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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (51 page)

BOOK: El jardinero fiel
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Desde la calle Mayor de la pequeña ciudad Justin dobló a la izquierda y al noroeste para tomar Dawes Boulevard, recibiendo en su rostro oscurecido el azote íntegro del viento de la pradera mientras continuaba el examen cauteloso de su entorno. Sus tres años como agregado de economía en Ottawa no habían sido en vano. Aunque nunca había estado en este lugar, todo lo que veía le resultaba familiar. Nieve desde Halloween hasta Semana Santa, recordó. Plantar después de la primera luna de junio y cosechar antes de la primera helada de septiembre. Faltaban unas semanas antes de que el óxido empezara a asomar por los penachos de la hierba muerta y la llanura pelada. Al otro lado de la calle estaba la sinagoga, animada y funcional, construida por colonos abandonados en la estación con sus malos recuerdos, sus maletas de cartón y promesas de una tierra gratis. A cien metros se erigía la iglesia de los ucranianos, y al lado los católicos romanos, los presbiterianos, los testigos de Jehová y los bautistas. Las zonas de estacionamiento semejaban establos electrificados para que los motores de los feligreses se mantuvieran calientes mientras sus propietarios oraban. Le vino a la mente una frase de Montesquieu: nunca ha habido tantas guerras civiles como en el Reino de Cristo.

Detrás de las casas de Dios se extendían las casas de Mammon, el sector industrial de la ciudad. Los precios del buey deben de estar por los suelos, pensó. ¿Por qué si no estaría contemplando la nueva e impecable fábrica de Deliciosa Carne Porcina de Guy Poitier? A los cereales tampoco parecía irles muy bien, ¿o qué hacía una Compañía Prensadora de Pipas de Girasol en medio de un campo de trigo? Y ese tímido grupo de hombres que rondaban las viejas viviendas de la plaza de la estación debían de ser sioux o cri. El camino de sirga giró y lo condujo hacia el norte a través de un túnel. Al salir apareció en un país diferente, un país de cobertizos para barcos y mansiones frente al río. Aquí, se dijo, es donde los americanos blancos ricos cortan su césped y lavan sus coches y barnizan sus barcos y echan pestes contra los yids, los ukies y esos condenados indios que viven de la beneficencia. Y en lo alto de la colina, o lo más parecido a una colina que se puede encontrar por aquí, descansaba su objetivo, el orgullo de la ciudad, la joya del Saskatchewan Oriental, su Camelot académico, la Universidad de Dawes, una mezcolanza ordenada de piedra arenisca, ladrillo rojo colonial y cúpulas de cristal. Al llegar a una bifurcación, Justin trepó por una breve pendiente y un Ponte Vecchio de la década de 1920 le llevó hasta una casa de guarda coronada por un lustroso escudo de armas. A través de la arcada pudo admirar el campus medieval e inmaculado, y a su fundador en bronce, George Eamon Dawes Junior, propietario de minas, magnate del ferrocarril, libertino, ladrón de tierras, cazador de indios y santo local, radiante sobre su plinto de granito.

Siguió caminando. Había estudiado el manual. El camino se ensanchaba hasta desembocar en una plaza de armas. El viento arrojaba polvo granulado procedente del alquitranado. Al fondo se elevaba un pabellón cubierto de enredadera y rodeado por tres edificios funcionales de acero y hormigón. Largas ventanas iluminadas con luces de neón los rebanaban. Un letrero verde y dorado —los colores predilectos de la señora Dawes, de ahí el manual— presentaba en inglés y francés el Hospital Universitario para la Investigación Clínica. En un letrero menor se leía
PACIENTES EXTERNOS
. Justin siguió la señal y tropezó con una hilera de puertas oscilantes coronadas por un baldaquín de hormigón rizado y vigiladas por dos mujeres voluminosas vestidas con un gabán verde. Les dio las buenas noches y recibió a su vez un saludo jovial. Sintiendo el rostro helado, el cuerpo palpitante por la caminata, serpientes de fuego trepando por los muslos y la espalda, echó una última y furtiva mirada atrás y echó a andar escaleras arriba.

