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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (52 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—Lo lamento mucho por ti —dijo—. Es terrible. Es triste.

—Gracias.

—La mató la Dypraxa.

—Eso creo. Aunque indirectamente, pero sí.

—La Dypraxa ha matado a muchas personas.

—Pero no todas fueron traicionadas por Markus Lorbeer.

Del piso de arriba llegó el fragor de un aplauso televisado.

—Amy es amiga mía —dijo Lara, como si la amistad fuera una desgracia—. Actualmente es médico del hospital Dawes pero, por desgracia, firmó una solicitud para mi rehabilitación y es miembro fundador de Médicos por la Integridad de Saskatchewan. Así pues, están buscando una excusa para despedirla.

Justin iba a preguntarle si Amy le conocía como Quayle o como Atkinson cuando una mujer de voz potente gritó algo y dos zapatillas afelpadas aparecieron en lo alto de la escalera.

—Hazlo subir, Lara. El hombre necesita un trago.

Amy era gorda y de edad madura, una de esas mujeres serias que han decidido asignarse el papel de cómicas. Lucía un quimono rojo de seda y pendientes de pirata. Sus zapatillas tenían ojos de cristal. Pero los reales poseían un halo sombrío, y había arrugas de dolor en las comisuras de los labios.

—Los hombres que mataron a su esposa deberían ir a la horca —dijo—. ¿Whisky escocés, bourbon o vino? Éste es Ralph.

Era una habitación amplia, forrada de pino y de techo alto. Al fondo había un bar. Un enorme televisor transmitía un partido de hockey sobre hielo. Ralph era un viejo de poco pelo embutido en un batín. Estaba sentado en una butaca de polipiel con un taburete a juego para reposar los pies. Al oír su nombre, agitó una mano moteada sin apartar los ojos del partido.

—Bienvenido a Saskatchewan. Sírvase una copa —dijo con acento centroeuropeo.

—¿Quién gana? —preguntó Justin por cortesía.

—Los Canucks.

—Ralph es abogado —dijo Amy—. ¿Verdad, cielo?

—Ahora apenas soy nada. El maldito Parkinson me está llevando a la tumba. El mundo académico se comportó como un hatajo de animales. ¿Por eso ha venido?

—Más o menos.

—Suprimen la libertad de expresión, se interponen entre médico y paciente…, y ya es hora de que los hombres y mujeres educados le echen un par de huevos al asunto y digan la verdad en lugar de encogerse en el retrete como una panda de cagados.

—Cierto —dijo educadamente Justin al tiempo que aceptaba un vaso de vino de Amy.

—Karel Vita es el flautista y Dawes baila al son que le toca. Dan veinticinco millones de dólares para un nuevo edificio biotecnológico y prometen cincuenta más. No se trata de ninguna tontería ni siquiera para ricachones sin cerebro como Karel Vita. Y si nadie mete las narices donde no le llaman, les caerá mucho más. ¿Cómo demonios soportasteis semejante presión?

—Lo intentas —dijo Amy—. Si no lo intentas, estás jodido.

—Estás jodido tanto si lo intentas como si no. Si hablas, te retiran el sueldo, te despiden y te echan de la ciudad. La libertad de expresión sale muy cara en esta ciudad, señor Quayle, más de lo que la mayoría podemos pagar. ¿Cómo se llama, de nombre?

—Justin.

—En cuestiones de opinión, Justin, esta ciudad es un monocultivo. Todo es fantástico y genial mientras a una rusa demente no se le meta en la cabeza publicar en la prensa médica artículos casquivanos en los que critica una inteligente pastillita que ella misma ha inventado y que aporta dos billones al año a la Casa de Karel Vita, que Alá proteja. ¿Dónde piensas ponerles, Amy?

—En el estudio.

—Desconecta los teléfonos para que no les molesten. Amy es la técnica aquí, Justin. Yo soy la vieja quisquillosa. Si quieres algo, pídeselo a Lara. Conoce la casa mejor que nosotros, lo cual es una pérdida de tiempo teniendo en cuenta que van a echarnos en menos de dos meses.

Ralph volvió a sus victoriosos Canucks.

Ella ya no le ve aunque se ha puesto unas gafas pesadas más propias de un hombre. Su parte rusa ha traído una bolsa «por si acaso» que descansa abierta a sus pies, repleta de documentos que conoce de memoria: cartas de abogados amenazándola, cartas de la facultad despidiéndola, una copia de su artículo impublicable y, por último, las cartas de su abogado, pero no demasiadas porque, según explica, no tiene dinero y, además, su abogado se siente más a gusto defendiendo a los sioux que batallando contra los recursos legales ilimitados de la firma Karel Vita Hudson de Vancouver. Están sentados como dos ajedrecistas sin tablero, frente a frente, las rodillas a punto de tocarse. El recuerdo de sus varios destinos en Oriente insta a Justin a no dirigir las puntas de los pies hacia ella, así que se sienta de lado, para incomodidad de su dolorido cuerpo. Ella lleva un rato hablando a las sombras que hay más allá del hombro de su interlocutor y él apenas la ha interrumpido. El ensimismamiento es absoluto, la voz, en cambio, abatida y doctrinal. Vive exclusivamente con la monstruosidad de su caso y su insolubilidad. Todo hace referencia a ello. A veces —muchas, sospecha él— ella le olvida por completo. O se convierte en otra cosa para ella, una reunión vacilante del cuerpo docente, una convocatoria tímida de colegas de la universidad, un profesor dudoso, un abogado incompetente. Cuando él menciona el nombre de Lorbeer, Lara despierta y arruga el entrecejo. Luego ofrece una generalización mística que es una evasión palpable: Markus es demasiado romántico, demasiado débil, todos los hombres hacen cosas malas, también las mujeres. Y no, ella no sabe dónde está.

