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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (57 page)

BOOK: El jardinero fiel
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Donohue nunca habría supuesto que podría llegar a sentir lástima por Curtiss. Pero si alguna vez lo había hecho, éste debió haber sido el momento.

—Se lo pediré, Kenny. El problema es que no tenemos esa clase de poder. Si lo tuviéramos se habrían visto obligados a disolvemos.

Pero el efecto de esas palabras fue más drástico de lo que temiera. Curtiss estaba furioso y sus bramidos reverberaban contra las vigas. Alzó los brazos cual sacerdote en plena oblación. La estancia se llenó de su estruendosa voz de tirano.

—Eres historia, Donohue. ¿Te crees que son los países los que hacen funcionar este jodido mundo? Pues vuélvete a las clases de catequesis. Lo que se entona hoy en día en ellas es «Dios salve a nuestra multinacional». Y hay otra cosa que puedes decirles a tus amigos Coleridge y Quayle y a cualquier otro que estés poniendo en mi contra. Que Kenny K. adora África. —Abarcó con un amplio movimiento de torso el ventanal que daba al lago bañado por la luz sedosa de la luna—. ¡La lleva en la sangre! Y Kenny K. adora su medicamento. Y Kenny K. vino a este mundo para traerle ese medicamento a cada hombre, mujer o niño africano que lo necesite. Y eso es lo que va a hacer, así que jodeos todos. Y si alguien se interpone en el camino de la ciencia, que se atenga a las consecuencias, porque yo ya no puedo detener a esa gente, y tú tampoco, porque los mejores cerebros que pueden comprarse con dinero ya han experimentado exhaustivamente con ese fármaco. Y ni uno solo —fue alzando la voz hasta llegar al punto culminante de la amenaza y el histerismo—, ni uno solo ha encontrado ni una puta palabra que decir en su contra, ni la encontrará. ¡Jamás! Ahora, lárgate de aquí.

Cuando Donohue así lo hizo, alrededor de él se desató una apresurada cacofonía. Sombras furtivas se movieron en los pasillos, los perros empezaron a ladrar y un coro de teléfonos entonó su canto.

Al salir al aire fresco, Donohue se detuvo para que los olores y sonidos de la noche africana lo purificaran. Iba desarmado, como siempre. Unos jirones de nube habían velado las estrellas. Bajo el resplandor de la iluminación de seguridad las acacias parecían de un amarillo apergaminado. Oyó chotacabras y el relincho de una cebra. Escudriñó los alrededores despacio, obligándose a detener la mirada en los rincones más oscuros. La casa estaba en un bancal y entre éste y el lago se extendía una zona de asfalto que a la luz de la luna parecía un profundo cráter. Su coche estaba en el centro. Por pura costumbre aparcaba lejos del sotobosque circundante. No estuvo muy seguro de si había vislumbrado o no una sombra furtiva, de forma que permaneció inmóvil. Pensaba en Justin, lo cual era bastante extraño. Pensaba que si Curtiss estaba en lo cierto y Justin había viajado en rápida sucesión a Italia, Alemania y Canadá, con pasaporte falso, entonces había un Justin al que él no conocía, pero cuya existencia había empezado a sospechar esas últimas semanas: Justin el solitario, el que no acataba otras órdenes que las propias; Justin el comprometido y en pie de guerra, decidido a descubrir lo que en su vida anterior quizá contribuyó a encubrir. Y si así era Justin para entonces y ésa era la tarea que se había autoimpuesto, qué mejor sitio que ése para empezar a buscar, la casa junto al lago de sir Kenneth Curtiss, importador y distribuidor de «mi medicamento».

Donohue se disponía a avanzar hacia su coche, pero oyó un ruido cerca y se detuvo a medio paso para apoyar el pie suavemente en el asfalto. ¿A qué jugamos, Justin? ¿Al escondite? ¿O no eres más que uno de esos monos colobos? Ahora oyó un chasquido, un nítido paso detrás de sí. ¿Hombre o fiera? Donohue levantó el codo derecho para defenderse y, reprimiendo el deseo de pronunciar en voz baja el nombre de Justin, se volvió para encontrarse a Doug Crick plantado a un metro de él bajo la luz de la luna, con las manos separadas y abiertas, claramente desarmado. Era un tipo robusto. Tan alto como Donohue pero con la mitad de años, rostro ancho y pálido, cabello rubio y una sonrisa atractiva y algo afeminada.