El vestíbulo era alto, amarmolado, fúnebre. Un retrato enorme y atroz de George Eamon Dawes Júnior con atuendo de cazador le trajo a la mente la entrada del Foreign Office. Contra una pared se extendía un mostrador de recepción atendido por hombres y mujeres de pelo cano y ataviados con túnicas verdes. Dentro de un momento me llamarán «señor Quayle» y me dirán que Tessa era una gran mujer. Se adentró lentamente en un diminuto centro comercial. El banco de Dawes Saskatchewan. Una oficina de correos. Un quiosco Dawes. McDonald’s, Pizza Paradise, una cafetería Starbuck’s, una tienda Dawes que vendía lencería, ropa de embarazada y mañanitas. Llegó a una confluencia de pasillos invadida por el choque y el chirrido de carritos, el gruñido de ascensores, el eco diminuto de tacones presurosos y el timbre de teléfonos. Visitantes nerviosos paseaban y se sentaban. Trabajadores con sus batas verdes salían presurosos por una puerta y desaparecían por otra. Ninguno llevaba abejas doradas en el bolsillo.

Un enorme tablón de anuncios colgaba junto a una puerta que indicaba
SÓLO MÉDICOS
. Con las manos sobre la espalda para dar sensación de autoridad, Justin examinó los anuncios. Canguros, barcos y coches, buscados y en oferta. Habitaciones para alquilar. La Sociedad Coral de Dawes, el Grupo de Estudio de la Biblia de Dawes, la Sociedad Ética de Dawes, el Dawes Scottish Reel Eightsome Group. Un anestesista busca un perro marrón de estatura media y mayor de tres años, «ha de ser un estupendo excursionista». Créditos Dawes, Planes de Pagos a Plazos Dawes. Un oficio en la capilla de Dawes para dar gracias por la vida de la doctora Maria Kowalski. ¿Alguien sabe qué música le gustaba? Las listas con los médicos de guardia, los médicos de vacaciones y los médicos de servicio. Y un alegre cartel anunciando que esta semana las pizzas gratis para los estudiantes de medicina son obsequio de Karel Vita Hudson de Vancouver. «¿Por qué no asistís el domingo a nuestro almuerzo y proyección de KVH en la discoteca Haybarn? Rellenad el impreso que encontraréis en vuestra pizza y obtendréis una entrada gratis para una experiencia inolvidable».

Pero de la doctora Lara Emrich, hasta hace poco directora del personal docente de Dawes, experta en cepas de tuberculosis multirresistentes y no resistentes, en otros tiempos investigadora de Dawes con el patrocinio de KVH y codescubridora de la Dypraxa, el medicamento milagroso, ni una palabra. No estaba de vacaciones, no estaba de guardia. Su nombre no aparecía en la agenda interna de teléfonos que pendía de un cordón verde adornado con borlas junto al tablón de anuncios. La única referencia a su persona era, quizá, una postal escrita a mano, relegada a una esquina del tablón y prácticamente inapreciable, donde lamentaba que, «por orden del decano», la reunión de Médicos por la Integridad de Saskatchewan no tendría lugar en la Universidad de Dawes. El nuevo punto de reunión sería anunciado en cuanto resultara posible.

Atendiendo las quejas de su cuerpo, dolorido por el frío y el esfuerzo, Justin transige un poco, lo suficiente para regresar en taxi a su insípido motel. Esta vez ha sido astuto. Siguiendo el ejemplo de Lesley, ha enviado su carta a través de una floristería junto con un generoso ramo de rosas de enamorado.