—Se oculta en algún lugar. Cada mañana toma una dirección diferente —explica con implacable melancolía.

—Cuando habla del desierto, ¿se refiere a un desierto real?

—Se refiere a un lugar con muchos inconvenientes. Eso también es típico de él.

Para defender su causa ha asimilado frases que él no le habría atribuido: «Le adelantaré aquí… KVH no tiene prisioneros». Incluso habla de «mis pacientes de las celdas de condenados a muerte». Y cuando entrega a Justin la carta de un abogado, la recita para que él no pase por alto las partes más ofensivas:

Le volvemos a recordar que la cláusula de confidencialidad de su contrato le prohíbe terminantemente transmitir esta información errónea a sus pacientes… Queda formalmente advertida para que deje de difundir, ya sea verbalmente o por cualquier otro medio, opiniones inexactas y maliciosas basadas en la interpretación errónea de datos obtenidos mientras se hallaba bajo contrato de la firma Karel Vita Hudson…

A esto sigue la arrogante incongruencia de que «nuestros clientes niegan rotundamente que en algún momento intentaran de modo alguno impedir o influir en un debate científico justo…».

—¿Por qué firmaste ese vergonzoso contrato? —le interrumpió bruscamente Justin.

Alentada por su rencor, Lara soltó una triste carcajada.

—Porque confiaba en ellos. Porque fui una imbécil.

—¡Eres cualquier cosa menos imbécil, Lara! —exclamó Justin—. Maldita sea, eres una mujer sumamente inteligente.

Ofendida, se sume en un silencio meditabundo.

Los dos años siguientes a la adquisición de la molécula Emrich-Kovacs por parte de Karel Vita a través de la agencia de Markus Lorbeer, le cuenta Lara, fueron una época dorada. Los resultados de las primeras pruebas a corto plazo eran excelentes, las estadísticas aún mejores, la sociedad Emrich-Kovacs estaba en boca de toda la comunidad científica. KVH proporcionaba laboratorios de investigación totalmente entregados, un equipo de técnicos, ensayos clínicos por todo el tercer mundo, viajes en primera clase, hoteles de primera, respeto y dinero a porrillo.

—Para la frívola de Kovacs era su sueño hecho realidad. Conduciría Rolls-Royces, ganaría premios Nobel, sería rica y famosa, tendría muchos, muchos amantes. Y para la seria Lara, los ensayos clínicos serían científicos, serían serios. Probarían el fármaco en un amplio abanico de comunidades étnicas y sociales vulnerables a la enfermedad. Muchas vidas mejorarían y otras se salvarían. Sería muy satisfactorio.

—¿Y para Lorbeer?

Una mirada irritable, una mueca de desaprobación.

—Markus quiere ser un santo con dinero. Le gustan los Rolls-Royces y salvar vidas por igual.

—Por Dios y por Dinero, entonces —sugiere alegremente Justin, pero Lara sólo responde con otro ceño.

—Transcurridos dos años hice un descubrimiento desafortunado. Los ensayos de KVH eran una farsa. No habían sido estructurados científicamente. Estaban diseñados únicamente para conseguir la entrada del medicamento en el mercado lo antes posible. Excluyeron deliberadamente algunos efectos secundarios. Si se descubría algún efecto secundario, el ensayo se reconducía para que no apareciera.

—¿Cuáles eran los efectos secundarios?

De nuevo su voz de conferenciante, mordaz y arrogante.

—En la época de los ensayos no científicos se observaron pocos efectos secundarios, debido, en parte, al excesivo entusiasmo de Kovacs y Lorbeer y a la determinación de algunas clínicas y centros médicos de países del tercer mundo de que los ensayos salieran bien. Los ensayos recibían, además, informes favorables en importantes revistas médicas por parte de críticos distinguidos que nunca confesaron su relación lucrativa con KVH. En realidad, esos artículos se escribían en Vancouver o Basilea y los distinguidos críticos se limitaban a firmarlos. Se señaló que el fármaco no sentaba bien a una proporción insignificante de mujeres en edad de procrear. A algunas se les nublaba la vista. Hubo algunas muertes, pero una manipulación de las fechas hizo que no aparecieran en el periodo que se hallaba bajo revisión.

—¿Se quejó alguien?

La pregunta la irrita.