—Hola, Doug —saludó Donohue—. ¿Cómo te va?

—Bien, gracias, señor, y espero que a usted también.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Ambos hablaban en voz baja.

—Pues sí, señor. Podría ir hasta la carretera, girar en dirección a Nairobi y llegar hasta el desvío del parque nacional de Hell’s Gate, que ha cerrado hace una hora. Es un camino de tierra, sin iluminar. Me reuniré con usted allí en diez minutos.

Donohue recorrió el sendero de grevillos negros hasta la caseta de los guardas y dejó que uno de ellos le iluminara la cara con una linterna y luego el coche, por si se le había ocurrido robar las alfombras de piel de leopardo. El kung-fu había dado paso a pornografía tremendamente desenfocada. Donohue giró lentamente para coger la carretera y vigiló la aparición de animales o peatones. Había nativos encapuchados agazapados o tendidos en los arcenes. Caminantes solitarios provistos de largas varas le hacían un lento ademán de saludo o brincaban burlones a la luz de sus faros. Siguió conduciendo hasta que vio el letrero indicador del parque nacional. Se detuvo, apagó las luces y esperó. Un coche aparcó detrás de él. Donohue abrió la puerta del pasajero un palmo, con lo que se encendió la luz interior. No había ni nubes ni luna. A través del parabrisas veía brillar las estrellas. Logró ubicar Tauro y Géminis; y después de Géminis localizó Cáncer. Crick se deslizó en el asiento del pasajero y cerró la puerta, sumiéndoles en la oscuridad absoluta.

—El jefe está desesperado, señor. No le había visto así desde… bueno, nunca —dijo Crick.

—Ya lo supongo, Doug.

—Se está volviendo un poco chiflado, la verdad.

—Está alterado, diría yo —repuso Donohue con tono comprensivo.

—Llevo todo el día sentado en la sala de comunicaciones, filtrándole llamadas. De los bancos de Londres, de Basilea, luego de los bancos otra vez, después de compañías financieras de las que nunca ha oído hablar, que le ofrecen créditos mensuales al cuarenta por ciento de interés compuesto; luego han sido de esos que llama su puñado de ratas, los políticos. Uno no puede sino escucharles, ¿no es así?

Una madre con una criatura en los brazos rascaba tímidamente el parabrisas con su mano descarnada. Donohue bajó la ventanilla y le tendió un billete de veinte chelines.

—Ha hipotecado sus casas en París, Roma y Londres y le van a subir el precio de la de Sutton Place, en Nueva York. Está tratando de encontrar un comprador para ese estúpido equipo de fútbol que tiene, aunque uno tendría que ser sordomudo para quererlo. Hoy mismo le ha pedido a un amigo especial del Crédit Suisse un préstamo de veinticinco millones de dólares, con la promesa de devolverle treinta millones el lunes. Y los de KVH le persiguen para que liquide sus tratos comerciales con ellos. Y si no consigue efectivo le apretarán las tuercas y se adueñarán de su empresa.

Un aturdido trío familiar se había materializado junto a la ventanilla, refugiados salidos de ninguna parte y que no iban a ninguna parte.

—¿Quiere que me encargue de ellos, señor? —preguntó Crick tendiendo la mano para abrir la puerta.

—No harás tal cosa —ordenó Donohue con acritud. Puso en marcha el motor y recorrió despacio la carretera mientras Crick continuaba hablando.

—Lo único que hace es gritarles. Es patético, de verdad. KVH no quiere su dinero. Lo que quieren es su negocio, y todos lo sabíamos, pero él no. No sé cómo va a acabar todo esto, se lo aseguro.