Soy un periodista inglés amigo de Birgit, en Hipo. Estoy investigando la muerte de Tessa Quayle. Si puedes, telefonéame al Man Motel de Saskatchewan, habitación dieciocho, a partir de las siete de esta noche. Te aconsejo que utilices una cabina pública que esté lejos de tu casa.

P
ETER
A
TKINSON
.

Le diré quién soy más adelante, había decidido. No la asustes. Elige la hora y el lugar. Mejor así. Su tapadera estaba perdiendo credibilidad pero era la única tapadera que tenía. Había sido Atkinson en el hotel alemán y Atkinson cuando le apalizaron. Pero le habían llamado señor Quayle. Con todo, como Atkinson había viajado de Zúrich a Toronto, aterrizado en una pensión próxima a la estación de tren y, con una sensación surrealista de desapego, averiguado a través de su pequeña radio la persecución a escala mundial del doctor Arnold Bluhm, buscado por su conexión con el asesinato de Tessa Quayle. «Yo siempre me he inclinado por Oswald, Justin… Arnold Bluhm enloqueció y mató a Tessa…». Y como un pasajero anónimo más subió al tren con destino a Winnipeg, aguardó un día y se subió a otro hasta esta pequeña ciudad. Con todo, no se estaba engañando. Como mucho, les llevaba unos días de ventaja. Pero en un país civilizado nunca se sabía.

—¿Peter?

Justin despertó bruscamente y consultó su reloj. Las nueve de la noche. Había colocado un bolígrafo y una libreta junto al teléfono.

—Sí, soy Peter.

—Yo soy
Lara
. —Era una queja.

—Hola, Lara. ¿Dónde podemos vernos?

Un suspiro. Un suspiro desesperanzado, exhausto, a juego con su desesperanzada voz eslava.

—No podemos.

—¿Por qué no?

—Hay un coche estacionado delante de mi casa. A veces ponen una furgoneta. Observan y escuchan constantemente. No podemos vernos sin llamar la atención.

—¿Dónde estás?

—En una cabina. —Lo dijo como si nunca fuera a salir de ella con vida.

—¿Te observa alguien?

—No hay nadie a la vista. Pero es de noche. Gracias por las rosas.

—Puedo verte donde quieras. En casa de un amigo o en el campo si lo prefieres.

—¿Tienes coche?

—No.

—¿Por qué no? —Era una reprimenda y un recelo.

—No tengo conmigo los documentos necesarios.

—¿Quién eres?

—Ya te lo he dicho. Un amigo de Birgit. Un periodista inglés. Podemos seguir hablando de ello cuando nos veamos.

Había colgado. Se le revolvió el estómago. Necesitaba ir al cuarto de baño, pero allí no había teléfono. Esperó hasta que no pudo más y corrió al baño. Tenía los pantalones en los tobillos cuando oyó el timbre del teléfono. Sonó tres veces, pero para cuando lo hubo alcanzado ya habían colgado. Se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos. No sirvo para esto. ¿Qué haría un espía? ¿Qué haría el astuto Donohue? Con una heroína de Ibsen al teléfono, lo mismo que yo estoy haciendo ahora o probablemente algo peor. Volvió a consultar la hora, temeroso de haber perdido la noción del tiempo. Se quitó el reloj y lo dejó junto al bolígrafo y la libreta. Quince minutos. Veinte. Treinta. ¿Qué demonios le ha ocurrido? Se puso el reloj y perdió los estribos al tratar de acertar con la correa.

—¿Peter?

—¿Dónde podemos vernos? Donde tú digas.

—Birgit dice que eres su marido.

Oh, Dios. Oh, tierra, no te muevas. Cielo santo.

—¿Birgit dijo eso por teléfono?

—No dijo nombres. «Él es su marido», sólo eso. Fue discreta. ¿Por qué no me dijiste que eras su marido? De ese modo no habría pensado que se trataba de una provocación.

—Iba a decírtelo cuando nos viéramos.

—Telefonearé a mi amiga. No deberías enviarme rosas. Es exagerado.