—¿Quién iba a quejarse? ¿Los médicos y enfermeros del tercer mundo que están ganando dinero con los ensayos? ¿El distribuidor que está ganando dinero con la comercialización del medicamento y no desea perder las ganancias de toda la gama de fármacos KVH, puede que todo su negocio?

—¿Y los pacientes?

La opinión que tiene de él ha tocado fondo.

—La mayoría de los pacientes vive en países no democráticos gobernados por sistemas tremendamente corruptos. Teóricamente están informados y dan su consentimiento al tratamiento. En otras palabras, sus firmas aparecen en los impresos aunque no pueden leer lo que han firmado. La ley no les permite recibir dinero, pero se les recompensa generosamente por el viaje y la pérdida de ingresos y reciben comida gratis. Eso les gusta mucho. Además, tienen miedo.

—¿De las empresas farmacéuticas?

—De todo el mundo. Si se quejan, les amenazan. Les dicen que sus hijos no recibirán más medicinas de América y que sus maridos irán a la cárcel.

—Pero tú te quejaste.

—No. Yo no me quejé. Yo protesté. Enérgicamente. Cuando descubrí que estaban promocionando la Dypraxa como un fármaco seguro, y no como un fármaco en período de prueba, di un discurso en una reunión científica de la universidad en el que describía detalladamente la postura inmoral de KVH. No sentó bien. La Dypraxa es un buen medicamento. Ese no es el problema. El auténtico problema es triple. —Ya hay tres dedos delgados extendidos—. Problema número uno: los efectos secundarios se ocultan deliberadamente en interés de los beneficios económicos. Problema número dos: las comunidades más pobres del mundo son utilizadas como conejillos de Indias por las naciones más ricas. Problema número tres: la intimidación por parte de las compañías impide el debate científico de estos problemas.

Los dedos se retiran mientras la otra mano revuelve el interior de la bolsa y extrae un folleto azul brillante con el titulo:
BUENAS NOTICIAS DE KVH.

DYPRAXA es un sustituto muy eficaz, seguro y económico de los tratamientos contra la tuberculosis aceptados hasta ahora. Ha demostrado poseer ventajas excepcionales para las naciones en vías de desarrollo.

Lara recupera el folleto y lo reemplaza por la carta manoseada de un abogado. Hay un párrafo subrayado.

El estudio de la Dypraxa fue diseñado y aplicado de forma totalmente ética a lo largo de varios años con el consentimiento y el conocimiento de todos los pacientes. KVH no distingue en sus ensayos entre países ricos y pobres. Sólo le interesa seleccionar las condiciones adecuadas para llevar a cabo el proyecto. KVH ha recibido elogios merecidos por la calidad de su trato.

—¿Cuál es la postura de Kovacs en todo esto?

—Kovacs está totalmente del lado de la compañía. Carece de integridad. La mayoría de los datos clínicos se distorsionan o suprimen con la ayuda de Kovacs.

—¿Y Lorbeer?

—Markus se siente dividido. Es normal en él. Se ha proclamado jefe de toda África para la Dypraxa. Pero también está asustado y avergonzado. Por eso confiesa.

—¿Contratado por TresAbejas o por KVH?

—Conociendo a Markus, puede que por ambas. Es un tipo complejo.

—¿Por qué demonios KVH te instaló en Dawes?

—Porque fui una imbécil —repite Lara con orgullo, haciendo caso omiso de la afirmación contraria de Justin—. ¿Cómo, si no, podría haber firmado ese contrato? Los de KVH fueron muy corteses, muy encantadores, muy comprensivos, muy astutos. Me encontraba en Basilea cuando dos hombres jóvenes vinieron a verme desde Vancouver. Me sentí halagada. Como tú, me enviaron rosas. Les dije que los ensayos eran una porquería. Estuvieron de acuerdo. Les dije que no deberían vender la Dypraxa como un medicamento seguro. Estuvieron de acuerdo. Les dije que existían muchos efectos secundarios que no habían sido evaluados correctamente. Admiraron mi coraje. Uno de ellos era un ruso de Novgorod. «Comamos juntos, Lara. Hablemos de este asunto en profundidad». Entonces me dijeron que les gustaría llevarme a Dawes para que diseñara mi propio ensayo para la Dypraxa. Se mostraron razonables, a diferencia de sus superiores. Reconocieron que no habíamos hecho suficientes pruebas correctas. Ahora, una vez en Dawes, las haríamos. Era mi fármaco. Estaba orgullosa de él y ellos también. La universidad estaba orgullosa. Llegamos a un acuerdo. Dawes me daría la bienvenida y KVH me pagaría. Dawes se halla en un lugar idóneo para llevar a cabo los ensayos. Tenemos indios nativos de las reservas propensos a la tuberculosis antigua. Tenemos casos multirresistentes en la comunidad hippy de Vancouver. Para la Dypraxa eso constituye una combinación idónea. Basándome en este acuerdo, firmé el contrato y acepté la cláusula de confidencialidad. Fui una imbécil —repite con un desdén que dice «caso demostrado».

—Y KVH tiene oficinas en Vancouver.

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