la muerte de Tessa, sino también antes. Deberíamos haber actuado con mayor firmeza y haberos obligado a volver aquí antes de que fuera demasiado tarde. Mirando hacia atrás, resulta obvio, me temo, que pecar por exceso de tolerancia fue la salida más fácil. —Pulsó y escrutó la pantalla con creciente desaprobación—. Y no has ofrecido ninguna entrevista a la prensa, ¿verdad? ¿No has hablado con
nadie
, ni oficial ni extraoficialmente?

—Sólo con la policía.

Pasó por alto esa cuestión.

—Ni debes hablar. Como es evidente. Ni siquiera para decir «sin comentarios». En tus circunstancias, tienes todo el derecho del mundo a colgarles el teléfono.

—Eso no me será muy difícil.

Pulsó. Guardó silencio por un instante. Volvió a observar la pantalla. Observó a Justin. Dirigió de nuevo la mirada a la pantalla.

—¿Y no te has quedado documentos o material de cualquier clase que nos pertenezca? ¿Que sea… cómo te diría… propiedad intelectual nuestra? Ya te lo han preguntado, pero he de insistir por si ha aparecido algo posteriormente, o aparece en el futuro. ¿Ha aparecido algo?

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