—¿Qué amiga? Lara, ten cuidado con lo que te cuente. Yo me llamo Peter Atkinson. Soy periodista. ¿Sigues en la cabina?

—Sí.

—¿En la misma?

—Nadie me vigila. En invierno sólo vigilan desde el coche. Son unos vagos. No veo ningún coche.

—¿Tienes suficientes monedas?

—Tengo una tarjeta.

—Utiliza monedas. No utilices tarjetas. ¿Utilizaste una tarjeta cuando llamaste a Birgit?

—No tiene importancia.

Eran las diez y media cuando volvió a telefonear.

—Mi amiga está ayudando en una operación —explicó sin disculparse—. La operación es complicada. Tengo otra amiga. Está dispuesta. Si tienes miedo, toma un taxi hasta Eaton y recorre a pie el resto del camino.

—No tengo miedo. Sólo soy prudente.

Maldita sea, pensó mientras escribía la dirección. No nos conocemos, le he enviado dos docenas de rosas exageradas y estamos riñendo como amantes.

Existían dos formas de abandonar el motel: por la puerta principal y el escalón que conducía al aparcamiento, o por la puerta trasera y el laberinto de pasillos que llevaba hasta la recepción. Justin apagó las luces de su habitación y contempló el aparcamiento por la ventana. Bajo la luna llena los vehículos lucían un halo plateado de escarcha. De los veintitantos que había en el aparcamiento, sólo uno estaba ocupado. Tras el volante había una mujer. En el asiento contiguo había un hombre. Estaban discutiendo. ¿Sobre rosas? ¿O sobre las ganancias de Dios? La mujer gesticulaba, el hombre negaba con la cabeza. El hombre bajó del coche y ladró su última palabra, una palabrota, dio un portazo, subió a otro automóvil y se alejó. La mujer se quedó donde estaba. Alzó las manos con gesto desesperado y las colocó sobre el volante, los nudillos hacia arriba. Hundió la cabeza entre las manos y rompió a llorar. Los hombros le temblaban. Venciendo un deseo absurdo de consolarla, Justin caminó deprisa hasta el mostrador de recepción y pidió un taxi.

La vivienda, situada en una calle victoriana, formaba parte de una hilera de casas pareadas de construcción reciente. Cada casa estaba erigida al sesgo, como proas de barco adentrándose en un viejo puerto. Cada una disponía de un sótano con escalera independiente y una puerta principal en la planta baja con escalera de piedra, barandillas de hierro y aldabas de bronce con forma de herradura que no llamaban. Observado por un gato gordo y gris que se había construido su hogar entre las cortinas y la ventana del número siete, Justin subió los escalones del número seis y llamó al timbre. Llevaba consigo cuanto poseía: una bolsa de viaje, dinero y, pese a la orden de Lesley, sus dos pasaportes. Había pagado el motel por adelantado. Si regresaba, lo haría por voluntad propia y no por necesidad. Eran las diez de una noche glacial y clara como el hielo. Los coches estaban aparcados en fila junto al bordillo. Las aceras estaban vacías. Abrió la puerta la silueta de una mujer alta.

—Tú eres Peter —dijo en tono acusador.

—¿Eres Lara?

—Naturalmente.

La mujer cerró la puerta tras él.

—¿Te han seguido? —preguntó él.

—Es posible. ¿Y a ti?

Se miraron bajo la luz. Birgit tenía razón: Lara Emrich era hermosa. Hermosa por la inteligencia altiva de su mirada. Por su desvinculación fría, científica, que al primer olfato ya le había hecho retroceder por dentro. Por la forma en que se retiraba el cabello canoso con el dorso de la muñeca. Con el codo todavía levantado y la muñeca en la frente, siguió examinando a Justin con mirada arrogante pero desconsolada. Vestía de negro. Pantalones negros, blusa larga negra, nada de maquillaje. La voz, de cerca, era aún más melancólica que por teléfono.

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