—Siento oír eso, Doug. Siempre pensé que tú y Kenny estabais de acuerdo en todo.

—Yo también lo creía, señor. Le confieso que me ha costado muchísimo llegar a este punto. No es propio de mí tener dos caras, ¿no?

Un grupo aislado de gacelas se había acercado a la carretera para verles pasar.

—¿Qué quieres, Doug? —dijo Donohue.

—Me preguntaba si habría algún trabajo informal disponible, señor. Alguien a quien quisiera que se le hiciera una visita o que se le vigilara. Algún documento especial que necesite. —Donohue esperó, nada impresionado—. Además, está lo de ese amigo mío. De mis tiempos en Irlanda. Vive en Harare, lo cual no es precisamente mi sueño dorado.

—¿Qué pasa con él?

—Pues que recurrieron a él, ¿sabe? Trabaja por cuenta propia.

—¿Para que hiciera qué?

—Ciertos europeos que eran amigos de un amigo suyo recurrieron a él. Le ofrecieron un montón de pasta por acallar a una mujer blanca y su amiguito negro de camino a Turkana. Le dijeron que el día anterior andaban por ahí y que saliera esa misma noche, que tenían un coche esperando.

Donohue se detuvo en el arcén y apagó de nuevo el motor.

—¿Cuándo ocurrió? —quiso saber.

—Dos días antes de que mataran a Tessa Quayle.

—¿Aceptó el encargo?

—Por supuesto que no, señor.

—¿Por qué no?

—No es de esa clase de hombres. Para empezar no le pondría la mano encima a una mujer. Estuvo en Ruanda y en el Congo. Nunca volverá a tocar a una mujer.

—Así pues, ¿qué hizo?

—Les aconsejó que hablaran con ciertas personas que conocía y que no se andaban con remilgos.

—¿Cómo quiénes?

—No va a decirlo, señor Donohue. Y aunque fuera a hacerlo, yo no le dejaría contármelo. Hay ciertas cosas que es demasiado peligroso saber.

—No hay gran cosa en oferta, entonces, ¿no?

—Bueno, en realidad está dispuesto a hablar a grandes rasgos, si sabe a qué me refiero.

—No, no lo sé. Yo compro nombres, fechas y lugares. Y al por menor. Con efectivo en una bolsa. Nada de grandes rasgos.

—Creo que a lo que se refiere en realidad, señor, si uno elimina el lenguaje superfino, es a si pagaría usted por lo que le pasó al doctor Bluhm, incluidas referencias en los mapas. Sólo por emular lo que haría un escritor, ha puesto sobre el papel los sucesos de Turkana tal y como le afectaron al doctor, basándose en lo que sus amigos le contaron. Absolutamente confidencial, asumiendo que el precio sea el adecuado.

Otro grupo de itinerantes nocturnos se había congregado en torno al coche, liderados por un anciano con un sombrero de ala ancha de señora provisto de un lazo.

—A mí me suena a basura —opinó Donohue.

—No creo que sea basura, señor. Creo que es información fidedigna, señor. Sé que lo es.

Donohue sintió un escalofrío. ¿Que lo sabes? Y ¿cómo lo sabes? ¿O es que tras el nombre en clave de tu amigo de Irlanda se oculta Doug Crick?

—¿Dónde está? Ese relato que ha escrito.

—Está disponible, señor. Yo me encargo de que así sea.

—Estaré en el bar de la piscina del hotel Serena mañana a mediodía durante veinte minutos.

—Él calcula unas cincuenta mil libras, señor Donohue.

—Ya le diré yo cuánto puede calcular cuando lo haya visto.

Donohue condujo durante una hora esquivando cráteres, aminorando la velocidad en pocas ocasiones. Un chacal pasó corriendo ante sus faros, directo al campo de deportes. Un grupo de mujeres de una granja de flores local le hizo autostop, pero por una vez no se detuvo. Incluso al pasar ante su casa se negó a disminuir la marcha y se dirigió en cambio directamente a la embajada. El salmón tendría que esperar hasta el día siguiente.

Capítulo 21

—Sandy Woodrow —anunció Gloria con jocosa severidad, plantándose en jarras ante él con su bata afelpada—, ya va siendo hora de que empieces a hacer las cosas a banderas desplegadas.

Gloria había madrugado, y cuando Woodrow terminó de afeitarse, ella se había cepillado ya el pelo. Había enviado a los niños al colegio con el chófer, le había preparado unos huevos fritos con beicon, que él tenía terminantemente prohibidos, pero de vez en cuando una chica debía mimar un poco a su hombre. Había adoptado la pose de la jefa de estudios que llevaba dentro y usaba la voz de edil de la clase que debía de emplear en sus tiempos de estudiante, pero por el momento todo ello pasaba inadvertido a su esposo, que, como de costumbre, hojeaba los periódicos de Nairobi.

—Las banderas volverán a izarse el lunes, cariño —respondió Woodrow distraídamente, masticando un trozo de beicon—. Mildred se ha puesto en contacto con el Departamento de Protocolo. Las banderas se han mantenido a media asta por Tessa más tiempo que por alguien de la realeza.

—No me refiero a eso, bobo —protestó Gloria, apartando de él los periódicos y colocándolos en una ordenada pila en el aparador situado bajo sus acuarelas—. ¿Estás cómodo ahí sentado? Bien, pues atiende. Estoy hablándote de organizar una fiesta por todo lo alto para levantarnos el ánimo a todos, tú incluido. Ya es hora, Sandy. Ya es hora de que todos nos digamos unos a otros: «Bueno. Es cosa pasada. Hemos hecho lo que podíamos. Una verdadera lástima. Pero la vida debe continuar». Tessa pensaría lo mismo. Ahora, cariño, la pregunta clave: ¿Cuál es la versión interna? ¿Cuándo vuelven los Porter? —Los Porter, como los Sandy y los Elena, que es como nos referimos afectuosamente a las parejas en la intimidad.

Woodrow trasladó una porción cuadrada de huevo sobre una rebanada de pan tostado.

—«El señor Porter Coleridge y señora han solicitado un permiso indefinido mientras buscan un colegio especial para su hija Rosie» —recitó Woodrow, reproduciendo literalmente las palabras de un portavoz imaginario—. Esa es la versión interna, la versión externa y la única que existe.

Una versión, dicho sea de paso, que traía a Woodrow por la calle de la amargura, pese a su aparente tranquilidad. ¿A qué se dedicaba Coleridge? ¿Por qué tanto silencio? Sí, de acuerdo, estaba de permiso. Afortunado él. Pero un embajador de permiso tiene teléfonos, correo electrónico, direcciones. Cuando empieza a notar el síndrome de abstinencia, telefonea a su número dos y a su secretario particular con el más nimio pretexto, interesándose por sus criados, jardines, perros, y ¿cómo van por ahí las cosas sin mí? Y se molestan al insinuarles que por aquí las cosas van mucho mejor sin ellos. Coleridge, en cambio, no había dicho ni esta boca es mía desde su repentina marcha. Y si Woodrow telefoneaba a Londres con la supuesta intención de plantearle unas cuantas preguntas inocentes —y sonsacarle de paso acerca de sus objetivos y aspiraciones—, topaba con un muro infranqueable tras otro. Coleridge estaba «colaborando con la oficina del ministro», dijo un neófito del Departamento de Asuntos Africanos. «Asistía a las sesiones de un grupo de trabajo ministerial», dijo un sátrapa del departamento del subsecretario permanente.

Y Bernard Pellegrin, cuando Woodrow consiguió por fin ponerse en contacto con él mediante el teléfono cifrado de Coleridge, fue tan displicente en sus respuestas como los demás. «Uno de esos embrollos de Personal», explicó vagamente. «El Parlamento quiere un informe directo, así que el secretario de Estado no va a ser menos, y entonces los demás reclaman también su reunión informativa. Todo el mundo quiere estar al corriente de los asuntos de África. ¿Qué tiene eso de nuevo?».

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